Venerables hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
distinguidas autoridades;
queridos chilenos:
Un canto de alabanza se dirige hoy al Señor bajo la majestuosa bóveda de esta insigne basílica de San Pedro. Es el canto de acción de gracias de todo un pueblo que ve elevado a la gloria de los altares a un ilustre hijo suyo, como fue el padre Alberto Hurtado Cruchaga. Su gran figura se añade a la de tantos hombres y mujeres de fe que han brillado con luz meridiana en el firmamento de Chile.
Hoy, en la gloria del cielo contemplamos no sólo a santa Teresa de los Andes o a la beata Laura Vicuña, sino que vemos una estrella luminosa más, que nos indica el camino, como la que guió a los Reyes Magos a descubrir a Jesús. Es la estrella del padre Alberto Hurtado, de este hijo de Viña del Mar que, en Santiago y en tantas otras ciudades de Chile, anunció con su palabra y su vida el Evangelio de Cristo.
Hoy veneramos como santo al padre Hurtado y, en un mañana no lejano, esperamos ver también reconocidas por la Iglesia las virtudes heroicas de los franciscanos venerados en Santiago, en San Francisco de la Alameda o en la Recoleta, como también las figuras de obispos ejemplares, como fueron el cardenal Caro, arzobispo de Santiago; mons. Valdés Subercaseaux, el inolvidable obispo de Osorno; o el joven Mario Hiriart, del Movimiento de Schöenstatt.
Todos estos siervos y siervas de Dios habrán gozado en el cielo por estos días de gracia. Nosotros nos encomendaremos a su protección y caminaremos a la luz de su testimonio de vida.
Hoy es también un día de gran gozo para la Compañía de Jesús, que cuenta a un nuevo hijo suyo entre los santos. Se añade a la gran constelación de santos que esta benemérita Congregación religiosa ha dado a la Iglesia y al mundo, desde su fundador san Ignacio de Loyola a san Francisco Javier, desde san Roberto Belarmino a san Luis Gonzaga, desde san Estanislao de Kostka a san Alfonso Rodríguez y san Pedro Claver entre otros.
Todos juntos, pues, hoy queremos elevar a Dios nuestro Te Deum de acción de gracias por el don de la santidad con la que él siempre hace hermosa a su Iglesia y, en nuestro caso, por el don de la santidad con la que hace hermosa ante el mundo a la comunidad cristiana de Chile y a la familia religiosa de la Compañía de Jesús.
Queridos peregrinos chilenos, sois muchos los que habéis venido a Roma para la canonización de un hijo de vuestra tierra. Algunos de vosotros han hecho grandes sacrificios para afrontar este largo viaje. Por mi parte, quisiera saludaros a todos, uno por uno, si el tiempo me lo permitiese. Aseguro a cada uno de vosotros mi recuerdo más sincero y mi constante oración, como hago siempre por la Iglesia en Chile y por el progreso material y espiritual de la nación.
Los años que pasé en Santiago, así como los viajes pastorales al norte y al sur del país, desde Arica a la Tierra del Fuego, me han permitido conocer a muchos de vosotros y me han ayudado a apreciar vuestras cualidades humanas y cristianas. Estad orgullosos de ellas, manteniendo siempre inalterada vuestra identidad, fraguada durante siglos de cultura y de religiosidad, que han hecho grande a Chile en el concierto de las naciones. En el fondo, vuestra identidad es la identidad cristiana, que admiramos en muchos hombres y mujeres de vuestra tierra, pero que ha dejado también una huella profunda en la historia, en la cultura y en el arte de la "Copia feliz del Edén", como canta vuestro himno nacional. San Agustín decía a los cristianos de África de su tiempo: "Sed entusiastas de la verdad, sin soberbia", o, exactamente, con el hermoso latín de aquel gran santo: "Sine superbia, de veritate praesumite" (Contra litteras Petiliani, I, 29, 31: PL 43, 259). Podréis así proponer con gozo el Evangelio de Cristo a los jóvenes de hoy.
Por otra parte, este es el mensaje de Cristo para todos sus discípulos: "Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo" (Mt 5, 16).
Hermanos y hermanas en el Señor, leyendo la vida de los santos descubrimos en seguida cuál ha sido su secreto: su profunda unión con Cristo. Ellos han comprendido muy bien el sentido de la parábola del evangelio que se ha proclamado hoy, la conocida parábola de la vid y los sarmientos.
Si queremos dar fruto ÂÂnos dice el SeñorÂÂ, debemos permanecer unidos a la vid. De lo contrario seremos como el sarmiento que está destinado a secarse.
Cuántas veces, cuando estaba en Chile, he visitado los hermosos viñedos del Valle de Maipo y he pensado lo actual que es esta parábola evangélica. El secreto de los cristianos de hoy, entre tantas dificultades y pruebas de la vida, es y será siempre una profunda unión con Cristo, así como lo ha sido para todos los santos. A este respecto, podríamos citar aquí páginas y páginas de los discursos del padre Hurtado. En estos días he leído muchos de sus escritos, algunos hasta ahora inéditos y publicados recientemente por la Pontificia Universidad católica de Chile. ¡Qué gran espiritualidad la suya! Cristo es realmente la explicación de su vitalidad apostólica. Es un fuego que enciende otros fuegos. En la oración fúnebre, el gran obispo monseñor Larraín mencionó, entre otras cosas, su apostolado entre los jóvenes, y recordaba cómo numerosas vocaciones nacían del "contacto del alma inflamada de un apóstol, eran la realización, en el tiempo, de la eterna palabra de Jesús: "he venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!" (Lc 12, 49)".
Este fue el secreto de aquel apostolado, que tanto admiramos, entre los jóvenes y los pobres, en los ambientes de la cultura y del trabajo, en la cátedra del colegio San Ignacio, del Seminario Pontificio de Santiago y de la Universidad Católica, así como en la humilde casita del pobre o bajo los puentes del río Mapocho. Sacerdote desde el año 1933, se dedicó a su actividad pastoral con celo infatigable hasta el 18 de agosto de 1952, cuando el Señor vino a llamarlo consigo. Fueron veinte años de intenso apostolado, como atestiguan aún algunos de vosotros que lo han conocido y que lo contemplan ahora entre los santos.
Es justo que en el ámbito civil se ensalce el aspecto humanitario de la obra gigantesca del padre Hurtado. En el ámbito eclesial, nosotros queremos hoy recordar el aspecto religioso de su obra, que era la consecuencia de su vida interior. ¡Que Dios sea glorificado por este gigante de santidad!
Queridos amigos de Chile, no quisiera terminar estas palabras sin recordar aquí, ante la tumba del apóstol Pedro, el gran amor que el padre Hurtado tuvo a la Iglesia. Este amor lo llevaba a amar al Papa, a los obispos y a los sacerdotes. Era proverbial su veneración por el Papa Pío XII y por los obispos de su tiempo.
Su gran amor a Cristo y a la Iglesia le impulsó a llevar, como un río caudaloso, continuas ayudas a todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo, sobre todo a los más pobres y a los que sufrían. En esta perspectiva ha de comprenderse su labor social, como leemos en una famosa conferencia pronunciada en Bolivia en enero de 1950 ante los responsables del Apostolado Social: "Mientras los católicos no hayamos tomado profundamente en serio el dogma del Cuerpo Místico de Cristo que nos hace ver al Salvador en cada uno de nuestros hermanos, aun en el más doliente, en el más embotado minero que masca coca, en el trabajador que yace ebrio, tendido física y moralmente por su ignorancia, mientras no veamos en ellos a Cristo, nuestro problema no tiene solución" (cf. La búsqueda de Dios. Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago 2005, p. 156).
Hermanos y hermanas en Cristo, este es el mensaje que nos dirige una vez más nuestro santo. Reunidos aquí en oración ante la tumba del apóstol Pedro, queremos prometer al Señor que lo haremos nuestro, para que en la patria chilena, que él tanto amó, se difunda cada vez más el Evangelio de Cristo, transformando las mentes y los corazones, y construyendo así un futuro cada vez más luminoso para toda la nación.