MENSAJE DE MONS. MAURO PIACENZA
29 de agosto de 2005 El recordado Papa Juan Pablo II, en la Carta que les dirigió a los artistas con ocasión del Jubileo del 2000, trazó una audaz comparación entre la actividad creadora de Dios y la de los artistas. Después de haber citado en el título la frase del Génesis 1, 31: «Dios vio lo que había hecho, y, era bueno», compara el pathos con el que Dios se fijó en la creación, apenas salida de sus manos, con el sentimiento con que «los artistas de todos los tiempos, atraídos por el ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas», se han fijado en la obra de la propia inspiración casi «descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociarles […]. La página inicial de la Biblia nos presenta a Dios casi como el modelo ejemplar de cada persona que produce una obra: en el hombre artífice se refleja su imagen de Creador» (Juan Pablo II, Carta a los artistas, 4 de abril de 1999, 1). Son palabras muy fuertes, pero no por esto tienen que asustar o enorgullecer a quién siente que le están dirigidas; tienen que constituir más bien el fundamento de una sólida espiritualidad del artista, que también está llamado a un camino de santificación por los dones particulares que se le han concedido. Ante todo hace falta subrayar que la distinción entre artífice y Creador no es sólo formal, sino sustancial. Sólo Dios es Creador, porque sólo Él dona la existencia a lo que antes no existía; quien por el contrario utiliza algo ya existente, es un artífice. Por lo tanto, cuando se afirma que un artista «crea» algo, se afirma, obviamente, por analogía. En según lugar, el fundamento de la capacidad del hombre de ser artífice o, si queremos, «creador» de algo, es la condición de haber sido creado por Dios «a su imagen», con la tarea consiguiente de dominar la tierra, (cfr. Gn 1, 27-28). Si esto se puede afirmar de toda la actividad humana, esto es particularmente verdadero en la «creación artística», en la que el hombre se revela de modo excelente «imagen de Dios». Pero Juan Pablo II añade que el artista «lleva a cabo esta tarea ante todo plasmando la estupenda “materia” de la propia humanidad» y, después también a través de su propio arte. Por lo tanto, una vocación espiritual precede y sustenta la vocación artística, la de ser artífice de la propia vida, haciendo de todo ello, en un cierto sentido, «una obra de arte, una obra maestra» (Carta 1-2). La vocación espiritual y moral debe distinguirse, por tanto, de la vocación artística, que consiste en actuar según las exigencias y los dictámenes específicos del arte, pero las dos vocaciones también están conectadas, porque una obra necesariamente será el reflejo, el espejo de la interioridad del artista. Si tomamos como ejemplo a San Francisco de Asís, él fue ante todo un hombre en paz con Dios; de esta condición espiritual se le derivó su amistad para con los hombres, su amor por las criaturas de Dios y su inspiración poética, que permanecen en la más antigua lírica de la literatura italiana. Todo ello está lleno de consecuencias para el arte, puesto que existe una relación esencial entre «bello» y «bueno», que ya la filosofía griega notó, en el sentido de que «la belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza». Pues, «en un sentido muy real puede decirse que la belleza es la vocación a la que el Creador llama al artista con el don del “talento artístico”» (Carta, 3). En los grandes períodos del arte cristiano, y de modo particular en la Edad Media y el Renacimiento, los artistas han comprendido la importancia de ofrecer su propio servicio a Dios para el bien de su pueblo. Por este motivo se han desarrollado expresiones de valor inestimable artístico y religioso que han dado forma sensible y inspiración mística al culto, la catequesis, la cultura y la caridad. Expresiones que tiene que ser interpretadas con rigor a la luz de las virtudes teologales superando visiones reductoras historicistas y estéticas. El renacer del arte sagrado en el momento contemporáneo tiene que prever una mayor penetración en el surco de la tradición para intuir los movimientos espirituales de la belleza artística. El pasado nos enseña cómo los signos del arte se conjugan con el magisterio de la Iglesia y con la sensibilidad de los destinatarios, para que estos medios sostengan en los creyentes el deseo de contemplar la «gloria de Dios». En este sentido, las expresiones artísticas pueden hacer pregustar, mediante la metáfora iconográfica y el misterio sacramental, la «Belleza que salvará al mundo», es decir Cristo. No obstante, como afirmaba el entonces Cardenal Ratzinger, «tenemos que aprender a verle. Si nosotros le conocemos no sólo de palabra, sino que somos sorprendidos por el flechazo de su paradójica belleza, entonces le conoceremos de verdad y sabremos de él, no sólo porque hemos escuchado hablar a los otros. Entonces habremos encontrado la belleza de la verdad, de la verdad redentora. Nada nos puede poner más en contacto con la belleza de Cristo mismo que el mundo de lo bello creado por la fe y la luz que resplandece en el rostro de los santos, a través de la cual se hace visible su propia luz» (Ratzinger, J., Mensaje Al XXIII Meeting para la amistad entre los pueblos, Rímini (Italia), 21 de agosto de 2002). Al perseguir tal meta el artista tiene que ser consciente que su obra contribuye a una comprensión más profunda de la realidad, porque él está dotado de una sensibilidad superior a la de los otros hombres. A la vez que tiene que saber que su arte no es neutral, desde el punto de vista de la comunicación de valores morales. Si el arte es justamente expresión del talento artístico, que actúa como una fuerza interior, a la que el propio artista no puede sustraerse, a no ser que traicione a su inspiración, es también cierto que ella tiene claramente un propio papel social y educativo, que comporta por tanto una responsabilidad respecto a los usuarios, sobre todo los jóvenes. El XV ciclo de la Cátedra de Arte Sacro 2005 de Monterrey aborda precisamente el tema de «la relación Hombre-Dios en el arte: de la antigüedad al Renacimiento». Temática, que, sin duda, será magistralmente tratada por la Dra. Ivon Dona, profesora de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Al desearles unos abundantes frutos, quiero aprovechar la ocasión para enviarle mis mejores saludos a Su Excelencia Reverendísima Mons. Francisco Robles Ortega, Arzobispo de Monterrey, presente en la inauguración del Ciclo, así como a las demás autoridades académicas de la Universidad de Monterrey, representantes de la Iglesia y participantes en general. A todos les aseguro mi oración sincera ante el Creador de todo bien y les envío mi bendición, esperando que la Virgen de Guadalupe, Patrona de las Américas, les de su maternal protección y les acompañe siempre en sus vidas, devotísimo en el Señor,
Mauro Piacenza
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