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XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL HOMILÍA DEL CARDENAL JOZEF TOMKO, LEGADO PONTIFICIO, DURANTE LA VIGILIA DE ADORACIÓN EUCARÍSTICA
Plaza de las Américas de Zapopan Sábado 16 de octubre de 2004 Adoro te devote latens Deitas Nos encontramos ante Jesús Eucaristía, en su presencia sacramental, es decir, velada pero real. Él está aquí, con nosotros, con su divinidad, con su humanidad, el verdadero Hombre-Dios. Verdadero hombre, como lo conocemos por la historia evangélica desde la Anunciación y desde la misteriosa concepción, desde que la Virgen María le dio la vida humana en el momento de su "fiat", hasta su ascensión al cielo, cuando desapareció de los ojos de los Apóstoles y de la primera comunidad. Verdadero hombre, niño que se movía bajo el corazón de la joven Madre durante el encuentro con Isabel, que al nacer fue adorado por los ángeles y por los pastores en Belén, presentado en el templo de Jerusalén, refugiado y emigrante en Egipto, hijo del carpintero y joven obediente en Nazaret, sabio joven peregrino perdido y hallado en el templo, maestro admirado que curaba a los enfermos y atraía a las multitudes, amigo de los pecadores y predicador itinerante amado por las masas y odiado por los líderes civiles y religiosos, que acabó con la muerte atroz en la cruz y sus discípulos lo creyeron resucitado. Verdadero hombre, con el verdadero corazón humano que latía por sus discípulos, pero también por todos los demás que creyeron o creerían en él en el futuro, y abierto a amar a cada uno. Verdadero hombre, con una humanidad tan cercana a nosotros. Al mismo tiempo, verdadero Dios. El Dios majestuoso, infinito, incomprensible a nuestro entendimiento, creador del cielo y de la tierra, de las cosas visibles e invisibles, de los seres vivos y no vivos, de las criaturas racionales e irracionales, inmensamente superior a nosotros, Dios oculto -latens Deitas-, pero tan cercano a nosotros. Nos encontramos ante el Dios encarnado, ante Jesús de Nazaret, que era y es también el Cristo, el Señor, Kyrios, Pantocrátor, "imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación... Todo fue creado por él y para él" (Col 1, 15. 17). Él conoce el corazón humano, también nuestro corazón, a la perfección, mejor que nosotros mismos. En él Dios nos ama con el corazón humano (cf. Gaudium et spes, 22). Por eso, nos acercamos a él con la más profunda reverencia de que es capaz el hombre: con la adoración que brota de lo más íntimo de nuestro corazón y que es la expresión de nuestro amor: Adoro te devote, latens Deitas. Ante nosotros no está una cosa, una hostia blanca, sino que está él, Dios encarnado en su presencia sacramental, eucarística, pero verdadera. La Eucaristía no es una cosa, sino una Persona, precisamente Dios encarnado. Nos encontramos ante la presencia misteriosa de Dios, presencia "sub figuris", bajo las especies, por ello doblemente misteriosa. Pero siempre es presencia real de él, Dios encarnado. Por eso lo adoramos: Adoro te devote, latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas. Nuestra adoración ante él se transforma en una sumisión del entendimiento, del corazón, de la vida, de la existencia: Tibi se cor meum totum subjicit, quia te contemplans totum deficit. Cuando lo contemplamos, todos los problemas se resuelven, las dificultades desaparecen. Con él, que es el Señor del mundo y de la historia, también de nuestra historia personal, tratamos al máximo nivel, en el lugar más apropiado y adecuado. Mysterium fidei Visus, tactus, gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur. Credo quidquid dixit Dei Filius, nil hoc verbo veritatis verius. Ante esta presencia tan sublime, profesamos nuestra fe. Solamente con la fe podemos descubrirla y acogerla. Al encontrarse con el Jesús físico, los discípulos podían captar los reflejos de su divinidad en los milagros que hacía, mientras su humanidad era accesible a sus sentidos. Sólo la divinidad no era accesible a su experiencia directa y seguía siendo misterio de la fe. En la Eucaristía se nos oculta también su humanidad. Nosotros, que estamos tan acostumbrados a conocer y reconocer a las personas y las cosas con la ayuda de los sentidos, con la vista, el oído, el tacto, con los instrumentos mecánicos, físicos, químicos o telescópicos, en la Eucaristía nos encontramos en un mundo totalmente distinto. La vista, el tacto, el gusto no nos revelan la realidad de la presencia de Jesucristo en la Eucaristía. La fe, sólo la fe, es el único camino para llegar a la sublime realidad eucarística. Sólo la fe escuchada y acogida nos lleva al Misterio de la fe, a la verdad eucarística. Nosotros creemos en la palabra del Verbo encarnado. Nuestra fe es firme y segura porque se basa en la palabra del Verbo, que no se engaña y no puede engañar. Él es la Verdad, él dice la verdad. Ciertamente, la verdad sobre la Eucaristía no es fácil de aceptar si se accede con el puro conocimiento de la razón y de los sentidos. Muchos discípulos lo experimentaron durante el discurso de Cafarnaum y lo consideraron "duro". También a nosotros puede parecernos un lenguaje duro, "durus sermo". Pero seguimos a Pedro y su voz: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Nosotros aceptamos de buen grado las palabras de la verdad, todas y totalmente, sin dudas y sin añadiduras, sine glossa, diría san Francisco de Asís. Son las palabras del Hijo de Dios, del Verbo encarnado. Y manifestamos nuestra fe con la adoración. Adoro te devote, latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas. Tibi se cor meum totum subjicit ¿Cómo adorar? Sigamos dos ejemplos. El primero es el del campesino del que nos habla san Juan María Vianney. Cuando el cura de Ars, al verlo frecuentemente en la iglesia ante el sagrario, le preguntó qué hacía, el sencillo campesino respondió: "No hago nada, yo lo miro a él y él me mira a mí". ¡Perfecta contemplación! Dejémonos mirar por él y, por nuestra parte, mirémoslo a los ojos. Una ola de amor pasará como la corriente entre él y nosotros. El segundo ejemplo nos lo ofrece el mismo Santo Padre en una confidencia que hace en el número 25 de la encíclica Ecclesia de Eucharistia: "Es hermoso estar con él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), experimentar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!". Ave, verum corpus natum de Maria Virgine El Santo Padre concluye su encíclica eucarística con un conmovedor testimonio de fe en la santísima Eucaristía, indicándola como programa para el nuevo milenio. Nosotros podemos aplicarlo muy concretamente con ocasión del Año de la Eucaristía que comienza en la clausura de nuestro Congreso. Estas son las palabras del Papa: ""Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, vere passum, immolatum, in cruce pro homine!". Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira... En el alba de este tercer milenio, todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como escribí en la carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de "inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste". La realización de este programa de un nuevo vigor en la vida cristiana pasa por la Eucaristía" (Ecclesia de Eucharistia, 59-60). A vosotros, adoradores de la Eucaristía, os encomiendo, con el Santo Padre, este programa central para el Año de la Eucaristía: amar a Jesucristo y transformar con él la historia. Una manera muy concreta de llevar a cabo esta transformación es nuestro compromiso de compartir el pan con los que tienen hambre. El mismo Santo Padre lo indicó en la homilía al Congreso eucarístico internacional de Wroclaw, el 1 de junio de 1997, con las siguientes palabras: "En estos momentos millones de hermanos y hermanas nuestros sufren hambre, y muchos de ellos mueren a causa de ella, ¡especialmente niños!... Sepamos compartir el pan con los que no tienen, o tienen menos que nosotros... Esta es la lección que nos da la Eucaristía, Pan de vida". Queridos adoradores, continuad y difundid vuestro amor a la Eucaristía. El Año de la Eucaristía es como un gimnasio ampliado para vuestra oración y para vuestro meritorio apostolado. "Manete in dilectione mea", os dice hoy Jesús. ¡Permaneced de verdad en su amor! |