XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL
HOMILÍA DEL CARDENAL JOACHIM MEISNER
ARZOBISPO DE COLONIA
Guadalajara, México
Viernes 15 de octubre de 2004
¡Queridas hermanas, queridos hermanos!
La Iglesia vive, en estos momentos, de las tres palabras que se dicen durante la consagración en la santa Misa: Él tomó, Él partió, y Él ofreció el pan. En estas tres palabras podemos reconocer, durante la consagración en cada celebración eucarística, nuestra propia vocación como cristianos y para ello recibimos también las necesarias energías espirituales.
1. Jesús tomó el pan en sus manos,
así como entonces tomó un cuerpo humano de María, la virgen
En este gesto del asumir un cuerpo humano, ha tomado Jesús a todos los hombres, nada ni nadie es rechazado. Cada uno de nosotros puede decir de sí mismo: ÂÂYo he sido asumido por el SeñorÂÂ. Y en consecuencia, tiene cada uno de nosotros razón también de aceptarse a sí mismo. El que no se ha aceptado a sí mismo, tampoco puede darse a si mismo. Es imposible regalar cien pesos cuando los bolsillos están vacíos. Antes del dar está el recibir.
Como miembros de la Iglesia podemos tomar responsabilidad de nuestros hermanos y hermanas, porque anticipadamente hemos sido aceptados por Dios. Lo que Dios ha asumido jamás lo abandona. Y quien ha sido aceptado por Dios ya no se pertenece más a sí mismo, sino que pertenece al Señor.
La Iglesia pone en buenas manos el Cuerpo de Cristo en la comunión. Ese pan no es una cosa, sino una persona. No es un ÂÂestoÂÂ sino un ÂÂTúÂÂ, el mismo Señor. Cuando estamos en contacto con el Señor, no debemos olvidar con quién estamos. La Iglesia recomienda en su ordenación a los servidores del altar, los sacerdotes: ÂÂmedita, lo que haces. Imita lo que realizasÂÂ. Somos recibidos por el Señor: él tomó el pan. Él nos ha tomado para que nosotros seamos don, sí, que seamos pan para los demás. ¿Dónde está nuestro hábitat ? En las manos de Dios. Ahí estamos siempre en buenas manos, y también nuestros hermanos. Aún cuando lo maltratemos, él no nos deja solos.
Estas tres palabras: recibir, partir y dar el pan, son introducidas con las palabras de la traición. ÂÂEn la noche en que fue entregadoÂÂ. En donde se habla del mayor gesto de amor, se hace visible el más vil acto del hombre, la traición. Ante esto Él tomó conciencia de que fue traicionado. Aún cuando nuestra fidelidad decaiga, no por eso se tambalea la fidelidad de Dios. Él te recibió y te sostiene, en su mano está tu hábitat. Yo creo, que esta es precisamente la base de nuestra inquebrantable confianza en el futuro. La mano de Dios que nos sostiene. Él tomó el pan, él te acoge, tú estás en sus manos
2. Él partió el pan
El camino de la palabra expresada al pan partido no es distante. La palabra dicha se convierte en el pan partido en la celebración de los Sagrados Misterios. El amor se quiere regalar. Por eso se reparte, y por eso se comparte. Dios está en el pan repartido. Cuando el Señor partió el pan en la posada de Emaús, se les abrieron los ojos a los apóstoles, y sintieron su corazón arder en su interior.
En el pan partido Dios nos comunica su propia vida, para que nosotros con nuestras propias manos lo repartamos a los hambrientos del mundo. Por esto ahora pedimos, que reservemos un poco de ÂÂpanÂÂ en nuestras bolsas, para que tengamos algo para repartir, de manera que a los demás se les abran los ojos, como entonces a los discípulos de Emaús, y puedan sentir el ardor del corazón, y así experimentar en su interior al Señor en el pan partido. El pan que se nos confía en la Sagrada Comunión es pan partido, que le ha costado la vida al Señor para bien de las hermanas y hermanos.
Quien con sus dedos toca bronce dorado, se le pintan los dedos de oro. Quien toca el pan eucarístico partido, su vida debe ser partible, compartible y repartible. ÂÂPiensa lo que haces, imita lo que realizasÂÂ; esto le vale a cada concelebrante en la Santa Misa. El cuerpo que se nos entrega en la santa Comunión es el cuerpo partido de Cristo. El amor quiere regalarse. Para ello se parte. Preocupémonos de que siempre tengamos un poco de amor en el corazón y un poco de pan en la bolsa, para que de esta manera tengamos algo para compartir, y así podamos permitir que los hombres se convenzan de la presencia del Señor.
El compartir ha sido siempre una señal para reconocer a los cristianos. En los primeros tiempos cuando aún no había fotografías de pasaporte se usaba un platito de barro para ese propósito. Cuando dos amigos se despedían por un tiempo largo, partían el platito en dos mitades. Cada uno llevaba una parte consigo, y cuando se volvían a encontrar después de muchos años, entonces mostraba cada quien su mitad y la juntaba a la del otro. Si resultaba un todo, se les abrían los ojos y se reconocían como los antiguos amigos. El partió el pan para repartirlo y compartirse al otro. La existencia cristiana es una existencia compartida. Dios está en el pan partido.
3. La tercera palabra de la cual vive la Iglesia es: Él dio
El Señor se entrega hasta lo último. Quien da, se hace pobre, pero quien da también se santifica. Jesús mismo lo dijo: Dar es más sagrado que recibir (Hch. 20, 35), porque ello es más divino. Esta es la razón por la que en el Evangelio coexisten la pobreza y la santidad. Pobreza de corazón es uno de los muchos nombres de Dios. Dios vive como un limosnero del don que el da. El limosnero vive del don que recibe. Si a Dios se le pudiera prohibir el dar, dejaría de ser Dios. Quien por la Sagrada Comunión ha encontrado el gusto al estilo de vida de Dios, su mano se abrirá siempre para dar. Entonces participa de la pobreza y de la santidad de Dios. De hecho, uno de los más bellos títulos que se le pueden dar a un cristiano es el ser un ÂÂpobre y humildeÂÂ seguidor de Jesús.
La Iglesia junto con Dos vive del dar, que ella otorga, y por ello es bendita, al igual que el dador de todos los dones, como Cristo. Debemos imitar este gesto de Dios en la distribución de la sagrada comunión. La Iglesia nunca está más enriquecida que cuando, con la patena llena, participa en la comunión, para distribuir al Señor.
De la misma manera, la Iglesia nunca está tan enriquecida, que cuando los comulgantes abren su manos y sus bolsillos para compartir el pan de cada día con los hambrientos. Si le prohibiésemos a la Iglesia este dar, la Iglesia dejaría de ser la Iglesia de Cristo. Si un cristiano no abriese más sus manos para compartir, entonces dejaría de ser un discípulo de Jesús.
¿Qué sería de un obispo sin aquellos hombres y mujeres que le encomiendan sus corazones y sus manos dispuestas a este dar? Sería sólo un pobre hombre y una pobre caricatura, ya que la Iglesia existe para dar.
En tiempos de Hitler se profanó un crucifijo, al cual le mutilaron los brazos y las manos. Después de esto un párroco devoto recogió y colgó el torso de Cristo en su Iglesia, escribiendo al pie del mismo: ÂÂahora no tengo más manos que las vuestrasÂÂ.
En cada celebración eucarística somos invitados a la renovación de nuestro inicio como cristianos, cuando durante la consagración el sacerdote dice: ÂÂtomo el pan lo partió y lo dioÂÂ, tú eres asumido y eres repartido y tú mismo estás ahí para dar. La participación en la Misa nos obliga a ir en la búsqueda de los hambrientos. Ellos tienen hambre de Dios y hambre de pan. Dios se encuentra en el pan partido.
Amen.