SANTA MISA DE BEATIFICACIÓN DE LOS SIERVOS DE DIOS: HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA MARTINS
1. Este domingo, XXXIII del tiempo ordinario, es el penúltimo del Año litúrgico, que está por concluir. Un año que termina es siempre una llamada a pensar en el misterio del tiempo que pasa, que escapa inexorablemente; una llamada a pensar en el final de la vida. A este respecto, la palabra de Dios de este domingo suscita un interrogante concreto: "¿Cómo debemos vivir en la espera de la vuelta de Jesús?". La respuesta nos la da Jesús mismo con la parábola de los talentos, que acabamos de escuchar. De ella se deriva inmediatamente una consecuencia: todo lo que somos y todo lo que tenemos debemos emplearlo y ponerlo al servicio del Señor y de nuestro prójimo, en una palabra, debemos transformarlo en caridad. En este sentido es extraordinariamente cierta la afirmación de que, ante Dios, llevaremos sólo lo que hayamos dado y no lo que hayamos acumulado, porque lo que damos lo ponemos en el banco del amor. Por este motivo Jesús alaba a los dos hombres que supieron negociar con los talentos recibidos: es precisamente lo que hicieron los santos, con la lógica divina del amor y del don total de sí. Y es precisamente lo que, sin duda, caracteriza y al mismo tiempo une a las espléndidas figuras de los tres nuevos beatos: Carlos de Foucauld, María Pía Mastena y María Crucificada Curcio. 2. Carlos de Foucauld, meditando en presencia del Niño Jesús durante el período de Navidad de 1897-1898 sobre el pasaje del evangelio de san Mateo que se ha proclamado este domingo, considera la obligación de quien ha recibido talentos de hacerlos fructificar: "Se nos pedirá cuenta de todo lo que hemos recibido. (...) Y puesto que he recibido tanto, se me pedirá mucho. Si he recibido mucho más que la mayoría de los hombres, (...) la conversión, la vocación religiosa, la Trapa, la vida de ermitaño, Nazaret, la comunión diaria, y tantas otras gracias, se me pedirá mucho..." (Meditación escrita en Nazaret en febrero de 1898 sobre Mateo 25, 14). La beatificación de Carlos de Foucauld nos lo confirma: realmente guiado por el Espíritu de Dios, supo utilizar y hacer fructificar los numerosos "talentos" que había recibido y, correspondiendo felizmente a las inspiraciones divinas, siguió un camino verdaderamente evangélico, hacia el cual ha atraído a miles de discípulos. El Santo Padre Benedicto XVI recordó recientemente que "podemos resumir nuestra fe con estas palabras: Iesus Caritas, Jesús Amor" (Ángelus, 25 de septiembre de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de septiembre de 2005, p. 1), que son las mismas palabras que Carlos de Foucauld había elegido como lema que expresaba su espiritualidad. El camino aventurado y fascinante de Carlos de Foucauld ofrece una prueba convincente de la verdad de estas palabras del Sumo Pontífice. En efecto, se puede descubrir sin dificultad como un hilo rojo que, a través de todos los cambios y todas las evoluciones, penetra de lado a lado la existencia del hermano Carlos; como escribió en 1889 el abad Huvelin al padre abad de Solesmes: "él hace de la religión un amor". Carlos mismo revelaba así, a un amigo de escuela que era agnóstico, lo que él llamaba "el secreto de mi vida": "La imitación es inseparable del amor. (...) He perdido mi corazón por este Jesús de Nazaret crucificado hace mil novecientos años, y paso mi vida tratando de imitarlo, mientras lo permita mi fragilidad" (marzo de 1902, carta a un amigo de escuela, Gabriel Tourdes). En la correspondencia con Louis Massignon, se puede constatar la libertad que Carlos adquirió en su manera de aprender a amar: "El amor a Dios, el amor al prójimo. (...) Aquí está toda la religión. (...) ¿Cómo llegar a esto? No en un día, puesto que es la perfección misma: es la meta a la que debemos tender siempre, a la que debemos acercarnos sin cesar y que sólo alcanzaremos en el cielo" (1 de noviembre de 1915, a Louis Massignon). Ya en 1882 encontramos la famosa frase del capítlo 25 de san Mateo, que él cita tan frecuentemente y que lo acompaña hasta la meditación final de 1916, cuando compara presencia eucarística y presencia en los más pequeños: "Creo que no hay palabras del Evangelio que me hayan causado una impresión más profunda y hayan transformado más mi vida que estas: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis". Si se piensa que estas palabras son las de la Verdad increada, las de la boca que ha dicho "esto es mi cuerpo, (...) esta es mi sangre", con qué fuerza uno se siente impulsado a buscar y amar a Jesús en "estos pequeños", estos pecadores, estos pobres" (1 de agosto de 1916, a Louis Massignon). Carlos de Foucauld ha influido de modo notable en la espiritualidad del siglo XX, y sigue siendo, en este principio del tercer milenio, una referencia fecunda, una invitación a un estilo de vida radicalmente evangélico, y esto más allá incluso de quienes pertenecen a las diferentes agrupaciones que forman su numerosa y diversificada familia espiritual. Acoger el Evangelio en toda su sencillez, evangelizar sin querer imponer, dar testimonio de Jesús respetando las demás experiencias religiosas, reafirmar el primado de la caridad vivida en la fraternidad, he aquí sólo algunos de los aspectos más importantes de una valiosa herencia que nos impulsa a hacer que nuestra vida consista, como la del beato Carlos, en "proclamar el Evangelio desde los tejados, (...) gritar que somos de Jesús" (Nazaret, 1898, Méditations sur les saints Évangiles, 1, La bonté de Dieu, p. 285). 3. San Pablo, en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Tesalonicenses, recuerda la necesidad de vigilar, porque no sabemos cuándo vendrá el Hijo de Dios a juzgar nuestras obras, conforme a los dones recibidos. La vida del cristiano es en verdad una larga vigilia, un tiempo de espera del Señor. Pero todos nosotros, como recuerda el Apóstol, somos "hijos de la luz" (1 Ts 5, 5), porque, mediante el bautismo, estamos injertados en Cristo, Luz del mundo. Luz bien visible e iluminadora fue la que hizo brillar a la beata María Pía Mastena, que vivió su condición de religiosa en la búsqueda continua de devolver al rostro de los hermanos el esplendor de la Santa Faz, tan amada por ella. El rostro del hombre, especialmente cuando está desfigurado por el pecado y por las miserias de este mundo, sólo podrá resplandecer cuando se configure con el de Cristo, martirizado en la cruz y transfigurado por la gloria del Padre. La madre Mastena sintió el fuerte anhelo misionero de "llevar el rostro de Jesús a los hombres de todo el mundo, en los lugares más pobres y abandonados". Contemplando la santidad de la beata madre Mastena, es legítimo reconocer en ella a una gran artista que supo grabar en sí misma la imagen de Cristo, asumiendo, mediante el ejercicio de tantas virtudes, el "Rostro de los rostros", el Rostro más hermoso que existe entre los hijos de los hombres. Logró hacer transparentar, en sus rasgos personales, el Rostro del Señor en las expresiones de misericordia, de caridad, de perdón y de servicio a tiempo completo a las personas más necesitadas. Con grandes sacrificios, dificultades, fe y tenacidad, en 1936 la madre María Pía Mastena fundó la congregación de las Religiosas de la Santa Faz, transmitiendo a sus hermanas su proyecto de vida, que en síntesis definía: "propagar, reparar y restablecer el Rostro de Cristo en los hermanos". Con pocas, pero intensas palabras, explicaba así a las jóvenes hermanas el carisma de las Religiosas de la Santa Faz: "Cuando un hermano está triste y sufre, nuestro deber es hacer que su rostro vuelva a sonreír. (...) Esta es nuestra misión: ¡hacer sonreír el rostro del dulce Jesús en el rostro del hermano!". En un mundo de personas distraídas con respecto a las cosas eternas es muy actual el brillante ejemplo de la beata madre María Pía Mastena, en cuyo rostro se transparentaba, como filigrana, el rostro sonriente de Cristo. Toda la persona de la madre María Pía estaba llena de la presencia de Cristo crucificado y resucitado, de un modo tan evidentemente sobreabundante que la impulsaba a servirlo en los pobres de todo tipo y a ensimismarse en la Eucaristía celebrada y adorada. En la primera lectura hemos escuchado el célebre poema alfabético que concluye la colección de los Proverbios, así llamado porque la inicial de cada verso compone el alfabeto hebraico. La literatura sapiencial escoge una mujer como modelo y encarnación del gran tema de este domingo: el compromiso del creyente en la multiplicidad de sus dones y en las diferentes situaciones existenciales. Pero más allá del elogio de la mujer perfecta en sus diversos aspectos, lo que se ensalza como "superior a las perlas" por su valor es la riqueza humana, que da consistencia a todas las actividades exteriores; riqueza interior manifestada y forjada por el séptimo don del Espíritu Santo: el temor de Dios, es decir, la disposición para seguir las mociones divinas a fin de dirigir la propia vida según el designio de Dios. 4. Al siervo perezoso y arrogante de la parábola de los talentos se contrapone positivamente la figura femenina que nos presenta el libro de los Proverbios. En este contexto, se inserta adecuadamente con su carisma materno y su genio femenino la beata María Crucificada Curcio, mujer hábil y laboriosa, atenta a las necesidades de su prójimo, hasta convertirlo en "su familia". También la madre María Crucificada supo "procurarse lana y lino" y trabajarlos de buen grado "con sus manos", para hacer crecer la familia que Dios le había encomendado. Encontró en el espíritu del Carmelo, y más concretamente en el carisma contemplativo-misionero de santa Teresa del Niño Jesús, el estímulo para fundar la congregación carmelitana de las Misioneras de Santa Teresa del Niño Jesús. El amor de Jesús la condujo por un camino que a menudo fue arduo y amargo, haciéndole experimentar lo que comporta estar "crucificada", como Jesús, por amor a los hermanos, siempre presentes en sus atenciones, incluso en los momentos de mayor intimidad con Dios. Escribió en su Diario espiritual: "El simple pensamiento de padecer por mis hermanos me llenaba el corazón de alegría. (...) Mi ternura crece siempre, (...) y con esta ternura amo a las hijas que la Providencia me ha encomendado, amo al mundo entero, amo la naturaleza con todas sus bellezas" (4 de abril de 1928). La madre María Crucificada fue una mujer sencilla y fuerte, conquistada por el amor de Dios, totalmente orientada al cielo, pero atenta a inclinarse hacia la tierra, en particular hacia la humanidad que sufría y estaba necesitada. En su fe profunda y en su amor apasionado a la Eucaristía encontró inspiración y alimento continuo para su búsqueda de santidad. La beata madre María Crucificada Curcio supo conjugar, en los acontecimientos ordinarios de su vida diaria, la oración y la acción, entendida esta última como recuperación de los últimos y, más precisamente, como acogida y formación de la juventud más abandonada. Precisamente por su normalidad y realismo, es un modelo en el que uno se puede inspirar hoy, al ser de gran actualidad su mensaje. 5. Amadísimos hermanos y hermanas, finalmente, si consideramos el significado primitivo de la parábola de los talentos, también muy actual para nosotros, debemos decir que Dios confía su palabra a nuestra administración y a nuestra responsabilidad, para que invirtamos en este tesoro, es decir, para que la palabra de Dios sea el motivo inspirador de nuestra vida, sin temor a comprometernos, y no actuemos como el siervo que, llevado por una falsa prudencia, enterró su talento. Esta advertencia de Jesús conserva toda su fuerza para nosotros. En efecto, debemos preguntarnos: ¿cómo participar de las riquezas de Dios, sin hacer partícipe de ellas al mundo? Siguiendo el ejemplo de estos testigos de Cristo resucitado, nosotros no debemos dejar de negociar nunca con los talentos que hemos recibido, hasta que oigamos repetir las estupendas palabras que se pueden considerar una especie de fórmula evangélica de beatificación: "Bien, siervo bueno y fiel; (...) entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25, 21).
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