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LA EUCARISTÍA
DONDE DIOS PARA LA VIDA DEL MUNDO

Documento teológico de base para el
Congreso Eucarístico Internacional de Québec

30 de julio de 2006

 

ÍNDICE

Introducción
ACORDARNOS HOY DE DIOS

Primera Parte

LA SAGRADA ESCRITURA, DON DE DIOS

I- La eucaristía, don de Dios por excelencia

A. En el centro y en la cumbre de la historia de la salvación
B. La institución de la sagrada eucaristía

II – La eucaristía, memorial del misterio pascual

A. El memorial de la Pascua de Cristo, un don trinitario
B. El sacrificio pascual

Segunda parte

LA EUCARISTÍA, NUEVA ALIANZA

III- La eucaristía construye la Iglesia, sacramento de salvación

A. El don de la Iglesia-comunión

a) María, primera Iglesia y mujer eucarística
b) Pueblo de Dios y sacramento de salvación
c) Esposa del Cordero y Cuerpo de Cristo

B. La respuesta eucarística de la Iglesia

a) Creer y amar como María y Jesús
b) Dejarse reconciliar en la unidad
c) Reunirse el domingo, día del Señor

Tercera parte

PARA LA VIDA DEL MUNDO

IV- La Eucaristía, Vida de Cristo en nuestras vidas

A. El culto espiritual de los bautizados
B. La verdadera adoración
C. Los ministros de la nueva alianza

V-La Eucaristía y la misión

A. La evangelización y la transformación del mundo
B. Construir la paz por la justicia y la caridad

VI- Testigos de la eucaristía en el corazón del mundo

A. Llamado universal a la santidad
B. La familia, Iglesia doméstica, para una civilización del amor
C. La vida consagrada, prenda de esperanza del Esposo

CONCLUSIÓN

«Tanto amó Dios al mundo»


Introducción

ACORDARNOS HOY DE DIOS

El Congreso Eucarístico Internacional que se celebrará en junio de 2008 en la ciudad de Quebec ofrecerá a la Iglesia local y a la Iglesia universal un tiempo fuerte de oración y reflexión para celebrar el don de la sagrada eucaristía. Este 49° Congreso Eucarístico Internacional hace parte de una serie de congresos que han marcado la vida de la Iglesia desde hace más de un siglo; el Congreso coincide, además, con el 400° aniversario de la fundación de Quebec la primera ciudad francesa en Norte América, llamada a ser en el siglo XVII un trampolín misionero muy importante para el conjunto del continente.

El Congreso Eucarístico será lo que se llama una Statio Orbis, expresión que denota una celebración de la Iglesia universal bajo la invitación de la Iglesia local de Quebec, para recordar el don que ha hecho Dios a todo a la humanidad de la eucaristía. La ciudad de Quebec con su divisa “Don de Dieu, feray valoir” (Haré valer el don de Dios), se ubica en el corazón de la historia de un pueblo cuyo lema es: “Je me souviens”. (Me recuerdo). Este lema recuerda las palabras de Jesús a sus apóstoles en la Ultima Cena: “Hagan esto en memoria mía”.

La eucaristía nos recuerda la Pascua del Señor, es su “memorial”, cuyo sentido bíblico es no solamente recordar sino realizar la presencia del evento salvífico. El Congreso Eucarístico será una ocasión privilegiada para honorar ese don de Dios al corazón de la vida cristiana y de acordarse de las raíces cristianas de muchos países que esperan una nueva evangelización. La eucaristía fue el alimento para el anuncio del Evangelio y el encuentro de la civilización europea y de la autóctona en Norte América. La eucaristía sigue siendo, aún hoy, un fermento de la cultura y una prenda de esperanza para el futuro de un mundo en caminos de globalización.

La aspiración del mundo a la libertad por el amor

El tema central del Congreso, aprobado por el papa Benedicto XVI es: La eucaristía, don de Dios para la vida del mundo. Recordar el don de Dios, tiene una un importancia capital en nuestro tiempo, pues el mundo moderno conoce, en medio de los grandes avances técnicos, sobre todo en el plan de las comunicaciones, un vacío interior muy dramático experimentado como una ausencia de Dios. El hombre contemporáneo, fascinado por sus logros creadores, tiende, de hecho, a olvidar a su Creador y a establecerse como único dueño de su propio destino.

Sin embargo, esta tentación a suplantar a Dios no a nula su aspiración al infinito que lo habita y los auténticos valores que trata de cultivar, incluso si estos comportan riesgos de desviación. La estima de la libertad, la atención a la igualdad, el ideal de la solidaridad, la apertura a la comunicación sin fronteras, la capacidad técnica y la protección del medio ambiente son, todos ellos, valores innegables que suscitan la admiración, que honoran al mundo actual y que llevan frutos de justicia y fraternidad.

El drama de un humanismo que se olvida de Dios

El gran riesgo del olvido del Creador es, sobre todo, que el hombre se encierre en sí mismo, en un egocentrismo que genere una incapacidad de amar y comprometerse de una forma sostenible, llevando a una frustración creciente de la aspiración universal al amor y a la libertad. Ya que el hombre, creado a la imagen de Dios y por la comunión con El, “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.[1] La realización de su persona pasa por este don de sí mismo que significa apertura al otro, acogida y respeto de la vida.

Sin embargo, el hombre actual empuja sin cesar los límites impuestos a su dominio sobre la transmisión y el fin de la vida. El poder incontrolado de este dominio sobre la vida y la muerte, aunque técnicamente posible, amenaza peligrosamente al mismo hombre. Ya que, conforme a la expresión enérgica de Juan Pablo II, una “cultura de la muerte” domina en muchas sociedades secularizadas. La muerte de Dios en la cultura lleva consigo casi inevitablemente la muerte del hombre, lo que se constata no solo en corrientes de pensamiento nihilistas, sino sobre todo en relaciones de conflicto y fenómenos de ruptura que se multiplican a todos los niveles de la experiencia humana, perturbando el matrimonio y la familia, multiplicando los conflictos étnicos y sociales y aumentando la distancia entre los ricos y la inmensa mayoría de pobres.

A pesar de un consciencia más refinada sobre la dignidad del hombre y sus derechos, vemos multiplicarse la violación de esos derechos casi en todas partes del planeta, las armas de destrucción masiva se acumulan, contradiciendo un discurso de paz, una concentración creciente de bienes materiales en unas pocas manos hipoteca el fenómeno de la globalización, mientras que necesidades fundamentales de las masas de pobres son ignoradas desvergonzadamente. La paz del mundo se encuentra minada por la injusticia y la miseria, y el terrorismo se convierte cada vez más en el arma de los desesperados.

En el plan religioso, el hombre de hoy no quiere ya verse sometido a una autoridad que le dicte su conducta. Se encuentra confrontado por la circulación de información a una multitud de creencias y, también, a la dificultad creciente de transmitir a las nuevas generaciones la herencia recibida de su propia tradición religiosa. La fe cristiana no es la excepción, sobre todo porque su transmisión reposa en una revelación que escapa a la medida de la razón. Celoso del bien precioso de su propia libertad, el hombre elabora su propia espiritualidad distanciada de la religión, cediendo así, a veces, a la tendencia excesivamente individualista de las culturas democráticas contemporáneas.

La sagrada eucaristía contiene lo esencial de la respuesta cristiana al drama de un humanismo que ha perdido su referencia constitutiva a un Dios creador y salvador.

La eucaristía es la memoria de Dios en un evento de salvación. Memorial de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, lleva al mundo el Evangelio de la paz definitiva, que sigue siendo, sin embargo, un objeto de esperanza en la vida presente. Al celebrar la sagrada eucaristía, en nombre de toda la humanidad redimida por Jesucristo, la Iglesia acoge el don prometido a ella: “El Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26). Es Dios mismo quien se acuerda de su alianza con la humanidad y que se da como alimento de vida eterna. “Se acuerda de su amor”, canta la Virgen María en el Magnificat (Lc 1, 54).

Primera Parte

LA SAGRADA EUCARISTÍA, DON DE DIOS

I- La eucaristía, don de Dios por excelencia

A. En el centro y en la cumbre de la historia de la salvación

“La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación”.[2]

El servidor de Dios Juan Pablo II concluyó y coronó su pontificado durante el Año de la Eucaristía que había instaurado después de la publicación de su encíclica Ecclesia de Eucharistia. Quería reanimar en el corazón de la Iglesia la admiración por el don por excelencia de la sagrada eucaristía y suscitar un nuevo fervor de la adoración de este sacramento que contiene a la Persona misma del Señor Jesús en su santa humanidad. El sínodo de los obispos en octubre 2005 sobre La Eucaristía en la Vida y Misión de la Iglesia prolonga y profundiza la reflexión precisando las implicaciones pastorales del misterio eucarístico.

Este don por excelencia fue preparado desde antaño por Dios en la historia de la salvación. La sagrada eucaristía recapitula y corona, en efecto, una multitud de dones que Dios ha hecho a la humanidad desde la creación del mundo. Lleva a su cumplimiento el diseño de Dios de establecer una alianza definitiva con la humanidad. A pesar de una historia trágica de pecado y de rebeldía que dura desde sus orígenes, Dios instaura concretamente, por este sacramento, la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo. Esta alianza sella definitivamente la larga historia de alianza entre Dios y su pueblo nacido de Abraham, nuestro padre en la fe. Como la celebración de la Pascua judía en el tiempo de la Promesa, la sagrada eucaristía acompaña el peregrinar del pueblo de Dios en la nueva alianza. La eucaristía es el memorial viviente del don que Jesucristo hizo de su cuerpo y de su sangre para redimir a la humanidad del pecado y de la muerte y comunicarle la vida eterna.

En su liturgia y su oración milenaria, el pueblo judío aprendió a celebrar la grandiosidad de su Dios santísimo, creador y liberador. La Pascua fue siempre el corazón de esta liturgia que recordaba de edad en edad el acontecimiento del Éxodo: “Ustedes harán recuerdo de este día año tras año” (Ex 12, 14).

Celebrada por generaciones de creyentes, la fiesta de la Pascua se religa al evento fundador de la primera alianza: la salida de Egipto del pueblo hebreo y el paso del mar Rojo gracias a la intervención de su Dios. “Israel vio los prodigios que Yahvé había obrado contra Egipto, y el pueblo temió a Yahvé. Creyó en Yahvé y en Moisés, su siervo” (Ex 14, 31). Este evento fundador sería después sellado en el Sinaí por el don sagrado de la ley y por el compromiso del pueblo: “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con ustedes, conforme a todos estos compromisos” (Ex 24, 8) y el pueblo respondió: “Obedeceremos a Yahvé y haremos todo lo que él pide”.

Este primer “pasaje” de una porción de la humanidad de la esclavitud a la libertad anunciaba y preparaba la intervención decisiva de Dios vivo y Padre en favor de la humanidad, el envío de su última Palabra, personal y definitiva, en la encarnación del Verbo. Ahí es dónde, en un preciso instante de la historia humana que: “la gracia de Dios se manifestó para la salvación de los hombres”. (Tt 2, 11) La memoria llena de reconocimiento de la Iglesia lo proclama: “Y tanto amaste al mundo Padre santo, que al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo”.[3]

La encarnación del Verbo es la cumbre del don que Dios hace de sí mismo: “En diversas ocasiones y bajo diferentes formas Dios habló a nuestros padres por medio de los profetas, hasta que en estos días, que son los últimos, nos habló a nosotros por medio del Hijo, a quien hizo destinatario de todo, ya que por él dispuso las edades del mundo” (Hb 1, 1-2). La epístola a los Hebreos enseña que la encarnación del Hijo de Dios y la ofrenda sacrificial de su vida fundan y establecen el culto de la nueva alianza en su sangre. Este culto instaurado por Jesucristo lleva a cumplimiento los esbozos de culto de la primera alianza al ofrecer un sacrificio único que vale de una vez para siempre, a diferencia de los sacrificios de animales de la Ley antigua, por que es el sacrificio del Cordero inmaculado, “que se ofreció a Dios por el Espíritu eterno”, “para que demos culto al Dios vivo” (Hb 9, 14). Este culto eterno, Cristo lo hace presente en nuestro tiempo y en nuestro espacio por la sagrada eucaristía, cumbre del don de Dios, Verbo hecho carne y Espíritu vivificante en la fuente del culto de la nueva alianza.

B. La institución de la sagrada Eucaristía

“Nuestro Salvador, en la Ultima Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera”.[4]

Lo que el Salvador instituye la noche en que fue entregado, es el don de sí mismo, impulsado por un amor hasta el extremo: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que le había llegado la hora de salir de este mundo para ir al Padre, como había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La institución de la sagrada eucaristía, es el don del Amor en Persona, es Dios quien se dona a sí mismo en el sacramento de la Pascua de Cristo. Jesús instituye este sacramento por un rito que perpetúa el don de su vida en un sacrificio de expiación por los pecados y traduce su sentido mediante un gesto de servicio, el lavado de los pies.

La cena memorial de la Pascua judía permitía al pueblo de Israel recordar la alianza con Dios y revivir el rito de la intervención real y eficaz de Dios en su historia. La tarde del jueves santo, Jesús sabe que él ha realizado la plenitud del memorial de la cena pascual judía: toma el pan, lo bendice y dice: “Tomad y comed todos de él, por que este es mi cuerpo que será entregado por vosotros”; después toma un cáliz lleno de vino y dice: “Tomad y bebed todos de él, por que esta es mi sangre derramada por vosotros.” Haced esto en memoria mía. Por estos gestos y estas palabras, Jesús instituye un nuevo rito, su rito pascual, por el que se sustituye al cordero tradicional entregándose y sacrificándose por amor. Este gesto de amor realiza la nueva alianza en su sangre, que libera la humanidad del pecado y de la muerte.

Impulsado por ese mismo amor, Cristo resucitado, bajo el poder de su Espíritu, actualiza el don de su eucaristía cada vez que la Iglesia celebra el rito que ella recibió de Jesús en la Ultima Cena, la vigilia de su Pasión. Al celebrar este rito sacramental, la Iglesia se encuentra íntimamente asociada a la ofrenda de Jesucristo y por lo mismo al ejercicio de su función sacerdotal para el culto de Dios y la salvación de la humanidad. “Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.”[5]

La institución de la eucaristía esconde un misterio profundo que trasciende nuestra capacidad de comprensión y nuestras categorías. Es el misterio de fe que más nos admira. De este misterio se nutre sin cesar la Iglesia, pues de él obtiene tanto su vida como su razón de ser. En la Ultima Cena, Jesús le da el regalo a la Iglesia de su presencia sacramental, una presencia “real y substancial,”[6] aunque escondida bajo los humildes signos del pan y vino. Jesús permite a la Iglesia acoger perpetuamente, como una fuente inagotable, desde su Corazón eucarístico, su declaración de amor y el don de su cuerpo y de su sangre como un evento siempre nuevo que está realizándose en ese momento. Ese es el sentido profundo del “memorial” que, como en la tradición judía, es un acto subjetivo de recuerdo del pasado, pero sobre todo, es un evento objetivo de una realidad que acontece hoy. La celebración del memorial hace entrar a los participantes en el misterio de la Pascua del Señor.

II – La eucaristía, memorial del misterio pascual

A. El memorial de la Pascua de Cristo, un don trinitario

¿Cuál es, pues, el contenido de ese memorial que la Iglesia celebra desde sus orígenes como el don por excelencia de su Señor? Jesús estableció la forma esencial de la eucaristía en la Última Cena pronunciando las palabras de la institución sobre el pan y el vino para cambiarlos en su cuerpo y sangre. Pero este acto, que es un don personal de Cristo, esconde un contenido inagotable que nunca se podrá profundizar lo suficiente porque contiene toda su Pascua, es decir, su ofrenda de amor al Padre hasta la muerte en la cruz y su resurrección de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo.

Cuando la Iglesia celebra la eucaristía, acoge el don de Cristo que se entrega en las manos de los pecadores por obediencia a la voluntad del Padre. San Pablo proclama solemnemente en el himno en Filipenses: “Se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte,  y muerte de cruz. Por eso Dios lo engrandeció y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y entre los muertos, y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2, 8-11).

La Iglesia acoge así el don del Padre hecho al mundo de su Hijo “único, encarnado y crucificado: “¡Así amó Dios al mundo! Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). “Vean cómo Dios rivaliza con los hombres por su magnanimidad y generosidad. Abrahán ofreció a Dios un hijo mortal, sin que este hijo llegara a morir; Dios, sin embargo, entregó a la muerte por todos al Hijo inmortal”.[7] El sacrificio de Isaac en la antigua alianza anunciaba y preparaba el sacrificio por excelencia de la nueva alianza, el del verdadero Cordero.

Al acto de amor del Hijo que se entrega corresponde perfectamente bien el acto de amor del Padre que lo entrega, y esta perfecta concordancia del amor del Padre y del Hijo para con nosotros es confirmada por el Espíritu Santo que resucita a Cristo de entre los muertos. Por este hecho el Espíritu confirma la autoridad divina de su predicación y de sus gestos, justificando así el asentimiento total requerido de la fe cristiana. He aquí el corazón de la Buena Nueva que la Iglesia anuncia a todas las naciones desde su inicio y que celebra en cada eucaristía: “Esta Buena Nueva, anunciada de antemano por sus profetas en las Santas Escrituras se refiere a su Hijo, que nació de la descendencia de David según la carne, y que el Espíritu de santidad ha designado Hijo de Dios al resucitarlo de entre los muertos en una obra de poder, Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 1 3-4). El don por excelencia de la eucaristía hace presente a Cristo resucitado con toda su vida y misterio pascual.

Es un don trinitario que realiza la reconciliación del mundo con Dios, por medio de la ofrenda del amor del Hijo hasta la muerte y por su resurrección que confirma la victoria del amor trinitario sobre el pecado y la muerte.

El Espíritu Santo confirma la comunión perfecta entre el Padre y el Hijo en el corazón del misterio pascual por medio de su propio don, que glorificando al Hijo, glorifica también al Padre que lo envía. Es por eso que la comunión de los fieles al cuerpo y a la sangre de Cristo también es una comunión con el Espíritu Santo.

Escribe san Efrén: « Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente ».[8]

B. El sacrificio pascual

Siendo un memorial de la Pascua de Cristo, la eucaristía también es un sacrificio, lo recuerda con insistencia el Catecismo de la Iglesia Católica.[9] “Por ellos ofrezco el sacrificio”, confía Jesús a sus discípulos en su oración final (Jn 17, 19). Cuando le llega su hora, Jesús no se olvida de la voluntad de su Padre, ama a su Padre y se entrega libremente en manos de los hombres por amor a su Padre y amor a los pecadores. La eucaristía es el memorial de este sacrificio, en otras palabras, es el memorial de este acto de amor redentor que restablece la comunión de la humanidad con Dios suprimiendo el obstáculo puesto por el pecado del mundo.

La desobediencia del hombre había continuamente roto la relación de alianza con Dios a lo largo de la historia. La obediencia de amor hecha por Cristo rescata todas las desobediencias culpables de los hijos e hijas de Adán. «sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección»[10] Este intercambio restablece la comunión entre el cielo y la tierra, entre Dios que es amor y la humanidad llamada a comunicar a Su amor por la fe. El sacrificio de Cristo es, por tanto, un sacrificio pascual, un don total de sí mismo que hace “pasar” toda la humanidad de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios. “El que come mi carne y bebe mi sangre vive de vida eterna, y yo lo resucitaré el último día” (Jn 6, 54).

Este verdadero sacrificio comporta para el Hijo de Dios el soportar un conjunto de sufrimientos inconmensurables, incluyendo su bajada al abismo de la muerte. Los evangelios nos narran algunos aspectos de la Pasión de Jesús que revelan el abismo de sus sufrimientos y de su amor.

La sed del Señor en la cruz, sus heridas, su abandono, su grito inmenso, su corazón atravesado por la lanza nos dejan adivinar en cierta forma todos esos sufrimientos, corporales, morales y espirituales. “En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, escribe el papa Benedicto XVI, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical”.[11] Al contemplar este amor sufriente y muriente en la cruz, aprendemos a medir el amor sin medida de su corazón y a adivinar la inmensidad del don del santo sacramento de la eucaristía.

A la luz de esta doctrina, se ve con mayor claridad la razón por la cual la vida sacramental de la Iglesia y de cada cristiano llega a su cumbre y a su plenitud en la eucaristía. En efecto, en este sacramento el misterio de Cristo ofreciéndose a sí mismo al Padre en el altar de la cruz se renueva continuamente según su voluntad. Y el Padre responde a esta ofrenda por la vida nueva del resucitado. Esta vida nueva, manifestada en la glorificación corporal de Cristo crucificado, se convierte en signo eficaz del don Nuevo hecho a la humanidad. “Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia”.[12]

La eucaristía, como memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, es mucho más que un recuerdo de un evento del pasado; representa sacramentalmente un acontecimiento siempre actual, ya que la ofrenda de amor de Jesús en la cruz fue aceptada por el Padre y glorificada por el Espíritu Santo. Por consecuencia esta ofrenda trasciende el tiempo y el espacio y, a causa de la voluntad explícita del Señor, permanece siempre disponible para la Iglesia en la fe: “Haced esto en memoria mía”. Cuando la Iglesia celebra el banquete eucarístico, no lo hace “como si” fuera la primera vez. La Iglesia acoge el evento definitivo, escatológico, “el acontecimiento único de amor” que siempre está realizándose para nosotros. Este banquete de Amor, saca su sustancia inagotable del sacrificio de amor del Hijo de Dios hecho hombre que ha sido exaltado y que intercede siempre en nuestro favor.

Segunda parte

LA EUCARISTÍA, NUEVA ALIANZA

III- La Eucaristía construye la Iglesia, sacramento de salvación

El don por excelencia de la eucaristía es un misterio de alianza, un misterio nupcial entre Dios y la humanidad. El Dios vivo hace renacer sin cesar a su Iglesia como un pueblo reunido, como Cuerpo y Esposa de Cristo, como comunidad viviente es, al mismo tiempo, una sola Persona mística con él. “Felicitémonos y demos gracias por lo que hemos llegado a ser, no solamente cristianos sino el propio Cristo”.[13]

La Iglesia es en efecto el pueblo de la nueva alianza, inseparable de la eucaristía, como el cuerpo es inseparable de la cabeza, como la esposa vive del don de su esposo. En tanto que heredera y asociada del misterio eucarístico, la Iglesia, animada por el Espíritu y siguiendo el modelo de la fe de María, participa al don Dios al mundo. La Iglesia es ella misma como un sacramento, es decir “es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”.[14] De hecho, la Iglesia es el sacramento universal de la comunión trinitaria ofrecida al mundo.

A. El don de la Iglesia-comunión

a) María, primera Iglesia y mujer eucarística

El don de Dios al mundo se realizó gracias a una mujer, bendita entre todas las mujeres, que creyó y que se entrego sin condiciones a la Palabra misteriosa de su Señor. María de Nazaret es la mujer por excelencia que respondió “sí” al Dios de la alianza, transformándose en la Anunciación en el cumplimiento de la Hija de Sión, la Iglesia naciente. Su “sí” a acompañará la encarnación del Verbo de Dios desde el primer momento de su concepción hasta su muerte y resurrección. Ninguna otra criatura poseerá una memoria tan concreta del Verbo que se hizo carne hasta su carne eucarística. Ningún otro ser humano sabe con tanta perfección lo que significa la misericordia, el perdón, la compasión, y el sufrimiento del Amor redentor.

No tenemos ninguna información de que María estaba presente en la Ultima Cena, cuando se instituyo el rito de la nueva alianza, pero ella estaba al pié de la cruz, cuando se consuma el sacrificio del Cordero que quita el pecado del mundo.

María es la mujer eucarística por excelencia,[15] la nueva Eva llena de disponibilidad para dejar abierta la fecundidad del nuevo Adán. Mater Dei et Mater Ecclesiae. En ella y por ella, la Iglesia comunica de forma perfecta en la cruz, con la ofrenda sacrificial del Hijo de Dios. Bajo la misma promesa hecha a ella de ser la esposa del Cordero, la Iglesia contempla a María al pie de la cruz como su icono doloroso y glorioso de su propio misterio de comunión. Junto con la Virgen inmaculada que se transforma en la madre de toda la humanidad reconciliada, la Iglesia aprende a vivir la comunión del amor redentor y nupcial del Cordero inmolado, por pura gratuidad del amor de Dios.

b) Pueblo de Dios y sacramento de salvación

La Iglesia acoge y realiza su profundo misterio de comunión de forma privilegiada en el marco de la cena eucarística. La conmemoración que hace la Iglesia del don de Jesús, por fidelidad a su palabra, funda y nutre la relación de alianza que existe entre Jesús y ella en nombre de toda la humanidad. El banquete pascual de Jesús la introduce en Su amor trinitario, que remite a la primera fuente que es el Padre y al don final del Espíritu Santo.

En efecto, es el Padre quien convoca a toda la humanidad al banquete de bodas de su Hijo (Mt 22, 1-13), banquete pascual en el que el Padre mismo sirve como alimento el Cordero inmolado desde la fundación del mundo y la copa del Reino que embriaga del Espíritu según lo que dice Pedro en el día de Pentecostés. Al dar a su Hijo y a su Espíritu a la Iglesia de esta forma, el Padre la asocia a su misterio de amor y fecundidad. La exalta y la acoge en su mesa celeste en donde el Amor es el alimento exclusivo y la fuente de la Vida eterna.

La Iglesia, misterio de comunión trinitaria destinada a todos los hombres, es el sacramento de salvación como pueblo de Dios, reunido en la unidad. Este pueblo es convocado por Dios y organizado por su Espíritu según diferentes funciones jerárquicas y según una multiplicidad de ministerios carismáticos al servicio de la nueva alianza. Expresa su plena vitalidad eclesial y asegura su unidad por la comunión sacramental de sus miembros al cuerpo y a la sangre de Cristo. “Para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de tu Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.”[16]

En cada misa, lo oración de la epíclesis repite las palabras del mismo Jesús orando por la unidad de sus discípulos: “Yo les he dado la Gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17, 22). El espíritu Santo que desciende sobre las ofrendas y sobre la asamblea es la gloria de la comunión trinitaria operante en cada eucaristía.

Por eso la Iglesia, pueblo de Dios y sacramento de salvación, debe dejarse convocar y reunir, abrirse a la inteligencia de la Escritura, y dejarse reconciliar sin cesar y de vivir la comunión con la vida eterna ya ahora, aquí en la tierra, por virtud del sacramento de la Pascua.

c) Esposa del Cordero y Cuerpo de Cristo

Para entregarse al mundo en este misterio de alianza, Dios cuenta con la Iglesia, su humilde asociada. Pobre y frágil, a causa del pecado de sus hijos, la Iglesia se compromete inmergiéndose sin cesar, por la penitencia y la sagrada eucaristía, en la gracia del bautismo. La iglesia debe esforzarse en su purificación y reforma ya que es consciente de acoger el misterio de comunión de un Dios tres veces santo y de ser llamada a responderle de una manera no sólo ejemplar sino incluso nupcial. Ya que “Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía”[17].

En el momento culminante de la anáfora, la Iglesia hace exclamar a su ministro: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Este grito de júbilo es conciente del evento que va a realizarse: la conversión del pan y vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo por el poder del Espíritu Santo. Es también un reconocimiento del misterio de la nueva alianza, el encuentro nupcial entre Cristo-Esposo y la Iglesia-Esposa que lo acoge y se une en su ofrenda. Por el poder de su Palabra y de la epíclesis sobre las especies eucarísticas, Jesucristo, vivo, del que anunciamos su muerte y resurrección hasta su venida, se une a la comunidad eclesial como a su cuerpo y a su esposa. Transforma la ofrenda de la comunidad reunida en su propio cuerpo y le entrega en comunión eucarística su cuerpo, como regalo nupcial.

“Es un gran misterio” dice el apóstol Pablo pensando en la unión de Cristo y de la Iglesia como el modelo y el misterio del matrimonio sacramental (Ef 5, 32). San Ambrosio considera la eucaristía como el “regalo nupcial” de Cristo a su Esposa y la comunión como un beso de Amor. Por eso justamente Cabasilas comenta: “‘Es un gran misterio’ dice el bienaventurado Pablo exaltando esta unión. Por que es el matrimonio tan celebrado en que el Esposo purísimo asume como esposa a la Iglesia como a una virgen. Es aquí que Cristo ‘nutre’ el corazón de quienes le rodean, y solamente por este sacramento que nos convertimos en ‘carne de su carne y hueso de sus huesos’ ”.[18]

«La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La “mística” del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre podría alcanzar».[19]

B. La respuesta eucarística de la Iglesia

a) Creer y amar como María y Jesús

El don de Dios al banquete del amor compromete a la Iglesia a compartir ese don con toda la humanidad, llamada a volverse Cuerpo y Esposa de Cristo. La Iglesia da su primer homenaje a este misterio mediante una fe total, llena de admiración y de adoración. Ya que al misterio del don eucarístico por excelencia de Dios, tiene que corresponder un misterio de fe por excelencia como adhesión total y plena a la Iglesia, unida a la fe inmaculada de María. Justamente, la misión del Espíritu Santo es la de asegurar esta correspondencia nupcial entre la actualización perpetua del misterio eucarístico y la acogida de la Iglesia que nutre por su testimonio la esperanza del mundo.

La primera forma de compartir que emana inmediatamente del corazón eucarístico de Jesús es el mandamiento nuevo del amor: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Ustedes deben amarse unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Este mandamiento es Nuevo por que la medida ya no es la de amar a su prójimo como a sí mismo, sino como Jesús amó. Es Nuevo porque lleva la exigencia esencial de pertenecer a la comunidad escatológica de los discípulo unidos a El por la misma fe; y lo es, también, en la medida que requiere una humildad y una voluntad de servicio que conduce a uno a tomar el último lugar y morir por los demás.

El Señor mismo definió la plenitud del amor con que el nos debemos mutuamente amar al decir: “No hay amor más grande que la de entregar su vida por sus amigos”. – Como consecuencia surge, lo que el evangelista Juan en su Carta dice: “De la misma manera que Cristo entrego su vida por nosotros, nosotros también debemos darla por nuestros hermanos”. Así, amémonos mutuamente como El mismo nos amó, dando su vida por nosotros”.[20]

“La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia El, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos «un cuerpo», aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el agapé se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el agapé de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros y por nosotros. Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de Jesús sobre el amor”[21]

b) Dejarse reconciliar en la unidad

La celebración de la eucaristía despierta en los discípulos de Cristo la responsabilidad que tienen de su propia y permanente necesidad de reconciliarse y de ser artesanos de reconciliación. Esto lo expresan por el recurso al sacramento de la reconciliación que purifica el corazón, por la comunión eucarística y en la decisión que hacen de acogerse en sus diversidades de culturas y modelos de vida. Lo expresan también, por el pedir perdón, en la oraciones de intercesión por todos y en la oración del Señor, el saludo de la paz, el compartir un solo pan y una sola copa, el cuidado de llevar la comunión a los enfermos o de ser solidarios con los pobres y los marginados. Todos estos son signos de este amor fraterno que cada asamblea trata de vivir y que edifica sin cesar el Cuerpo de Cristo: “En esto reconocerán todos que son mis discípulos: en que se aman unos a otros” (Jn 13, 35)

“Única es la Iglesia fundada por Cristo Señor, aun cuando son muchas las comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la herencia de Jesucristo. Los discípulos del Señor, como si Cristo mismo estuviera dividido. División que abiertamente repugna a la voluntad de Cristo y es piedra de escándalo para el mundo y obstáculo para la causa de la difusión del Evangelio por todo el mundo”.[22]

El hecho de que en el mundo se encuentran separadas las iglesias cristianas para celebrar el memorial del Seños es un signo de divergencia que es imposible callar o ignorar. Unidos por un mismo bautismo, los discípulos de Cristo no pueden olvidar las consecuencias de su división sobre el testimonio individual o colectivo que dan al mundo. Ser concientes de que no pueden ellos todos reunirse en plena comunión en la misma mesa, y afligirse del debilitamiento del testimonio misionero que resulta, abre los corazones de los cristianos a la búsqueda de una reconciliación entre todos los miembros de Cristo para que “sean uno” (Jn 17, 11). Cada eucaristía se celebra en la espera y la esperanza de la reunión del único pueblo de Dios en la única mesa del Señor.

c) Reunirse el domingo, día del Señor

La Iglesia es la comunidad de discípulos que profesa su pertenencia al Señor por la práctica del amor fraterno hacia todos y por un amor mutuo como signo distintivo. No se puede amar del mismo amor con el que Cristo ama sin recibir este amor constante de El. Su mandamiento nuevo no es solamente un ideal moral ofrecida a nuestra libertad. Es una alianza, un amor compartido entre el Señor y sus discípulos, que crece irradiando sobre el mundo a condición de ser extraído constantemente de la fuente de la eucaristía dominical.

El Señor se manifestó por primera vez la noche de Pascua en el Cenáculo, y retornó ocho días más tarde para encontrarse con Tomás, el incrédulo. Esas apariciones confirmaron la fe de los discípulos y los prepararon a la nueva forma de la presencia de del Señor en los sacramentos y de una forma muy especial en la eucaristía dominical. “Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana »: así escribía, a principios del siglo V, el Papa Inocencio I, testimoniando una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del « santo domingo, honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días ». San Agustín llama al domingo « sacramento de la Pascua »”.[23]

En efecto, el Domingo es el día en el que, por encima de otro, el cristiano es llamado a recordar su salvación que le fue ofrecida en el bautismo y que hace de él un hombre Nuevo en Cristo. Fue por el bautismo “en el cual fueron sepultados con Cristo. Y en él fueron luego resucitados por haber creído en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos” (Col. 2, 12; cf. Rom 6, 4-6). La presencia del cristiano a Iglesia reunida por la eucaristía dominical no es por obediencia al precepto. Es antes que nada un testimonio de su identidad como bautizado y por eso de su pertenencia al Señor. Esta pertenencia se traduce por la escucha de la palabra de Dios, la participación a la ofrenda y la comunión al amor del Señor.

Es muy importante reevangelizar hoy el Domingo, ya que en muchos ambientes su sentido se ha obscurecido bajo la presión de una cultura individualista y materialista. ¿Cuál será la mayor manera de redescubrir el sentido de la asamblea de los discípulos en torno a Jesús resucitado? Recordando los orígenes cristianos encontramos muchos testimonios elocuentes. Al inicio del siglo IV, en el Norte de África, algunos cristianos prefirieron morir a no poder celebrar el domingo, es decir: sin el Señor con quien se encontraban celebrando la sagrada eucaristía. Los mártires de Abilene nos interpelan al iniciar el tercer milenario e interceden por nosotros para que podamos redescubrir la riqueza del encuentro vital con el Señor resucitado que se entrega a nosotros en la eucaristía.

El mundo entero espera este testimonio de un Iglesia reunida en asamblea, sacramento de salvación, del que se nutre sin darse cuenta.

Tercera parte

PARA LA VIDA DEL MUNDO

La Iglesia, asociada de su Señor resucitado, vive del don de Dios y se une a Jesucristo, sumo sacerdote, en la comunicación de ese don a la humanidad. El mundo beneficia de la caridad de los cristianos y también del culto de la Iglesia que glorifica a Dios intercediendo por toda la humanidad. Sea en dialogo con Dios en el culto o con el mundo en la misión, la Iglesia no vive para sí misma, sino para aquel que vino para que todos tuvieran la vida y que la tengan en abundancia (Cf. Jn 10, 10). Su vida es un testimonio de la Vida del Señor compartida en la sagrada eucaristía.

IV- La Eucaristía, Vida de Cristo en nuestras vidas

A. El culto espiritual de los bautizados

“Y así, por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con El, son sepultados con El y resucitan con El; reciben el espíritu de adopción de hijos "por el que clamamos: Abba, Padre" (Rom 8, 15) y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre”.[24] El bautismo es una inmersión total en el agua asfixiante de la muerte, desde donde uno emerge en la alegría para respirar de nuevo, un respiro que es Espíritu. Ya que el agua, transformándose de mortuoria en vivificante, incorpora, según su simbolismo natural, la resurrección poderosa del Espíritu.[25] El bautismo realizado en la fe de la Iglesia introduce al fiel en la experiencia del misterio pascual de Jesucristo, que ha muerto al pecado y vive por Dios. La inmersión simboliza la muerte y la emersión la vida nueva del cristiano que se compromete a seguir a Jesucristo en la obediencia del Padre bajo el poder del Espíritu Santo.

A causa de esto San Pablo exhorta a los bautizados a vivir una vida nueva. “Les ruego, pues, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como un sacrificio vivo y santo capaz de agradarle; este culto conviene a criaturas que tienen juicio” (Rom 12, 1). Este culto nuevo consiste, en la visión paulina, a la ofrenda total de sí mismo en comunión con toda la Iglesia.

San Pablo habla de una vida totalmente renovada: “Por lo tanto, ya coman, beban o hagan lo que sea, háganlo todo para gloria de Dios” (1 Co 10, 31). “No sigan la corriente del mundo en que vivimos, sino más bien transfórmense a partir de una renovación interior. Así sabrán distinguir cuál es la voluntad de Dios” (Rom 12, 2)

. Este culto nuevo se manifiesta, entre otras cosas, por la humildad y el servicio, “que cada uno actúe sabiamente según el carisma que Dios le ha entregado” (Rom 12 3).

Ya que como dice Pablo “Miren cuántas partes tiene nuestro cuerpo, y es uno, aunque las distintas partes no desempeñan la misma función. Así también nosotros formamos un solo cuerpo en Cristo” (Rom 12, 4-5). El culto espiritual consiste en el ejercicio de su propio carisma en un espíritu de solidaridad y de servicio humilde. San Pablo concluye recordándonos la lucha constante que tiene que vivir el cristiano frente a las fuerzas del mal “No te dejes vencer por el mal, más bien derrota al mal con el bien” (Rom 12, 21). San Cipriano nos recuerda en su comentario al Padre Nuestro que el sacrificio más grande que podamos ofrecer a Dios, es nuestra paz, el acuerdo fraterno, el vivir como pueblo reunido en la misma unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.[26]

La Vida de Cristo, que nutre nuestra ofrenda por la eucaristía, nos asimila a Jesús y nos hace estar disponibles a los otros, en la unidad de un solo Cuerpo y un solo Espíritu. La Vida de Cristo transforma a la comunidad cristiana en un templo de Dios vivo por el culto de una nueva alianza: “Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis "Amén" (es decir, "sí", "es verdad") a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir "el Cuerpo de Cristo", y respondes "amén". Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu "amén" sea también verdadero (S. Agustín, Serm. 272)”.[27]

B. La verdadera adoración

La celebración eucarística hace presente a Cristo en el acto de adoración por excelencia que es la muerte sobre la cruz. Por su absoluto acto de amor, Cristo retorna al Padre con la humanidad reconciliada y obtiene para todos el Espíritu de amor y paz que anima la adoración de la Iglesia en espíritu y en verdad. Por él, con él y en él, es toda la Iglesia que es adoradora en nombre de la humanidad redimida. El acto de adoración por excelencia de Cristo y de la Iglesia se realiza en la ofrenda del sacrificio in Persona Christi, Caput et Corpus, según la expresión de San Agustín, incluyendo la participación activa de los fieles a este misterio de alabanza, de acción de gracias y de comunión.

Claro que si la participación es en primer lugar interior, la participación también se expresa en palabras y gestos: respuesta a las palabras del celebrante, escucha de la Palabra, canto, oración universal, aclamaciones eucarísticas y particularmente el amén, comunión al pan de vida y a la copa de salvación. Todo esto expresa el sacerdocio real de los bautizados, el cual es la consagración de su dignidad primera e inalienable de seres humanos.

El acto de adoración de Cristo y de la Iglesia no se termina con la celebración eucarística, se continúa en la permanente presencia sacramental, suscitando la participación de los fieles por la adoración al santísimo sacramento. La adoración eucarística fuera de la misa prolonga el memorial invitando a los fieles a permanecer cerca de su Señor presente en el santísimo sacramento: “El Maestro está aquí y te llama” (Jn 11, 28) Por medio de la adoración eucarística, los fieles reconocen la presencia real del Señor y se unen a su ofrenda de sí mismo al Padre. Su adoración participa a la suya, en cierto modo, por que es por él, con él y en él que toda oración y toda adoración sube y es aceptada por el Padre. Cristo, quien anuncia a la Samaritana que el Padre busca adoradores en espíritu y en verdad (Jn 4, 23-26) es, sin ninguna duda, el primer adorador y vanguardia de todos los adoradores (Heb 12, 2.24).

Permaneciendo ante Cristo, el Señor, disfrutan de su coloquio íntimo, le abren su corazón para sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo sacan de este coloquio admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad.[28] “Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración» ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?”. [29]

Este “arte de la oración” al que Juan Pablo II asocia la adoración eucarística conoce un renovado fervor en nuestra época, en todas partes de la Iglesia, aumentando al mismo tiempo su testimonio de amor a Dios y su intercesión por las necesidades del mundo. La práctica de la adoración refuerza, en efecto, en los fieles, el sentido sagrado de la celebración eucarística que desgraciadamente conoció un periodo difícil en ciertos ambientes. Ya que al reconocer explícitamente la presencia divina en la especies eucarísticas, fuera de la misa, contribuye a cultivar la participación activa e interior de los fieles a la celebración y les ayuda a comprender más claramente que la misa es mucho más que un rito social.

Los frutos de la adoración eucarística impactan también el culto espiritual de toda la vida, el cual consiste en el cumplimiento cotidiano de la voluntad de Dios. La contemplación de Cristo en estado de ofrenda y de inmolación en el santísimo sacramento enseña a entregarse sin límites, activa y pasivamente, a entregarse hasta ser distribuido como pan eucarístico que pasa de mano en mano por la santa comunión. Aquél a quien se visita y honra en el tabernáculo nos enseña a perseverar en el amor, día con día, acogiendo todas las circunstancias, los eventos y los minutos que se viven, con su bagaje humano y cargas, sin excluir nada excepto el pecado, tratando siempre de producir el mayor fruto posible. De esta forma se prolonga en el corazón de la comunidad y de los fieles la adoración de Cristo y de la Iglesia actualizada sacramentalmente en la celebración eucarística.

C. Los ministros de la nueva alianza

En el corazón del culto de la nueva alianza, se encuentra la invitación a la participación activa de los miembros del pueblo de Dios, laicos o ministros ordenados. La presentación de las ofrendas y la acción del ministro simbolizan, en cierta manera, el conjunto de esta participación. “El pan y el vino se convierten en cierto sentido en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu”.[30] Por la mediación del ministro que actúa en su Nombre e incluso en su Persona (Persona Christi) pronunciando las palabras de la consagración, Cristo asume la ofrenda de la asamblea en la suya y la transforma en su cuerpo y en su sangre.

“En efecto en las memorias de los apóstoles o evangelios, nos transmitieron el mandato de Jesús: tomó el pan, dio gracias y dijo: Haced esto en memoria mía. Estro es mi cuerpo. De la misma forma tomó el cáliz, dio gracias y dijo: Esta es mi sangre. Y la distribuyo solo a ellos. A partir de ahí continuamos sin cesar a renovar la memoria entre nosotros”.[31]

La asamblea que hace memoria se vuelve signo de la Iglesia. Constituida de miembros muy diversos y sin embargo religados entre ellos y a las otras comunidades en la Iglesia universal. Esta Iglesia de Cristo, confiada a Pedro y a sus sucesores, acoge el signo de que quien preside es Cristo en el ministro que actúa en su nombre en medio de la asamblea. El ministerio de los obispos y presbíteros manifiesta entonces que esta asamblea recibe siempre el memorial del Señor como un don, un don que ella no se hace a sí misma sino que recibe del Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra (Ef 3, 14-15).

Tal responsabilidad llama a los ministros del Señor, particularmente en la Iglesia latina, a vivir el compromiso del celibato que configura al sacerdote a Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. “La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza y Esposo, la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor”.[32] El celibato permanece, por consecuencia, a pesar de la incomprensión de la cultura contemporánea, un don inestimable de Dios, como un “estímulo de la caridad pastoral” (Presbyterorum Ordinis n. 16), como una participación particular a la paternidad de Dios y a la fecundidad de la Iglesia. Profundamente enraizada en la eucaristía, el testimonio gozoso de un sacerdote feliz en su ministerio es la primera fuente de nuevas vocaciones.

V-LA EUCARISTIA Y LA MISION

“Los dos discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor, «se levantaron al momento» (Lc 24,33) para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se ha tenido verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo y de su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo. El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio”.[33]

A. La evangelización y la transformación del mundo

“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”.[34] Cuando la Iglesia celebra el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, no deja de pedir a Dios: “Acuérdate Señor” de todos aquellos a los que Cristo trajo la Vida. Esta suplica constante expresa la identidad y misión de la Iglesia, ya que se sabe solidaria y responsable de la salvación de toda la humanidad. Viviendo de la eucaristía, participa a la intercesión universal de Cristo y lleva a toda la humanidad la esperanza de la vida eterna.

La Iglesia realiza su misión por la evangelización que trasmite la fe en Cristo y por la búsqueda de la justicia y la paz que realizan la transformación del mundo. Precisamente, la eucaristía es la fuente y cumbre de la evangelización y de la transformación del mundo. Tiene el poder de despertar la esperanza de la vida eterna para aquellos que son tentados por la desesperación.

Abre al compartir a aquellos tentados de cerrar sus manos. Coloca enfrente la reconciliación en lugar de la división. En una sociedad que frecuentemente esta dominada por una “cultura de la muerte”, exacerbada por la búsqueda del confort individual, del poder y del dinero, la eucaristía recuerda el derecho de los pobres y el deber de justicia y solidaridad. Despierta la comunidad al don inmenso de la nueva alianza que llama a la humanidad entera a transformarse en algo más grande que ella misma.

“Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (Ap. 21.5). Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio. La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos”.[35]

Desde el centro eucarístico de su vida, la Iglesia de Cristo frecuentemente ha contribuido a construir comunidades humanas, reforzando los lazos de la unidad entre las personas y los grupos humanos. De esta forma, las comunidades cristianas, incluso pequeñas y pobres, crecieron en medio de los pueblos donde se enraizaban. En muchas naciones, como fue el caso en América para las naciones indígenas y europeas, la Iglesia inscribió la fe en los espacios de las nuevas culturas. En este espacio, el cristianismo continúa, por medio de los creyentes, a buscar soluciones nuevas a los problemas inéditos que enfrentan las comunidades humanas implantadas en este. Frecuentemente acompaño el nacimiento, evolución y sobre vivencia de los pueblos, como lo ha hecho en el “Nuevo Mundo”, mientras que el memorial del Señor puntuaba el desarrollo religioso y social. Gracias a su alto valor social y espiritual, ayudó a construir un autentico estar unidos, en el que el compartir de la Palabra y del Pan prolongaba este compartir a otras realidades humanas. El don de Dios se inscribió en la vida del mundo.

Tanto en América, como en otras partes del mundo, la Iglesia comenzó con un proyecto misionero. Aquí, en Québec, la fe y las instituciones eclesiales dieron nacimiento a una Iglesia particular que buscaba inspirarse en la primera comunidad de Jerusalén, y contribuyeron a moldear los rasgos del pueblo que estaba naciendo. La Iglesia local de Quebec, como la sociedad en la que esta inserta, fue marcada por un impulso inicial: ursulinas y hospitalarias, recoletos y jesuitas, asociados laicos y sacerdotes seculares atravesaron el océano para anunciar el Evangelio de Dios sobre una tierra nueva.

Nuestra Iglesia va a extraer de la aventura mística de estas mujeres y hombres, una aventura vivida en los límites de la resistencia física del valor y de la fe, una profunda identidad en el país naciente. Este impulso misionero, sacado de la fuente eucarística, va a ir marcando profundamente la historia de este país, está llamado a continuarse y profundizarse para enfrentar los nuevos desafíos de la secularización.

B. Construir la paz por la justicia y la caridad

La Iglesia es testigo para la humanidad del don realizado “para que el mundo tenga vida”. Por lo mismo, la eucaristía es un desafío constante a la calidad de vida y amor de los discípulos de Cristo. ¿Qué le he hecho a mi hermano? ¿Qué me han hecho a mí? Tuve hambre, sed, fui un extranjero, estaba desnudo, enfermo, en prisión (cf. Mt 25, 31-46). ¿Es coherente y consecuente lo que celebran con sus relaciones sociales, familiares, interraciales, interétnicas o con la vida política y económica a la que participan? El memorial de lo que consideran como el evento central de la historia de la humanidad quita el velo a sus inconsecuencias cada vez que toleran cualquier forma de miseria, injusticia, violencia, explotación, racismo y la privación de libertad. La eucaristía convoca a los cristianos a participar en la restauración continua de la condición humana y de la situación del mundo, y si esto no se vive, son llamados seriamente a la conversión para vivir el llamado del Evangelio: “deja allí mismo tu ofrenda ante el altar, y vete antes a hacer las paces con tu hermano, después vuelve y presenta tu ofrenda” (Mt. 5, 24).

La situación actual del mundo interpela de forma particular la conciencia de los cristianos frente al doloroso problema del respeto a la vida desde el momento de la concepción hasta su término, al igual que el hambre y la miseria de las mazas. Es una invitación a una mundialización de la solidaridad en nombre de la dignidad inalienable de la persona humana, sobre todo cuando seres sin recursos son golpeados por catástrofes naturales, triturados por las maquinas ciegas de la guerra y la explotación económica y confinados en campos de refugiados. Todas esas personas que la miseria, en cierto modo, ha destituido de su condición de seres humanos son el “prójimo” por quien Cristo entregó su vida. Su Corazón “eucarístico” conjuntó todas las miserias del mundo sobre la cruz y su Espíritu nos urge a tomar partido como El, pacifica y eficientemente, por los pobres y por las víctimas inocentes.

Siguiendo el llamado de Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI continúa sin cesar de interpelar la responsabilidad de los seres humanos, en particular la de los dirigentes y jefes de estado: “Se puede afirmar, sobre la base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales, que por circunstancias incontroladas”.[36]

“Sin embargo, sabemos que el mal no tiene la última palabra, porque quien vence es Cristo crucificado y resucitado, y su triunfo se manifiesta con la fuerza del amor misericordioso. Su resurrección nos da esta certeza: a pesar de toda la oscuridad que existe en el mundo, el mal no tiene la última palabra. Sostenidos por esta certeza, podremos comprometernos con más valentía y entusiasmo para que nazca un mundo más justo”.[37]

VI- TESTIGOS DE LA EUCARISTÍA EN EL CORAZÓN DEL MUNDO

A. Llamado universal a la santidad

“Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva”. [38] Las vocaciones al amor son tan diversas como hay personas. La gracia bautismal les confiere la forma de amor de Jesucristo que es nutrido por el misterio eucarístico y perfeccionado hasta el testimonio de la santidad. Cualquiera que sea el estado de vida, célibe, casado o consagrado, en el que las mujeres y los hombres se encuentren comprometidos, todos son llamados a la perfección del amor que Cristo hace posible por la gracia de la redención.

En la unidad de la vida cristiana, las diferentes vocaciones son como los rayos de la única luz que es Cristo “resplandeciente en el rostro de la Iglesia”. Los laicos en virtud del carácter secular de su vocación, reflejan el misterio de la encarnación del Verbo, sobre todo como su dimensión de Alfa y Omega del mundo, fundamento y medida de todas las realidades creadas. Los ministros sagrados, por su parte, son imagen viviente de Cristo, jefe y pastor, que guía a su pueblo en el tiempo “del ya pero aún no”, en espera de su venida en la gloria. La vida consagrada tiene el deber de mostrar al Hijo de Dios hecho hombre como el término escatológico hacia quien todo tiende, el esplendor que hace palidecer cualquier otra luz, la belleza infinita, única que puede llenar el corazón del hombre.

B. La familia, Iglesia doméstica, para una civilización del amor

“La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En efecto, el sacrificio eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, en cuanto sellada con la sangre de la cruz. Y en este sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza los cónyuges cristianos encuentran la raíz de la que brota, que configura interiormente y vivifica desde dentro, su alianza conyugal. En cuanto representación del sacrificio de amor de Cristo por su Iglesia, la Eucaristía es manantial de caridad. Y en el don eucarístico de la caridad la familia cristiana halla el fundamento y el alma de su «comunión» y de su «misión», ya que el Pan eucarístico hace de los diversos miembros de la comunidad familiar un único cuerpo, revelación y participación de la más amplia unidad de la Iglesia; además, la participación en el Cuerpo «entregado» y en la Sangre «derramada» de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero y apostólico de la familia cristiana”.[39]

La misión específica de la familia es encarnar el amor y ponerlo al servicio de la sociedad. Amor conyugal, amor maternal y paternal, amor fraterno, amor de una comunidad de personas y de generaciones, amor vivido en el signo de la fidelidad y de la fecundidad de la pareja para una civilización del amor y de la vida. Para que este testimonio alcance concretamente la vida de la sociedad, la Iglesia llama a la familia a frecuentar asiduamente la misa dominical. Ya que es bebiendo de esta fuente de amor que la familia protegerá su propia estabilidad. Aún más, fortaleciendo así su conciencia de ser Iglesia doméstica, participará más activamente en el testimonio de fe y de amor que la Iglesia encarna en el corazón de la sociedad.

Este testimonio de Iglesia doméstica esta marcada en nuestro tiempo por el signo de la cruz, por ejemplo cuando uno de los esposas es infiel a su compromiso o cuando uno o varios de los hijos abandonan la fe y los valores cristianos que los padres trataron de trasmitirles, o bien cuando las familias se dividen y reconstruyen después de un divorcio y de un nuevo matrimonio. Por estas experiencias dolorosas, Cristo llama al esposo abandonado, a los hijos heridos, a los padres lastimados a participar de una forma especial en su propia experiencia de muerte y resurrección. Las situaciones difíciles y complejas de las familias hoy en día invitan a los pastores a tener mucha “caridad pastoral” para poder acoger a todas las familias y a animar a aquellas que viven en situaciones irregulares a participar a la eucaristía y a la vida de la comunidad, incluso si no pueden recibir la sagrada comunión.

C. La vida consagrada, prenda de esperanza del Esposo

“Por su naturaleza la Eucaristía ocupa el centro de la vida consagrada, personal y comunitaria. Ella es viático cotidiano y fuente de la espiritualidad de cada Instituto. En ella cada consagrado está llamado a vivir el misterio pascual de Cristo, uniéndose a El en el ofrecimiento de la propia vida al Padre mediante el Espíritu. La asidua y prolongada adoración de la Eucaristía permite revivir la experiencia de Pedro en la Transfiguración: « Bueno es estarnos aquí ». En la celebración del misterio del Cuerpo y Sangre del Señor se afianza e incrementa la unidad y la caridad de quienes han consagrado su existencia a Dios”.[40]

«¿Qué sería del mundo si no fuese por los religiosos? ».Más allá de las valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente por su sobreabundancia de gratuidad y de amor, tanto más en un mundo que corre el riesgo de verse asfixiado en la confusión de lo efímero. « Sin este signo concreto, la caridad que anima a la Iglesia correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio de perder en penetración, la "sal" de la fe de disolverse en un mundo de secularización ».La vida de la Iglesia y la sociedad misma tienen necesidad de personas capaces de entregarse totalmente a Dios y a los otros por amor de Dios”.[41]

“Aunque hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si me falta el amor nada soy. (…)El amor nunca pasará (…) Ahora, pues, son válidas la fe, la esperanza y el amor; las tres, pero la mayor de estas tres es el amor”. (1 Co 13, 1.8.13). Santa Teresita del Niño Jesús, desde la profundidad de su Carmelo, descubrió su vocación leyendo las palabras del apóstol sobre la excelencia de la caridad. “Mi vocación es el amor”, exclama, “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré amor y así yo seré todo”.

Atrapada por el amor misericordioso de Dios Padre, aprovecha cada instante de su vida para abrazar a Jesús, su Todo, y por el testimonio en la contemplación y servicio. Orando por los criminales, caminando por los misioneros, sosteniendo a los sacerdotes por la penitencia, formando a sus novicias a la perfección del amor. Teresita es reconocida como la perfecta imagen de la vida consagrada: maestra del camino de la infancia espiritual, patrona universal de las misiones, doctora de la Iglesia. “No me arrepiento de haberme entregado al amor”, decía al final de su vida.

El sínodo sobre la eucaristía en Octubre de 2005 habla de esta manera a las personas consagradas: “Vuestro testimonio eucarístico de seguimiento de Cristo es un grito de amor en la noche del mundo, un eco del Stabat Mater y del Magnificat. Que la Mujer eucarística por excelencia, coronada de estrellas e inmensamente fecunda, la Virgen de la Asunción y de la Inmaculada Concepción, os mantenga en el servicio de Dios y de los pobres, en la alegría de Pascua, para la esperanza del mundo”.[42]

CONCLUSIÓN

Como conclusión hemos seleccionado algunos textos del concilio Vaticano II que nos ofrecen, de forma sintética, la perspectiva trinitaria, nupcial y misionera que hemos querido dar al tema de este Congreso Eucarístico Internacional de 2008. Tanto amó Dios al mundo que le dio su único Hijo para que por él, con él y en él, el mundo viva de la vida trinitaria. La sagrada eucaristía es el don por excelencia de Dios, un regalo nupcial, acogido y celebrado por la Iglesia y que hace de la Iglesia el sacramento universal de salvación de la nueva alianza. Este don de amor compromete a la Iglesias en la misión del Espíritu Santo, al encuentro de la aspiración universal de la humanidad a la libertad y al amor.

“El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela que Dios es amor (1 Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor”.[43]

“Consumada, pues, la obra, que el Padre confió el Hijo en la tierra (cf. Jn., 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2,18). El es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4,14; 7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los hombres muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom., 8-10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1Cor., 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cf. Gal., 4,6; Rom., 8,15-16,26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef., 4, 11-12; 1Cor., 12-4; Gal., 5,22), a la que guía hacía toda verdad (cf. Jn., 16,13) y unifica en comunión y ministerio. Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "¡Ven!" (cf. Ap., 22,17). Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".[44]

“La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre”.[45]

“El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial”.[46]

Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El”.[47]

Bone pastor, panis vere,
Iesu, nostri miserere:
Tu nos pasce, nos tuere,
Tu nos bona fac videre
in terra viventium.

Tu qui cuncta scis et vales,
qui nos pascis hic mortales:
tuos ibi commensales,
coheredes et sodales
fac sanctorum civium.[48]


Notas

[1] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 24

[2] Juan Pablo II, Carta Encíclica Eclessia de Eucharistia, n. 11

[3] Plegaria Eucarística IV

[4] Vaticano II, Constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium n. 47

[5] Ibid., n.7

[6] Concilio de Trento

[7] De las homilías de Orígenes presbítero, sobre el libro del Génesis (Homilía 8, 6.8.9: PG 12, 206-209)

[8] Juan Pablo II Ecclesia de Eucharistia, n. 17

[10] Juan Pablo II Ecclesia de Eucharistia, n. 13. Cf. Redemptor Hominis n. 20

[11] Benedicto XVI, Carta Encíclica Deus Caritas est, n. 12

[12] Benedicto XVI, Homilía de la Vigilia pascual, 15 de abril 2006.

[13] Catecismo de la Iglesia Católica n. 795, San Agustín, Tractatus in Johannis 21,8.

[14] Vaticano II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia , Lumen Gentium, n. 1

[15] Cf. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, nn. 53-58.

[16] Plegaria Eucarística III.

[18] Cabasilas, La vie en Christ, IV, 30, S.C. n. 355, Paris 1989, p. 291

[19] Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, n. 13

[20] San Agustín, In Evangelium Ioannis, Tract. 84

[21] Benedicto XVI, Encíclica Deus Caritas est, n. 14

[22] Vaticano II, Decreto sobre el ecumenismo, Unitatis Redintegratio, n. 1

[23] Juan Pablo II, Carta apostólica Dies Domini n. 19

[24] Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum concilium n. 6

[25] Cf. Basilio de Cesarea, Tratado sobre el Espíritu Santo 15. PG 32, 128-129

[26] Cf. Liturgia de las Horas, Vol. III, p. 190

[28] Comunión y culto eucarístico fuera de la misa, n. 80

[29] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia n. 25

[30] Juan Pablo II, Carta apostólica Dominicae Cenae n. 9, 19 de febrero de 1980

[31] San Justino, Apología I, n. 66

[32] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, 1992, n. 29

[33] Juan Pablo II, Carta apostólica Mane nobiscum Domine, n. 24

[34] Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 1

[35] Pablo VI, Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, n. 18

[37] Benedicto XVI, Audiencia general, 12 de abril de 2006

[38] Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 19.

[39] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris Consortio, n. 57

[40] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Vita Consecrata, n. 95

[41] Ibid., n. 105

[42] Sínodo sobre la Eucaristía Mensaje de los Obispos al Pueblo de Dios, n. 20, 21 de octubre de 2005

[43] Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 38.1

[44] Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium, n. 4

[45] Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 45.1

[46] Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, n. 38.2

[47] Vaticano II, Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 5

[48] Santo Tomás de Aquino, Himno eucarístico Lauda Sion: Buen pastor, pan verdadero - Jesús, piedad de nos. - Nos alimentas y proteges - y nos haces ver lo bueno - en la tierra de los vivientes. - Todo sabes todo puedes, - Tu alimento, aquí, para nos mortales, - allí seremos Tus comensales - compañeros y asociados - ciudadanos con los santos.

 

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