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INTERVENCIÓN DE LA SANTA SEDE
EN LA CEREMONIA ECUMÉNICA
DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
CELEBRADA EN NUEVA YORK


Iglesia de la Sagrada Familia
Lunes 23 de enero de 1978

"No a la violencia, sí a la paz"

 

En su historia multimilenaria, nunca se ha sentido el hombre tan cerca como ahora de dominar las fuerzas del mundo que lo circunda.

Después de haber impuesto fatigosamente, gracias a su inteligencia, el propio señorío por tierra y por mar, después de haber arrebatado a las aves del aire lo que parecía ser privilegio suyo —moverse en la atmósfera como en su elemento—, ahora el hombre ha logrado también violar los secretos más recónditos de la materia, descubriendo sus armonías íntimas y penetrando hasta los más arcanos entresijos de su admirable urdimbre. Más aún, ha empezado a posesionarse de las energías encerradas en las misteriosas profundidades del átomo y a plegarlas, todavía reacias y rebeldes, a su servicio. Casi desdeñoso de sentirse prisionero en el planeta del que soberbiamente se proclama soberano y que, como él sabe, no representa sino una partícula infinitesimal en la inmensidad del universo, el hombre ha emprendido la admirable epopeya del descubrimiento y la conquista del espacio rompiendo las cadenas que por milenios le han tenido atado a la tierra, se ha lanzado fuera de la atmósfera que le envuelve cual manto protector y se está aventurando valientemente hacia otros mundos, hacía otras realidades desconocidas.

¡Qué lejanos parecen los tiempos —y fue ayer— cuando todavía era loca audacia confiarse a un frágil leño para atravesar mares y océanos en busca de nuevas tierras temerosamente desconocidas, o cuando aparecían ridículo sueño los primeros torpes intentos de elevarse en la atmósfera! El hombre tiene ciertamente motivos para sentirse orgulloso de las etapas que ha recorrido ya, lleno de esperanza en vista de las metas nuevas y más audaces a que le empuja su sed, nunca saciada, de conocimiento y de dominio.

Con todo, el hombre aún está bien lejos de poderse considerar señor de sí mismo y de cuanto lo rodea.

No sólo está obligado a reconocer —si logra superar la embriaguez de sus victorias— que siguen siendo inmensos los espacios que quedan por recorrer, tanto en el conocimiento de su propio organismo y del modo de sustraerlo a los asaltos de las enfermedades y de las insidias del tiempo que pasa, como para llegar a los entresijos de lo infinitamente pequeño o a las lejanías de lo infinitamente grande, y que todavía está dando los primeros pasos en un camino que se mide por milenios. Pero, lo que más cuenta, muchas de sus conquistas parecen quererse sustraer a su imperio y alzarse contra él, amenazando su integridad y hasta su supervivencia. Como el antiguo guerrero bíblico, aplastado bajo el peso del animal al que había dado muerte para derribar al soberano que llevaba, el hombre moderno corre el riesgo —según la frase lapidaria de San Ambrosio— de quedar "suo sepultus triunpho: sepultado por su propio triunfo".

Novel "aprendiz de brujo", el hombre ha desencadenado fuerzas que no siempre logra embridar (los temidos dramas ecológicos actuales son un ejemplo). Pero la amenaza mayor del hombre le viene de sí mismo, de su mala voluntad o de la incapacidad de dirigir a fines positivos las energías que está en condiciones de utilizar (aquí acuden enseguida al pensamiento las energías nucleares y los descubrimientos en el campo bacteriológico o bioquímico, por ejemplo, o en el sector mismo de los elementos atmosféricos o meteorológicos).

Como observó el Papa Pablo VI en su discurso a la Asamblea General de la ONU en octubre de 1965, "el peligro no viene del progreso ni de la ciencia...; el verdadero peligro está en el hombre, dueño de instrumentos cada vez más potentes, aptos para la ruina y para las conquistas más altas". El hombre, por desgracia, propende muchas veces a servirse de los hallazgos de la ciencia y de la técnica con fines egoístas, que llegan hasta la injusticia con los demás. En este abuso de la fuerza contra el buen derecho de los demás está la raíz última de los conflictos, no sólo entre individuos o grupos familiares y sociales, sino también entre los Estados.

Es verdad que —como observa el Santo Padre en su Mensaje para la Jornada de la Paz 1978— "nadie se atreve hoy a sostener, como principios de bienestar y de gloria, programas declarados de lucha mortal entre los hombres, esto es, de guerra" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 25 de diciembre de 1977, pág. 2).

Eso sucedía con frecuencia en los siglos pasados, cuando pueblos y príncipes encontraban en la lucha un medio para aumentar sus territorios y su fama de hombres fuertes y valerosos, y cuando la guerra —aun siendo siempre destructora y fuente de muchos males para las poblaciones que eran víctimas de ella— parecía más bien una noble competición de poderío, de destreza, de temple militar, de audacia y a veces de astucia; competición afrontada por sí misma ante las ventajas que podía acarrear, sin demasiadas implicaciones o preocupaciones de orden moral (para las cuales se encontraba con bastante, con excesiva facilidad una excusa o una justificación).

También es verdad que el aumento incesante del potencial destructivo y mortal de las armas a disposición de la humanidad en la época moderna, la ha obligado a mirar la guerra de otra forma y con preocupaciones muy distintas, e incluso con un sentido de responsabilidad diferente de la de los siglos pasados.

Sin embargo, ese aumento, ya tan considerable, no bastó, hace poco más de treinta años, para impedir que Europa, y luego gran parte del mundo, cayera en el precipicio de una guerra muy sangrienta. Tampoco entonces osó ninguno de los beligerantes extremar su cinismo hasta el punto de proclamar abiertamente intenciones de agresión y conquista: el derecho a la revisión de ajustes territoriales, fruto de la precedente gran Guerra Europea, o la aserción de necesidades vitales (la falta de un Lebensraum) proporcionaron a los iniciadores del conflicto un álibi a propósito y programas de índole bien diversa; a la otra parte asistía el derecho de repeler la agresión y hacer inocuo al agresor. El resultado fue una lucha sin cuartel, cuyo recuerdo no se ha borrado de nuestra memoria y cuyas heridas no han cicatrizado del todo.

Hoy, a decir verdad, los armamentos han experimentado desarrollos imprevisibles hace unos decenios y consiguientemente —como observa también el Papa en su Mensaje— "la guerra se halla reprimida por la misma terribilidad de las propias armas... El miedo, común a todos los pueblos, y en especial a los más fuertes, contiene la eventualidad de que la guerra asuma las proporciones de una conflagración cósmica" (ib.).

Con todo, ese miedo, necesario y saludable, ¿es suficiente por sí solo para descartar de manera absoluta la terrible posibilidad?

No queremos ni siquiera formular la hipótesis de un hombre revestido de autoridad pública o de un pueblo capaces de exponerse y exponer al mundo, o parte de él, a aventura tan espantosa por un sueño de poder.

Pero basta analizar un poco la situación para ver cómo el hecho de que una parte esté en posesión de armas tan amenazadoras y no pueda excluirse, por lejana e improbable que parezca, la eventualidad de que recurra a ellas cuando quiera o crea que lo puede hacer impunemente, o al menos sin daños demasiado graves, este mismo hecho —digo— es suficiente para provocar en las otras partes el sentimiento de la necesidad de hacerse a su vez con las mismas armas, aunque sólo sea con la intención de equilibrar las fuerzas y hacer desistir a los adversarios actuales o potenciales del propósito de lanzarse a una aventura no menos peligrosa para el agresor que para el agredido, con la esperanza de garantizar mejor la seguridad propia.

Equilibrio de las fuerzas y del terror, disuasión, intimidación, son términos que han adquirido ya carta de naturaleza en el vocabulario político usual. Pero el equilibrio es por sí mismo inestable; cada parte, convencida o temiendo estar en desventaja, propende a aumentar cuantitativamente y cualitativamente lo que considera su margen de seguridad; de modo que se asiste a una competición que malamente se logra contener hasta el momento y que en sí es ya un mal y un peligro. Además de gravar fuertemente sobre la economía mundial, con fuerte daño para el bienestar y el desarrollo de los pueblos, mantiene una sicología de inseguridad que, más que disuadir, a la larga podría inducir a gestos desesperados, especialmente si una de las partes llegara a creer en peligro inminente su libertad o sus razones de vida.

Así, pues, aun simplemente desde el punto de vista de la eficacia, es decir, prescindiendo de los aspectos morales de la cuestión, atenerse sólo a la lógica de la fuerza y de sus equilibrios como norma suprema en las relaciones entre los Estados es inseguro y, especialmente hoy, extremamente peligroso, aun cuando en todas partes se declare la voluntad de no recurrir a la fuerza con fines agresivos, sino sólo para ejercer la legítima defensa contra la violencia ajena.

Ciertamente, a falta de otros medios para tratar de evitar lo peor, puede comprenderse que los Estados se valgan de éste, mientras tanto.

Pero es deber e interés vital de la humanidad no detenerse ahí. Es deber e interés de la humanidad cobrar conciencia de lo que el Mensaje del Papa Pablo VI para la Jornada de la Paz llama "lo absurdo de la guerra moderna", más aún, "la suprema irracionalidad de la guerra" (ib.): es decir, la irracionalidad de confiar a la confrontación de las fuerzas —como en un duelo— las razones de la justicia y del derecho.

Así. pues, todos los Estados y todos los pueblos han de convencerse de que tienen el deber moral —coincidente con su interés real— de renunciar a cualquier tentación de recurrir a la fuerza y a la violencia contra otros (quizás también, no para imponer egoístamente el predominio propio, sino, por ejemplo, para afirmar un orden social y un sistema de vida conformes con unas ideas que se creen justas y benéficas: como si la grandeza del fin sirviese para justificar hasta la violencia y los sufrimientos por ella ocasionados). Es de desear y de esperar que todos acepten la invitación y la exhortación.

"No a la violencia, si a la paz": éste es el tema propuesto por el Papa para la jornada de la Paz, la invocación que él grita al mundo y cuyas razones explica, ofreciendo sus consideraciones a la reflexión y al generoso propósito de todos los hombres de buena voluntad.

Mas la experiencia enseña qué poco eficaces son las intenciones, aun las mas sinceras, en las relaciones entre Estados, si no consiguen convencer de su sinceridad. De modo que este problema, en la práctica, no es menos importante ni de más fácil solución que el de la buena voluntad misma de los Estados. Es el viejo problema de la desconfianza reciproca, tan extendida, que es causa de la fragilidad de la vida internacional, cuya historia está tejida de sospechas, reservas y juegos de astucia considerados tanto más legítimos cuanto mayores sean los valores que se ventilan —los intereses de los pueblos, la libertad y la existencia misma de los Estados— y cuanto más grave sea, por consiguiente, el peligro de la imprudencia o de la ingenuidad de los responsables de su tutela.

Es preciso reconocer que la confianza en las relaciones internacionales parece tan difícil como necesaria, sobre todo en la medida y en la extensión que serían indispensables para servir de base a una sólida seguridad general.

Esto lleva a muchos a afirmar que, a pesar de todo, la única seguridad posible para un Estado, o al menos la mejor, sigue siendo la confiada a las fuerzas con las que puede contar, solo o con sus aliados.

Se llega a sostener que inspirar la propia conducta en un criterio distinto, aunque fuese por los motivos más nobles, en realidad resultaría peligroso para la paz, porque los más prepotentes se sentirían casi estimulados a aprovecharse de la debilidad ajena para imponer su predominio.

En el fondo, aflora aquí la convicción expresada no hace aún mucho tiempo por uno de los más conocidos filósofos italianos modernos: "la guerra es una ley eterna del mundo" (Benedetto Croce, discurso a la Asamblea Constituyente italiana sobre el Tratado de Paz entre Italia y las Potencias aliadas, 24 de julio de 1947).

Contra este modo escéptico y desencantado de ver las cosas, se ha alzado la voz del Papa, intérprete de las aspiraciones más hondas y de las certidumbres, quizás inexpresadas, de la humanidad, para proclamar que "la paz es posible" (Mensaje para la Jornada de la Paz 1973), lo mismo que es necesaria y deseable.

Pero —muchos sienten la tentación de preguntarse—, ¿no se trata acaso de uno de esos "optimismos de la voluntad" a los que es preciso contraponer, para no caer en sueños peligrosos, "el pesimismo de la razón"?

Para las personas obligadas por sus responsabilidades a confrontarse con la realidad de las vicisitudes de los pueblos y de los problemas de la vida internacional, la prudencia y el "realismo" son indispensables, más aún, constituyen un deber, Pero no les cuadra la pusilanimidad ni la falta de las grandes visiones y perspectivas históricas.

El hombre moderno no puede sustraerse a los retos que el progreso creado por él mismo, también en el campo de los armamentos, le lanza de manera tan clara y casi provocativa. El hombre, que se ha ido enseñoreando cada vez más de la naturaleza que lo sostiene y lo oprime, no puede dejar sus destinos a merced de las fuerzas irracionales que tienden a dominarlos, sino que debe esforzarse por imponerles el yugo de su inteligencia y de su fuerza moral.

El primer reto que debe vencer el hombre actual es el del desarme: primera condición para superar la desconfianza que paraliza toda buena voluntad.

Los responsables de las naciones se dan cuenta de ello claramente. Por eso vuestra Organización ha programado para la próxima primavera una sesión especial de la Asamblea general sobre el desarme. Dentro de unos días el comité preparatorio celebrará la IV y penúltima reunión para estudiar el programa y desenvolvimiento de dicha reunión magna.

En verdad, la opinión pública, en la medida en que está informada, mira hacia ella con interés, pero también con una confianza más bien escasa en los resultados prácticos que requerirían la gravedad, importancia y urgencia de la cuestión. Hay que desear, por el bien de la humanidad, que las Naciones Unidas sepan desmentir tal escepticismo, logrando superar las innegables dificultades que hasta ahora han convertido el desarme en un sueño no realizado y, en opinión ,de muchos, no realizable.

De todos modos, parece que el desarme, para ser plenamente elemento de confianza internacional y, por tanto, de paz, debe responder a las siguientes condiciones fundamentales:

— ser general y completo (éste es el fin último);

— mientras no pueda alcanzarse semejante meta y, consiguientemente, haya que contentarse con un aligeramiento gradual de la presión militar, la reducción de los armamentos ha de ser equilibrada, de suerte que ninguna de las partes quede en situación desfavorable. Lo mismo vale también para el fin de la carrera de los armamentos, empezando por las armas más mortíferas y criminales.

En todo caso, no se puede esperar que los pueblos avancen valerosos por ese camino, a menos que el desarme sea controlado del modo debido pero con seguridad.

El segundo reto se refiere a la eliminación de las causas de la violencia. Este punto podría hacerse largo y complejo. Baste recordar que la violencia —en muchos casos— es una reacción contra situaciones de injusticia y de opresión, es decir, una rebelión y un intento desesperado de sacudir un estado, como suele decirse, de violencia institucional o estructural que no se logra modificar por otros medios, o se cree que no se va a poder lograr. Esta comprobación no pretende justificar el recurso a la violencia armada, tanto menos a la que utiliza el arma del terrorismo; porque además violencia engendra casi fatalmente violencia, y aunque salga victoriosa, rara vez consigue poner remedio a una situación de injusticia sin crear otra, quizás todavía más injusta y también estructuralmente violenta.

Pero no se pueden cerrar los ojos ante la realidad. Pensar que la tranquilidad interior de los Estados y la paz entre los mismos pueden instaurarse y durar, si no se es capaz de quitar del medio lo que casi fatalmente da origen a la violencia, es una ilusión.

Es verdad que muchas veces la violencia proviene de otras causas: el egoísmo, la prepotencia, la sed de dominio...

Contra ellas es necesario, en primer lugar, apelar al sentido de responsabilidad de los pueblos y de sus Jefes —a este objetivo tiende la predicación de la Iglesia y de los hombres de religión, la exhortación de los grandes líderes morales de las naciones y del mundo—y llamarles fuertemente la atención sobre los gravísimos peligros que la guerra (me refiero principalmente a la guerra moderna) supone para todos, incluidos los vencedores.

Pero la comunidad mundial ha de ir más adelante —éste es el tercer reto que ha de afrontar con valerosa determinación y cordura política— y organizarse de tal modo que sea posible solucionar sus problemas por vías pacíficas que aseguren eficazmente el respeto de los derechos y la equilibrada satisfacción de los legítimos intereses y de las justificadas exigencias de todos sus miembros.

Es decir, es preciso que logre dar vida a una autoridad común —común en el origen, en el control y en el respeto—, no tendente a suprimir o limitar indebidamente la soberanía de los Estados, sino a racionalizar del mejor modo posible su ejercicio, en interés del bien común, y a impedir que se desenvuelva de manera anárquica, de forma que la vida internacional quede abandonada al puro juego de las convicciones, de las fuerzas y de los intereses, cuando no de los egoísmos y de los miedos, de unos y otros.

¿Utopía?

La historia parece confirmarlo. Mas no se puede olvidar que hoy día los problemas de la guerra y de la paz son de proporciones y naturaleza profundamente diversa de las del pasado. Hoy el hombre está condenado —podría decirse— a la paz, si no se quiere ser condenado a la catástrofe. (Esto vale no sólo para los conflictos mayores, sino también parados más limitados y que deberían combatirse con armas convencionales o tácticas, pero que con demasiada facilidad pueden también extenderse e implicar a las grandes potencias, con el riesgo de pasar al empleo de las armas nucleares u otras igualmente destructivas, cuando una de las partes llegara a verse perdida).

Por eso en la vida internacional se impone hoy una especie de "salto de cualidad", análogo (aunque no igual) al proceso que desde la barbarie primitiva llevó progresivamente a la humanidad a formas superiores de vida asociada, cada vez más articuladas, hasta llegar al Estado moderno.

Vista desde esta perspectiva, es decir, no limitándose sólo al presente, sino mirando también al pasado para sopesar las posibilidades y ventajas de futuros desarrollos, la "utopía" no parece tan utópica, sino que puede responder a un realismo sólido, si bien muy animoso.

La Organización de las Naciones Unidas surgió precisamente con ese espíritu y con ese fin.

Todavía le queda camino por recorrer para responder cada vez más plenamente a los objetivos que se propuso, a las expectativas de los pueblos y a las dificilísimas exigencias de la historia. A menudo se oyen voces de crítica y desilusión, principalmente lamentando la falta de objetividad, de imparcialidad, de suficiente valoración de los problemas que apremian vitalmente el conjunto de los Estados o a alguno de ellos. Pero ¡ay, si las desilusiones o las críticas llegasen a declarar inútil o superada la función de la Organización! ¡No hay que debilitarla; por el contrario, es preciso reforzarla y mejorarla!

Quisiera recordar la apreciación expresada por el Papa Pablo VI en octubre de 1965: "Los pueblos consideran las Naciones Unidas como el paladín de la concordia y de la paz".

En esta jornada, mientras queremos conjurar el amenazador espectro de la violencia en el interior de las naciones y en sus relaciones recíprocas, se eleva nuestra oración por la paz del mundo y, al mismo tiempo, por el instrumento en el que el mundo pone su confianza para tutelarla y para enriquecerla con positivos contenidos de cooperación y de progreso.

Creyentes de religiones o de confesiones diversas, recogidos aquí en respetuosa unión con otros amigos que no comparten nuestra fe, pero tienen en común con nosotros el sentimiento de la fraternidad entre los pueblos y la preocupación por el futuro de la humanidad, confiamos a Dios el deseo y el propósito de todos los hombres de buena voluntad representados por nosotros: ¡que la humanidad se vea libre finalmente de la vieja esclavitud de la guerra y pueda dedicarse, con plena tranquilidad y seguridad, a las debidas batallas contra la ignorancia, la pobreza y la enfermedad, ampliando así cada vez más su dominio pacífico en el universo!

Agostino CASAROLI,
Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia

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