INTERVENCIÓN DEL DELEGADO DE LA SANTA SEDE,
Señor Presidente: La Delegación de la Santa Sede, en calidad de Observador, sigue con creciente interés los trabajos de la Comisión de los Derechos del Hombre. Y observa que, de una parte, en sus debates y deliberaciones figuran en el orden del día flagrantes violaciones de derechos del hombre, tales como desapariciones, totalitarismos, guerras, discriminaciones, ocupaciones abusivas de territorio y hasta de naciones enteras, etc.; y por otra, advierte que esta Comisión da espacio al mismo tiempo a negociaciones interminables, a veces de duración exasperante, a maniobras e incluso a ardides políticos, etc., factores éstos que tratan de neutralizar la acción realmente eficaz y urgente en un terreno tan esencial y universalmente preocupante como es el de los derechos del hombre. Sin embargo, ello no impide destacar que estos fallos siguen teniendo en el fondo un aspecto positivo. Pues incluso con estos fallos la Comisión sigue estando al servicio del hombre con el anhelo de ser también uno de sus portavoces. En suma, el hombre puede seguir diciendo aquí una palabra. Pero, mirando las realidades de fuera de esta sala permita, Señor Presidente, que mi Delegación eche una mirada sobre la geopolítica del mundo de hoy. Muchas personas —y son cientos de millones— tienen miedo del presente y del futuro, y con razón. Los pueblos se han provisto de armas de todo tipo que no sólo pueden hacer una “guerra normal”, sino que también pueden destruir a la humanidad. Y no obstante, ¡las armas se adquieren y se multiplican! Al mismo tiempo, el aumento de sistemas totalitarios amenaza a la humanidad. Un número creciente de países va limitando las libertades y reduciendo al hombre a la esclavitud. Los métodos de terror son brutales y refinados a la vez. Casi parece tener razón el escritor George Orwell cuando prevenía, en 1948, en su libro “1984” contra el espectro del totalitarismo y del avasallamiento absoluto del individuo y hasta de su conciencia. Esto resulta todavía más evidente cuando se lee, en un comunicado de una confesión cristiana organizadora hace poco de una Jornada mundial de la libertad religiosa, que “actualmente el 50,6 por ciento de la población mundial, es decir, más de dos mil millones de hombres y mujeres de 79 países, poseen libertad religiosa limitada, y hasta muy limitada a veces, a pesar de que las Constituciones nacionales y la Declaración universal de los Derechos del Hombre establecen garantías oficiales de libertad religiosa...” (KIPA, Friburgo, 22 de enero de 1984). Por esta razón, la Delegación de la Santa Sede faltaría a uno de sus deberes si no tomase la palabra cuando la Comisión de los Derechos del Hombre se ocupa de crímenes contra el espíritu que repercuten inevitablemente en la persona humana entera y también en su carne. Mi Delegación habla sin intención polémica alguna y sin querer convertir estas asambleas en un forum de denuncia de casos concretos; pero al mismo tiempo habla sin ambages. Señor Presidente: Dios está en causa en todos los puntos del orden del día de la Comisión, y muy en especial en el punto 23 que nos ocupa hoy, concerniente a la relación “hombre-Dios” y viceversa. Dios, que es muchas veces el gran Ausente de las instancias internacionales, pero aflora siempre incluso sin que se le nombre en los temas que debaten, este Dios interpela constantemente a los miembros de esta Comisión —creyentes en su mayoría que deben asumir las responsabilidades que de ello derivan— a tener la fuerza necesaria para hacer justicia a estos cientos de millones de personas perseguidas por causa de su Nombre. Estas personas, preocupadas por salvaguardar la relación fundamental “hombre-Dios”, se encuentran en una estructura de vida social donde el ejercicio de esta libertad religiosa condena al hombre —si no formalmente, al menos en la práctica— a ser ciudadano de segunda o tercera categoría, a ver comprometidas sus posibilidades de promoción social, de carrera profesional y de acceso a ciertas responsabilidades, a verse privado de la posibilidad de educar a sus hijos, a ser encarcelado con cualquier pretexto, a sufrir e incluso a perder la vida (cf. Discurso del Papa Juan Pablo II en la ONU, Nueva York, 2 de octubre de 1979). En ciertos países, para un creyente es más fácil vivir siendo obispo que siendo padre de familia. Estas personas que han de afrontar cada día estas realidades, muchas veces son más impacientes que los expertos y diplomáticos reunidos en esta sala. Sobre todo cuando la privación de derechos incide en la vida íntima de las personas, entonces la frustración y el sufrimiento mal soportan los retrasos y esperas. Esta Comisión tome, pues, conciencia de que con frecuencia hay gran diferencia entre las formulaciones sobre los derechos fundamentales del hombre, sancionadas en textos constitucionales y legislativos, y la práctica real tal y como resulta del mecanismo de los reglamentos, controles burocráticos e intervenciones de la policía (cf. Intervención de la Delegación de la Santa Sede en la clausura de la Conferencia de Madrid, 7 de septiembre de 1983). Hay cientos de millones de personas, repito, que claman a esta Comisión y a otras, para que encuentre los medios urgentes y necesarios de aliviarles y librarles de su miseria dramática y vergonzosa para la humanidad y la Comunidad internacional. Por otra parte, como afirmó la Delegación de la Santa Sede en la clausura de la Conferencia de Madrid: “Continuamente llegan al Papa y a la Santa Sede llamamientos y súplicas de creyentes no católicos incluso (ortodoxos, evangélicos y otros cristianos de diferentes denominaciones cristianas) y también de no cristianos (judíos y musulmanes) que se expresan con angustia. En una época en que todo el mundo alaba la libertad de pensamiento, por desgracia se mete en la cárcel, se interna en campos de concentración y se condena al destierro por motivos de fe religiosa. Estos hechos dolorosos están lejos de disminuir; en los últimos tiempos acusan una recrudescencia preocupante. Y además se da la curiosa paradoja de que el disfrute de la libertad de religión o de fe garantizada en la Constitución respecto de la manifestación del culto, en el terreno social tiene el efecto negativo de exponer a los creyentes —como he dicho más arriba— a discriminaciones y marginaciones... Asimismo comunidades religiosas enteras se ven obligadas a vivir clandestinamente donde otros gozan de un estatuto de legalidad...” (n. 3). Dicho esto, Señor Presidente, hay que reconocer igualmente que la “gran prensa” mundial silencia, en general, esta situación tan triste, acaso porque estando generalizada en demasía, ya no es sensacional. De todos modos, existen muchas publicaciones y boletines, sostenidos con frecuencia por la generosidad de los creyentes, que hacen constar esta situación. Bastaría tomar salpicados algunos títulos para darse cuenta de la enorme magnitud de las violaciones: — “Ya no hay persecución religiosa abierta...” (subrayo el adjetivo “abierta” que indica cómo la persecución es disimulada) en determinado país, según la Comisión regional de los Derechos del Hombre. — “Minoría religiosa perseguida... hasta la tortura”. — “250.000 obreros católicos faltos de toda asistencia religiosa”, inmigrados en un país donde la intolerancia religiosa del ambiente condiciona al Gobierno. — “Fieles católicos de rito oriental (en ciertos países) privados de legitimidad civil”. — “Atentado (en el Próximo Oriente) contra un monasterio ruso ortodoxo”, donde fueron asesinadas las religiosas el año pasado — “El apartheid llega a ser también violencia contra las Iglesias”. — “Millones de cristianos confinados al interior de las fronteras”, sin “libertad (y cito la Declaración sobre la eliminación de toda forma de intolerancia y discriminación religiosas) de formar, nombrar, elegir o designar... dirigentes aptos..., establecer y mantener comunicación... con las comunidades... a nivel nacional e internacional” (cf. Declaración sobre la eliminación de toda forma de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o convicción, del 25 de noviembre de 1981, resolución 35/55, art. 6/g e i). Son éstas apenas unas muestras, Señor Presidente, de una lista casi interminable de violaciones flagrantes del derecho a vivir la propia fe y religión con plenitud. Tales violaciones se dan en todos los continentes. En dicho contexto hay que destacar cómo en la medida en que los creyentes tienen conciencia fuerte de su deber en favor del bien común, la libertad religiosa no es reivindicación anárquica dirigida contra un Gobierno o un sistema social que respeten tal libertad. Por otra parte, todo atentado contra la libertad religiosa se transforma, en definitiva, en anticultura destructora de los valores sobre los que han construido su civilización en la historia muchos pueblos. Tal anticultura no es sino negación de Dios, pues la fe y la ciencia que brotan de esta fe han inspirado, a lo largo de los siglos, los valores que constituyen la base de las sociedades de hoy. La libertad religiosa es creadora de cultura y promotora del derecho, y construye paz por ser “auténtica victoria de la razón”, que reconoce en el hombre una dimensión sagrada y la aspiración a la paz con sus semejantes (cf. Discurso de Juan Pablo II al Pontificio Consejo para la Cultura, 16 de enero de 1984. L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 19 de febrero, 1984, pág. 8). Mi Delegación desea, Señor Presidente, que esta Comisión no caiga en la trampa de formular una anti-cultura que sea un anti-Dios. Para concluir, la Delegación de la Santa Sede invita por medio de usted, Señor Presidente, a todos los participantes de esta Comisión a tener presente en su ánimo el llamamiento solemne lanzado ya por el Papa Juan Pablo II en la ONU (Nueva York, 2 de octubre, 1979); cito un párrafo: “El mismo respeto de la dignidad de la persona humana parece pedir que cuando sea discutido o establecido, a la vista de las leyes nacionales o de convenciones internacionales, el justo sentido de la libertad religiosa, sean consultadas también las instituciones que por su naturaleza sirven a la vida religiosa. Si se omite esa participación, se corre el riesgo de imponer unas normas o restricciones en un campo tan íntimo de la vida del hombre, que son contrarias a sus verdaderas necesidades religiosas”. *L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n.16 p.15.
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Intervention sur le point 23 Genève, Jeudi 15 mars 1984 La délégation du Saint-Siège suit en observateur les travaux de la Commission des droits de l’homme avec un intérêt croissant. Elle observe ainsi que, d’une part, les violations les plus flagrantes des droits de l’homme, telles que disparitions, totalitarismes, guerres, discriminations, occupations abusives de territoires ou de nations entières, etc., sont à son ordre du jour, dans ses discussions et délibérations; mais, d’autre part, elle remarque aussi que cette Commission donne lieu, en même temps, a des négociations interminables, à des longueurs parfois exaspérantes, a des manœuvres et même à des pièges politiques, etc., autant de facteurs visant à neutraliser une action réellement efficace et urgente dans un domaine aussi essentiel et universellement préoccupant que celui des droits de l’homme. Toutefois, cela n’empêche pas de souligner que ces défaillances gardent encore au fond un aspect positif. Car même dans ces défaillances, cette Commission demeure au service de l’homme avec l’ambition de se faire aussi un de ses porte-parole. En somme, l’homme peut encore dire, ici, sa parole. Mais, regardant les réalités au-delà de cette salle, permettez, monsieur le Président, que ma délégation fasse un très bref tour d’horizon sur la géopolitique de ce monde d’aujourd’hui. Beaucoup ‑ et ce sont des milliards de personnes ‑ beaucoup craignent le présent et l’avenir, et avec raison. Les peuples se sont pourvus d’armements de toutes sortes qui ne suffisent pas seulement à mener une « guerre normale », mais qui peuvent aussi détruire toute l’humanité. Et pourtant, on s’arme et se réarme encore ! Dans le même temps, le nombre croissant des systèmes totalitaires menace l’humanité. De plus en plus de pays restreignent la liberté et réduisent l’homme à l’esclavage. Les méthodes de terreur sont à la fois brutales et raffinées. Il semblerait presque que l’écrivain George Onvell ait eu raison lorsque, dans son roman 1984 ‑ datant de 1948 -- il mettait en garde contre le spectre du totalitarisme, la mainmise absolue sur l’individu et même sur sa conscience. Cela devient d’autant plus évident quand on lit dans le communiqué d’une confession chrétienne, qui a organisé récemment une journée mondiale de la liberté religieuse, que « à l’heure actuelle, 50,6 % de la population mondiale, soit plus de deux milliards d’hommes et de femmes habitant 79 pays, jouissent d’une liberté religieuse limitée, parfois même très limitée, bien que des garanties officielles aient été prévues par les constitutions nationales et par la Déclaration universelle des droits de l’homme … » (Kipa, Fribourg, 22 janvier 1984). C’est pourquoi la délégation du Saint-Siège manquerait à l’un de ses devoirs si elle ne prenait pas la parole lorsque la Commission des droits de l’homme se penche sur le crime contre l’esprit, qui se répercute inévitablement sur toute la personne humaine et aussi dans sa chair. Ma délégation parle sans aucune intention polémique et sans vouloir transformer ces assises en un forum de dénonciation pour des cas précis, mais, en même temps, elle parle sans ambages. Dieu est en cause dans tous les points de l’ordre du jour de la Commission et d’une manière tout à fait spéciale dans le point 23 qui nous occupe aujourd’hui concernant la relation même «homme-Dieu» et vice versa . Dieu, trop souvent le grand absent dans les instances internationales, mais qui affleure toujours, même sans être nommé, dans les thèmes qu’elles traitent, Dieu interpelle instamment les membres de cette Commission ‑ en très grande majorité des croyants devant prendre leurs responsabilités ‑ afin qu’ils trouvent la vigueur nécessaire pour faire justice à ces centaines de millions de personnes persécutées à cause de son nom. Ces personnes, soucieuses de sauvegarder la relation fondamentale «homme-Dieu », se trouvent dans une structuration de la vie sociale où l’exercice de cette liberté religieuse condamne l’homme lui-même ‑ sinon au sens formel, du moins pratiquement ‑ à devenir un citoyen de deuxième ou de troisième catégorie, à voir compromises ses possibilités de promotion sociale, de carrière professionnelle ou d’accès à certaines responsabilités, à être privé de la possibilité d’éduquer ses enfants, à être emprisonné sous n’importe quel prétexte, à souffrir et même à perdre la vie (cf. Discours du Pape Jean-Paul II à l’ONU, New York, 2 octobre 1979). Dans certains pays, pour un croyant, il est beaucoup plus facile de vivre en évêque qu’en père de famille ! Ces personnes, qui se trouvent quotidiennement affrontées à ces réalités, sont souvent bien plus impatientes que les experts et les diplomates réunis dans cette salle. Surtout lorsque la privation du droit touche à la vie intime des personnes, la frustration et la souffrance supportent mal les retards et les attentes. Que cette Commission prenne conscience qu’il existe souvent une grande différence entre les formulations sur les droits fondamentaux de l’homme, sanctionnés dans des textes constitutionnels et législatifs, et la pratique réelle telle qu’elle résulte du mécanisme des règlements, des contrôles bureaucratiques et des interventions policières (cf. Intervention de la délégation du Saint-Siège à la clôture de la Conférence de Madrid. L’Osservatore Romano, 8 septembre 1983). Ce sont des centaines de millions de personnes, je le répète, qui s’adressent, entre autres, à cette Commission afin qu’elle trouve les moyens urgents et nécessaires pour les soulager et les délivrer de leur détresse dramatique et honteuse pour l’humanité et la communauté internationale. D’autre part ‑ ainsi que l’affirmait la délégation du Saint-Siège, lors de la clôture de la Conférence de Madrid: «Des appels et des requêtes sont continuellement adressés au Pape et au Saint-Siège, même par des croyants non catholiques (orthodoxes, évangélistes, chrétiens des différentes dénominations chrétiennes) et également par des non-chrétiens (juifs et musulmans) qui s’expriment avec des accents angoissés. A une époque où tout le monde exalte la liberté de pensée, on jette malheureusement encore en prison, on envoie dans des camps de concentration ou on condamne à l’exil pour des raisons de foi religieuse. Ces faits douloureux, loin de diminuer, enregistrent ces derniers temps une préoccupante recrudescence. Il y a, en outre, le curieux paradoxe que l’exercice de la liberté de religion ou de foi, que la Constitution garantit quant à l’expression du culte, a l’effet négatif dans le domaine social, d’exposer les croyants comme il a été dit plus haut ‑ à des discriminations et à des marginalisations... De même, des communautés religieuses entières se trouvent contraintes de vivre clandestinement, là où d’autres jouissent d’un statut de légalité... » (n. 3). Cela dit, monsieur le Président, il faut encore reconnaître que la «grande presse» mondiale passe en général, sous silence cette situation bien triste peut-être parce qu’elle est trop généralisée et, de ce fait, manque de sensationnel. Toutefois, il existe de nombreuses publications, bulletins ‑ souvent soutenus par la générosité de simples croyants ‑ qui font état de cette situation. Il suffirait de prendre, ici et là, quelques titres pour se rendre compte de l’énormité des violations: Il ne s’agit là, monsieur le Président, que de quelques échantillons d’une liste presque interminable de violations flagrantes du droit à vivre sa propre foi en plénitude. Ces violations viennent de tous les continents. Dans ce contexte, il faut souligner que la liberté religieuse, dans la mesure où les croyants sont conscients de leur devoir pour le bien commun, n’est pas une revendication anarchique qui serait dirigée contre un gouvernement ou contre un système social, que cette liberté respecte. En outre, toute atteinte à la liberté religieuse devient, en définitive, de l’anticulture destructrice de valeurs sur lesquelles les différents peuples ont bâti leur civilisation dans l’histoire. Une telle anticulture n’est que la négation de Dieu, car la foi et la science qui découle de cette foi ont inspiré au cours des âges des valeurs qui sont les fondements des sociétés d’aujourd’hui. La liberté religieuse est créatrice de culture, promotrice de droit et bâtit la paix parce qu’elle est « une véritable victoire de la raison » qui reconnaît à l’homme une dimension sacrée et une aspiration à la paix avec ses semblables (cf. Discours du Pape Jean-Paul II aux membres du Conseil pontifical pour la culture, L’Osservatore Romano, 16-17 janvier 1984. Ma délégation, monsieur le Président, souhaite que cette Commission ne tombe pas dans le piège d’une formulation d’anticulture qui n’est qu’un anti-Dieu. En conclusion, la délégation du Saint-Siège invite, par votre intermédiaire, monsieur le Président, tous les participants à cette Commission à garder présent à leur esprit l’appel solennel déjà adressé par le Pape Jean-Paul II aux Nations Unies (New York, le 2 octobre 1979), je cite: «Ce même respect de la dignité de la personne humaine semble requérir que lorsque la teneur exacte de l’exercice de la liberté religieuse est discutée ou définie en vue de l’établissement des lois nationales ou de conventions internationales, les institutions qui, par nature, sont au service de la vie religieuse, soient partie prenante. En omettant une telle participation, on risque d’imposer, dans un domaine aussi intime de la vie de l’homme, des normes ou des restrictions contraires à ses vrais besoins religieux. » **L'Osservatore Romano. Edition hebdomadaire en langue française n.15 p.2. La Documentation catholique, n.1873 p.472-474. |
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