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XLVIII CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL

Guadalajara, México, 10 - 17 de octubre de 2004

CATEQUESIS DEL CARDENAL GIOVANNI BATTISTA RE
PARA LOS JÓVENES

 

Queridos jóvenes:

México está viviendo en estos días un gran evento religioso y eclesial, que no puede no implicar en manera especial a vosotros jóvenes, suscitando en vuestro corazón interés, atracción y participación en estas jornadas de oración, de adoración y de reflexión en torno al dulce y grandioso misterio de Cristo presente en la Eucaristía, luz y vida para el nuevo Milenio.

En su reciente Carta para el Año de la Eucaristía, el Papa Juan Pablo II dice que "la Eucaristía es el centro vital en torno al cual desea que los jóvenes se reúnan para alimentar su fe y su entusiasmo" (cfr. Mane nobiscum Domine, n. 4). Y exhorta a vosotros jóvenes "a llevar al encuentro con Jesús, escondido bajo las especies eucarísticas, todo el entusiasmo de vuestra edad, de vuestra esperanza y de vuestra capacidad de amar" (n.30).

La Eucaristía es para vosotros, queridos amigos jóvenes, alimento y fuerza para un camino humano y cristiano; es fuente de energía para un itinerario de vida y de fe.

Vosotros tenéis por delante toda la vida. La vida es un bellísimo don de Dios. Es un talento para hacer fructificar y no para malgastar, porque, recuerden, ¡tienen una sola vida para vivir!

Cada uno de vosotros tiene un puesto en el corazón de Dios y para cada uno de vosotros Dios tiene un proyecto. Aquello que cuenta en la vida es realizar cuanto Dios espera de vosotros.

Recuerden que los años que están viviendo son decisivos para su futuro: mañana serán en la vida aquello que han querido ser en estos años de juventud, porque el propio porvenir no se espera como se espera un tren en una estación, sino que se prepara. Cada uno de vosotros es constructor del propio futuro.

Se escucha frecuentemente repetir que la juventud es la primavera de la vida. En realidad la juventud es la primavera de la vida no solo porque precede la madurez del hombre y de la mujer, como la primavera precede el verano y el otoño, es decir, la época de los frutos, sino porque la juventud —como la primavera— prepara la edad de la madurez y de las relaciones y pre-anuncia las características.

La juventud prepara y condiciona el futuro que podrá ser rico de vitalidad y de frutos, o quizá estéril y opaco. Prepara también el invierno, es decir la parábola que envuelve el atardecer: la vejez, que podrá ser serena y alegre en la conciencia del deber cumplido, o en cambio triste por el vacío de una existencia desperdiciada, o quizá en ocasiones hasta desconsolada y atormentada por el remordimiento de las malas acciones.

Pero el camino de la vida no es fácil. No faltan sufrimientos, a veces también desgracias y tragedias. Las fuerzas del mal están activas en el mundo.

¿De dónde sacar la luz y la fuerza necesarias?

Muchos jóvenes han sacado las fuerzas necesarias para una vida honesta, para vivir la propia fe, para vencer en las luchas contra el mal, precisamente de la Eucaristía.

Una expresión de cuánto sea ilimitada la misteriosa energía espiritual oculta en el Sacramento de la Eucaristía, la encontramos en la estupenda página del Evangelio de Lucas que ha sido leída hace poco (Lc. 24, 13-35).

La imagen de los dos discípulos de Emaús en camino junto a nuestro Señor Jesús —pero no reconocido sino "al partir el pan"— es también la imagen del camino de la vida de cada uno de nosotros, y diría, de toda la humanidad.

La imagen de la vida como camino es común a toda cultura: en verdad la entera historia humana es un camino, así como lo es la vida de cada persona.

Llama la atención el hecho que de uno solo de los discípulos de Emaús sabemos el nombre: uno de ellos se llamaba Cleofás. ¿Y el otro? No tiene nombre. Posiblemente no tiene nombre porque ese es el lugar de cada uno de nosotros. Allí, en ese espacio en blanco, está el puesto para nuestro nombre.

En el camino de nuestros interrogantes, de nuestras inquietudes y de nuestras ilusiones, en el camino que conduce lejos de Jerusalén, el divino caminante quiere ser nuestro compañero para ayudarnos a interpretar la Sagrada Escritura, para ayudarnos a comprender los misterios de Dios y para ser la luz en nuestros pasos.

En el episodio de los discípulos de Emaús, el primer elemento que observamos es que caminaban por la vía silenciosos, llevando en el corazón soledad y tristeza.

Su esperanza no solamente había disminuido, sino que prácticamente había desaparecido, se había apagado. Hablaban como de una cosa del pasado "esperábamos...".

En la historia de tantos jóvenes de hoy, si vamos a la profundidad de la conciencia y del corazón, no pocas veces encontramos la misma dolorosa experiencia de desilusión. Desilusión por ideologías que como estrellas fugaces se esfumaron, esperanzas puestas en maestros o en líderes que fueron después traicionadas... aspiraciones no alcanzadas.

A causa de estas desilusiones, algunos no saben en quien creer o buscan formas de evasión. Y así en ocasiones toman caminos equivocados, vías peligrosas, caminos que conducen a situaciones que hacen triste y degradante la vida.

Pero en la experiencia de los jóvenes de Emaús hay un segundo momento, sucede algo que les cambia el estado de ánimo y les da de nuevo gozo y esperanza.

Un desconocido se une a ellos: no están más solos, otro recorre con ellos el camino. El desconocido comienza a dialogar con ellos y les habla de lo que dicen los libros de la Sagrada Escritura y les explica su sentido.

Se trata de una persona no inmediatamente reconocible, solo en un segundo momento los dos discípulos reconocerán quién era: reconocerán que aquel desconocido era Jesucristo. Y solo en ese momento dirán: "¡Cómo ardía de gozo y de esperanza nuestro corazón mientras lo escuchábamos explicar las Escrituras!"

Por la fe nosotros sabemos que Cristo camina al lado de los hombres de cada tiempo. Dios camina junto a nosotros, recorre con nosotros el camino de la vida, pero su presencia es discreta y respeta nuestra libertad, permitiéndonos inclusive rechazarlo. Se ofrece como nuestro compañero de viaje y como guía, pero solo mediante la fe podemos acogerlo.

Hay siempre suficiente luz, que proviene de la fe, para reconocerlo. Y hay siempre suficiente oscuridad para quien no quiere reconocerlo.

Cuando un joven se acerca a la mesa eucarística y recibe la hostia consagrada, no ve sino pan... y es como si un desconocido comenzara a realizar con él el mismo camino. Cristo está realmente presente, pero los sentidos no lo perciben: no lo ven, no lo reconocen. Pero es Cristo que camina junto a nosotros y nos habla.

Santo Tomás en uno de sus himnos dice que la vista, el tacto y el gusto no nos dicen nada. Es solo confiando en la Palabra de Dios que creemos con seguridad.

En la Misa nosotros escuchamos, en la primera parte, la Palabra de Dios. Esta Palabra nos revela el diseño de Dios para el hombre y para la historia. Nos ayuda a entender el sentido más profundo de nuestra vida; nos revela que Dios es un Padre que nos ama y que nos busca.

La Palabra de Dios escuchada produce en los discípulos de Emaús un efecto extraordinario: hace arder su corazón.

La Palabra de Dios nos enseña que la Eucaristía es un misterio central de nuestra fe: es el don por excelencia de Jesús que se ofrece así mismo y su salvación.

Y llegamos así al tercer momento: cuando estaban cerca del pueblo al que se dirigían — nos dice el Evangelista Lucas — Él hizo ademán de seguir adelante como si tuviera que ir más lejos. Pero los discípulos insistieron: "Quédate con nosotros porque atardece".

Se quedó. Se puso a la mesa con ellos. Tomó el pan y lo partió. A los dos discípulos una luz improvisa les iluminó el espíritu. Sus ojos se abrieron. Lo reconocieron: era el Señor.

Recordaron aquellas palabras que había afirmado un día, provocando la sorpresa y el abandono de muchos discípulos: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El pan que yo daré es mi carne" (Jn 6,51).

Cada uno de nosotros, después de haber escuchado la Palabra de Dios, en el momento de la comunión reconoce mediante la fe a Jesús presente en la forma eucarística y puede repetir: "¡quédate conmigo, Señor!". Cada día podemos vivir esta experiencia y crecer en la amistad y en la intimidad con Cristo.

La Eucaristía es fuente de luz, de fuerza y de energía espiritual porque es la presencia de Jesús.

El cristianismo es el encuentro con la persona viva de Jesús. Buscarlo, escuchar su Palabra, estar con Él, seguirlo, es el camino y la tarea que cada uno debe cumplir.

Dirigiéndose a los jóvenes que participaban en la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000 en Roma, el Papa dijo: "En realidad, es a Jesús a quien ustedes buscan cuando sueñan la felicidad; es Él quien los espera cuando nada de lo que encuentran les satisface; es Él la belleza que tanto les atrae; es Él quien les provoca aquella sed de compromiso que no les permite adaptarse a los convencionalismos y componendas, quien los impulsa a abandonar las máscaras que hacen falsa la vida; es Él quien les lee en el corazón las decisiones más veraces que otros quisieran ahogar. Es Jesús quien suscita en vosotros el deseo de hacer de la vida algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejarse devorar por la mediocridad, la valentía para dedicarse con humildad y perseverancia para mejorar vosotros mismos y la sociedad, haciéndola más humana y fraterna" (Tor Vergata, Vigilia, 19 de agosto de 2000).

La Iglesia ha siempre considerado el Sacramento de la Eucaristía como el don más precioso que ha recibido. Es el don de sí mismo de parte de Cristo y de su obra de salvación.

Hablando de la Eucaristía el Concilio Vaticano II afirma que ella es "la cumbre a la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que recibe toda su fuerza" (SC 10); "es la fuente y la cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11); es la fuente y la cumbre de toda la evangelización.

Usando los términos "fuente y cumbre", base y vértice, el Concilio Vaticano II ha querido decir que, en la vida y en la misión de la Iglesia, todo viene de la Eucaristía y todo lleva a la Eucaristía.

La Eucaristía es el centro y el corazón de toda la vida de la Iglesia y de cada cristiano. En este sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación (cfr. Summa Theologica III, q.83, art, IV).

En la Eucaristía está reunido todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir Cristo mismo, "porque en el humilde signo del pan y del vino... Cristo camina con nosotros, como nuestra fuerza y nuestro viático y nos hace testigos de esperanza" (cfr. Ecclesia de Eucharistia, n. 62).

Para quien no cree, la Eucaristía es un rito opaco e incomprensible.

Para quien cree, en cambio, la Eucaristía es luz muy viva, luz dulce, luz segura.

El último momento de la experiencia de los dos discípulos es el camino de regreso a Jerusalén. Corren hacia los hermanos para anunciar que Cristo está vivo.

Es muy bello ver que estos dos jóvenes que antes estaban cansados de caminar ... después de haber reconocido Cristo en la fracción del pan... se ponen a correr, aunque el camino de regreso a Jerusalén con respecto a Emaús era en subida.

Del encuentro con el Señor Resucitado, reconocido en la fracción del pan, surge el empeño de la evangelización.

Cada joven debe sacar de la Eucaristía el deseo de ser una persona activa y dinámica en la propia comunidad, que con la palabra y con el propio estilo de vida da testimonio de Cristo.

Así la Eucaristía se convierte en la fuente del empeño cristiano y del espíritu misionero y hace de cada joven no solamente un amigo de Cristo Jesús, sino también un amigo que quiere encontrar para Él otros amigos en su ambiente de estudio, de juego y de trabajo.

El encuentro con Jesús profundizado en la intimidad eucarística, provoca en el cristiano el fuerte e imperioso deseo de anunciar las enseñas del evangelio y de testimoniarlo con la construcción de una sociedad animada por los valores cristianos.

En la reciente Carta Apostólica para el Año de la Eucaristía el Santo Padre invita a cada cristiano "a testimoniar con más fuerza la presencia de Dios en el mundo". El Papa invita a los cristianos a "no tener miedo a hablar de Dios y a llevar con la frente en alto los signos de la fe" (n. 26).

La Eucaristía ha nacido del amor de Cristo por nosotros. La existencia de la Eucaristía nos explica el por qué Cristo nos ha amado y se ha donado a sí mismo por nosotros. El Evangelista Juan introduce la narración de la institución de la Eucaristía diciendo: "Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn. 13,1).

De la Eucaristía ha brotado a lo largo de los siglos un inmenso río de caridad. La Eucaristía ha sido siempre una grande escuela de caridad, de solidaridad, de amor y de justicia para renovar en Cristo el mundo circundante.

También para la sociedad de hoy, marcada de tanto egoísmo, de tanto odio y violencia, y hasta del terrorismo, la Eucaristía es un llamado a la caridad, a saber perdonar, a saber amar; es invitación a la solidaridad y al empeño por los pobres, por los que sufren, por los pequeños, por los marginados; es luz para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.

Queridos jóvenes, poned a Cristo presente en la Eucaristía al centro de vuestra vida.

Él es el camino, la verdad y la vida.

Él quiere ser para vosotros luz y vida para el nuevo milenio.

Poned al centro de vuestra vida cristiana la Misa, en particular la Misa dominical.

Sí, la Misa es el momento privilegiado del encuentro con el Señor, que en el misterio eucarístico se hace presente a nosotros, como el viandante en el camino de Emaús.

La Misa dominical es importantísima para un cristiano: sin ella la fe se debilita y el testimonio cristiano se desvanece.

Si faltamos a la Misa dominical, no podemos decirnos cristianos, porque gradualmente viene a faltarnos Cristo. En efecto es en la Misa que encontramos a Cristo vivo y presente en el misterio de su Cuerpo y de su Sangre donado para nosotros. Viene a faltarnos la Palabra de Dios, que nutre la verdad y da significado a nuestro vivir cotidiano. Viene a faltarnos la relación con la comunidad cristiana, por lo cual sin la Misa permanecemos cada vez más solos y aislados en un mundo secularizado, que tiende a ignorar a Dios. Viene a faltarnos la luz y la fuerza de nuestra fe, el sostén de nuestra esperanza, el calor de nuestra caridad.

El domingo debe ser realmente el día del Señor.

Cuando el domingo pierde su significado fundamental de "Día del Señor" y se convierte simplemente en "fin de semana", es decir simple día de evasión y de diversión, se permanece cerrados en un horizonte terreno, totalmente estrecho que no nos permite más ver el cielo (cfr. Dies Domini, 4).

Los 48 mártires de Abitene, ciudad cercana a Cartago, cuando en el 303 fueron interrogados y después condenados por el juez por haber asistido a la Misa del domingo, respondieron: "Nosotros no podemos vivir sin celebrar el domingo".

También nosotros no podemos ser cristianos sin reunirnos el domingo para participar en la Eucaristía.

La realidad del domingo va descubierta, acogida en toda su riqueza, como día del Señor, como día de la alegría de los cristianos.

La fidelidad a la Eucaristía dominical da a nuestra vida un dinamismo cristiano, que lleva a mirar hacia el cielo, sin olvidar la tierra, y a mirar hacia la tierra, en la perspectiva del cielo.

Queridos jóvenes, vuestra fe debe transformarse en una presencia y en un testimonio en la sociedad de hoy. Ayuden a construir una sociedad nueva, inspirada en los valores humanos y cristianos. Ayuden a construir una sociedad fundada sobre la unidad, sobre la justicia, sobre la solidaridad, sobre el perdón y sobre el amor.

No malgasten el don de la vida, más bien afronten su existencia juntamente con Cristo, reconocido en la fracción del pan. De esta manera, vuestra vida será una espléndida aventura.

      

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