«Ven, Espíritu creador, visita las almas de tus fieles y llena de la divina gracia los corazones que tú mismo creaste».
Con estas palabras de un antiguo canto litúrgico, desde hace siglos, los fieles han implorado la asistencia del Espíritu Santo. Es la respuesta orante al evangelio leído en esta celebración. A la promesa que Jesús hace del Espíritu Consolador, que habla e intercede en favor nuestro, que nos sostiene y protege, la Iglesia corresponde pidiendo con insistencia la presencia y el auxilio del Espíritu.
Se trata del Espíritu que proclamamos en el Credo como «Señor y dador de vida», que acompaña todos los acontecimientos humanos y, de manera particular, los pasos de los discípulos del Señor en camino hacia la salvación. La historia la hacen los hombres y mujeres de cada época, pero es conducida por el Espíritu.
2. Me complace dirigir un saludo muy cordial a todos los presentes. En primer lugar a mons. Francisco Javier Errázuriz Ossa, pastor de esta arquidiócesis que acoge el Encuentro continental de jóvenes, y en su persona agradezco todo el empeño que los miembros de esta Iglesia particular de Santiago de Chile han puesto para la realización de este evento. Saludo asimismo a los señores cardenales y obispos concelebrantes, que han venido acompañando a los jóvenes de sus diócesis. Saludo cordialmente a los sacerdotes, religiosos y religiosas, y a los responsables de la pastoral juvenil. Agradezco también la presencia del señor presidente de la República y de las demás autoridades civiles que han querido estar hoy aquí y les quedo reconocido por toda la cooperaci ón que generosamente han prestado.
De forma especial, me dirijo cordialmente a ustedes, queridos jóvenes de toda América: del norte, del centro y del sur; a todos ustedes, que son esperanza de la Iglesia y de la sociedad. A ustedes, jóvenes llamados por Cristo, que les da la vida, les enseña el camino, los introduce en la verdad, animándolos a marchar juntos y solidarios, en el gozo y la paz, como miembros vivos de su Cuerpo místico, que es la Iglesia.
Para todos soy portador del saludo y del afecto del Santo Padre Juan Pablo II, que por mi medio les renueva su estima y les confirma su confianza; que les recuerda cuánto espera de su compromiso cristiano y de su testimonio valiente. A las puertas del gran jubileo del 2000, momento crucial que nos disponemos a vivir, ustedes son la generación llamada a ser la protagonista de los primeros decenios del nuevo milenio. Ante esa responsabilidad, recuerden lo que el Papa les decía en su mensaje que ayer escuchamos en la Vigilia: «¡Déjense guiar por el Espíritu del Señor! ¡No tengan miedo!». Unidos a Jesús, guiados por su Espíritu, hagan «que América sea un continente de hermanos y hermanas, iguales en dignidad, en consideración y en oportunidades».
3. «Veni Sancti Spiritus, Veni Creator Spiritus».
En la primera lectura, tomada del profeta Isaías, hemos escuchado la acción del Espíritu Santo sobre el ungido: dar la buena noticia, vendar los corazones desgarrados, proclamar la liberaci ón de los cautivos, proclamar el año de gracia, consolar a los afligidos (cf. Is 61, 1-3). Esto fue anunciado como promesa y mantuvo durante siglos la esperanza del pueblo elegido. Ahora nosotros lo podemos experimentar como realidad, como cumplimiento pleno. Ese cumplimiento se realizó en Jesús de Nazaret. Por eso, él pudo decir en la sinagoga, después de haber leído este texto de Isaías: «Esta Escritura que acaban de escuchar se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Se cumple en Jesús y está llamado a ser realidad en cada uno de los que se unen a él por el bautismo y perfeccionan esa incorporación con la confirmación y la participación en la Eucaristía, la recepción de la reconciliación y los demás sacramentos que configuran la vida del discípulo de Cristo.
El profeta Isaías, pues, nos ha descrito las maravillas que el Espíritu Santo realiza en los fieles. Animando la difusión de la buena nueva, consolando a los afligidos, liberando a los cautivos del mal, proclamando el Año de gracia del Señor, se va construyendo ciertamente una sociedad nueva, «unos cielos nuevos y una tierra nueva» (cf. 2 P 3, 13) en los que reina la paz y la justicia, voluntad de Dios y aspiración profunda del hombre. Por eso, la Iglesia pide insistentemente: «Veni Sancti Spiritus... Veni Creator Spiritus».
4. El evangelio proclamado forma parte de lo que podríamos llamar el testamento espiritual de Jesús. Son pala- bras que san Juan pone en labios del Maestro en el momento más solemne de su misión en el mundo, cuando se dispone a pasar de su existencia terrena a la celestial. En esa hora decisiva, Jesús nos promete el Espíritu Santo: «El Paráclito, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será el que os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26). Es, pues, el Espíritu Santo quien nos hace entender la palabra de Jesús, que es la palabra de Dios, trayendo a nuestra vida esa palabra no como simple recuerdo, sino como una realidad que ha de ser acogida en la fe y la alegría. Gracias al Espíritu conocemos esa palabra y podemos llevarla a la práctica expresando así nuestro amor a Cristo: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amar á y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23), mientras que la negación de Dios es el rechazo a observar sus mandamientos: «El que no me ama, no guardará mis palabras» (Jn 14, 24).
5. Queridos jóvenes: ustedes han recibido el sacramento del bautismo, por medio del cual Dios les reconoce como hijos suyos y ha hecho de su existencia una historia de amor con él, en la que pueden realizar la vocación personal. En el bautismo hemos recibido ya una unción especial, la del Espíritu Santo con sus siete dones, que nos conforma con Cristo y embellece nuestra existencia, transformando nuestra historia en una historia santa. Miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, han sido llamados, elegidos por Cristo para vivir en la libertad de los hijos de Dios, y han sido también confirmados en la vocación bautismal y visitados por el Espíritu Santo para anunciar el Evangelio a lo largo de toda la vida.
Hoy, un grupo de ustedes va a recibir el sacramento de la confirmación, comprometiéndose a hacer crecer pacientemente el don del Espíritu recibido. Congratulándose con los hermanos que serán confirmados, participando en los sugestivos ritos litúrgicos que la Iglesia dispone para este sacramento, cada uno está llamado a hacer memoria «del don recibido por la imposición de las manos » (2 Tm 1, 6).
6. «El Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será el que os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26). Ese Espíritu enviado por el Padre .nos dirá san Pablo. «se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 16). El Espíritu viene sobre nosotros y podemos obrar bajo su influjo mediante sus dones, que presenta ya el profeta Isaías: sabiduría e inteligencia, consejo y fortaleza, ciencia, temor de Dios y piedad (cf. Is 11, 2-3). La vida moral de los cristianos está sostenida por esas «disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1830). Sin anular nuestra personalidad ni privarnos de la libertad, los dones del Espíritu nos «disponen a seguir prontamente la moción divina» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.68, a.2). Queridos jóvenes: Dios nos ama, nos ofrece participar en su vida divina ya desde esta tierra y para ello nos capacita abundantemente con los dones del Espíritu. Podemos así mirar con optimismo el futuro y, particularmente, la propia vida. Por ello no debemos temer, sino asumir con valentía los ideales cristianos, es decir, conducir la propia existencia según las normas morales del Evangelio propuestas por la Iglesia. Actualmente, por desgracia, se difunden entre tantos jóvenes un relativismo moral y una falta de identidad. El vacío que produce esto explica muchos males que rondan a la juventud: la evasión, el recurso a las drogas, la sexualidad mal vivida, las opciones de vida fundadas en el gusto o las actitudes egoístas, el oportunismo, la falta de un proyecto serio de vida en el que no hay lugar para seguir una consagración sacerdotal o religiosa o la vida matrimonial de forma estable, el rechazo de la autoridad legítima.
Ante esas situaciones, el joven cristiano ha de ser consciente de que está llamado y elegido por Cristo y vivificado por el Espíritu para vivir en la auténtica libertad de los hijos de Dios. Ustedes son depositarios de valores heredados de los mayores y que son expresión de las hermosas culturas americanas, que desde hace cinco siglos se han enriquecido con el cristianismo. Asuman el reto de vivir con Cristo en el Espíritu. Hagan realidad la sed de verdad, de paz, de libertad que les distingue, la generosa capacidad de servicio, las ganas de vivir y luchar abriendo horizontes nuevos para la Iglesia y la sociedad.
Ante el don de Dios, con responsabilidad y alegría, opten en sus vidas por Cristo: ¡Jóvenes, abran las puertas del corazón a Cristo! Él nunca defrauda. Él es el camino de la paz, la verdad que nos hace libres y la vida que nos colma de alegría (cf. Plegaria eucarística V/b). Él es la roca firme (cf. 1 Co 10, 4) sobre la que edificar la propia existencia. Frente a doctrinas falaces y destructivas del ser humano, él es la luz que viene de lo alto (cf. Lc 1, 78). Ante la tentación de los ídolos opresores del poder, del dinero y del placer, él nos hace libres (cf. Ga 5, 1). El Espíritu nos hace decir ¡Jesús es el Señor y no hay otro nombre bajo el cielo por el que podamos salvarnos! (cf. Hch 4, 12).
7. En el bautismo tenemos por Padre a Dios, pero se nos da también una madre, la Iglesia, con la que crecemos espiritualmente para avanzar en el camino de la santidad. Nos integramos en un pueblo y recibimos hermanos y hermanas a los que amar, «ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). En la Iglesia no hay fronteras, sino comunión de todos en Cristo bajo la guía del Papa y de los obispos, pastores del rebaño. Esta unidad es un signo de riqueza y vitalidad. ¡Que en la diversidad que enriquece, brille la unidad y la cohesión fraterna que permiten un sereno desarrollo personal y el crecimiento armónico de todo el cuerpo!
El Espíritu que inspiró las Escrituras, es el mismo que guió la vida de Jesús y descendió sobre los Apóstoles reunidos en el cenáculo y que ahora anima y sostiene la vida de la Iglesia. No hay oposición en las actuaciones del Espíritu. Acoger la voz del Espíritu es también acoger la voz de la Iglesia. Dejarse guiar por el Espíritu es dejarse guiar por la Iglesia. Ser fiel al Espíritu es ser fiel a quien habla y enseña bajo su influjo.
8. «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). En la segunda lectura, hemos escuchado que uno de los frutos de la venida del Espíritu Santo prometido es dar testimonio de Cristo. Ahora, desde Pentecostés, esa promesa es una realidad. De hecho, hoy, la fe en el Resucitado .y, por él, en el Padre y en el Espíritu. ya ha rebasado los límites de Jerusalén, de Judea y Samaría, y ha llegado a todos los confines del mundo. Y esto gracias al testimonio cristiano de los discípulos de Cristo que, con su palabra y el ejemplo de su vida, han ido extendiendo su mensaje en el decurso de veinte siglos. A este respecto, quiero recordar que la historia cristiana de América está llena de nombres de gloriosos evangelizadores. Ojalá que su ejemplo siempre les sirva de inspiración.
Queridos jóvenes americanos, discípulos del Señor: ésta es su hora. Al haber sido bautizados y al haber perfeccionado su incorporación a Cristo con la confirmación y la Eucaristía, han recibido la fuerza que necesitan para ser testigos de Cristo en el umbral del tercer milenio cristiano. Esta es su hora, su momento, el día que el Señor ha preparado para ustedes. Ojalá que su generosa respuesta a esta llamada sea fuente de alegría y gozo (cf. Sal 118, 24).
Si no escuchan continuamente al Señor en la oración personal, si no participan en la liturgia de la Iglesia y si no meditan asiduamente en su palabra, no podrán «conocer» al Señor. Podrán conocer algo acerca de él, pero no podrán amarlo y ser sus discípulos hasta el punto de compartir su vida, su misión, su destino y, algún día, su gloria. La escucha del Señor está en el centro de todo apostolado y, por consiguiente, es la condición para ser sus discípulos.
Es verdad que a veces resulta difícil dar testimonio de Cristo. El Papa lo subrayó en Camagüey, durante su visita a Cuba. «Los cristianos, por respetar los valores fundamentales que configuran una vida limpia, llegan a veces a sufrir, incluso de modo heroico, marginación o persecución, debido a que esa opción moral es opuesta a los comportamientos del mundo. (...) Una vida plenamente humana y comprometida con Cristo tiene ese precio de generosidad y entrega. Queridos jóvenes, el testimonio cristiano, la .vida digna. a los ojos de Dios tiene ese precio. Si no están dispuestos a pagarlo, vendrá el vacío existencial y la falta de un proyecto de vida digno y responsablemente asumido con todas sus consecuencias» (n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de enero de 1998, p. 10). Ante esas dificultades, las palabras del Señor, que el Espíritu Santo nos recuerda, son palabras de consuelo: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Con Cristo, en el Espíritu, la victoria es segura para quienes se adhieren a él.
9. Los jóvenes en América tienen una madre muy especial que les acompaña en su camino, que guía sus justas opciones, que les anima en sus propósitos: la Virgen María, invocada en América con los títulos más bellos. María, como ha puesto de relieve el Papa en su carta apostólica Tertio millennio adveniente (cf. nn. 43. 48. 54), es modelo de fe vivida, mujer de esperanza en las promesas divinas, ejemplo perfecto del amor a Dios y al prójimo. María ha sido tenida siempre por el pueblo de Dios como el modelo supremo de coherencia en la fe, como la mujer que proyecta hacia el infinito las esperanzas más nobles y como el modelo de un amor sin límites. Es la perfecta cristiana, mujer adulta, modelo y madre de todos los creyentes. Ella es un Evangelio vivo y vivido, la primera y perenne evangelizadora de su Hijo en las tierras americanas, ya que ella, presente desde el primer momento de la llegada de la buena nueva a este continente, es transparencia de Cristo, síntesis de las enseñanzas del Maestro, memoria viva de su vida y de sus palabras, a las que remite continuamente, como en Caná, diciendo: «Haced lo que él diga » (Jn 2, 5). Que ella acompañe su camino, fortalezca su fe, impulse su esperanza y les anime a vivir en el amor. Amén.