ENTREVISTA DE RADIO VATICANO Miércoles 16 de enero de 2013
«Es real el riesgo de que el relativismo moral que se impone como nueva norma social mine los fundamentos de la libertad individual de conciencia y de religión»: es lo que afirma el arzobispo Dominique Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado a propósito de las recientes sentencias del Tribunal europeo de derechos humanos sobre algunos casos concernientes al respeto de la libertad religiosa en Reino Unido. El Tribunal de Estrasburgo ha sancionado, en efecto, el derecho a llevar puestos símbolos religiosos en los lugares de trabajo, salvo el caso en que exigencias de seguridad e higiene lo desaconsejen, como por ejemplo en los hospitales, pero contextualmente ha negado el derecho de objeción de conciencia a una empleada municipal que por motivos religiosos había rechazado celebrar uniones civiles entre homosexuales y a un terapeuta que había rechazado dar asesoramiento sexual también a parejas del mismo sexo. «Estos casos —explica el prelado en una entrevista con Olivier Bonnel para Radio Vaticano, que publicamos integralmente— demuestran que las cuestiones relativas a la libertad de conciencia y de religión son complejas, en particular en una sociedad europea caracterizada por el aumento de la diversidad religiosa y por la relativa exasperación del laicismo. Es real el riesgo de que el relativismo moral que se impone como nueva norma social mine los fundamentos de la libertad individual de conciencia y de religión. La Iglesia desea defender las libertades individuales de conciencia y de religión en toda circunstancia, también frente a la «dictadura del relativismo». Por eso es necesario ilustrar la racionalidad de la conciencia humana en general, y del obrar moral de los cristianos en particular. Cuando se trata de cuestiones moralmente controvertidas, como el aborto o la homosexualidad, debe respetarse la libertad de conciencia. Más que un obstáculo al establecimiento de una sociedad tolerante en su pluralismo, el respeto de la libertad de conciencia y de religión es su condición. Dirigiéndose la semana pasada al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, Benedicto XVI destaca que para salvaguardar efectivamente el ejercicio de la libertad religiosa es esencial respetar el derecho de objeción de conciencia. Esta «frontera» de la libertad toca principios de gran importancia, de carácter ético y religioso, radicados en la misma dignidad de la persona humana. Son como los «muros de carga» de cualquier sociedad que quiera definirse verdaderamente libre y democrática. En consecuencia, prohibir la objeción de conciencia individual e institucional, en nombre de la libertad y del pluralismo, abriría al contrario —paradójicamente— las puertas a la intolerancia y a una nivelación forzada. La erosión de la libertad de conciencia testimonia además una forma de pesimismo respecto a la capacidad de la conciencia humana de reconocer lo que es bueno y verdadero, en favor de la sola ley positiva que tiende a monopolizar la determinación de la moralidad. Es también función de la Iglesia recordar que cada hombre, cualquiera que sea su credo, está dotado por su conciencia de la facultad natural de distinguir el bien del mal y por lo tanto de obrar en consecuencia. En esto reside la fuente de su verdadera libertad. Recientemente la misión de la Santa Sede ante el Consejo de Europa ha publicado una Nota sobre la libertad y la autonomía institucional de la Iglesia. ¿Quiere ilustrarnos su contexto? Actualmente la cuestión de la libertad de la Iglesia en sus relaciones con las autoridades civiles está bajo examen del Tribunal europeo de derechos humanos en dos casos que se refieren a la Iglesia ortodoxa de Rumanía y a la Iglesia católica. Se trata de los casos Sindicatul «Pastorul cel bun» contra Rumanía y Fernández Martínez contra España. En esta ocasión, la representación permanente de la Santa Sede ante el Consejo de Europa ha redactado una Nota sintética en la que ha expuesto el magisterio sobre la libertad y la autonomía institucional de la Iglesia católica. ¿Cuál es el problema en estas dos causas? En estas dos causas el Tribunal europeo debe establecer si el poder civil ha respetado la Convención europea de derechos humanos, habiendo rechazado reconocer un sindicato profesional de sacerdotes (por lo que respecta a Rumanía), y rechazando nombrar a un profesor de religión que públicamente profesaba posiciones contrarias a la doctrina de la Iglesia (en la cuestión española). En los dos casos, los derechos a la libertad de asociación y a la libertad de expresión han sido invocados para obligar a comunidades religiosas a obrar contra su estatuto canónico y contra el magisterio. Además, estos casos cuestionan la libertad de la Iglesia de obrar según las propias reglas, de no deber someterse a otras normas civiles sino a las necesarias para el respeto del bien común y del justo orden público. La Iglesia siempre ha tenido que defenderse para garantizar la propia autonomía frente al poder civil y a las ideologías. Hoy en los países occidentales es importante saber cómo la cultura dominante, fuertemente caracterizada por el individualismo materialista y por el relativismo, puede comprender y respetar la naturaleza específica de la Iglesia, que es una comunidad fundada en la fe y en la razón. ¿Cómo vive la Iglesia esta situación? La Iglesia es consciente de la dificultad de establecer, en una sociedad pluralista, relaciones entre las autoridades civiles y las diversas comunidades religiosas respecto a las exigencias de la cohesión social y del bien común. En este contexto, la Santa Sede llama la atención sobre la necesidad de mantener la libertad religiosa en su dimensión colectiva y social. Esta dimensión responde a la naturaleza esencialmente social tanto de la persona como del fenómeno religioso en general. La Iglesia no pide que las comunidades religiosas sean zonas de «no derecho», sino más bien que sean reconocidas como espacios de libertad en virtud del derecho a la libertad religiosa, en el respeto del justo orden público. Esta doctrina no está reservada a la Iglesia católica, los criterios que derivan de ella se fundan en la justicia y por tanto son de aplicación general. Además, el principio jurídico de autonomía institucional de las comunidades religiosas es ampliamente reconocido por los Estados que respetan la libertad religiosa así como por el derecho internacional. El mismo Tribunal europeo de derechos humanos lo ha enunciado regularmente en diversos casos importantes. También otras instituciones han afirmado este principio. Es el caso de la osce (Organización para la seguridad y la cooperación en Europa) o también del Comité de derechos humanos de las Naciones Unidas, respectivamente en el Documento final del 19 de enero de 1989 de la Conferencia de Viena, y en la Observación general nº 22 sobre el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión del 30 de julio de 1993. Es útil recordar y defender este principio de autonomía de la Iglesia y del poder civil. ¿Cómo se presenta esta Nota? La libertad de la Iglesia será tanto más respetada cuanto más sea comprendida por las autoridades civiles, sin prejuicios. Por ende, será necesario explicar cómo es concebida la libertad de la Iglesia. La representación permanente de la Santa Sede ante el Consejo de Europa ha redactado por eso una Nota sintética que explica la posición de la Iglesia en torno a cuatro principios: la distinción entre Iglesia y comunidad política; la libertad respecto al Estado; la libertad en el seno de la Iglesia; y el respeto del justo orden público. Después de haber ilustrado estos principios, la Nota cita además extractos importantes de la Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae y de la constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II.
Representación permanente de la Santa Sede ante el Consejo de Europa
Nota sobre la libertad y la autonomía institucional de la Iglesia católica La doctrina de la Iglesia católica relativa a los aspectos de la libertad religiosa implicados en los dos casos mencionados más arriba puede ser presentada, en síntesis, como fundada en los cuatro principios siguientes: 1) la distinción entre Iglesia y comunidad política; 2) la libertad respecto al Estado; 3) la libertad en el seno de la Iglesia; 4) el respeto del orden público justo. 1. La distinción entre la Iglesia y la comunidad política La Iglesia reconoce la distinción entre Iglesia y comunidad política, que tienen, una y otra, finalidades diversas; la Iglesia no se confunde de ningún modo con la comunidad política y no está ligada a ningún sistema político. La comunidad política debe vigilar sobre el bien común y hacer que, en esta tierra, los ciudadanos puedan vivir una «vida calma y tranquila. La Iglesia reconoce que es en la comunidad política donde se encuentra la realización más completa del bien común» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1910). Entendido como «el conjunto de las condiciones de la vida social que permiten a los grupos, así como a cada miembro, alcanzar la propia perfección con más plenitud y facilidad» (ib. n. 1906). Le corresponde al Estado defenderlo y garantizar la cohesión, la unidad y la organización de la sociedad para que el bien común se realice con la contribución de todos los ciudadanos, y hacer accesibles a cada uno los bienes necesarios —materiales, culturales, morales y espirituales— para una existencia verdaderamente humana. En cuanto a la Iglesia, ésta ha sido fundada para conducir a los fieles, a través de su doctrina, sus sacramentos, su oración y sus leyes, a su destino eterno. Esta distinción se funda en las palabras de Cristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22, 21). La comunidad política y la Iglesia, cada una en el campo que le es propio, son independientes una de la otra y autónomas. Cuando se trata de ámbitos cuyo fin es al mismo tiempo espiritual y temporal, como el matrimonio o la educación de los hijos, la Iglesia considera que el poder civil debe ejercer la propia autoridad prestando atención a no perjudicar el bien espiritual de los fieles. La Iglesia y la comunidad política sin embargo no pueden ignorarse recíprocamente; a título diverso, están al servicio de los mismos hombres. Prestarán tanto más eficazmente este servicio al bien común de todos cuanto más busquen entre ellas una sana cooperación, según la afirmación del Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, n. 76). La distinción entre Iglesia y comunidad política es garantizada por el respeto de su autonomía recíproca, que condiciona su libertad mutua. Los límites de esta libertad son, para el Estado, abstenerse de adoptar medidas susceptibles de perjudicar la salvación eterna de los fieles, y, para la Iglesia, respetar el orden público. 2. La libertad respecto al Estado La Iglesia no reivindica ningún privilegio, sino el pleno respeto y la garantía de su libertad de cumplir la propia misión en el seno de una sociedad pluralista. Esta misión y esta libertad la Iglesia las ha recibido a su vez de Jesucristo y no del Estado. El poder civil por tanto debe respetar y garantizar la libertad y la autonomía de la Iglesia y de ningún modo impedirle cumplir integralmente su misión, que consiste en conducir a los fieles, a través de su doctrina, sus sacramentos, su oración y sus leyes, a su destino eterno. La libertad de la Iglesia debe ser reconocida por el poder civil en todo lo concerniente a su misión, ya sea que se trate de la organización institucional de la Iglesia (elección y formación de los colaboradores y los clérigos, elección de los obispos, comunicación interna entre la Santa Sede, los obispos y los fieles, fundación y gobierno de institutos de vida religiosa, publicación y difusión de escritos, posesión y administración de bienes temporales…), ya sea que se trate del cumplimiento de su misión entre los fieles (sobre todo a través del ejercicio de su magisterio, la celebración del culto, la administración de los sacramentos y la solicitud pastoral). La religión católica existe en y a través de la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo. Al considerar la libertad de la Iglesia, una atención particular debe dirigirse a su dimensión colectiva: la Iglesia es autónoma en su funcionamiento institucional, en su orden jurídico y en su administración interna. Hecha excepción de los imperativos del orden público justo, esta autonomía debe ser respetada por las autoridades civiles; es una condición de la libertad religiosa y de la distinción entre Iglesia y Estado. Las autoridades civiles no pueden interferir, a no ser que cometan abuso de poder, en este ámbito religioso, por ejemplo, pretendiendo reformar una decisión del obispo relativa a un nombramiento en una función. 3. Libertad en el seno de la Iglesia La Iglesia no ignora que algunas religiones e ideologías pueden oprimir la libertad de sus fieles; en cuanto a ella misma, sin embargo, la Iglesia reconoce el valor fundamental de la libertad humana. La Iglesia ve en cada persona a una criatura dotada de inteligencia y de libre voluntad. La Iglesia se concibe como un espacio de libertad y prescribe normas destinadas a garantizar el respeto de esta libertad. Así, todos los actos religiosos, para ser válidos, exigen la libertad de su autor. Considerados en su conjunto y más allá de su significado propio, estos actos realizados libremente miran a que se acceda a la «libertad de los hijos de Dios». Las relaciones en el seno de la Iglesia (por ejemplo, el matrimonio y los votos religiosos pronunciados ante Dios) son gobernados por esta libertad. Esta libertad es dependiente de la verdad («La verdad os hará libres», Juan 8, 32): de aquí resulta que no puede invocarse para justificar un atentado contra la verdad. Así, un fiel laico o religioso no puede invocar, respecto a la Iglesia, su libertad para contestar la fe (por ejemplo, asumiendo posiciones públicas contra el Magisterio) o para dañar a la Iglesia (por ejemplo, creando un sindicato civil de sacerdotes contra la voluntad de la Iglesia). Es verdad que cada persona dispone de la facultad de contestar el Magisterio o las prescripciones y las normas de la Iglesia. En caso de desacuerdo, cada persona puede ejercer los recursos previstos por el derecho canónico e incluso romper las propias relaciones con la Iglesia. No obstante, puesto que las relaciones en el seno de la Iglesia son de naturaleza esencialmente espiritual, no le compete al Estado entrar en esta esfera y resolver tales controversias. 4. El respeto del orden público justo La Iglesia no pide que las comunidades religiosas sean zonas de «no derecho» en las que las leyes del Estado dejarían de aplicarse. La Iglesia reconoce la competencia legítima de las autoridades y jurisdicciones civiles para garantizar el mantenimiento del orden público, debiendo este último respetar la justicia. Así, el Estado debe garantizar el respeto —por parte de las comunidades religiosas— de la moral y del orden público justo. Él se preocupa en particular de que las personas no sean sometidas a tratos inhumanos o degradantes, así como del respeto de su integridad física y moral, incluida su capacidad de dejar libremente su comunidad religiosa. Está ahí el límite de la autonomía de las diversas comunidades religiosas que permite garantizar la libertad religiosa, tanto individual como colectiva e institucional, en el respeto del bien común y de la cohesión de las sociedades pluralistas. Fuera de estos casos, corresponde a las autoridades civiles respetar la autonomía de las comunidades religiosas, en virtud de la cual ellas deben ser libres de funcionar y de organizarse según sus propias reglas. A este propósito, debe recordarse el hecho de que la fe católica es totalmente respetuosa de la razón. Los cristianos reconocen la distinción entre razón y religión, entre los órdenes natural y sobrenatural, y piensan que «la gracia no destruye la naturaleza», es decir, que la fe y los otros dones de Dios no hacen inútil ni ignoran la naturaleza humana y el uso de la razón sino que, al contrario, alientan este uso. El cristianismo, diversamente de otras religiones, no comporta prescripciones religiosas formales (alimentarias, de vestido, mutilaciones, etc.) eventualmente susceptibles de chocar con la moral natural y de entrar en conflicto con el derecho de un Estado neutro en el plano religioso. Por otra parte, Cristo ha enseñado a superar estas prescripciones religiosas puramente formales y a sustituirlas con la ley viva de la caridad, una ley que, en el orden natural, reconoce a la conciencia la tarea de distinguir el bien del mal. Así, la Iglesia católica no sabría imponer ninguna prescripción contraria a las justas exigencias del orden público.
* L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 20 de enero de 2013, págs. 8-9. |
|