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INTERVENCIÓN DE MONS. PAUL CORDES,
JEFE DE LA DELEGACIÓN DE LA SANTA SEDE,
EN LA CONFERENCIA MUNDIAL CELEBRADA EN NAIROBI
CON EL FIN DE EVALUAR LOS RESULTADOS
DEL DECENIO DE LAS NACIONES UNIDAS PARA LA MUJER
*

 19 de julio de 1985

 

 

Aprovecho con mucho placer esta ocasión para transmitir a usted, Señora Presidenta, así como a las delegaciones de los países representados en esta Asamblea, los saludos cordiales de Su Santidad Juan Pablo II. Como usted bien sabe, el Santo Padre ha manifestado en varias oportunidades su alta estima por el trabajo realizado por las Naciones Unidas, sea en su conjunto, sea por medio de sus agencias especializadas. Permítame sólo recordar las recientes palabras que ha dirigido, el 13 de mayo pasado, a la Corte Internacional de Justicia, en la Haya: “La Santa Sede concede gran importancia a su propia colaboración con la Organización de las Naciones Unidas y sus distintos organismos...”.

Y para señalar el aprecio hacia vuestra Organización, el Santo Padre ha enumerado todas las ocasiones en el curso de las que ha visitado una u otra de esas instituciones: a la Asamblea plenaria de las Naciones Unidas, en octubre de 1980; a la FAO, en Roma, en 1979; a la UNESCO, en París, en 1980, a la Organización Internacional del Trabajo, en Ginebra, en 1982; a la sede de los Organismos internacionales, en Viena, en 1983.

Continuando su discurso, el Papa agregaba entonces: “...acepté con sumo agrado y con un intenso sentimiento de compromiso la invitación del Presidente del Tribunal Internacional de Justicia... Espero que esta visita haga ver con claridad el grado de apoyo que la Iglesia católica desea prestar a los esfuerzos de estos Cuerpos internacionales”.

La participación de una Delegación de la Santa Sede a esta Conferencia es —como lo han sido su participación a las Conferencias de las Naciones Unidas a Ciudad de México y Copenhague— la expresión del vivo interés con que la Iglesia considera la década de la mujer y de su compromiso solidario al respecto.

I. Breves anotaciones sobre los resultados obtenidos

El trabajo realizado en el curso de este decenio ha sido enorme y aportará, sin duda alguna, numerosos frutos. Por ejemplo, en cuanto concierne a la renovada formulación del derecho civil en numerosos países, se ha llegado a reconocer la igualdad entre el hombre y la mujer. Mujeres siempre más competentes y contando con una buena formación profesional, han tomado su lugar y asumido sus responsabilidades en todos los campos de la vida social, sin dejar de cumplir con su misión familiar. La condición socio-económica de las mujeres ha gozado de mejoras jurídicas importantes. Han tenido siempre mayor acceso a la instrucción, a todos los niveles, considerada como una exigencia de nuestro tiempo. En fin, por medio de una cultura y políticas adecuadas, se continúan a crear las condiciones que permiten a la mujer superar los actuales marcos imitativos y decidir responsablemente su propia vida.

Por otra parte, hay que tener en cuenta todo lo que queda aún por hacer. Es verdad que las tareas de las Naciones Unidas han ofrecido preciosos instrumentos de trabajo para la elaboración de las leyes en los diferentes países en relación a las cuestiones de la mujer. Pero en muchos casos no se ha sabido utilizar aún esos instrumentos de trabajo. Lo que ha sido escrito en esos documentos no ha tenido siempre su adecuada correspondencia a nivel de los hechos reales. Esto se debe, sobre todo, a que la problemática en no pocas circunstancias, no puede ser resuelta por vía legislativa porque tiene sus raíces en una mentalidad desviada acerca de la mujer. La sociedad no puede llegar a reconocer más a fondo el valor y la dignidad de la mujer si no tiene en cuenta la relación hombre-mujer. Es en esta relación que se encuentra fundamentalmente el punto neurálgico del problema de la mujer. Es bien cierto, desgraciadamente, que las mujeres son aún las víctimas principales de situaciones o acontecimientos dramáticos, como la plaga de la guerra, las crisis económicas, el subdesarrollo y el hambre, la emigración forzada, la suerte trágica de los refugiados, la miseria de la prostitución organizada, etc.

Por todo ello, no se puede considerar la clausura de la década de la mujer como el final de la representación del drama de la mujer sobre la cual va a caer el telón, quedando nada más que el aplauso a los actores. El drama continúa. Y no es ajeno a ello el hecho que las orientaciones dadas hasta ahora parecen haber tenido verdaderamente presente sólo una parte de la problemática que concierne a la mujer.

II. Necesidad del progreso socio-económico

El criterio primordial para los trabajos de la década y su punto de referencia permanente han sido el progreso socioeconómico de la mujer. Se trata, sin duda, de una cuestión que, en el conjunto del drama, no puede dejar de saltar a los ojos y que nadie puede ignorar. ¡Quién osaría negar la importancia de los recursos económicos para asegurar una existencia respetuosa de la dignidad de la persona humana! Es por ello que durante toda su historia, el cristianismo no ha cesado jamás de combatir la pobreza y la miseria. El Evangelio compromete a todo cristiano en esa actitud. La Palabra de Dios nos anuncia que, al fin de los tiempos, todos nuestros actos serán juzgados. El juez será el mismo Cristo que, en su proclamación del reino de Dios, durante su vida terrena, no dejó dudas sobre el criterio decisivo de su juicio: todo será medido según el bien concreto que hayamos hecho a los hombres y a las mujeres, nuestros hermanos y hermanas (cf. Mt 25, 31ss.).

Es por ello que la historia del cristianismo está llena de hombres y de mujeres que han buscado enfrentar las situaciones socio-económicas de sus contemporáneos para lograr mejorarlas. Permítanme citar algunos ejemplos del pasado más reciente: Franciska Schervier (†1876); Jacques Désiré Laval († 1864); Francesca Saveria Cabrini († 1917), Madeleine Delbrel († 1964), Dorothy Day (†1980); Bárbara Ward († 1981); madre Teresa de Calcula.

No podemos citar aquí los nombres de todos aquellos que, en nuestros días, en los países llamados del Tercer Mundo, se comprometen al servicio de la dignidad humana de toda persona. Su servicio conlleva siempre, también, la preocupación por el mejoramiento de las condiciones de vida material. Pero quiero, al menos, citar algunas cifras: las estadísticas nos hablan de doscientas doce mil quinientas ochenta y cuatro religiosas al servicio de la humanidad en los países del Tercer Mundo, sin contar los religiosos y los voluntarios laicos auxiliares. Son todo conscientes de estar enviados y apoyados por la Iglesia en esa tarea.

Creo que hay también que mencionar las ayudas financieras aportadas por la Iglesia al servicio de lo humano: colectas para la ayuda material, iniciativas en orden a la cooperación al desarrollo, subvenciones para todo tipo de programas de formación y de educación. Dado que soy de origen alemán, me permito citar algunas cifras de mi país que me son más conocidas y seguras. En 1984, los diferentes organismos de la Iglesia católica (Misereor, Adveniat, Missio y Cáritas) han aportado una contribución aproximada de 250 millones de dólares para el trabajo en el Tercer Mundo. En relación a una población de 27 millones de católicos, eso significa que, promedialmente, esa contribución ha representado más de 10 dólares por cada fiel. Los ejemplos podrían multiplicarse para comprobar efectivamente cómo la Iglesia católica toma bien en serio las necesidades materiales de la humanidad, o sea, la dimensión económica de la existencia de hombres y mujeres.

III. Aportes para una perspectiva más humana

Es necesario, sin embargo, plantear una pregunta: ¿Puede lograrse a ese nivel un real progreso, en el pleno sentido del término, sin referencia a una visión de conjunto de la persona humana, de su ser y de su devenir? ¿Hay real progreso si no se tiene en cuenta el valor infinito de cada persona humana con todas sus consecuencias: el respeto de su dignidad, la igualdad fundamental de todos, la libertad de conciencia, el carácter sagrado de la vida?

Es por ello que la Santa Sede quisiera aportar algunos elementos de reflexión, en el cuadro de esta década, relativos a la dignidad humana de la mujer.

1. Sin duda, la persona humana es, en una cierta perspectiva, un ser material, uno de los animales de la tierra, sometido, como todos ellos, a una infinita variedad de instintos y de condicionamientos que son inherentes a sus particularidades diversas, tanto naturales como sociales: raza, lengua, sexo, posición en la jerarquía social, etc. Pero, al mismo tiempo, la persona humana es capaz, en razón de su inteligencia y de su libertad, de trascender esos condicionamientos para afirmar y realizar lo que, objetivamente, es justo, verdadero y bueno, conforme a su destino humano específico. Es justamente en esta capacidad de trascendencia respecto de los condicionamientos de lo que es el sujeto, que reside la dignidad del ser humano. Como algunas de las más grandes tradiciones religiosas de la humanidad, la Iglesia católica ve en ese proceso permanente de trascendencia de todos los condicionamientos que limitan la libertad humana, un diálogo establecido entre la persona y una presencia divina que la guía hacia su verdad.

De esta capacidad de trascendencia, característica de la persona humana, nace un deber: combatir y abolir todas las situaciones en las que la persona resulte humillada y ofendida, violada en su sacralidad, reducida a una sola dimensión de su ser, en fin, todas aquellas situaciones en las que el ser humano no es tratado como persona, ni reconocido y respetado en su plena dignidad humana, a causa de su raza, de su sexo o de algún otro factor natural o social. ¿No es acaso una grave opresión de la mujer considerarla solamente como factor de producción o como elemento indispensable de una economía de consumo?

La lucha por asegurar un mínimo de condiciones materiales debe, pues, estar animada por la convicción del valor irreemplazable de la persona humana, apoyándose sobre esta base. De lo contrario, reaparecerían los viejos enemigos de la dignidad de la mujer: la discriminación sexual, la reducción de la mujer a un objeto o a un instrumento privados de un fin trascendente, la primacía dada a las determinaciones ligadas al sexo.

2. Limitándose a la perspectiva socio-económica de la promoción de la mujer, se corre el riesgo también de destruir grandes valores humanos, que son específicos del aporte de las mujeres en la sociedad.

En numerosas situaciones, la mujer ha podido conservar algunos valores esencialmente humanos, trasmitirlos a las nuevas generaciones, preservarlos para la cultura humana universal. Frecuentemente marginada, en modo relativo, por una sociedad marcada por un espíritu competitivo en la que las relaciones entre los hombres resultaban reguladas casi exclusivamente por el intercambio de bienes equivalentes o por la guerra, la mujer ha conservado mucho más profundamente una ética del don, de la ofrenda gratuita, desinteresada, simplemente motivada por un asombro admirado ante el milagro de la persona que se manifiesta en el otro o por un puro deseo de bondad hacia el prójimo. Esto se manifiesta, por otra parte, en las actitudes fundamentales que presiden la relación de la madre con su hijo.

Estas actitudes, ciertamente, no deberían ser consideradas como exclusivamente femeninas. Pero se da el caso que sea sobre todo la mujer quien ha conservado los valores fundamentales de humanidad que, poco a poco, se han esfumado en el mundo masculino. Es importante que la promoción de la dignidad femenina no se realice a través de una homologación de la mujer al tipo masculino burgués, centrado solamente en sí mismo, olvidado de la ley que es propia de la existencia personal. Si sucediera así, no sólo la dimensión esencial y misteriosa de la feminidad desaparecería, sino que el hombre también, todo el nombre, resultaría privado de algo vital. Es más bien necesario que ese conjunto de valores gracias a una justa revalorización de la especificidad femenina, se transforme en un bien del conjunto de la comunidad humana, que no sea despreciado y considerado de nivel inferior y que no sirva de alivio para perpetuar una situación de sujeción de la mujer.

En todo caso, es cierto que la mujer-madre cuenta con una vía de acceso particular y privilegiada a ese mundo de los valores no competitivos, comunionales, en los que el compartir se manifiesta de modo más evidente como una ley esencial del ser. Se trata de la experiencia de la procreación, de la gestación y nacimiento del hijo, de la maternidad, En ella, acoger a otra persona en sí y llevarla hacia su madurez, se vuelve una experiencia personal de una particular intensidad que compromete por entero el cuerpo y el espíritu de la mujer. Las más antiguas tradiciones culturales y religiosas, así como las ciencias humanas modernas, confirman que se trata de una experiencia decisiva para la constitución de la identidad de la madre como del hijo. Durante esta experiencia la mujer tiene, sin embargo, necesidad de una ayuda y de un sostén de todo su contexto cultural y social. Toda mujer tiene el derecho de esperar a su hijo en el seno de una familia estable, en una relación de amor con el marido y el padre que sean defendidas y garantizadas por la ley. Toda mujer tiene el derecho de ser protegida y defendida contra las ingerencias de la sociedad o del Estado que querrían privar a la maternidad de su sacralidad originaria, envileciendo la sexualidad femenina o destruyendo por el aborto el fruto de su concepción. Toda mujer tiene así mismo el derecho de adquirir un perfecto conocimiento de su propio cuerpo y de sus funciones biológicas que le permitan, sea una mejor comprensión de su experiencia vital en la concepción, gestación y nacimiento del hijo, sea un control razonable de su propia fertilidad de modo que la dignidad atribuida por Dios a la sexualidad humana como expresión material del don recíproco de las personas no sea envilecida sino, al contrario, magnificada.

3. El trabajo de la mujer, como el del hombre, debe ser considerado a partir de su dignidad humana. Ciertamente si el trabajo es un medio de ganarse el pan, no puede resultar separado del contexto de la vida familiar ni opuesto a ella. Es necesario, pues, estudiar modos de trabajo que, por sus horarios, sus ritmos, su organización, sean tales que no creen obstáculos a la función parental, de manera que la maternidad no implique para la mujer una exclusión automática e injusta del trabajo.

Es igualmente necesario poner en práctica formas de protección del salario familiar que, reconociendo el servicio prestado por los padres a toda la sociedad, permita a la madre consagrarse por completo a la vida de familia, cuando las exigencias de la familia lo impongan.

Para lograr una auténtica emancipación humana, la mujer no debe tener necesidad de renunciar a su propia feminidad y a la experiencia de la maternidad en el matrimonio, en la que ella encuentra su realización y su más grande valorización. Es sobre todo necesario que nuestras sociedades se abran a valores no competitivos de paz, de condivisión del sufrimiento, de ofrenda espontánea y gratuita de sí, que se han conservado y trasmitido de generación en generación entre las mujeres, a través de una cultura femenina que, aunque jamás oficializada, no por ello ha marcado menos profundamente con su impronta nuestra civilización.

Para los cristianos (y también para los musulmanes) la expresión más alta de ese principio femenino de la cultura se encuentra en la persona de María, Madre de Jesús. Confiándole el destino del mundo confirmamos nuestra convicción que sólo un cambio cultural que busque recuperar hasta en sus raíces esta dimensión femenina de nuestra cultura, puede salvar a la humanidad de amenazas y peligros que pesan hoy sobre su horizonte.

IV. Conclusión

En varias oportunidades, Karol Wojtyla se pronunció como filósofo sobre el crecimiento humano y el desarrollo de la persona hacia su plenitud. Y destacó cómo ésta se realiza en y por la acción. Por una parte, es evidente que, por la acción, la persona entra en relación con el mundo exterior. Por la acción, ella ejerce una influencia sobre su medio ambiente y sobre el mundo que la rodea. Por otra parte, en la acción ella se transforma también a sí misma y se desarrolla. ¿Acaso cada uno de nosotros no es a imagen de lo que ha hecho y vivido?

Es en esta perspectiva que el Papa se refería al trabajo humano en su Encíclica: «El trabajo es un bien del hombre —es un bien de su humanidad—, porque mediante e: trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido ‘se hace más hombre’» (Laborem exercens, 9).

El estudio del tema que hoy nos preocupa puede contar con frutos válidos si las mujeres se comprometen ellas mismas y siempre más en la acción. Nadie —ni a nivel de Gobiernos ni a nivel de las estructuras sociales— puede reflexionar o tomar decisiones en su lugar. No se les puede imponer del exterior las formas que deberían contribuir a su desarrollo. Es necesario, al contrario, dejarles el espacio de libertad en el que puedan buscar ellas mismas su camino.

La exigencia contenida en el párrafo 10 del documento de la Conferencia relativo a las estrategias y prospectivas de acción para la promoción de la mujer (A/Conf. 116-12) no puede, pues, ser considerada como una reivindicación feminista. Es más bien el fruto de un análisis antropológico que no se puede más que destacar: “La Conferencia mundial de Copenhague ha interpretado la igualdad, no sólo en el sentido de una igualdad legal, de la eliminación de una discriminación de jure, sino también como una igualdad de derechos, de responsabilidades y de posibilidades ofrecidas, en la participación de las mujeres al desarrollo a la vez como beneficiarias y como agentes activos”.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n°43, p.9, 10.

 

 

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