I CONGRESO INTERNACIONAL EUROPAE THESAURI LOS MUSEOS DE LA IGLESIA AL INICIO DE UN NUEVO MILENIO
ÍNDICE 1. Origen de los museos eclesiásticos 2. El museo eclesiástico como “bien cultural” 4. Memoria histórica e inserción en la vivencia eclesial de nuestros días 6. La importancia de la formación cultural, técnica y pastoral del personal de los museos eclesiásticos 7. Los museos eclesiásticos como reflejo y proyección de la vida de la Iglesia LOS MUSEOS DE LA IGLESIA
La Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia se siente muy honrada de haber sido invitada a este I Congreso Internacional de Europae Thesauri. Su Presidente, Su Excelencia Reverendísima Mons. Mauro Piacenza, me ha encargado transmitirles sus saludos, a la vez que les pide disculpas por no haber podido participar personalmente, como hubiera sido su deseo, en este importante foro de debate. Aún mantiene viva en el recuerdo la visita realizada a la sede de la Pontificia Comisión por parte de los miembros directivos de la Asociación, en la que tuvo el honor de presidir la firma del nuevo Estatuto. El tema del presente Congreso: “Tesoros de la Iglesia, tesoros de Europa”, se encuentra en relación directa con la Carta circular de nuestro Dicasterio, titulada La función pastoral de los museos eclesiásticos. Paso a dar lectura al texto de la ponencia preparada por nuestro Excelentísimo Presidente, en la que aborda el argumento desde el prisma de la naturaleza, finalidad y tipología de los museos de la Iglesia. 1. Origen de los museos eclesiásticos La Iglesia, ciertamente, no es la guardiana o la conservadora de los museos, ya que su misión esencial es la evangelización de los pueblos, teniendo como finalidad primordial la salus animarum. La Iglesia, no obstante, a lo largo de su historia, no ha dejado de custodiar su propio patrimonio histórico-artístico, como se puede testimoniar por las declaraciones de los Soberanos Pontífices, los Concilios ecuménicos, los Sínodos locales e incluso cada Obispo particularmente. Este cuidado también se pone en evidencia tanto en el encargo de obras de arte, destinadas principalmente al culto y al embellecimiento de los edificios de culto, como por el éxito de su protección y conservación. No obstante, las obras de arte que han sido «puestas al servicio de la misión de la Iglesia»[1] pueden, por diversos motivos, caer en desuso, por lo que es necesario reemplazarlas por otras que sean más idóneas. Esta evolución puede deberse a distintas exigencias culturales, litúrgicas, espirituales o, sencillamente, para reemplazar objetos y bienes deteriorados por el uso continuo, o que se están desintegrando o han desaparecido del uso corriente por motivos múltiples. Los objetos que caen en desuso, mantienen no obstante un valor histórico, artístico, espiritual y cultual. Poseen valor histórico ya que cuentan y testimonian, a veces de un modo espléndido, un determinado período de la vida de la Iglesia y de las comunidades creyentes, que les han producido y les han visto nacer. En muchas ocasiones se trata de obras de gran calidad artística, cuyo valor va más allá de la función a la que se destinaron y de la época en la que fueron realizadas, siendo valoradas, más bien, por el lenguaje de la belleza que reflejan siendo, en efecto, universales e imperecederas. Además, las obras de arte atestiguan el alto nivel de espiritualidad de las comunidades creyentes que existían en el origen, según las múltiples tipologías cultuales a las que estaban destinadas, las abundantes expresiones de piedad popular, o las tradiciones locales, que, de algún modo, las han inspirado. Son sobre todo los bienes muebles e inmuebles, implicados directamente en el ejercicio del culto divino, los que mejor expresan la calidad de la liturgia de la Iglesia en las formas diversas en que se ha ido revistiendo en los diversos lugares y épocas, en una renovación incesante y todavía hoy actual. Los precisos procesos de adecuación litúrgica obligan a excluir de los lugares de culto algunas obras de arte, que es oportuno conservar como memoria histórica y como portadoras de un interés artístico. No podemos tampoco olvidar todo lo que se ha ido desgastando por el uso, y que, por este motivo, ha debido ser sustituido, pero que aún mantiene su valor histórico, documental y, a veces, artístico, insustituible. De todo lo dicho hasta ahora se deriva un régimen de continuidad entre los bienes caídos en desuso y los que están en uso. En efecto, es gracias a ellos y por su intermediación, como se transmite, visiblemente, la gran Tradición de la Iglesia. Por este motivo, los objetos de culto procedentes del pasado, incluso cuando ya no están en uso, constituyen efectivamente bienes culturales que manifiestan, casi siempre de modo magnífico, la historia, el arte y la espiritualidad. Por estas razones, en el contexto eclesial, deben ser tutelados jurídicamente, conservados materialmente y, sobre todo, valorados con fines explícitamente pastorales. Se pone así de relieve la necesidad de instituir, con esta finalidad, colecciones y museos, que «no son depósitos de obras inanimadas, sino viveros perennes, en los que se transmiten en el tiempo el genio y la espiritualidad de la comunidad de los creyentes».[2] Por lo demás, la Iglesia siempre se ha interesado en custodiar su propia memoria histórica para poner mejor en evidencia el continuum de su presencia y, al mismo tiempo, su característica propia de estar semper reformanda. La memoria histórica de la Iglesia, sirve en efecto para demostrar cómo, en todo el arco de su peregrinación en este mundo, «ha utilizado los hallazgos de las diferentes culturas para difundir y explicar a todas las gentes en su predicación el mensaje de Cristo».[3] Por todo ello, especialmente en los países de antigua, pero ya también en los de reciente evangelización, se ha ido acumulando un abundante patrimonio de bienes culturales. Tales obras sólo mantienen el valor integral de “bien” si permanece su finalidad eclesial, incluso cuando el uso al que habían sido destinadas en origen no es el uso actual. Una reflexión sobre el museo eclesiástico excede de las lógicas museística genéricas, ya que tiene que tener en cuenta la finalidad pastoral, que es innata a la acción de la Iglesia. De este modo, la organización de un museo eclesiástico tiene que hacer siempre referencia a un proyecto concreto de animación y formación de la comunidad eclesial. Por esto «el museo eclesiástico no es una simple colección de objetos que ya no están en uso, sino que se encuentran con pleno derecho entre las instituciones pastorales, ya que custodia y valora los bienes culturales que un tiempo estaban puestos al servicio de la misión de la Iglesia y ahora son significativos desde un punto de vista histórico-artístico».[4] 2. El museo eclesiástico como “bien cultural” La conservación del patrimonio histórico-artístico es, en sí mismo, un “bien” en cuanto favorece el sentido de pertenencia de los creyentes a la Iglesia, en el verdadero espíritu de la tradición eclesial. Por consiguiente, el museo eclesiástico no es sólo una “máquina del tiempo” que provoca la fantasía, sino que es un álbum de familia que vuelve a proponer la vivencia de la comunidad creyente, de la que forma parte cada uno de sus miembros. Del mismo modo, se ofrece también a los que no pertenecen a esta comunidad de creyentes, por lo que siempre debe ser disfrutado teniendo como telón de fondo su connotación y significación eclesial. Así, el museo eclesiástico es un “bien cultural” en el campo específico de la Iglesia, que cuenta el devenir de la comunidad creyente ilustrando maravillosamente los presupuestos de la fe que profesa, su mens pastoral, sus costumbres cultuales, su genio artístico, así como las presiones encomiásticas a las que se ha visto sometida. Es “algo vivo”, ya que entra a formar parte del acervo religioso y cultural de un territorio determinado y de una comunidad concreta, constituyendo uno de sus más preciados bienes, desde el punto de vista demográfico y antropológico de carácter religioso. Dentro del discurso de la Iglesia, el concepto de “bienes culturales”, comprende «ante todo, los patrimonios artísticos de la pintura, de la escultura, la arquitectura, el mosaico y la música, puestos al servicio de la misión de la Iglesia. Además, a éstos hay que añadir los bienes contenidos en las bibliotecas eclesiásticas y los documentos históricos conservados en los archivos de las comunidades eclesiales. En fin, pertenecen a este ámbito las obras literarias, teatrales y cinematográficas, producidas por los medios de comunicación social».[5] De este modo se pueden distinguir tres categorías entre los “bienes culturales”. La primera, más importante, enumera los bienes puestos al servicio de la misión de la Iglesia, que tiene su cumbre en la liturgia. La segunda, los bienes al servicio de la cultura y la historia eclesial. Y por último, los bienes producidos por los medios de comunicación social, que no están exentos de ser portadores de valores artísticos y eclesiales. Tales bienes deben ser salvaguardados, ya sea cuando están en uso, como cuando se quedan anticuados, ya que siempre «los “bienes culturales” están destinados a la promoción del hombre y, en el ámbito eclesial, cobran un significado específico en cuanto están orientados a la evangelización, al culto y a la caridad».[6] En la mens cristiana los museos entran con pleno derecho entre los bienes culturales “puestos al servicio de la misión de la Iglesia”[7], por lo que tienen que ser organizados de modo que puedan comunicar lo sagrado, lo bello, lo antiguo, lo nuevo. Son parte integrante de la política cultural y de la acción pastoral de la Iglesia. Testimonian, pues, en el tiempo, los procesos de inculturación de la fe mostrando, por medio de las piezas que custodian, la vivencia eclesial y social de las diversas épocas. Se convierten en seña elocuente de la creatividad humana, acto de religión de la comunidad cristiana, fragmento anticipado de la “gloria de Dios”. La Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, fue instituida por Juan Pablo II con la Constitución apostólica Pastor Bonus, de 29 de junio de 1988. La tarea que el Pontífice le encomendó consistía en interesarse “en primer lugar de todas las obras de cualquier arte del pasado” y en segundo por aquellas «que no tengan ya un uso específico».[8] En tal contexto el documento sobre La función pastoral de los museos eclesiásticos, de 15 de agosto de 2001, forma parte de la serie de Cartas circulares encaminadas a salvaguardar el patrimonio histórico-artístico de la Iglesia en los parámetros de su acción pastoral. Por este motivo dichas Cartas van destinadas habitualmente a todos los Obispos del mundo y a todos los Superiores generales de los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica. En tales Cartas circulares se han tomado en consideración diversos aspectos inherentes a los bienes culturales eclesiásticos, para así sensibilizar hacia tales problemáticas a cada una de las Iglesias particulares. Podemos recordar al respeto: La Investigación sobre la situación de los bienes culturales en las Iglesias particulares, de 10 de abril de 1989; la referida a la Necesidad de preparar a los futuros sacerdotes al cuidado de los bienes culturales de la Iglesia, de 15 de octubre de 1992; un informe sobre el trabajo desarrollado por las Universidades Católicas en el campo de los bienes culturales de la Iglesia, de 10 de septiembre de 1994; la Carta enviada a los Superiores Generales de las Órdenes religiosas sobre el cuidado de los bienes culturales en los Institutos de vida consagrada y en las Sociedades de vida apostólica, de 10 de abril de 1994; la Carta sobre Las bibliotecas eclesiásticas, de 19 de marzo de 1994; la que trató el tema de La función pastoral de los archivos eclesiásticos, de 2 de febrero de 1997; la Carta circular sobre la Necesidad y urgencia del inventario y catalogación de los bienes culturales de la Iglesia, de 8 de diciembre de 1999, y, por último, la recientemente enviada a los Superiores Mayores de todas las Órdenes religiosas y de los Institutos de Vida Consagrada y de las Sociedades de Vida Apostólica con sede en Italia, instándoles a la catalogación e inventario de sus bienes culturales. No se pueden olvidar tampoco, las valiosas aportaciones ofrecidas por las reflexiones de las Asambleas Plenarias de la misma Pontificia Comisión, cuyos resultados son en su momento comunicados a todos los Presidentes de las Conferencias Episcopales del mundo, por medio de la correspondiente Carta circular. Precisamente en la Primera Asamblea Plenaria de 1995, fue presentado este nuevo Dicasterio de la Santa Sede y se perfilaron las líneas para la valorización, conservación, animación y producción de los bienes culturales de la Iglesia. En la Segunda Asamblea Plenaria de 1997 hemos reflexionado sobre Los bienes culturales de la Iglesia en referencia a la preparación del Año Santo, puesto que a nuestro Dicasterio también le fue encomendada la Comisión Artístico-cultural para la preparación del Gran Jubileo del Año 2000. En la Tercera Asamblea Plenaria del 2000, se tomó en consideración el tema de Los bienes culturales de la Iglesia en referencia a la “nueva evangelización” para, de este modo, poder también contestar a las sugerencias que se vinieron madurando en los Sínodos de los Obispos de los distintos continentes. Y, por último, en la Cuarta Asamblea Plenaria del año 2002, centramos nuestra reflexión sobre Los bienes culturales para la identidad territorial y para el diálogo artístico-cultural entre los pueblos. Precisamente, en las conclusiones de la última Asamblea Plenaria, se puso de manifiesto que «los museos eclesiásticos deben ser concebidos como verdaderos centros de cultura y animación pastoral. Se trata de instituciones que describen con abundancia de detalles el devenir de muchas realidades eclesiales y su propia historia. La rigurosidad y especificidad de tales instituciones se expresa al poner en evidencia el contexto eclesial del que forman parte y del que extraen su sentido. Por lo tanto, si fueron organizadas según una auténtica mens eclesial, pueden ser un instrumento útil para la identificación de la comunidad y la apertura hacia los otros. Además, son un medio importante para interesar a las nuevas generaciones sobre los valores espirituales, los bienes culturales y sobre su propia historia». En las Asambleas Plenarias antes mencionadas, en diversas ocasiones se ha discutido sobre la gestión del patrimonio histórico-artístico caído en desuso o perteneciente a instituciones ya extinguidas. Siempre se insistió en el valor eclesial y en el consiguiente empleo pastoral de lo que la comunidad cristiana produjo en el transcurso de los siglos. Ante todo tenemos que precisar que la Carta circular sobre La función pastoral de los museos eclesiásticos no pretende ser un documento normativo, en el sentido estricto del término. Es, en cambio, un documento concebido para fomentar el deseo hacia la conservación de la memoria histórico-artística de la Iglesia, para contextualizar la conservación en la vivencia eclesial de la comunidad; para intentar situar la conservación dentro del proyecto pastoral de una comunidad eclesial; para programar la estructura del museo con referencia al territorio; para sugerir indicaciones concretas para la organización del museo, para subrayar la importancia de una adecuada formación de las personas implicadas en su gestión; para configurar la relación entre los usuarios y los animadores; para abrir una vía ponderada de informatización y para programar un marco adecuado de gestión. Por consiguiente, la Carta se articula como una investigación conceptual, una contextualización eclesial, una organización estructural, una propuesta de gestión, un plan formativo, un sistema de uso. El documento quiere activar sinergias entre el centro y la periferia, de modo que se consiga estimular una acción orgánica y así poder recoger las diversas experiencias sobre el terreno. La circulación de estas experiencias puede incrementar el desarrollo del sector de los museos eclesiásticos y hacerlo más homogéneo con relación a las múltiples situaciones locales. En lo que se refiere a la animación de los bienes culturales, es necesario recoger las experiencias y posteriormente organizarlas de modo sistemático, para poder más adelante sugerirlas a los múltiples agentes, poniendo en marcha ulteriores desarrollos y verificaciones. En este sentido, se debería implementar un proceso en espiral, significativo para la acción eclesial y para la cultura contemporánea, en cuanto que hiciera dialogar las referencias generales con las soluciones particulares. 4. Memoria histórica e inserción en la vivencia eclesial de nuestros días Si el museo eclesiástico puede ser considerado ante todo con referencia a la memoria del pasado, también se inserta perfectamente en el actual momento eclesial. Su función de conservación no se podrá llevar a cabo sin una referencia constante al territorio, recogiendo además los testimonios de la actual creatividad para poner en evidencia las nuevas expresiones de lo sagrado. Por consiguiente, es significativo, tanto desde el aspecto histórico, como del artístico y religioso. En su finalidad propiamente eclesial, el museo eclesiástico «se presenta como un instrumento de evangelización cristiana, de elevación espiritual, de diálogo con los alejados, de formación cultural, de fruición artística, de conocimiento histórico. Y, por lo tanto, es un lugar de conocimiento, disfrute, catequesis, espiritualidad».[9] En su finalidad más específica, el museo eclesiástico recoge en su repertorio los testimonios de la vida de la Iglesia, dando un «rostro concreto y positivo a la memoria histórica del cristianismo».[10] Tiene, por lo tanto, un aspecto de conservación, aunque la salvaguardia de las obras no es un fin en sí misma, sino más bien una función sobre todo cultural y pastoral. Puede ser también un centro y un promotor de iniciativas, pudiendo servir como lugar de intercambio y de encuentro entre las actuales exigencias eclesiales y los nuevos medios expresivos, en perfecta continuidad con la tradicional producción de bienes culturales por parte la Iglesia. No faltan casos en que el museo eclesiástico es la única institución capaz de recoger localmente los restos demográficos, étnicos y antropológicos ante la ausencia de instituciones civiles, sobre todo en los países de misión. De este modo, por medio del museo se pone en evidencia la importancia pastoral de los tesoros del arte, de la cultura, de las costumbres populares, creados por la comunidad creyente durante siglos y en la actualidad.[11] Con referencia al pasado, podemos encontrar en el mismo los testimonios de todo lo que ha servido para expresar la misión de la Iglesia, y, en particular, para la catequesis y el culto. En cuanto al momento presente, las expresiones contemporáneas de lo sagrado pueden encontrar aquí su lugar, aunque no siempre estén destinadas al culto o a la catequesis. Por lo tanto, el patrimonio histórico-artístico de la Iglesia tiene que ser salvaguardado, bien porque ya no se use habitualmente, o porque nunca ha sido destinado a un uso puramente cultual.[12] Paradójicamente, el museo eclesiástico no tiene como finalidad la musealización en cuanto tal del patrimonio histórico-artístico de la Iglesia, puesto que tal patrimonio eclesial «no ha sido constituido en función de los museos, sino para expresar el culto, la catequesis, la cultura, la caridad».[13] De este modo en los museos, que están destinados a una misión específica en la Iglesia, todos los objetos que han caído en desuso, mantienen, no obstante, su propia identidad religiosa, y al mismo tiempo, lo que ya no está destinado al culto, encontrará aquí su justa colocación, en una perspectiva realmente eclesial. Además, no faltan casos en los que los objetos del culto, actualmente custodiados en los museos, puedan, en circunstancias particulares, ser utilizados de nuevo de modo normal según sus propias finalidades, es decir, en las celebraciones litúrgicas. Por todo lo expuesto hasta aquí, resulta evidente que toda la organización del museo debe referirse al territorio, siendo el marco perfecto para llevar a cabo un razonamiento, que tendrá que ser la ilustración perfecta de la única finalidad pastoral de los instrumentos puestos al servicio de la misión de la Iglesia. Por lo tanto «el museo eclesiástico ha de ser leído en estrecha conexión con el territorio del que forma parte, en tanto en cuanto “completa” y “sintetiza” a otros lugares eclesiales. Se caracteriza haciendo referencia al territorio, de modo que pone en evidencia el tejido histórico, cultural, social y religioso».[14] En efecto, el museo es una institución que refleja un cuadro ideológico propio, y que asume una fisonomía posterior con referencia a las estructuraciones cultuales diversas y en función de las situaciones locales particulares. De este modo, como lugar de conservación y exposición que es, la noción de museo eclesiástico se puede aplicar y unir también a los tesoros de las catedrales, de las basílicas, de los santuarios y de los templos, o también a las colecciones que existan dentro de los palacios pontificios o de las residencias episcopales, de los monasterios o de los conventos. Como una solución contemporánea, es preferible que el museo eclesiástico esté organizado con un esfuerzo por conjugar la agilidad de los espacios, en función de los objetos que van a acoger, y una contextualización que tenga en cuenta a la comunidad local. De aquí la importancia de los sistemas de seguridad, del modo de gestión de la infraestructura, además de la formación del personal encargado de su custodia y mantenimiento, en el respeto y la observancia de las leyes en vigor y la relación con otras instituciones similares.[15] Por este motivo «el proyecto del museo eclesiástico se debe realizar teniendo en cuenta la sede, la tipología de las piezas y el carácter “eclesial” del mismo. La sede del museo eclesiástico no puede entenderse como un ambiente indiferenciado; las obras no pueden ser descontextualizadas ni de su uso originario, ni de la sede arquitectónica que las acoge. Por consiguiente, antiguos monasterios, conventos, seminarios, palacios episcopales, ambientes curiales, que en muchos casos se utilizan como sedes de museos eclesiásticos, tienen que poder mantener su identidad y al mismo tiempo ponerse al servicio del nuevo destino de uso, de modo que los usuarios sean capaces de apreciar conjuntamente el significado de la arquitectura y el valor propio de las obras expuestas».[16] El museo eclesiástico tiene, por lo tanto, necesidad de emplazamientos adecuados en los que se expongan los objetos según criterios definidos, siguiendo un recorrido lógico y respetando el cuadro ambiental, con mucha más razón si se trata de un edificio con un gran interés histórico y artístico. En el mejor de los casos, se debe hacer un esfuerzo para prever algunas salas que sean capaces de acoger exposiciones temporales, que se puedan usar para impartir conferencias o cursos, o para la formación, sin olvidar la existencia de bibliotecas, archivos, oficinas, depósitos e, incluso, laboratorios.[17] Es inútil insistir aquí sobre las normas e instalaciones relativas a la custodia y a la conservación del material expuesto, así como a la seguridad tanto de las personas encargadas del mantenimiento del museo, como de los visitantes.[18] Por último, desde un punto de vista económico, «para que el museo eclesiástico pueda desarrollar adecuadamente su actividad se hace necesaria una gestión administrativa bien estructurada».[19] Esto supone una planificación de los recursos, de los ingresos y de los gastos, así como «de un marco jurídico regular (ya sea en ámbito eclesiástico, como en ámbito civil) y de un reglamento normativo detallado».[20] En último término, es muy recomendable «promover la imagen del museo a través de los medios de comunicación eclesial, los organismos didácticos y culturales, y los medios de comunicación locales».[21] También puede ser oportuno promover cauces de colaboración y de contraste con las demás instituciones eclesiásticas con el fin de colocar a los museos eclesiásticos en el conjunto de la pastoral eclesial y cultural local. En lo que se refiere a la dirección y a la elección del personal, es muy importante dotarse de profesionales cualificados y competentes. Cuando por diversas circunstancias los recursos económicos sean muy escasos, se puede aconsejar acudir a profesionales voluntarios. En efecto «en el contexto de la distribución de los compromisos eclesiales surge la importancia y la utilidad de corresponsabilizar a voluntarios laicos, oportunamente preparados, en los diversos aspectos organizativos de un museo. En muchos casos, los museos eclesiásticos, especialmente si son pequeños, están dirigidos por personas que desarrollan de modo altruista y voluntario este servicio, con un espíritu de fe y de testimonio».[22] Por su naturaleza, el museo eclesiástico es un entorno puesto a disposición del público, en el que su organización tiene que estar encaminada a favorecer, en los visitantes, una experiencia estética en un clima auténticamente religioso.[23] Una institución de este tipo «es un lugar de uso público, ya que los bienes culturales están al servicio de la misión de la Iglesia. Educa en el sentido de la historia, en la belleza y en lo sagrado mediante el patrimonio cultural realizado por la comunidad cristiana».[24] La inserción territorial del museo exige la puesta en marcha de iniciativas diversas, a nivel diocesano y de las instituciones, que permitan el disfrute tanto eclesial como público. La organización en general, tiene que contribuir a poner en evidencia la dimensión espiritual de la belleza artística y de la memoria histórica y, por medio de la exposición de sus colecciones, suscitar emoción y la percepción de lo inefable. Desde sus orígenes, la Iglesia ha utilizado las expresiones artísticas para la transmisión del mensaje creyente y la percepción de lo sagrado. Las obras de arte ilustran, a su modo, la calidad de los vínculos existentes entre Dios y el hombre, a través de la intermediación del carácter sacramental de la Iglesia, y son también, de algún modo, una anticipación, por la vía de la belleza sensible, del esplendor de la visión beatífica. Por ello, el museo eclesiástico no puede ignorar esta dimensión, en continuidad con la acción misionera de la Iglesia. Facilitar una conveniente vivencia y puesta a disposición del museo eclesiástico, permite mostrar de modo admirable cuál es la mens de la Iglesia y la calidad de la vivencia eclesial, de modo que la experiencia estética de los que puedan beneficiarse comporte, de algún modo, una percepción de la noción creyente de lo sagrado.[25] De este modo, la fruición de las obras de arte se sitúa en un contexto que es a la vez eclesial y territorial. De suyo, el principal agente responsable del conjunto del patrimonio histórico-artístico de la Iglesia está constituido por el mismo pueblo creyente.[26] Muchas de las iniciativas se pueden organizar para facilitar la fruición y el uso de los museos en una perspectiva auténticamente eclesial. Podríamos citar, por ejemplo, la organización de jornadas de estudio sobre temas que pongan mejor de relieve las riquezas artísticas y culturales de un territorio concreto; la programación de visitas guiadas a museos, santuarios e iglesias, o a eventuales sitios arqueológicos e históricos creyentes u otros lugares diocesanos particularmente significativos, que puedan contribuir de modo admirable a dar una visión de conjunto de la vida y la acción de la Iglesia. Del mismo modo, la organización de exposiciones temporales de los objetos y obras de arte, antiguas y contemporáneas, puede ser un modo excelente de mostrar la continuidad y originalidad de los bienes culturales eclesiásticos, como instrumentos privilegiados para la realización de la misión de la Iglesia. «El museo eclesiástico es un lugar de uso público, ya que los bienes culturales están al servicio de la misión de la Iglesia. Educa en el sentido de la historia, en la belleza y en lo sagrado mediante el patrimonio cultural realizado por la comunidad cristiana. Este uso está íntimamente vinculado, aunque sea diverso, al valor formativo que debe tener la institución museística. Distinguir para unir el momento formativo y el del disfrute significa subrayar la importancia de la complementariedad entre el aspecto cognoscitivo y el aspecto emotivo, sobre todo por lo que se refiere a la vivencia religiosa cuyos actos, que se catalogan como expresiones de amor a Dios y a los hermanos, necesitan el concurso de la inteligencia, del sentimiento y de la voluntad».[27] También, las diversas manifestaciones que aquí se desarrollen no deberán reducirse a meras expresiones culturales sino que tendrán que ser concebidas igualmente en términos de evangelización, con el fin de sensibilizar a los fieles tanto a la dimensión histórica y artística como a la religiosa y pastoral de los bienes culturales de la Iglesia. Por lo que se refiere a la fruición y a la disponibilidad del museo eclesiástico en su inserción territorial, sería conveniente tener en cuenta los lazos que existen, por ejemplo, entre los edificios de culto y los museos. Es bien cierto que los templos se abren para las celebraciones de culto, pero, muchos de ellos, lo hacen también para las visitas y recorridos guiados, considerando siempre las características propias y específicas de los espacios. Sería también oportuno redescubrir las formas de piedad y de religiosidad popular, su valor catequético y su carácter frecuentemente espectacular e incluso teatral. Al respecto, debemos destacar la importancia de las cofradías y de las asociaciones de laicos que, en el pasado, han tenido un papel fundamental en la construcción de templos, criptas, escuelas y otras instituciones religiosas, sin olvidar la fundación de bibliotecas y archivos, y que merecen ser rehabilitadas y revalorizadas. En conjunto «la Iglesia se ha servido de los signos sensibles para expresar y anunciar su fe. También las obras recogidas en los museos están destinadas a la catequesis ad intra y al anuncio del Evangelio ad extra, de modo que se ofrecen al disfrute tanto de los creyentes como de los alejados, para que ambos, cada uno a su modo, puedan beneficiarse de las mismas».[28] 6. La importancia de la formación cultural, técnica y pastoral del personal de los museos eclesiásticos La estructura y la articulación bastante compleja del museo eclesiástico, que viene asumida para llevar a cabo su incidencia sobre la pastoral diocesana de conjunto y los programas culturales locales, tiene necesidad de asegurar una formación adecuada del personal que tiene a su cargo su correcto funcionamiento.[29] «El museo, como polo artístico-histórico, puede asumir una función cultural significativa si desarrolla una actividad de información histórica y de educación estética en el ámbito del proyecto pastoral. Para lograr esta finalidad se debe proceder a una obra de formación del clero, de los artistas, de los agentes del museo, de los guías, de los vigilantes y de los mismos visitantes haciendo comprender la naturaleza específica de los bienes culturales de la Iglesia, con una renovada profesionalidad, una profunda humildad, un diálogo atento, una apertura disponible y un respeto de las tradiciones locales».[30] De aquí se deriva que el personal encargado no sólo tendrá que estar preparado para la valoración de las obras de arte del pasado sino también las del presente, sin olvidar el impulso que se debe dar a producción artística contemporánea, como, por ejemplo, la producción de nuevos artistas. Este el motivo por el que las diversas expresiones del arte contemporáneo encontrarán su lugar entre los bienes culturales, incluyendo la disposición al servicio de la misión de la Iglesia. Este tipo de formación también tiene que ir dirigida tanto al clero como a todos los que trabajan en el sector, a los guías, los artistas, los fieles y a todos los que gozan de los bienes culturales. «En el proyecto de formación es vital la preparación de los candidatos al sacerdocio y del clero. Los que se encaminan al sacerdocio y a la vida religiosa deben formarse para apreciar el valor de los bienes culturales de la Iglesia con vistas a la promoción cultural y a la evangelización. Habitualmente los sacerdotes con cura de almas tienen también la responsabilidad de custodiar la fabrica ecclesiae en el aspecto arquitectónico y en todas las piezas que la constituyen concretamente».[31] En este sentido, será oportuno organizar cursos y sesiones de reciclaje para los candidatos al sacerdocio, los presbíteros, los directores y el personal laico de los museos. Los programas podrán ser confiados a instituciones académicas eclesiásticas, en sus contenidos más generales, o realizarlos por medio de iniciativas ad hoc en lo que se refiere al aspecto más estrictamente museográfico. También se podrán aprovechar las iniciativas organizadas por las instituciones civiles, así como de su experiencia acumulada a lo largo del tiempo, sobre todo en lo que se refiere a los aspectos más técnicos. Por otro lado, las asociaciones de los museos eclesiásticos y civiles pueden tener un apreciable papel de intermediario en lo referente a la sensibilización de la colectividad y a la formación del personal y los agentes pastorales. 7. Los museos eclesiásticos como reflejo y proyección de la vida de la Iglesia La Carta circular de la Pontificia Comisión sobre La función pastoral de los museos eclesiásticos, desde un punto de vista global, opta por una concepción museológica dinámica, presentando como modelo hipotético una tipología de museo de sitio en el territorio, capaz de valorar las realidades individuales, coordinar el patrimonio histórico-artístico y programar las iniciativas en una lógica pastoral. En efecto, todo lo que la Iglesia ha producido a lo largo de los siglos pasados debe ser, a todos los efectos, un “bien” destinado a su misión evangelizadora en el mundo. Tiene que convertirse, por tanto, en expresión de una cultura de inspiración cristiana, en un verdadero instrumento de evangelización y en signo auténtico de la memoria de cada comunidad cristiana. En una época donde el interés por la memoria del pasado se convierte en esperanza de futuro, apremia la colaboración entre los que sienten el deber de buscar y proponer un nuevo humanismo y renovar la cultura de inspiración cristiana. En este sentido, el museo eclesiástico puede convertirse en un núcleo de agregación social y diálogo interreligioso, ya que la memoria histórica y la belleza artística elevan el espíritu, hacen evidentes los errores del pasado, estimulan hacia una nueva pacificación e introducen en lo sagrado. Como ya he afirmado en diversas ocasiones a lo largo de esta intervención, los museos eclesiásticos no pueden ser concebidos de un modo “absoluto”, es decir, independientemente del conjunto de las actividades pastorales, sino que tienen que ser comprendidos en estrecha relación con la totalidad de la vida eclesial y en referencia directa al patrimonio histórico-artístico de cada pueblo y cultura. Por todo ello, se deben insertar en el cuadro de las actividades pastorales con la vocación, en la que se manifiesta la obligación de ser, de alguna manera, el reflejo de la vida de la Iglesia por medio de la presentación del conjunto de su patrimonio histórico-artístico. El recorrido histórico de la Iglesia está constituido por una continuidad, y no a base de rupturas o de fracturas, con un enriquecimiento y profundización cotidiana, -eodem sensu-, bajo el impulso del Espíritu, hoy y mañana y hasta la consumación de los siglos. Por lo tanto, los bienes culturales de la Iglesia están inmersos en esta fidelidad, en este proceso de “nueva evangelización” que no tiene nada de innovador en sí mismo, sino es una renovada fidelidad a la llamada de Dios, en el respeto de lo que ya ha sido cumplido por el pasado y en una proyección hacia un devenir eminentemente misionero. La Iglesia es una realidad viva, porque Cristo resucitado, de quien es la prolongación en la historia, es él mismo la Vida. Cristo y la Iglesia no son piezas de museo. La propia fe es generadora de cultura, y los bienes culturales, en cuyo origen se encuentra ella misma, y que no ha dejado de producir a lo largo de los siglos, son la demostración más elocuente. Por lo tanto, esta fe no está muerta, engendra multitud de santos, testigos del amor, de esta “filantropía” divina, que ha suscitado y suscita todavía obras admirables de caridad y de todo lo que hay de bueno y bello en este mundo, para dar la mayor gloria a Dios, el único verdaderamente Santo y que es la fuente de toda santidad. Mauro Piacenza
[1] Juan Pablo II, Alocución a los participantes a la I Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia para los Bienes Culturales de la Iglesia, 12 de octubre de 1995, (= Alocución, 12 de octubre de 1995), en: L’Osservatore Romano, Edición Española, 20 de octubre de 1995, p. 12. [2] Juan Pablo II, Mensaje a los participantes a la II Asamblea Plenaria de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, 25 de septiembre de 1997, (=Mensaje, 25 de septiembre de 1997), en: L’Osservatore Romano, Edición Española, 3 de octubre de 1997, p. 14. [3]Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965, 58, en Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid 1993, p. 304 [4]Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia, Carta circular La función pastoral de los museos eclesiásticos, 12 de octubre de 1995, (= FPME), 2.1.1. [5]Juan Pablo II, Alocución, 12 de octubre de 1995. [6]Juan Pablo II, Mensaje, 25 de septiembre de 1997. |
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