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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DE ACCIÓN DE GRACIAS
CON LOS FIELES QUE PARTICIPARON EN LA CANONIZACIÓN
DEL BEATO PÍO DE PIETRELCINA

 

HOMILÍA DEL CARDENAL JOSÉ SARAIVA*

Sala Pablo VI, lunes 17 de junio de 2002

 

*Extracto

[...]

El salmista nos recuerda que "Dios es admirable en sus santos" (Sal 67, 36). Realmente, sigue haciendo maravillas en sus siervos buenos y fieles. Hoy nuestra atención se dirige, de modo muy particular, a uno de ellos:  el padre Pío de Pietrelcina, al que Cristo llamó "amigo" y que ayer el Sucesor de Pedro inscribió en el catálogo de los santos.

En torno al altar, con el corazón rebosante de alegría, queremos dar gracias al Señor y al Santo Padre Juan Pablo II por haber dado al humilde fraile capuchino como modelo de santidad para toda la Iglesia y como intercesor ante Dios.

Se ha dicho, de modo sugestivo, que el padre Pío es "el santo de la gente". Realmente fue "un humilde fraile capuchino que asombró al mundo con su vida totalmente dedicada a la oración y a la escucha de los hermanos", como recordó el Papa en la homilía de beatificación. Una gran multitud de personas siente gran "atracción" espiritual hacia él. Esta fascinación puede entenderse como una respuesta a la necesidad de trascendencia.

[...]

"Permaneced en mi amor:  amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 15, 9; 14, 34), dice Jesús a sus discípulos. El santo padre Pío comprendió y vivió a fondo este mandato del Maestro. Toda su vida fue un auténtico y sublime himno al amor de Cristo y de los hermanos. El amor, en sus dos dimensiones -vertical y horizontal- es el eje, el corazón, el centro y la cumbre de su profunda espiritualidad.

El nuevo santo capuchino es, ante todo, como san Pablo, un enamorado de Cristo. Para él, como para el Apóstol, vivir es Cristo, Cristo crucificado, hasta identificarse con él, reproduciendo en su carne los sufrimientos de la cruz de Cristo. Podía repetir, como el autor de la carta a los Gálatas nos acaba de decir en la segunda lectura:  "Yo llevo sobre mi cuerpo los estigmas de Jesús" (Ga 6, 17). Pero la cruz del padre Pío, llevada por amor a Cristo, fue siempre iluminada por el fulgor de la Resurrección y, en consecuencia, fuente inagotable de esperanza. A los penitentes que acudían a él, sin engaños, los orientaba con unas palabras que él mismo escuchó:  "Bajo la cruz se aprende a amar y yo no la doy a todos, sino sólo a las almas que me son más queridas".

Este amor total a Cristo lo manifestó amando intensamente a los hermanos. Dio prueba de este amor sobre todo en el ejercicio del ministerio del confesonario, que ejerció incansablemente durante cincuenta y ocho años, de la mañana a la noche. A él acudían hombres y mujeres, enfermos y sanos, ricos y pobres, jóvenes y ancianos, eclesiásticos y laicos, personas sencillas y cultas. A todos los acogía con celo; sabía escucharles; les decía palabras de sabia guía espiritual, e infundía en su corazón una gran serenidad interior. Para todos era un padre y un hermano, un instrumento de la gracia divina y, sobre todo, un puente entre la infinita misericordia de Dios y la desconcertante miseria humana.

[...]

El testimonio del padre Pío es [...] un desafío para los creyentes, para que sean cada vez más conscientes de que la verdadera alegría se conquistará en la eternidad, pero que ya en esta tierra podemos vivirla anticipadamente si permanecemos unidos en el Señor. No hay alegría verdadera y duradera sin Dios. Quien busca a Dios encuentra siempre la felicidad, pero quien busca la felicidad no siempre encuentra a Dios.

[...]

El padre Pío trajo la paz a miles de conciencias turbadas por el pecado, dando su vida, participando en su propia carne en los padecimientos de Cristo redentor:  "varón de dolores, que conoce el sufrimiento", como nos ha recordado el profeta Isaías en la primera lectura.

 

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