LA FAMILIA EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA por el Cardenal William J. Levada
Congreso Teológico-pastoral internacional sobre la familia Valencia, España
Deseo expresar mi más profunda gratitud al Pontificio Consejo para la Familia por el don de este Congreso Teológico-pastoral Internacional sobre la familia. En particular, agradezco a su Eminencia el Señor Cardenal Alfonso López Trujillo, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, por su visión y trabajo preparatorio que ha permitido la realización de este encuentro de fe, para reflexionar sobre diversos aspectos de la familia, tal como se presentan en este programa. Y especialmente le agradezco por invitarme a participar con la exposición del tema "La Familia en el Catecismo de la Iglesia Católica." Cuando el Cardenal López Trujillo me pidió que hablara sobre este tema, acepté de inmediato: como miembro del comité de redacción del Catecismo, he tratado con él, por así decir, durante los últimos veinte años de mi vida. Espero por eso poder ofrecerles aquí, esta mañana, reflexiones útiles, en el contexto de este Congreso cuya materia general es “La Transmisión de la Fe en la Familia”. Para cumplir esta tarea, he decidido seguir tres pasos. Ante todo, quisiera hablar del Catecismo en sí mismo, no solamente porque una obra “nacida” hace catorce años, puede que no sea bien conocida por todos los presentes, sino también porque he tratado yo mismo de responder a esta pregunta: ¿de qué les sirve el Catecismo a las personas que se preocupan hoy por la familia y están comprometidas con el apostolado familiar? En segundo lugar, quisiera, también, poner de relieve el puesto que ocupa la familia en la doctrina de la fe de la Iglesia: pues para eso fue diseñado el Catecismo, para dar una visión exhaustiva de lo que creemos como católicos; o dicho de otra forma, lo que la Iglesia Católica cree, y como Madre amorosa invita a sus hijos, niños y adultos, a creer y vivir. Y en tercer lugar, espero poder mostrar que el Catecismo, en sí mismo, al igual que su Compendio, recientemente publicado, debe estar indispensablemente presente en cada hogar católico, para que cada familia pueda cumplir la misión que tiene en el plan de Dios como “Iglesia doméstica”. El Catecismo de la Iglesia Católica El Papa Pablo VI llamó al Concilio Vaticano II el "Catecismo de nuestro tiempo". Sus dieciséis documentos constituyen un tesoro tan abundante y rico de enseñanzas que, no obstante hayan trascurrido cuarenta y un años de la conclusión del Concilio, una de las tareas principales de la Iglesia sigue siendo el estudio y aplicación de sus enseñanzas. Los temas centrales del Concilio, tal cual se expresan en sus cuatro documentos principales, las Constituciones sobre la Divina Revelación, la Sagrada Liturgia, la Iglesia en sí misma y la Iglesia en relación con el mundo actual, representan un desafío muy importante. Se trata de integrar sus nuevas perspectivas en la fe y vida de la Iglesia Católica, al final del segundo milenio del Cristianismo. En 1985, veinte años después de la clausura del Concilio, el Papa Juan Pablo II convocó una asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos para evaluar la implementación del Concilio. Una de las conclusiones más importantes del Sínodo fue el reconocimiento de la necesidad de un nuevo Catecismo para ayudar a superar la confusión creada por las interpretaciones divergentes del Concilio que estaban en boga. Se pensó entonces que el Catecismo ayudaría a la Iglesia, difundida en todo el mundo, en su misión de evangelización y catequesis, proporcionando un lenguaje común para la expresión de la fe católica. Esta es una de las recomendaciones que el Sínodo hizo al Papa Juan Pablo II: “Son numerosos los que han expresado el deseo de que se elabore un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto en materia de fe como de moral, para que sirva casi como punto de referencia para los catecismos o compendios que se preparan en las diversas regiones. La presentación de la doctrina debe ser bíblica y litúrgica, y ha de ofrecer una doctrina sana y adaptada a la vida actual de los cristianos”.[1] Para realizar esta tarea, el Papa Juan Pablo II nombró una Comisión de 12 Cardinales y Obispos, y designó al Cardinal Joseph Ratzinger, en aquel momento Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como su presidente. La Comisión, a su vez, nombró un Comité de siete Obispos, encargado de supervisar la redacción del borrador. Fue un privilegio para mí el haberme desempeñado como uno de estos obispos. Entre nosotros también estuvo Su Excelencia, Don José Manuel Estepa Llaurens, por entonces Ordinario Militar de España. Recuerdo con mucho aprecio sus ricos aportes a la composición del Catecismo, durante los intensos siete años de trabajo. Para la confección de este nuevo Catecismo, la Comisión decidió asumir desde el principio una estructura inspirada en la tradición de los grandes catecismos, en particular la del Catecismo del Concilio de Trento. Ese texto, también conocido como "Catecismo Romano" había sido preparado por una Comisión encabezada por el gran Arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo, y fue publicado por el Papa San Pío V en 1566. A la luz de tan importante documento, el nuevo Catecismo erige la catequesis sobre los cuatro "pilares" que sostienen la fe de la Iglesia: el primer pilar es la profesión de fe, o sea, el Credo; el segundo pilar es la celebración del misterio cristiano, o sea, la sagrada Liturgia, con los sacramentos en primer lugar; el tercer pilar es la vida en Cristo, expuesta a partir del Decálogo; y el cuarto pilar es la oración en la vida cristiana, modelada según la Oración del Señor, o sea, el Padre Nuestro. Esta estructura del Catecismo en cuatro partes presenta la fe de la Iglesia en modo exhaustivo y sistemático. El nuevo “Catecismo del Concilio Vaticano II” pasó por varios bosquejos, y fue enviado posteriormente a los Obispos de todo el mundo para una vasta consulta. ¡Más de 25.000 enmiendas o recomendaciones fueron enviadas al Comité! Menciono esto para ilustrar cómo la Comisión trató de ser fiel para asegurar que este Catecismo representara la enseñanza de los Obispos de la iglesia y del Concilio Vaticano II. La historia ha demostrado que esto se llevó a cabo de tal manera que ha manifestado elocuentemente tanto la colegialidad de los Obispos como la catolicidad de la Iglesia. Cuando fue terminado definitivamente, el Papa Juan Pablo II promulgó el Catecismo mediante la Constitución Apostólica Fidei Depositum, el 11 de octubre de 1992 con ocasión del trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II resaltó la importancia del nuevo Catecismo como instrumento de renovación y unidad en la Iglesia. El Santo Padre dijo que el Catecismo era un “servicio” que el Sucesor de Pedro ofrecía a toda la Iglesia: “es decir, el servicio de sostener y confirmar la fe de todos los discípulos del Señor Jesús (cf. Lucas 22, 32), así como fortalecer los lazos de unidad en la misma fe apostólica”.[2] Quisiera enfatizar el doble aspecto de la unidad a la que se refería el Santo Padre. Ante todo, el Catecismo ayuda a la Iglesia a asegurar la unidad de fe por la que Jesús mismo oró en la Última Cena, "que todos sean uno, Padre, como nosotros somos uno", una unidad que trasciende las enormes diferencias de culturas y lenguas, y permite a la Iglesia ser signo y sacramento de unidad de la familia humana creada por un solo Dios y Padre. En segundo lugar, esta unidad de la Iglesia hoy está acompañada por la consciencia que tienen los fieles de estar en comunión con los cristianos de todos los tiempo, desde la época de los Apóstoles hasta nuestros días. El Catecismo presenta los testimonios de la fe Apostólica desde la primera generación cristiana hasta hoy: en los textos sagrados, los escritos de los Padres de la Iglesia, las formulaciones de los Concilios Ecuménicos y del Magisterio de la Iglesia través de los siglos y la reflexión de los grandes teólogos, santos y místicos. En estos testimonios oímos los ecos de la fe inmutable de la Iglesia a través de todos los tiempos. La importancia del Catecismo, como síntesis auténtica del Magisterio de la Iglesia, puede comprenderse aún mejor a partir de la solemne afirmación del Papa Juan Pablo, cuando, en virtud de su autoridad apostólica, lo promulgó. Dijo entonces que el Catecismo era “una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, comprobada o iluminada por la sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio de la Iglesia. Yo lo considero un instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial, y una regla segura para la enseñanza de la fe. Ojalá sirva para la renovación a la que el Espíritu Santo incesantemente invita a la Iglesia de Dios, cuerpo de Cristo, peregrina hacia la luz sin sombras del Reino”.[3] La enseñanza del Catecismo sobre la familia La familia es con razón llamada la célula fundamental de la sociedad humana. De hecho, estamos acostumbrados a pensar en la familia como el lugar donde vivimos y transmitimos nuestra fe católica, sin poner demasiada atención en cómo ella misma responde a un preciso de salvación en Cristo, que Dios nos ha revelado en la Sagrada Escritura. El cuarto mandamiento La enseñanza de la Iglesia sobre la familia se encuentra en la parte que corresponde al tercer "pilar" del Catecismo. Allí se trata acerca de la vida en Cristo, y, en particular, sobre cómo aquello que Dios reveló en Jesús y nos donó El Cuarto Mandamiento nos dice, "Honra a tu padre y a tu madre." El Catecismo empieza por presentarnos la enseñanza de la tradición de la Iglesia: "El cuarto mandamiento encabeza la segunda tabla. Indica el orden de la caridad. Dios quiso que, después de Él, honrásemos a nuestros padres, a los que debemos la vida y que nos han transmitido el conocimiento de Dios. Estamos obligados a honrar y respetar a todos los que Dios, para nuestro bien, ha investido de su autoridad”.[4] Aquí vemos, en forma concreta, el paso del "amor a Dios" al "amor al prójimo", comenzando por la familia, sede del amor entre padres e hijos que el Catecismo llama "célula original de la vida social”.[5] "El cuarto mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con sus padres, porque esta relación es la más universal,” dice el Catecismo. Pero el cuarto mandamiento "se refiere también a las relaciones de parentesco con los miembros del grupo familiar. Exige que se dé honor, afecto y reconocimiento a los abuelos y antepasados. Finalmente se extiende a los deberes de los alumnos respecto a los maestros, de los empleados respecto a los patronos, de los subordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto a su patria, a los que la administran o la gobiernan”.[6] En el mundo de hoy, donde las cuestiones de orden público está muy a menudo enfocado hacia los derechos y libertad del individuo, el Catecismo trata al individuo como miembro de una familia, y a la familia en relación con la sociedad; habla de los deberes de los hijos y de los padres, de los ciudadanos y de las autoridades civiles. Enfatiza la dimensión social de la existencia humana, y suministra un antídoto importante contra la creciente visión fragmentaria, y fundamentalmente antisocial, de la humanidad. El Catecismo remarca un aspecto importante cuando nos recuerda que el cuarto mandamiento "presenta" – establece el fundamento – para los mandamientos subsiguientes, que se ocupan del respeto a la vida [no matarás], del matrimonio [no cometerás adulterio], de los bienes temporales [no robarás], y de la palabra [No darás testimonio falso contra tu prójimo]." Es decir, el cuarto mandamiento "constituye uno de los fundamentos de la doctrina social de la Iglesia”.[7] Matrimonio y familia en el plan de Dios Uno de los grandes desafíos de los últimos tiempos, es el intento, en sociedades secularizadas, de cambiar las leyes que, durante siglos, incluso milenios, han reconocido el plan de Dios para el matrimonio y la familia como se presenta en el orden de la Creación, y que constituye un patrimonio común para toda la humanidad gobernada por la ley natural. Este hecho viene confirmado por la revelación que Dios hizo sobre la creación, el matrimonio y la familia, desde los primeros capítulos del libro del Génesis, al inicio de la Biblia. Allí leemos: “creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla»” (Génesis 1, 26-28). Y en otro sitio leemos: “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Génesis 2, 24). He aquí la base de la enseñanza de la Iglesia que el Catecismo presenta citando al Concilio Vaticano II: “el mismo Dios es el autor del matrimonio”.[8] El Catecismo llega a decir, “la vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador”.[9] Y más adelante dice, “Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental”.[10] Por esta razón la Iglesia ha enseñado siempre la importancia de la familia como la unidad fundamental de la estructura de la sociedad: “La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad”.[11] Por lo tanto, debido a que la familia “es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella”.[12] Porque el matrimonio y la familia tienen su base en el orden creado, confirmado por la Revelación explícita de Dios, la Iglesia se opone necesariamente a la aprobación de leyes humanas que abandonen o anulen este orden, tales como el caso de las leyes que reconocen los “matrimonios” entre personas del mismo sexo o también los “matrimonios” polígamos. Las leyes humanas y las decisiones judiciales que no respeten esta enseñanza fundamental inmutable son contrarias a la ley de Dios, y deben ser consideradas, con toda razón, injustas. En circunstancias como éstas, podría ser útil recordar la enseñanza del Catecismo acerca de los deberes de los ciudadanos con respecto a las leyes injustas, ilustrados desde la perspectiva del cuarto mandamiento: “el ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22,21). «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5, 29)”.[13] Es particularmente importante, hoy en día, que los esposos y padres conozcan la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia para poder dar su legítimo aporte a la vida política de la sociedad en la que viven. Es parte de la vocación de la familia cristiana contribuir efectivamente a la creación de una sociedad con leyes justas.[14] Para esta tarea el Catecismo constituye una ayuda indispensable. El Catecismo en la vida de la familia El Catecismo nos dice: “en la creación del mundo y del hombre, Dios ofreció el primero y universal testimonio de su amor todopoderoso y de su sabiduría, el primer anuncio de su «designio benevolente» que encuentra su fin en la nueva creación en Cristo”.[15] Aquí vemos la verdad fundamental según la cual, en el plan de Dios, la creación misma está ordenada a la redención. Por lo tanto, la familia, como realidad creada, encuentra su pleno significado sólo como familia cristiana, como comunidad para la cual Jesucristo mismo es el único Salvador. Jesús hace de esta comunidad un instrumento de su propia obra salvífica en favor de la humanidad. El Catecismo destaca esta realidad al citar la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio sobre la familia: “«La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso... puede y debe decirse Iglesia doméstica»”.[16] El ver a la familia como Iglesia “en miniatura”, y el llamarla “familia de Dios”, son ideas que han estado presentes desde los primeros siglos del Cristianismo. San Pablo, en la Carta a los Efesios, trata el misterio de la Iglesia en relación al matrimonio y a la familia. En ella insta a que la relación entre marido y mujer imite el amor sacrificial de Cristo por la Iglesia. En este mismo sentido el Catecismo afirma que “el sacramento del matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna”.[17] La familia tiene una vocación alta en la Iglesia. Por eso el Catecismo dice que ya que la familia es una “comunión de personas”, es “reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.” Además de esta imagen Trinitaria, la familia, en “su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Está llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera”.[18] Vivir la vocación de “iglesia doméstica” no es seguramente ninguna tarea fácil. Por esta razón quisiera ahora invertir el título que me fue asignado para esta charla, o sea, “La Familia en el Catecismo de la Iglesia Católica”, para sugerir que el Catecismo podría ser una herramienta sumamente útil para la familia en la realización de su vocación y misión. En primer lugar, el Catecismo mismo ha recibido un nuevo acompañante para servir mejor a las familias. Me refiero al recién publicado “Compendio” del Catecismo que presenta todas las enseñanzas del Catecismo en forma de preguntas y respuestas para hacerlo más accesible. Su contenido está sacado del Catecismo, y hace referencia a éste para un tratamiento más completo de cada pregunta. Así se presenta como particularmente útil para los padres, que son los “primeros catequistas” de sus hijos. Y cuando, en los padres e hijos crezca la gratitud por la belleza del plan salvífico de Dios y vean su verdad más claramente, estarán mejor preparados, no sólo para ser los testigos vivos que, como miembros de toda familia cristiana, están llamados a ser, sino también para transformar el orden social. Sólo entonces podrán colaborar más eficazmente con sus conciudadanos en la creación de un nuevo orden mundial, basado en la justicia, el amor, la paz y la libertad. Además, el Catecismo y su nuevo Compendio, pueden servir como instrumento para una pastoral familiar más eficaz. Hoy en día muchas familias han encontrado apoyo y formación cristiana en los Nuevos Movimientos Eclesiales surgidos durante el siglo pasado. Lamentablemente, con frecuencia, la célula fundamental de la vida pastoral de la Iglesia, o sea, la parroquia, no presta una asistencia suficientemente eficaz a las familias para vivir su importante vocación en medio de un mundo cada vez más secularizado. En este sentido el Catecismo y el nuevo Compendio son herramientas que pueden ayudar a las familias a profundizar en el conocimiento de la fe, para realizar así los ideales contenidos en las virtudes como estilo de vida “en Cristo”, animándose y apoyándose mutuamente para vivir con amor su fe cristiana, con verdadero espíritu apostólico y misionero. ¡Queridos amigos! Todos estamos experimentando cómo, en nuestra sociedad secularizada, la transmisión de la fe en la familia se hace cada vez más difícil. Por esa misma razón la atención a la familia es importante y urgente. Hablando de este gran desafío, el Papa Benedicto XVI ha dicho en días pasados: “Precisamente en esta situación todos, especialmente nuestros muchachos, adolescentes y jóvenes, necesitan vivir la fe como alegría, gustar la serenidad profunda que brota del encuentro con el Señor. En la encíclica Deus caritas est escribí: «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1). La fuente de la alegría cristiana es esta certeza de ser amados por Dios, amados personalmente por nuestro Creador, por Aquel que tiene en sus manos todo el universo y que nos ama a cada uno y a toda la gran familia humana con un amor apasionado y fiel, un amor mayor que nuestras infidelidades y pecados, un amor que perdona… Queridos hermanos y hermanas, esta certeza y esta alegría de ser amados por Dios debe hacerse de algún modo palpable y concreta para cada uno de nosotros, y sobre todo para las nuevas generaciones que están entrando en el mundo de la fe”.[19] Ambos, el Catecismo y su Compendio, pueden ayudar a las familias y a cada uno de nosotros, a descubrir la belleza de la fe católica y vivirla gozosamente, para transmitirla a las nuevas generaciones, a los padres y madres del mañana. [1] Relación final del Sínodo extraordinario, 7 de diciembre de 1985, II, B, a, n. 4; Enchiridion Vaticanum, vol. 9, p. 1.758, n. 1797. [2] Juan Pablo II, Constitución Apostólica Fidei Depositum, n. 4.[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2197. [8] Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 48. [9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603. [14] Cfr. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, n. 44. [15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 315. [19] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea eclesial de la diócesis de Roma, 5 de junio de 2006.
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