XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL MISA SOLEMNE HOMILÍA DEL CARDENAL FRANCIS ARINZE 13 de octubre de 2004 LA SAGRADA EUCARISTÍA
"Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante". (Jn 15, 5) Así nos lo enseña nuestro querido Señor y Salvador, como hemos leído en el Evangelio. Verdaderamente, en la sagrada Eucaristía está el misterioso camino de la unión con Cristo y con el prójimo, y es entonces cuando estamos preparados y somos enviados por Cristo a la misión. 1. Eucaristía, Misterio de Comunión En el sacrificio de la Eucaristía, bajo los signos visibles del pan y del vino, la Iglesia ofrece a Jesucristo, Cuerpo y Sangre, Divinidad y Humanidad, a Dios Padre, como adoración a Dios, glorificándolo, dándole gracias, pidiendo perdón por los pecados y suplicando por todas las necesidades espirituales y temporales. Al final de esta re-presentación sacramental única del sacrificio de la Cruz, los discípulos de Cristo son admitidos al banquete Eucarístico.. Jesús nos ofrece la oportunidad de una maravillosa unión con él, cuando lo recibimos en este sacramento. Él mismo ha declarado: "El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí" (Jn 6, 56-57). Estas fuertes palabras provienen del mismo Jesús, el Hijo de Dios. Los Apóstoles han creído en este misterio, como ha sido anunciado por nuestro Salvador. San Pablo lo ha predicado y ha sacado las necesarias conclusiones. En la primera lectura de esta Misa, dice a los Corintios que nuestra recepción del cáliz eucarístico es una participación de la sangre de Cristo, y nuestra recepción del pan eucarístico es una participación del cuerpo de Cristo. Esta participación común del cuerpo y de la sangre de Cristo, nos hace un solo cuerpo y favorece nuestra intimidad en Cristo. "El pan es uno", "y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan" (1Cor 10, 17) En la Última Cena, Jesús ha lavado los pies de sus Apóstoles para demostrar el modo potente de su unión con ellos (cf. Jn 13, 1-17). Él ha pedido para que ellos, y todos los demás discípulos suyos, sean uno, como él y el Padre son uno (cf. Jn 17, 21). La Iglesia reza por esta comunión, por esta unidad en Cristo, "Para que fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu" (Misal Romano, Plegaria eucarística III). Ya en el siglo primero, la Didajé, (9, 4) se ha referido a los granos esparcidos en el campo, que forman un solo pan, como símbolo de la Iglesia, unida en la sagrada Eucaristía. El Concilio de Trento enseña que Jesús ha querido que este sacramento sea recibido como alimento espiritual para las almas, a fin que fueran fortificadas en el vivir de su propia vida (cf. DS 1638). Y el Concilio Vaticano II habla de la sagrada Eucaristía como "sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad" (Sacrosanctum Concilium, 47). La Sagrada Eucaristía, más que los demás sacramentos, favorece nuestra unión con Cristo. Por buenos motivos, uno de los nombres con los que es conocida, es "santa Comunión". 2. La misión de la Iglesia En el misterio de la santa Eucaristía, Jesús, no sólo nos une con él, también nos une con el prójimo. Al mismo tiempo, nos envía a una misión. En primer lugar a meditar más sobre esta conexión entre Eucaristía y misión, así afirmamos claramente cuál es la misión de la Iglesia. Jesús tuvo una convicción clara y fuerte, de ser enviado por su Eterno Padre para redimir el mundo. Él, por su parte, ha enviado a su Iglesia para llevar a todos los frutos de la redención: "Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo" (Jn 20, 21) La misión de la Iglesia es acercarse a todo ser humano, para que todos conozcan al único y verdadero Dios, y al que él ha enviado, Jesucristo (cf. Jn 17, 3). La Iglesia trabaja para que todo hombre pueda encontrar la salvación en Jesucristo, el único Salvador de toda la humanidad. El evangelio de Jesucristo hace posible que todos los pueblos puedan adorar, alabar y glorificar a Dios, pedirle perdón por sus pecados y suplicarle por sus necesidades espirituales y temporales. Esta misión de la Iglesia tiene una dimensión horizontal. La Iglesia, como testigo de Cristo, trabaja también en curar las divisiones entre los pueblos, a causa o por motivos de raza, clases sociales, factores económicos o políticos y por otros motivos. Los refugiados y exiliados, las personas socialmente marginadas y sin techo, tienen necesidad de ser rehabilitados, para verse a sí mismos aceptados, como miembros de pleno derecho de la familia humana. También es así para los enfermos, los ancianos, los moribundos. La reconciliación y el perdón recíproco, podrán inaugurar, entonces, la llegada de la armonía, la justicia y la paz, que el corazón humano pide con fuerza. Así podrá comenzar la verdadera unión fraterna, por la que pedimos en la oración después de la comunión de esta Misa, como fruto de nuestra recepción del cuerpo y la sangre de Cristo. 3. La Eucaristía nos envía en una misión Al final de la celebración eucarística, el diácono o el sacerdote, nos dice: "Ite, missa est". "Podéis ir en paz". "Nuestra celebración ha terminado. Vayan y vivan lo que hemos rezado, cantado, lo que hemos escuchado". La Eucaristía nos envía a una misión. Jesús nos enseña que nuestra única esperanza de dar fruto, es nuestra unión con él "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí" (Jn 15, 4)". "El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer" (Jn 15, 5). Para nosotros es muy importante tener esto presente. El apostolado es, en primer lugar, el efecto de la gracia de Dios y solo secundariamente es el resultado de nuestro esfuerzo; pero Jesús quiere que demos fruto del ciento o del sesenta por uno: "La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así como discípulos míos" (Jn 15, 8). La participación en la celebración eucarística, sobre todo por medio de una recepción bien preparada del cuerpo y la sangre de Cristo, da vida y energía espiritual a nuestra misión activa como fieles laicos, como consagrados o como clérigos. El sacrificio eucarístico es, en palabras del Concilio Vaticano II, "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (Lumen Gentium 11). "La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium 10). La cumbre de la celebración litúrgica es el santo sacrificio de la Misa. Desde la liturgia y, sobre todo, desde la santa Eucaristía, la gracia llega hasta nosotros como conducida desde su fuente. Dios es glorificado y los hombres son santificados. Así, todas las otras actividades de la Iglesia son guiadas y vigorizadas para que los diversos ministerios, apostolados y actividades se dirijan a la gloria de dios y a la santificación o salvación de las personas (cf. Sacrosanctum Concilium 10). Podemos decir, por lo tanto, que perpetuando el sacrificio de la Cruz, por medio del sacrificio eucarístico, comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo en la santa Eucaristía, la Iglesia obtiene el poder espiritual necesario para cumplir su misión "Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en él, con el Padre y con el Espíritu Santo" (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 22). Es la Eucaristía, por tanto, la que hace posible que la Iglesia dé testimonio de Cristo, que los mártires den su vida por Jesús y los misioneros vayan a tierras lejanas para proclamar a Cristo. Es la Eucaristía la que fortalece a las vírgenes para dar testimonio de un amor consagrado y sacrificado por Jesús, a los sacerdotes para gastar las propias fuerzas en que Cristo sea conocido, a los esposos para vivir la vida conyugal de forma ejemplar, a los fieles laicos para llevar el espíritu de Cristo a los diversos ambientes seculares, de la vida cotidiana, vivificándolos desde dentro, como pertenecientes a este mundo, a los jóvenes para que sean centinelas de la aurora, que conduzcan a la gente hacia Cristo, la luz, el camino, la verdad y la vida. Esta es la santa Eucaristía con la que se nos enseña a los cristianos cómo tenemos que lavar los pies de los demás, cómo ejercitar la solidaridad entre los pobres y los necesitados, y cómo tenemos que edificar las comunidades, marcadas por el perdón mutuo, la superación de las divisiones y la promoción de una armonía social, en el amor y en la mutua aceptación. Hermanos y hermanas en Cristo, pidamos a la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles "mujer Eucarística" (cf. Ecclesia de Eucaristía, 53) que obtengamos la gracia de amar y vivir siempre más la santa Eucaristía, como misterio de comunión y fuente de misión activa por Cristo, al cual sea honor y gloria por los siglos.
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