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DISCURSO DEL SECRETARIO
PARA LAS RELACIONES CON LOS ESTADOS EN EL
XL MEETING POR LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS

Rimini - Miércoles, 21 de agosto de 2019

 

Sr. Ministro,
Sr. Secretario de Estado, Hon. Nicola Renzi,
Presidente Letta,
Profesor Vittadini,
queridos amigos:

Estos son mis primeros momentos en un Meeting de  Rimini de Comunión y Liberación y debo decir que estoy muy conmovido por el numeroso público que participa en esta reunión.

Ciertamente, el tema propuesto nos obliga de alguna manera a reorientar el debate sobre Europa, a menudo desequilibrado en favor de la reivindicación de los derechos personales y sociales, con respecto al concepto mismo del deber, a veces percibido de manera hostil por la mentalidad moderna. Lo señalaba precisamente el Papa Francisco en el Parlamento Europeo: «Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la sociedad misma»[1].

Si nos fijamos bien, observando la historia del proyecto europeo, que surgió al final de la Segunda Guerra Mundial, vemos que nació principalmente como una "comunidad de deberes". Así lo entiende claramente Alcide De Gasperi, cuyo 65º aniversario recordamos hace apenas dos días, en una conferencia celebrada en Bruselas en 1948[2]. De Gasperi señalaba que «para salvar la libertad hay que salvar la paz» y que «toda acción democrática debe apuntar por las mismas razones de su existencia hacia la paz». Es necesario ―continuaba― constituir una «solidaridad de la razón y del sentimiento, de la libertad y de la justicia e inculcar en la Europa unida ese espíritu heroico de libertad y de sacrificio que siempre ha llevado la decisión en las grandes horas de la historia. Esta es la tarea primordial de todos».

En esta breve frase, De Gasperi esboza los pilares sobre los que construir el proyecto de unificación europea: la defensa de la libertad, la promoción de la justicia y la construcción de la paz. En su centro está el deber de solidaridad, premisa indispensable para lograr otros bienes, porque sin ella el otro siempre será de alguna manera ajeno, un competidor y por lo tanto alguien contra quien luchar y al que dominar. La solidaridad era el antídoto contra la opresión tiránica y el compromiso vivido como un deber fundamental, que habría evitado la reaparición de las premisas que habían llevado a la guerra mundial.

Nótese, sin embargo, que De Gasperi habla de una solidaridad de la razón y del sentimiento. Se trata de una nota particularmente valiosa, especialmente en nuestro tiempo altamente sentimental, donde incluso las cuestiones más delicadas son tratadas de manera evanescente, más para despertar emociones que para elaborar reflexiones. En los últimos tiempos se ha producido un cambio decidido hacia la "solidaridad del sentimiento", que, por el contrario, debe permanecer estrechamente vinculada a la "solidaridad de la razón". Para De Gasperi esta era una premisa indispensable para que el proyecto europeo creciera y se desarrollara. Por lo tanto, la solidaridad no es «una buena intención: Se caracteriza por hechos y gestos concretos, que nos acercan al prójimo, independientemente de la condición en la que nos encontremos»[3]. No se basa en la compasión o repulsión que el otro despierta, sino en la objetividad de la naturaleza humana común. En términos cristianos diríamos que se basa en la conciencia de ser parte de un solo cuerpo en el que si un miembro sufre, todos sufren (cf. 1Cor 12,26).

Y es precisamente esta característica de objetividad y razonabilidad la que vincula los deberes y los derechos. Puesto que el deber objetivo de solidaridad hacia el prójimo corresponde al conjunto de derechos igualmente objetivos de toda persona humana. Cuando falta objetividad, el mismo sistema de derechos pierde su importancia.  Es lo que ha ocurrido en los últimos cincuenta años, cuando «la interpretación de algunos derechos ha ido cambiando progresivamente, hasta incluir una multiplicidad de "nuevos derechos", a menudo opuestos entre sí»[4], creando las condiciones para lo que el Papa llama la colonización ideológica moderna.

Este proceso de relativización de los derechos está estrechamente vinculado con la progresiva exclusión de la esfera religiosa de la vida social, a su vez fruto de un laicismo malsano, que contrapone el César a Dios en lugar de permitir su interacción positiva, siempre en la obvia distinción de los ámbitos. Por tanto, «no han de sorprender demasiado ―afirmaba san Juan Pablo II― los intentos de dar a Europa una identidad que excluye su herencia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo»[5].

Uno de los resultados dramáticos de este proceso es la fragmentación de la existencia[6]: la segunda señal preocupante de nuestro tiempo, marcado por la soledad y el individualismo[7]. Desgraciadamente ―continúa Juan Pablo II― en los últimos años Europa ha experimentado «el grave fenómeno de las crisis familiares y el deterioro del concepto mismo de familia, (...) el resurgir de algunas actitudes racistas, las mismas tensiones interreligiosas, el egocentrismo que encierra en sí mismos a las personas y los grupos, el crecimiento de una indiferencia ética general y una búsqueda obsesiva de los propios intereses y privilegios»[8]. Son palabras que dieciséis años después siguen siendo proféticas.

El debilitamiento del sentido del deber y la progresiva subjetivación de los derechos ha debilitado, por tanto, la esencia misma del proyecto europeo. Este desequilibrio, en lo que podríamos llamar sus "premisas teóricas", se ha visto favorecido en la última década por las numerosas crisis que han afectado al continente: desde la financiera, que ha sometido el euro a duras pruebas, hasta el resultado del referéndum británico, que de alguna manera ha puesto en tela de juicio la cohesión de todo el proyecto europeo; pasando por la cuestión de las migraciones, que ha sacado a la luz las importantes fracturas que existen entre los Estados miembros de la Unión Europea, así como el problema de la identidad religiosa y cultural en un continente cada vez más descristianizado, hasta el avance del populismo y de los sentimientos antieuropeos que han puesto de manifiesto una brecha desde hace mucho tiempo entre el ideal de una Europa unida y los pueblos que la componen. Estas crisis se ven agravadas por la creciente emotividad y reactividad de las opciones políticas, que a menudo carecen de horizonte y parecen improvisadas en vez de tener un proyecto de futuro que aborde los problemas buscando soluciones duraderas.

Entre las diversas crisis que he mencionado, me detendré brevemente en la crisis de la migración, dada su constante actualidad y la capacidad que tiene el tema de "encender los ánimos", alimentando contrastes ideológicos que no tienen plenamente en cuenta la complejidad del problema. Creo que está claro para todos que no podemos abordar eficazmente un tema tan delicado sin una visión política clara a todos los niveles. Pero, ¿cómo podemos tener esa visión, sin una perspectiva cultural que nos permita abordar la amplia gama de temas relacionados? ¿Cómo podemos evitar ser reactivos frente al eco mediático de la cuestión? ¿Cómo evitar que un grave problema humano y humanitario se convierta en una diatriba árida sobre las cuotas y las fronteras? ¿Cómo podemos garantizar que no nos limitemos simplemente a contraponer las necesidades de los inmigrantes con los derechos de los ciudadanos? ¿Cómo evitar que los migrantes sigan siendo víctimas de los traficantes y que los ciudadanos, especialmente los de países como Italia, perciban una sensación general de inseguridad e impotencia ante un problema que, a pesar de los esfuerzos, sigue en gran medida sin resolverse?

Si hay un aspecto que llame la atención a cualquiera que entre en contacto con el Papa Francisco, es su profunda humanidad. Ve en el otro esencial y principalmente una persona. Todas las otras características de esa persona de alguna manera terminan en segundo plano. Se comprende entonces por qué ha insistido a menudo, hablando de Europa, en la centralidad de la persona, como antídoto principal para el intento de "cosificar" y categorizar a los demás. «La primera y quizás mayor contribución que los cristianos pueden dar a la Europa de hoy ―afirma el Papa― es recordarle que no se trata de un conjunto de números o de instituciones, sino de personas»[9], dotadas de una dignidad trascendente[10], es decir, de una «innata capacidad de distinguir el bien del mal, de [esa] "brújula" inscrita [en nuestros corazones] y que Dios ha impreso en el universo creado»[11]. Y las personas tienen nombres, rostros, que describen su identidad más íntima y profunda, su relación con el misterio infinito de Dios: «Tu nombre nació de lo que mirabas», como dice el título evocador de este Encuentro, tomado de un poema de Karol Wojtyła. El nombre y el rostro surgen precisamente del vínculo con Dios que hace persona. Y  precisamente en el origen de la idea de Europa está ―señala De Gasperi― «la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica, [...] con su voluntad de verdad y de justicia acrecentada por una experiencia milenaria»[12]. Pero ―añade el Papa Francisco― reconocer que el otro es ante todo una persona, significa valorar lo que me une a él. Ser personas nos vincula a los demás, nos hace ser comunidad»[13]. Y comunidad es una palabra clave en Europa, ya que el proyecto europeo surge con la idea de dar vida a una comunidad de pueblos que aceptan estar vinculados por deberes mutuos.

Por lo tanto, volviendo a la delicada cuestión migratoria debemos redescubrir los deberes, más que los derechos, que están en juego. En primer lugar, está el deber más evidente: el de la solidaridad humana con la persona necesitada, que sufre y, a menudo, está en peligro. Es un deber que concierne a cada uno de nosotros antes que a los Estados y a los gobiernos. Es el ABC de la caridad cristiana: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36).

El deber de ayudar al prójimo como persona es un deber fundamental, pero ciertamente no el único. Debe equilibrarse con el deber igualmente importante de los Estados de ofrecer oportunidades de integración a los migrantes y seguridad a sus ciudadanos. En este sentido, el Santo Padre, a quien importan ante todo las personas, ha sido particularmente claro: no se puede preferir un deber en detrimento de otro. Necesitamos la «virtud de la prudencia, que es la virtud del gobernante, (...) un pueblo que puede acoger pero no tiene posibilidad de integrar, mejor que no acoja»[14], porque «no se puede pensar que el fenómeno de las migraciones sea un proceso indiscriminado y sin reglas»[15], subrayaba el Papa Francisco.

Además, existe un deber de solidaridad entre los Estados. Se trata ―como he dicho antes― de un principio fundamental de la existencia misma de la Unión Europea. Por lo tanto, no se puede pensar que la cuestión sólo puede referirse a los países "fronterizos". Evidentemente, no me corresponde a mí, ni mucho menos a la Santa Sede, ofrecer soluciones prácticas desde este punto de vista, ya que se trata de una cuestión interna. Sin embargo, no se puede dejar de notar el desequilibrio actual, que debe ser corregido, ya que las repercusiones de este desequilibrio son evidentes para todos.

Por último, hay que recordar que también hay un deber por parte de los propios inmigrantes. Es el deber de familiarizarse con la tierra a la que se ha llegado, de aprender su lengua, de conocer sus tradiciones culturales y religiosas. A veces se tiene la sensación de que se prefiera el nacimiento de guetos para evitar la "contaminación" que viene del exterior. Es una solución cómoda, a menudo buscada de la misma manera por los migrantes que por los que los acogen. La crónica ya ha mostrado cómo esta solución es efímera y exacerba los problemas, en lugar de resolverlos. El deber de integración de los inmigrantes es una gran oportunidad. Para ellos, en primer lugar, porque los sitúa en el nuevo contexto social al que llegaron y los libera de las dinámicas de las que habían huido de su patria y que a menudo reaparecen en la tierra de llegada en el seno de sus comunidades nacionales. Al mismo tiempo es una oportunidad para quienes los reciben de redescubrir, valorar y comunicar eficazmente su tradición cultural y su identidad popular.

Gracias por su atención.

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[1] Francisco, Repensando el futuro de las relaciones. Discursos sobre Europa, Librería Editorial Vaticana, Ciudad del Vaticano 2018, 18.

[2] Cf. De Gasperi e l’Europa, scritti e discorsi,, editado por M. R. De Gasperi, Brescia 1979, 68-71.

[3] Francisco, Repensando el futuro de las relaciones, cit., 88.

[4] Francisco, Discurso a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede para las felicitaciones de Año Nuevo, 8 de enero de 2018.

[5] Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, 28 junio 2018, 7.

[6] Ibíd., 8.

[7] Cf. Francisco, Repensando el futuro de las relaciones, cit., 99-100..

[8] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 8.

[9] Francisco, Repensando el futuro de las relaciones, cit., 98.

[10] Cf. Ibíd., 19.

[11] Ibíd.

[12] A. De Gasperi, La nostra patria Europa. Discorso alla Conferenza Parlamentare Europea, 21 de abril de 1954, en: Alcide De Gasperi e la politica internazionale, Cinque Lune, Roma 1990, vol. III, 437-440.

[13] Francisco, Repensando el futuro de las relaciones, cit., 99.

[14] Francisco, Conferencia de prensa durante el vuelo de regreso de Irlanda, 26 de agosto de 2018.

[15] Francisco, Repensando el futuro de las relaciones, cit., 105.

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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 22 de agosto de 2019