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XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL LA FE EN LA EUCARISTÍA: LUCES Y SOMBRAS EN EUROPA Presentación de las delegaciones Discurso del cardenal Carlos Amigo Vallejo, o.f.m., arzobispo metropolitano de Sevilla (España) Auditorio de la Expo, Guadalajara (México) Lunes 11 de octubre de 2004 «He podido celebrar la santa misa en los lugares más diversos ÂÂdice Juan Pablo IIÂÂ y ello me hace experimentar el carácter universal de la Eucaristía, que se "celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación"» (Ecclesia de Eucharistia, 8). El sentido universal, la catolicidad de la Eucaristía puede ser «sentida como una sinfonía de las diversas liturgias en todas las lenguas del mundo, unidas a una única liturgia, o como un coro armonioso que, sostenido por las voces de inmensas multitudes de hombres, se eleva según innumerables modulaciones, timbres y acordes para la alabanza de Dios, desde cualquier punto de nuestro globo, en cada momento de la historia» (Slavorum apostoli, 17). Alabanzas sin fin son las que se pueden hacer ante el admirable misterio de la Eucaristía, pero «junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones» (Ecclesia de Eucharistia, 10). Este es el misterio de nuestra fe. La Eucaristía. Ofrecida, celebrada, adorada y vivida, desde donde nace el sol hasta el ocaso y en todos los continentes. ¿Cómo se vive la fe en la Eucaristía en Europa? Europa se presenta con no pocas y serias incertidumbres tanto en el campo cultural como en el ético y espiritual, y con la tentación de querer construir una nueva Europa prescindiendo de Dios, sin darse cuenta que la fe cristiana es parte radical e imprescindible en los fundamentos de la cultura europea. La Iglesia en Europa tiene una vocación universal y unos fuertes compromisos de fidelidad a sus raíces y a su historia cristiana. La Iglesia y el cristianismo no pueden relegarse a un espacio marginal en Europa. También tiene que decir una palabra a la sociedad y a la cultura. No se trata de dirigir, ni mucho menos de imponer, pero sí de ofrecer los valores y criterios que dimanan de la luz del evangelio. 1. Europa y la Eucaristía En Europa, «algunos síntomas revelan un decaimiento del sentido del misterio en las celebraciones litúrgicas, que deberían precisamente acercarnos a él» (Ecclesia in Europa, 70). Por una parte, hay un justificado deseo de la plena comunión en Cristo de las Iglesias hermanas y ello impulsa a emprender nuevos caminos y a dar nuevos pasos para favorecerla, particularmente el de la comunión en torno a la mesa eucarística (cf. Juan Pablo II, Euntes in mundum, 9). Pero, en algunas ocasiones, quizás con buena intención, se ha utilizado la celebración de la Eucaristía para finalidades pragmáticas supuestamente ecumenistas y conciliadoras, pero que han desvirtuado el sentido de la comunión eclesial que nace de la Eucaristía. Ante los muchos problemas que agobian a los hombres y a las comunidades cristianas de Europa, Juan Pablo II responde que solamente en Cristo «podemos encontrar una de las respuestas más rotundas que nuestras comunidades han de dar a una religiosidad ambigua e inconsistente. La liturgia de la Iglesia no tiene como objeto calmar los deseos y los temores del hombre, sino escuchar y acoger a Jesús que vive, honra y alaba al Padre, para alabarlo y honrarlo con él. Las celebraciones eclesiales proclaman que nuestra esperanza nos viene de Dios por medio de Jesús, nuestro Señor» (Ecclesia in Europa, 71). La Iglesia en Europa, en su peregrinación por la historia, acude a la Eucaristía, «fuente y cima de toda la vida cristiana», y allí encuentra el manantial de la esperanza (cf. ib., 75). Solamente mirando a Cristo, Europa podrá hallar la única esperanza que puede dar plenitud de sentido a la vida. Jesús está presente, vive y actúa en su Iglesia, sobre todo en la Eucaristía, que es el «mysterium fidei» que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe (cf. ib., 22). «En el contexto de la sociedad actual, cerrada con frecuencia a la trascendencia, sofocada por comportamientos consumistas, presa fácil de antiguas y nuevas idolatrías y, al mismo tiempo, sedienta de algo que vaya más allá de lo inmediato, a la Iglesia en Europa le espera una tarea laboriosa y apasionante a la vez. Consiste en descubrir el sentido del "misterio"; en renovar las celebraciones litúrgicas para que sean signos más elocuentes de la presencia de Cristo, el Señor; en proporcionar nuevos espacios para el silencio, la oración y la contemplación; en volver a los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, como fuente de libertad y de nueva esperanza» (ib., 69). Juan Pablo II no duda en decir que «la verdadera renovación, más que recurrir a actuaciones arbitrarias, consiste en desarrollar cada vez mejor la conciencia del sentido del misterio, de modo que las liturgias sean momentos de comunión con el misterio grande y santo de la Trinidad. Celebrando los actos sagrados como relación con Dios y acogida de sus dones, como expresión de auténtica vida espiritual, la Iglesia en Europa podrá alimentar verdaderamente su esperanza y ofrecerla a quien la ha perdido» (ib., 72). 2. Europa y la Eucaristía: retos, razones y esperanzas Recordaba Juan Pablo II que «el Evangelio no lleva al empobrecimiento o desaparición de todo lo que cada hombre, pueblo y nación, y cada cultura en la historia, reconocen y realizan como bien, verdad y belleza. Es más, el Evangelio induce a asimilar y desarrollar todos estos valores, a vivirlos con magnanimidad y alegría y a completarlos con la misteriosa y sublime luz de la Revelación» (Slavorum apostoli, 18). En esta relación con una cultura determinada y en un tiempo definido ÂÂen Europa y en nuestros díasÂÂ descubrimos serios motivos de preocupación y que suponen, al mismo tiempo, un gran reto para la vida de la Iglesia. Ante esos desafíos, ofrecemos las «razones de nuestra esperanza» y la luz que nos llega desde la palabra de Dios y el insondable manantial de la verdad que es el misterio de la Eucaristía. Entre el secularismo y la indiferencia Se ridiculiza lo religioso y se hace vejación de los signos sagrados. Cualquier referencia a lo trascendente tiene mala prensa y se lo tacha de obsoleto. Resulta difícil vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural que desdeña y amenaza a lo cristiano (cf. Ecclesia in Europa, 7). La sincera veneración de lo religioso tiene que ser nuestra respuesta. Ofrecer ejemplaridad. Vivir con sencillez y gozo el llevar la cruz. «¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Ga 6, 14). Es nuestro continuado misterio pascual, de sacrificio y de gozo, de muerte y resurrección, «incluido, anticipado, y "concentrado" para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa "contemporaneidad entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos» (Ecclesia de Eucharistia, 5). Parece como si el presumir de indiferencia religiosa se hubiere puesto de moda y el no comprometerse con religión alguna fuera un valor de modernidad y el declararse agnóstico fuera más recomendado que el ser creyente (cf. Ecclesia in Europa, 7). Ante esta situación, ofreceremos el testimonio de la Palabra, los signos de nuestra fe, el comportamiento coherente con la creencia que vivimos. No se trata de imponer sino de compartir. Así nos lo recomendaba Jesús: «Vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio» (Jn 15, 27). Nuestros fieles viven en la parroquia, que es «una comunidad de bautizados que expresan y confirman su identidad principalmente por la celebración del sacrificio eucarístico» (Ecclesia de Eucharistia, 32). «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo» (ib., 1). No podía ser de otra manera, pues la comunidad cristiana tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía (ib., 33). Esa indiferencia secularista lleva a la actitud de pensar que da lo mismo creer que no creer, practicar que no practicar, vivir una fe que no tener alguna. Le corresponde, pues, al cristiano mostrar la alegría y la «seguridad» de la fe. Entusiasmar con el propio entusiasmo. «Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). Así nos lo recomienda san Pedro. Ese testimonio cristiano que brota gozoso de nuestra alabanza eucarística: ¡Proclamamos tu resurrección! «Si hoy Cristo está en ti, él resucita para ti cada día», según la acertada expresión de san Ambrosio. La participación en la Eucaristía "es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro" (Ecclesia de Eucharistia, 14). «En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el "secreto" de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico "fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte"» (Ecclesia de Eucharistia, 18). Se vive sin base espiritual, sin motivaciones de fe, dejándose llevar del mimetismo que impone la moda. Muchos europeos aparecen como «herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia» (Ecclesia in Europa, 7). Tendremos que ofrecer motivos para vivir y para esperar. Estas son las «razones» de nuestra credibilidad: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva» (Mt 11, 5). La Eucaristía está en el centro de la vida eclesial. «La fracción del pan evoca la Eucaristía. Después de dos mil años seguimos reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia» (Ecclesia de Eucharistia, 2). «Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: "Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu (...), y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. (...). Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente"» (ib., 17). Un Dios desconocido Dios es el gran desconocido. Un agnosticismo práctico pretende dejar a Dios en la penumbra y sin presencia alguna en la vida de los hombres. Habrá, pues, que «hablar con Dios y de Dios». Hacerse testigo del Dios vivo. «Lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar... Pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 23. 28), diría san Pablo a los atenienses. Juan Pablo II quiere que la contemplación del rostro de Cristo sea el «programa» de la Iglesia para el tercer milenio. «Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de él se alimenta y por él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, "misterio de luz". Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: "Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron" (Lc 24, 31)» (cf. Ecclesia de Eucharistia, 6). Hay un extraño «culto» sin Dios. Sin memoria religiosa. Un imperante laicismo que quiere convertir lo religioso en mero vestigio del pasado (cf. Ecclesia in Europa, 7). Tendremos, pues, que hacer ver la verdadera razón de actos, celebraciones y conductas. Tener a Dios en el corazón y los labios. «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). No podíamos tener, para ofrecerla, otra mejor razón. Esto es lo que hemos recibido y lo que transmitimos: «Que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío. Asimismo también la copa después de cenar diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la beberéis, hacedlo en recuerdo mío. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 23-26). Existe una desconexión entre el mensaje evangélico y la experiencia cotidiana que produce un «creyente» sin práctica y un «practicante» sin fe, encerrando la creencia en el ámbito de lo estrictamente privado. Se necesita una incuestionable lealtad y un testimonio vivo, confesante y público que manifieste la unidad entre lo que se cree y se vive, así como la referencia a una comunidad de pertenencia: la Iglesia. «Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados» (Mt 10, 27). «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a este es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello» (Jn 6, 26-27). La Eucaristía es comunión íntima y perfecta entre la fe y la vida, entre Dios y el hombre. «La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual "vive y se desarrolla sin cesar", y en la cual, al mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de este sublime Sacramento. (...) El misterio de la comunión es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta. Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la "comunión espiritual", felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual» (Ecclesia de Eucharistia, 34). En ocasiones, se realizan actos religiosos que parecen más unos encuentros sociales que unas celebraciones cultuales. Hay pueblo, no comunidad. Hay representación, no memorial. Se ha perdido la memoria cristiana. Tendremos que aprovechar los signos para llevar, suavemente, a buscar el significado. Para ello, es imprescindible la dignidad en la celebración litúrgica. «Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4, 24). «La Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús (...). Aunque la lógica del "convite" inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta "cordialidad" con su Esposo, olvidando que él es también su Dios y que el "banquete" sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete "sagrado", en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: "O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur". El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es panis angelorum, pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: "Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo"» (Ecclesia de Eucharistia, 48). Olvido de Dios y del hombre La indiferencia ante el misterio de Dios produce el olvido del hombre. Quien se olvida de Dios, acaba desconociendo a su hermano. Se ayuda a programas y proyectos más que a las personas, decae la solidaridad interpersonal. Muchas personas, aunque no carezcan de las cosas materiales necesarias, se sienten más solas, abandonadas a su suerte, sin lazos de apoyo afectivo (cf. Ecclesia in Europa, 8). El camino de la Iglesia pasa por el hombre. Tendremos que buscar y acompañar a la persona, especialmente a la débil y olvidada. «Un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión» (Lc 10, 33). «Aunque la visión cristiana fija su mirada en un "cielo nuevo" y una "tierra nueva", eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente. (...) En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del "lavatorio de los pies", en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol Pablo, por su parte, califica como "indigno" de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres» (Ecclesia de Eucharistia, 20). El nihilismo puede extenderse como una plaga nefasta. Nada vale nada. Disfrutar sin límite de lo inmediato. Relativismo de conocimiento y de vida moral. Pragmatismo llevado hasta el hedonismo cínico en la existencia diaria (cf. Ecclesia in Europa, 9). Ante ello, ofreceremos un sentido trascendente de la vida, valorando justamente las personas, las ideas, los principios y anunciando a todos que «la Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1, 9). «Anunciar la muerte del Señor "hasta que venga" (1 Co 11, 26) comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo "eucarística". Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: "¡Ven, Señor Jesús!"» (Ecclesia de Eucharistia, 20). Falta, también, la perseverancia. Hay una especie de intermitencia en la práctica cristiana. Poco compromiso con la Iglesia, con la parroquia... Y oscurecimiento de la esperanza. Habrá que alentar continuamente, mostrar gratitud. Buscar siempre la huella del bien. «Vosotros, hermanos, no os canséis de hacer el bien» (2 Ts 3, 13), dice san Pablo a los tesalonicenses. Nuestra fuerza está en la Eucaristía, que es «presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia» (Ecclesia de Eucharistia, 9). 3. La Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio «Por un lado, algunos ambientes eclesiales parecen haber perdido el auténtico sentido del sacramento y podrían banalizar los misterios celebrados; por otro, muchos bautizados, por costumbre y tradición, siguen recurriendo a los sacramentos en momentos significativos de su existencia, pero sin vivir conforme a las normas de la Iglesia» (Ecclesia in Europa, 74). La Eucaristía es manantial y cumbre de nuestra vida cristiana. Sin fe, los sacramentos acaban en el ritualismo, la caridad está muerta y la misión resulta un trabajo estéril. Sin el sacramento, la fe se convierte en ideología, la caridad acaba en evasionismo y la misión no evangeliza. Sin el amor de Cristo que se entrega en la Eucaristía, la caridad es altruismo y simple cooperación, la misión un fraude y la comunidad un antisigno. Pero con la firme adhesión a la palabra de Dios y la gracia de la fe, la Eucaristía es actualización perenne del misterio pascual (cf. Ecclesia de Eucharistia, 5); Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo (cf. ib., 1); es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro, primicia de la plenitud futura (cf. ib., 18); por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu; el que come este Pan vivirá eternamente; llenos de su Espíritu Santo, formamos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu (cf. ib., 17); la Iglesia vive del Cristo eucarístico, de él se alimenta y por él es iluminada, la Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, misterio de luz (cf. ib., 6); culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo (cf. ib., 34); el banquete eucarístico es verdaderamente un banquete «sagrado», en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios (cf. ib., 48); tenemos en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor; compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo "eucarística" (cf. ib., 20); colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad (cf. ib., 24); expresa este vínculo de comunión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros (cf. ib., 35); la Eucaristía, en fin, es «presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia» (cf. ib., 9). El reto y la tarea, si de verdad queremos que la Eucaristía sea luz y vida del nuevo milenio en Europa, tiene que buscar sinceramente la fe en Jesucristo y hacer de cualquier realidad un espacio para que allí llegue el reino de Dios. "Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano" (Populorum progressio, 42). Nuestras luces no pueden ser otras que las que dimanan del gran misterio de la Eucaristía, «sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum charitatis», Estas son las luces que brillan en la Eucaristía. Nuestro camino habrá de recorrerse llenos de misericordia, con sencillez y alegría, llevando la cruz y asumiendo la pobreza, que siempre abre la puerta para que pueda entrar en la persona el amor al otro. No olvidarse de llevar en el corazón la ley del Señor. En las manos, la misericordia. En la mirada, la esperanza. En la memoria, el encuentro con los demás. En el rostro: la alegría de saber que ¡Dios es grande! El secreto: mirar más a Cristo. Más a la llamada que a la dificultad. Más a la esperanza que al desánimo. Muchas de las mujeres que esperaban se durmieron y se extinguió la lámpara. Pero entre las vírgenes, ninguna más santa y más prudente que la bienaventurada Virgen María. Y ella tiene siempre repleta su lámpara del mejor aceite de la fe para que acudamos a ella para enriquecernos con su ejemplo y su intercesión. «En un contexto en el que la tentación del activismo llega fácilmente también al ámbito pastoral, se pide a los cristianos en Europa que sigan siendo transparencia real del resucitado, viviendo en íntima comunión con él. Hacen falta comunidades que, contemplando e imitando a la Virgen María, figura y modelo de la Iglesia en la fe y en la santidad, cuiden el sentido de la vida litúrgica y de la vida interior. Ante todo y sobre todo, han de alabar al Señor, invocarlo, adorarlo y escuchar su Palabra. Sólo así asimilarán su misterio, viviendo totalmente dedicadas a él, como miembros de su fiel Esposa» (Ecclesia in Europa, 27). La devoción a la Virgen María está muy viva y extendida en los pueblos de Europa. Ella está «maternalmente presente y partícipe en los múltiples y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las familias y de las naciones». María es la madre de la esperanza que se "presenta como figura de la Iglesia que, alentada por la esperanza, reconoce la acción salvadora y misericordiosa de Dios, a cuya luz comprende el propio camino y toda la historia» (Ecclesia in Europa, 124-125). |