LA CONTRIBUCIÓN DE LAS IMÁGENES SAGRADAS Inauguración de la IV Exposición de Escultura Religiosa
La inauguración de la IV Exposición de Escultura Religiosa, es un motivo de particular satisfacción para el Dicasterio vaticano que presido y que hoy está representado por Mons. José Manuel Del Río Carrasco, ya que no me ha sido posible estar personalmente presente en Espartinas, como habría deseado. Agradezco a los organizadores la invitación a participar en este acto, y expreso mis mejores deseos de frutos abundantes para esta edición. Al término del gran jubileo del 2000, el papa Juan Pablo II nos aseguraba en su carta «Novo Millennio Inneunte»: «si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la herencia que nos deja la experiencia jubilar, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo» (n. 15). A las puertas del tercer milenio de la andadura cristiana, el Papa quiso señalar así la vivencia fundamental que orienta y da consistencia a toda la acción pastoral de la Iglesia. Lo proponía con contundencia, advirtiendo: «¿Acaso no es cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?». Y añadía en consecuencia: «nuestro testimonio sería enormemente deficiente, si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro» (NMI, n. 16). Es lo mismo que ya S. Pablo expresó, al afirmar: «el mismo Dios que dijo: “de las tinieblas brille la luz”, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2Cor 4,6). Tal y como lo apreciaba el Apóstol, se trata de la experiencia que, inducida y secundada por el Espíritu, constituye y capacita vivencialmente al creyente cristiano para integrarse en la misión de la Iglesia a la que, justo por esta experiencia, viene ya destinado: «reflejar el rostro de Cristo, el Señor» (cf 2Cor 3,18). Para comprender en qué consiste y lo que implica dicha experiencia, hemos de tener en cuenta que, para la mentalidad bíblica de la que proviene tal expresión, el rostro refleja los sentimientos del corazón (cf Eclo 13,25; Prov 27,19; Mt 6,16s). En este sentido, cuando la Escritura alude al «rostro de Dios», hace referencia a la revelación del volverse misericordioso de Dios a los hombres mostrándoles su favor (cf Sal 4,7; 80,4; 104,27; Is 54,8; Hch 2,28; 1Pe 3,12; cf. Núm 6,25; Sal 22,5). Lo expresa muy bien la fórmula con la que Aarón y sus hijos habían de bendecir al pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Núm 6,25-26). En aquella etapa veterotestamentaria, la revelación y percepción salvífica del rostro de Dios significaba, sencillamente, el reconocimiento de la benevolencia divina a la vista de sus beneficios, porque lo que Dios es en sí mismo quedaba siempre inaccesible para el hombre (Cf. Éx 33,20-28; Is 6,5). Sólo el que procedía de su intimidad nos lo ha podido ya revelar, como afirmará Juan en su evangelio: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18; cf. 3,11; 6,46; 7,16; 14,6-11). Es, así, como Dios ha respondido en Cristo a la antigua búsqueda de su rostro. «Contemplar el rostro de Cristo» significa, pues, en esta etapa definitiva, reconocer y apreciar el misterio de amor que es Dios en sí mismo, vuelto ahora hacia nosotros tal y como se nos ha mostrado en Cristo Jesús (Cf. Jn 5,37-38; 14,6-11). Es precisamente lo que Benedicto XVI en su primera Encíclica, «Deus Caritas est», nos ha vuelto a recordar, en estos términos: «nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, según dice la Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues “Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9)» (n. 17). Así pues, señalando «la contemplación del rostro de Cristo» como vivencia fundamental que ha de constituir también a la Iglesia del tercer milenio, Juan Pablo II apuntaba, en definitiva, a dejarse transformar por los verdaderos sentimientos percibidos en Cristo. Justo en la línea de lo que antaño recomendara ya el Apóstol Pablo a los primeros cristianos, para edificarse como verdadera Iglesia: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,5-8). Como advierte Benedicto XVI en su Encíclica sobre el amor cristiano, «es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar» (n. 12). Justo porque el amor que identifica a Dios se ha manifestado así en nuestra carne, la Iglesia no ha dudado en promover la elaboración de imágenes del crucificado y de aquellos que, seducidos por ese mismo amor, han sido su reflejo a lo largo de la historia. Cada época lo intenta plasmar conforme a la sensibilidad cultural o gustos artísticos con los que interpreta o aprecia la realidad: es la forma de poner al alcance de cada tiempo la posibilidad de reconocer –como dice el Papa– «al que nos amó primero y sigue amándonos primero» (DCE, n. 17); en definitiva, un modo adaptado de provocar «el encuentro con unas manifestaciones visibles del amor de Dios que puedan –según sigue afirmando el Papa– suscitar el sentimiento de alegría que nace de la experiencia de ser amados» (Ibid.); y, en último término, una manera acomodada de hacer ver ese «“antes” de Dios de donde puede nacer también el amor como respuesta» (Ibid.). A la luz, pues, del magisterio pontificio, es esta contribución de las imágenes sagradas «a la contemplación del rostro de Cristo» –y en la medida en que la puedan promover– lo que determina mejor su función en la vida y misión de la Iglesia. No sin perplejidad, asistimos hoy a casos en que, justo los que más alardean de promover la libertad de conciencia y la tolerancia, no tienen reparo en secundar la intransigencia de minorías radicales que exigen la desaparición del crucifijo y de todo símbolo cristiano. Consciente del amor salvífico que entrañan las imágenes del crucificado y de los que mejor lo lograron reflejar, la Iglesia no puede silenciar su significado ni renunciar a su tarea de hacerlo ver a todos los que, de buena y por propia voluntad, se presten a su percepción. Va en ello comprometida su dedicación a secundar el instinto del Espíritu en lo más íntimo de todo hombre que por Él se deje llevar, sin fronteras que la puedan limitar. Es su contribución a promover el amor que verdaderamente dignifica y ennoblece al que fue creado, precisamente, como «imagen de Dios», para poder ser su imitador.
Mauro Piacenza |
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