Señores cardenales y venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; distinguidas autoridades y queridos fieles de Ostia; hermanos y hermanas en el Señor:
Con mis primeras palabras, al inicio de la santa misa, os expresé mi saludo. Os lo repito ahora de todo corazón: ¡La paz esté con vosotros! Pax vobis!
A cada uno de los presentes le doy sinceramente las gracias por haber querido participar en esta celebración eucarística el día en que tomo posesión de esta insigne catedral de Ostia, reservada al cardenal decano del Colegio cardenalicio desde 1587, por decisión del gran Papa Sixto V.
Quisiera manifestar mi gratitud en particular a los beneméritos padres agustinos, que atienden con amor este templo, al que están vinculados tantos recuerdos de la estancia romana de santa Mónica y de san Agustín.
Dicho esto, quisiera dejaros un mensaje, tal como brota de mi corazón en este día del Señor.
La parábola evangélica
El evangelio de este domingo nos transmite un primer mensaje mediante la figura del sembrador. Es una invitación a acoger la palabra que el Señor siembra con generosidad entre nosotros a través del ministerio de su santa Iglesia. Es, sobre todo, una invitación a hacer fructificar lo que se ha recibido.
La parábola nos brinda luego la clave para comprender el misterio del bien y del mal existente en el mundo, es decir, el misterio de la libertad humana, que puede abrirse o cerrarse a la obra de la gracia de Dios.
La misma página del evangelio nos infunde también una gran esperanza cuando nos habla del dinamismo interior de la semilla que se siembra en el mundo. Siempre crece, lo perciba o no lo perciba el agricultor que la sembró en el surco. Esta es su vitalidad innata. Lo recordaba Jesús a sus discípulos también con la parábola análoga del grano de mostaza, "que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Ciertamente es más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece (...) se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas" (Mt 13, 31-32).
Así es su Iglesia: un árbol que ha echado raíces en la profundidad de la historia humana, ofreciendo luego sus ramas como refugio seguro a todos los hombres de buena voluntad.
Queridos hermanos, nuestra celebración tiene lugar en una iglesia característica de Ostia, dedicada a una mártir de la época de las persecuciones romanas: santa Áurea. Sabemos poco de la vida de esta joven, que, como santa Inés, santa Cecilia y muchas otras testigos de la fe, dio gloria a Dios con la entrega de su vida. Juntamente con san Agustín podríamos repetir: "¿Has dicho que es una mártir? Has dicho bastante", "Martirem dixisti? Dixisti satis".
En honor de santa Áurea pronto se construyó aquí una iglesia, en la que, según los historiadores, se celebraron el año 387 las exequias de santa Mónica, la madre de san Agustín.
Como todo mártir, nuestra santa nos recuerda la fuerza de la gracia de Cristo, que sostiene interiormente a su Iglesia, vivificándola con su Espíritu Santo. Así sucedió ayer y así sucede hoy.
Desde el protomártir san Esteban hasta los mártires del comunismo y del nazismo del siglo XX, hay una multitud inmensa de hombres y mujeres que, por su fidelidad a Cristo y a su Iglesia, han dado al mundo un ejemplo realmente edificante.
La gracia que ha sostenido a los mártires en sus sufrimientos se nos ofrece también a nosotros cada día, si la pedimos con fe. Incluso en medio de las mayores dificultades, Cristo nos repite las palabras que dirigió al apóstol san Pablo, probado por grandes tribulaciones: "Pablo, te basta mi gracia, pues la fuerza de Dios se muestra en tu debilidad" (cf. 2 Co 12, 9).
Queridos hermanos, este es, también el testimonio que nos da san Agustín, tan vinculado a este hermoso lugar de Italia. Él fue el cantor de la gracia que salva.
En su tratado sobre la Ciudad de Dios ―De Civitate Dei―, nuestro santo trazó una visión realista de la historia humana. En ella, ciertamente, actúan las fuerzas del mal, pero con mayor potencia aún están presentes las fuerzas del bien, sostenidas por la Omnipotencia divina. Se ha hecho clásica la célebre frase de san Agustín recogida en el libro XIV de ese tratado: "Dos amores han construido las dos ciudades (la ciudad de Dios, que es Jerusalén, y la ciudad del mal, que es Babilonia): el amor terreno a sí mismos hasta el desprecio de Dios y el amor celestial a Dios hasta el desprecio de sí mismos" (ib., XIV, 28).
Así, aun sabiendo cuán difícil era la vida del cristiano en la sociedad de su tiempo, san Agustín dirigió a sus contemporáneos un mensaje de esperanza válido para todos los tiempos. También a los que habían de actuar en situaciones muy graves, el santo de Hipona recordaba la presencia continua de la Providencia divina en la historia humana: "Sería inconcebible ―escribía también en De Civitate Dei― que Dios haya querido dejar los reinos humanos fuera de las leyes de la Providencia" (ib., V, 11 y 19).
Queridos hermanos, con esta visión de esperanza cristiana también yo he aceptado del Papa Benedicto XVI el encargo de ser su secretario de Estado, siguiendo en el surco que me había trazado el amado Papa Juan Pablo II. Del mismo modo, he aceptado ser el decano del Colegio cardenalicio, consciente de mis límites y del peso de los años, que pasan de modo inexorable para todos.
El palio, que recibí en la fiesta de San Pedro y San Pablo, me hará sentir aún más cercano al Papa y a todos mis hermanos cardenales, y me impulsará a dedicar todas mis fuerzas al servicio de la Iglesia y, en particular, de la Santa Sede. Por mi parte, trataré de seguir adelante, sereno, en el Señor; y, sostenido por vuestras oraciones, podré repetir siempre las palabras del apóstol san Pablo: "Todo lo puedo en aquel que me conforta" (Flp 4, 13).
Es breve la vida del hombre en la tierra y cada uno de nosotros tiene una misión que cumplir aquí. A este propósito, me parece siempre válido el criterio que nos dejó san Ignacio de Loyola: "Trabajar como si todo dependiera de nosotros y luego confiar en Dios como si todo dependiera de él".
Que este sea, también para nosotros, el criterio de nuestra vida.
Amén.