COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL EN BUSCA DE UNA ÉTICA UNIVERSAL:
II. La percepción de los valores morales comunes
III. Los fundamentos teóricos de la ley natural
IV. La ley natural y la sociedad
V. Jesucristo, cumplimiento de la ley natural
1. ¿Existen valores morales objetivos capaces de unir a los hombres y de proporcionales paz y bienestar? ¿Qué valores son? ¿Cómo se pueden discernir? ¿Cómo se pueden poner en práctica en la vida de las personas y de las comunidades? Estas cuestiones perennes acerca del bien y del mal son hoy más urgentes que nunca en cuanto que los hombres han tomado conciencia de que forman una única comunidad mundial. Los grandes problemas que se plantean hoy a los hombres tienen además una dimensión internacional, planetaria, puesto que las posibilidades técnicas de comunicación favorecen una interacción creciente entre las personas, las sociedades y las culturas. Un acontecimiento local puede tener una repercusión casi inmediata en todo el planeta. De esta manera surge la conciencia de una solidaridad global que encuentra su último fundamento en la unidad del género humano. Esta solidaridad se traduce en un sentido de responsabilidad mundial. Asimismo, la cuestión del equilibrio ecológico, de la protección del medio ambiente, de los recursos y del clima se ha convertido en una preocupación importante que interpela a toda la humanidad y cuya solución desborda ampliamente los marcos nacionales. También, las amenazas que el terrorismo, el crimen organizado y las nuevas formas de violencia y de opresión infligen sobre las sociedades tienen una dimensión mundial. Los acelerados desarrollos de la biotecnología, que con frecuencia amenazan la identidad misma del hombre (manipulaciones genéticas, donación...) piden con urgencia una reflexión ética y política de dimensiones universales... En este contexto, la búsqueda de valores éticos comunes es un tema actual, 2. Gracias a su sabiduría, su generosidad y a veces incluso mediante su heroísmo, hombres y mujeres dan testimonio real de estos valores éticos comunes. La admiración que suscitan en nosotros es signo de una primera captación espontánea de valores morales. La reflexión de académicos y científicos sobre las dimensiones culturales, políticas, económicas, morales y religiosas de nuestra existencia social alimenta esta reflexión sobre el bien común de la humanidad. También los artistas, mediante la manifestación de la belleza, actúan contra la pérdida del sentido y a favor de la renovación de la esperanza de los hombres. Asimismo, hay políticos que trabajan con energía y creatividad para poner en práctica programas para erradicar la pobreza y para proteger las libertades fundamentales. Es muy importante también el testimonio perseverante de los representantes de las religiones y de las tradiciones espirituales que quieren vivir a la luz de la verdad última y del bien absoluto. Todos contribuyen, cada uno a su manera y mediante una comunicación recíproca, a promover la paz, un orden político más justo, al reparto equitativo de la riqueza, al respeto del medio ambiente, de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales. Sin embargo, estos esfuerzos solo pueden tener éxito si las buenas intenciones se apoyan en un sólido acuerdo básico en cuanto a los bienes y a los valores que representan las más profundas aspiraciones del hombre, tanto en su aspecto individual como comunitario. Solo el reconocimiento y la promoción de estos valores éticos puede contribuir a la construcción de un mundo más humano. 3. La búsqueda de este lenguaje ético común concierne a todos los hombres. Para los cristianos se relaciona de una manera misteriosa con la actuación del Verbo de Dios «la luz verdadera, que alumbra a todo hombre» (Jn 1,9) y con la actuación del Espíritu Santo que hace brotar en los corazones «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Gál 5,22s). La comunidad cristiana que comparte «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de este tiempo» y «se reconoce real e íntimamente solidaria con el género humano y su historia»[1] no puede sustraerse a esta responsabilidad común. Iluminados por el Evangelio, comprometidos en un diálogo paciente y respetuoso con todos los hombres de buena voluntad, los cristianos participan en la búsqueda común de valores humanos que se deben promover: «todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta» (Flp 4,8). Saben que Jesucristo «nuestra paz» (Ef 2,14), que ha reconciliado a todos los hombres con Dios mediante su cruz, es el principio de unidad más profundo hacia el cual el género humano está llamado a confluir. 4. La búsqueda de un lenguaje ético común es inseparable de una experiencia de conversión, mediante la que personas y comunidades se apartan de las fuerzas que tratan de aprisionar al hombre en la indiferencia o le mueven a levantar barreras contra el otro o contra el extraño. El corazón de piedra —frío, inerte e indiferente ante la suerte del prójimo y de la especie humana— se debe transformar bajo la acción del Espíritu, en un corazón de carne[2], sensible a las invitaciones de la sabiduría, a la compasión, al deseo de paz y a la esperanza para todos. Esta conversión es la condición de un verdadero diálogo. 5. No faltan en nuestros días tentativas para determinar una ética universal. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, la comunidad de naciones, sacando consecuencias de la estrecha complicidad que se había dado entre el totalitarismo y el positivismo jurídico, determinó en la Declaración universal de los derechos del hombre (1948) derechos inalienables de la persona humana que van más allá de las leyes positivas del Estado y que deben servir como referencia y norma para esas leyes. Estos derechos no son simplemente concedidos por el legislador: son declarados, es decir, su existencia objetiva, anterior a la decisión del legislador, simplemente se hace patente. Nacen, en efecto, del «reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana» (Preámbulo). La Declaración universal de los derechos del hombre es una de las más hermosas adquisiciones de la historia moderna. Es «una de las expresiones más importantes de la conciencia humana en nuestros días»[3] y ofrece una base sólida para promover un mundo más justo. Sin embargo, los resultados no siempre han estado a la altura de las expectativas. Algunos países han rechazado la universalidad de estos derechos, considerados demasiado occidentales, lo que mueve a buscar una formulación más amplia. Por otra parte, ha contribuido no poco a devaluarlos una cierta propensión a multiplicar los derechos del hombre en función de deseos desordenados del individuo consumista o en función de reivindicaciones sectoriales en lugar de tener en cuenta las exigencias objetivas del bien común de la humanidad. La multiplicación de los procedimientos y regulaciones jurídicas, si está desconectada del sentido moral de los valores que trasciende los intereses particulares, conduce a su hundimiento, lo cual, en definitiva, solo favorece a los intereses de los más poderosos. Por encima de todo se manifiesta una tendencia a reinterpretar los derechos del hombre separándolos de su dimensión ética y racional, que constituye su Fundamento y su finalidad, en beneficio de un mero legalismo utilitarista[4]. 6. Para explicitar el fundamento ético de los derechos del hombre, algunos han tratado de elaborar una «ética mundial» en el marco de un diálogo entre las culturas y las religiones. La «ética mundial» designa el conjunto de valores obligatorios fundamentales que constituyen como fruto de los siglos el tesoro de la experiencia humana, Se encuentra en todas las grandes tradiciones religiosas y filosóficas[5]. Este proyecto, digno de consideración, es una significativa muestra de la necesidad actual de una ética que tenga una validez universal y global. Sin embargo, la búsqueda puramente inductiva, al modo de los parlamentos, de un consenso mínimo ya existente, ¿satisface las exigencias de fundamentar el derecho en el absoluto? Por otra parte, esta ética mínima, ¿no lleva a relativizar las fuertes exigencias éticas de cada religión o sabiduría particular? 7. Después de muchos decenios, la cuestión de los fundamentos éticos del derecho y de la política ha sido prácticamente puesta entre paréntesis por algunos sectores de la cultura contemporánea. Con la excusa de que toda pretensión de una verdad objetiva y universal sería una fuente de intolerancia y de violencia, y de que solo el relativismo podría salvaguardar el pluralismo de los valores y la democracia, se hace la apología del positivismo jurídico, que rechaza la referencia a un criterio objetivo, ontológico, de lo que es justo. Bajo esta perspectiva, el horizonte último del derecho y de la norma moral es la ley en vigor, que se considera justa por definición puesto que es la expresión de la voluntad del legislador. Pero esto es abrir el camino a la arbitrariedad del poder, a la dictadura de la mayoría numérica de la población y a la manipulación ideológica, en detrimento del bien común. «En la ética y la filosofía actual del derecho, los postulados del positivismo jurídico están ampliamente presentes. La consecuencia es que la legislación se convierte con frecuencia en un compromiso entre diversos intereses; se intenta transformar en derechos, intereses o deseos privados que se oponen a los deberes que nacen de la responsabilidad social»[6]. Pero el positivismo jurídico es claramente insuficiente, pues el legislador solo puede actuar legítimamente dentro de ciertos límites que nacen de la dignidad de la persona humana y está al servicio de lo que es auténticamente humano. Así, el legislador no puede abandonar la determinación de lo que es humano a criterios extrínsecos y superficiales, como lo haría, por ejemplo, si legitima de por sí todo lo que es realizable en el campo de la biotecnología. En pocas palabras, debe actuar de una manera éticamente responsable. La política no puede hacer abstracción de la ética, ni las leyes civiles ni el orden jurídico de una ley moral superior. 8. En este contexto en el que la referencia a valores objetivos absolutos reconocidos universalmente se ha hecho problemática, algunos, con el deseo de dar en cualquier caso una base racional a las decisiones éticas comunes, proponen una «ética de la discusión» en línea con una comprensión «dialógica» de la moral. La ética de la discusión consiste en no utilizar en el debate ético más que aquellas normas a las cuales pueden dar su asentimiento todos los participantes a los que afectan, renunciando a comportamientos «estratégicos» orientados a imponer el propio punto de vista. De este modo se puede determinar si una regla de conducta y de acción o un comportamiento son morales porque, poniendo entre paréntesis los condicionamientos culturales e históricos, el principio de discusión ofrece una garantía de universalidad y racionalidad. La ética de la discusión se interesa sobre todo en el método mediante el cual, gracias al debate, los principios y las normas éticas se ponen a prueba y se convierten en obligatorias para todos los participantes. Es esencialmente un procedimiento para comprobar el valor de las normas propuestas, pero no puede producir nuevos contenidos sustanciales. La ética de la discusión es, pues, una ética puramente formal que no se refiere a las orientaciones morales de fondo. También corre el riesgo de limitarse a una búsqueda de compromisos. Ciertamente el diálogo y el debate siempre son necesarios para lograr un acuerdo realizable sobre la aplicación concreta de las normas morales en una situación dada, pero no debería marginar la conciencia moral. Un verdadero debate no reemplaza las convicciones morales personales, sino que las supone y las enriquece. 9. Conscientes de lo que hoy en día está en juego respecto a esta cuestión, querríamos invitar en este documento a todos los que se preguntan sobre los fundamentos últimos de la ética, así colijo del orden moral y jurídico, a que consideren las posibilidades que encierra una presentación renovada de la doctrina de la ley natural. Esta afirma, en sustancia, que las personas y las comunidades humanas son capaces, a la luz de la razón, de discernir las orientaciones fundamentales de un actuar moral conforme a la misma naturaleza del sujeto humano y de expresarlas de manera normativa en forma de preceptos o mandamientos. Estos preceptos fundamentales, objetivos y universales, están llamados a fundar e inspirar el conjunto de las determinaciones morales, jurídicas y políticas que rigen la vida de los hombres y de las sociedades. Constituyen una instancia crítica permanente y garantizan la dignidad de la persona humana frente a las fluctuaciones de las ideologías. A lo largo de su historia, en la elaboración de su propia tradición ética, la comunidad cristiana, guiada por el Espíritu de Jesucristo y en un diálogo crítico con las tradiciones sapienciales que ha encontrarlo en su camino, ha asumido, purificado y desarrollarlo esta enseñanza sobre la ley natural como norma ética fundamental. Pero el cristianismo no tiene el monopolio de la ley natural. En efecto, basada en la razón común a todos los hombres, la ley natural es el fundamento de la colaboración entre todos los hombres de buena voluntad, sean cuales fueran sus convicciones religiosas. 10. Es cierto que la expresión «ley natural» en el contexto actual es fuente de numerosos malentendidos. A veces no hace sino evocar una sumisión resignada y totalmente pasiva a las leyes físicas de la naturaleza, mientras que el hombre busca sobre todo, con razón, controlar y orientar estos determinismos para su propio bien. A veces es presentada como un dato objetivo que se impondría desde el exterior a la conciencia personal, independientemente de la labor de la razón y de la subjetividad, y así es sospechosa de introducir una forma de heteronomía inaceptable para la dignidad de la persona humana libre. A veces, también, a lo largo de la historia, la teología cristiana ha justificarlo con mucha facilidad mediante la ley natural posiciones antropológicas que, posteriormente, se han mostrado condicionadas por el contexto histórico y cultural. Pero una comprensión más profunda de las relaciones entre el sujeto moral, la naturaleza y Dios, así como una mayor conciencia de la historicidad que afecta a las aplicaciones concretas de la ley natural, permite disipar estos malentendidos. También es importante hoy proponer la enseñanza tradicional de la ley natural en términos que manifiesten mejor la dimensión personal y existencial de la vida moral. Asimismo, hace falta insistir ante todo en el hecho de que la expresión de las exigencias de la ley natural es inseparable del esfuerzo de toda la comunidad humana para superar las tendencias egoístas y parciales y desarrollar una perspectiva global de «ecología de los valores», sin la cual la vida humana corre el riesgo de perder su integridad y su sentido de responsabilidad para el bien de todos. 11. La noción de ley natural asume muchos elementos comunes a las grandes corrientes sapienciales religiosas y filosóficas de la humanidad. En el primer capítulo, nuestro documento comienza evocando estas «convergencias». Sin pretender ser exhaustivo, indica que estas grandes corrientes sapienciales religiosas y filosóficas atestiguan la existencia de un patrimonio moral en gran medida común, que constituye la base para todo diálogo acerca de las cuestiones morales. Además, sugieren, de una manera o de otra, que este patrimonio explicita un mensaje ético universal inmanente a la naturaleza de las cosas y que los hombres son capaces de descifrar. El documento recuerda a continuación algunos pasos esenciales en el desarrollo histórico de la noción de ley natural y menciona ciertas interpretaciones modernas que están parcialmente en la raíz de las dificultades que nuestros contemporáneos experimentan ante esta noción. En el capítulo segundo («La percepción de los valores morales comunes») nuestro documento describe cómo, a partir de los datos más sencillos de la experiencia moral, la persona humana capta de manera inmediata ciertos bienes morales fundamentales y formula consiguientemente los preceptos de la ley, natural. Estos no constituyen, sin embargo, un código completo ya hecho de prescripciones intangibles, sino un principio permanente y normativo de inspiración al servicio de la vida moral concreta de la persona. El tercer capítulo («Los fundamentos de la ley natural»), al pasar de la experiencia común a la teoría, profundiza en los fundamentos filosóficos, metafísicos y religiosos, de la ley natural. Para responder a algunas objeciones contemporáneas precisa el papel de la ley natural en el actuar personal y se pregunta sobre la posibilidad de que la naturaleza constituya una norma moral. El cuarto capítulo («La ley natural y la sociedad») explicita la función reguladora de los preceptos de la ley natural en la vida política. La doctrina de la ley natural tiene ya coherencia y validez en el plano filosófico de la razón humana común a todos los hombres, pero en el quinto capítulo («Jesucristo, cumplimiento de la ley natural») muestra que alcanza todo su sentido dentro de la historia de la salvación: enviado por el Padre, Jesucristo es, en efecto, por su Espíritu, la plenitud de toda ley.
1.1. Las sabidurías y religiones del mundo 12. En las diversas culturas los hombres han elaborado y desarrollado de manera progresiva tradiciones sapienciales en las que expresan y transmiten su visión del mundo, así como su percepción refleja del lugar que ocupa el hombre en la sociedad y en el cosmos. Antes de cualquier teorización conceptual, estas sabidurías, que suelen ser de naturaleza religiosa, son el vehículo de una experiencia que identifica lo que favorece o lo que impide el pleno desarrollo de la vida personal y la buena marcha de la vida social. Constituyen una especie de «capital cultural» disponible para la investigación de una sabiduría común necesaria para responder a los desafíos éticos contemporáneos. Según la fe cristiana, estas tradiciones sapienciales, a pesar de sus límites e incluso a pesar de sus errores, captan un reflejo de la sabiduría divina que actúa en el corazón de los hombres. Requieren atención y respeto y pueden tener el valor de praeparatio evangelica. La forma y extensión de estas tradiciones pueden variar considerablemente. Atestiguan nada menos que la existencia de un patrimonio de valores morales comunes a todos los hombres, sea cual sea el modo en que estos valores son justificados dentro de una particular visión del mundo. Por ejemplo, la «regla de oro» («No hagas a otro lo que no quieras para ti»: Tob 4,15) se encuentra, bajo una forma u otra, en la mayoría de las tradiciones sapienciales[7]. Por otra parte, coinciden de manera general en reconocer que las grandes normas éticas no se imponen solamente a un grupo humano determinado, sino que tienen valor de manera universal para cada individuo y para todos los pueblos. Finalmente, muchas tradiciones reconocen que estos comportamientos morales universales son requeridos por la naturaleza misma del hombre: expresa el modo en el que el hombre se debe situar de forma creativa a la vez que armónica en un orden cósmico o metafísico que le supera y da sentido a su vida. Este orden está impregnado de una sabiduría inmanente. Contiene un mensaje moral que los hombres son capaces de descifrar. 13. En las tradiciones hindúes, el mundo —tanto el cosmos como las sociedades humanas— está regido por un orden o ley fundamental (dharma) que es necesario respetar, pues lo contrario comporta graves desequilibrios. El dharma define, pues, las obligaciones sociorreligiosas del hombre. De una manera específica, la enseñanza moral del hinduismo se comprende a la luz de las enseñanzas fundamentales de los Upanishads: la creencia en un ciclo indefinido de transmigraciones (samsara), junto con la idea según la cual las acciones buenas o malas cometidas durante la vida presente (karman) tienen una influencia sobre los sucesivos nacimientos. Estas enseñanzas tienen consecuencias importantes respecto al comportamiento de las personas entre sí: implican un alto grado de bondad y de tolerancia, el sentido de la acción desinteresada en beneficio de otros, así como la práctica de la no violencia (ahimsa). La corriente principal del hinduismo distingue dos grupos de textos: śruti (lo que es entendido, es decir, la revelación) y smrti (aquello de donde se recuerda, es decir, la tradición). Las prescripciones éticas se encuentran sobre todo en la smrti, de manera particular en los dharmaśastra (de los cuales los más importantes son los manava dharmaśastra o leyes de Manu, h. 200-100 a.C.). Además del principio básico según el cual «la costumbre inmemorial es la ley trascendente aprobada por la escritura santa y por los códigos de los legisladores divinos; consiguientemente, todo hombre, de las tres clases principales, que respete el espíritu supremo que está en él, debe conformarse siempre diligentemente con la costumbre inmemorial»[8] encontramos aquí un equivalente práctico a la regla de oro: «Te diré lo que es la esencia del mayor bien del ser humano. El hombre que practica la religión (dharma) de la no violencia (ahimsa) universal adquiere el mayor bien. Este hombre que domina las tres pasiones: la codicia, la ira y la avaricia, renunciando a ellas en relación a los seres, conseguirá el éxito [...] Este hombre que considera todas las criaturas como su “yo-para-sí” y las trata como su propio “yo”, deponiendo la vara del castigo y dominando completamente su ira, se asegurará la consecución de la bondad. [...] No se hará a otro lo que considera dañino para sí. Esta es brevemente la regla de la virtud [...] En el hecho de rehusar y de donar, en la abundancia y en la desgracia, en lo agradable y en lo desagradable, juzgará todas las consecuencias considerando su propio “yo”»[9]. Muchos preceptos de la tradición hindú pueden ponerse en paralelo con las exigencias del Decálogo[10]. 14. Se define generalmente el budismo por las cuatro «nobles verdades» enseñadas por Buda después de su iluminación: 1) la realidad es sufrimiento e insatisfacción; 2) el origen del sufrimiento es el deseo; 3) la desaparición del sufrimiento es posible (mediante la extinción del deseo); 4) existe un camino que conduce hacia la desaparición del sufrimiento. Este camino es el «noble sendero óctuple» que consiste en la práctica de la disciplina, de la concentración y de la sabiduría. En el plano ético, las acciones favorables se pueden resumir en los cinco preceptos (śila, sila): 1) no hacer daño a los seres vivientes ni eliminar la vida; 2) no tomar lo que no ha sido dado; 3) no tener una conducta sexual incorrecta; 4) no emplear palabras falsas o mentirosas; 5) no consumir productos tóxicos que disminuyan el dominio de sí. El altruismo profundo de la tradición budista, que se traduce en una deliberada actitud de no-violencia, mediante la benevolencia amistosa y la compasión, llega así a la regla de oro. 15. La civilización china está profundamente marcada por el taoísmo de Laozi o Lao-Tse (siglo VI a.C.). Según Lao-Tse, el Camino o Dao es el principio primordial, inmanente a todo el universo. Es un principio inaferrable de cambio permanente bajo la acción de dos polos contrarios y complementarios, el yin y el yang. Corresponde al hombre abrazarse a este proceso natural de transformación, dejarse llevar por el flujo del tiempo, gracias a la actitud de no actuar (wú-wéi). La búsqueda de la armonía con la naturaleza, indisociablemente material y espiritual, está en el corazón de la ética taoísta. En cuanto a Confucio (551-479 a.C.), «Maestro Kong», intenta, con ocasión de un período de crisis profunda, restaurar el orden respetando los ritos, apoyado en la piedad filial que debe estar presente en el corazón de toda la vida social. En efecto, las relaciones sociales toman como modelo las relaciones familiares. La armonía se consigue mediante una ética de la justa medida, en que la relación ritualizada (el li), que inserta al hombre en el orden natural, es la medida de todas las cosas. El ideal que se pretende en el ren, virtud perfecta de humanidad, constituida por el dominio de sí y la benevolencia para con el otro. «Mansedumbre (shu), ¿no es acaso la palabra clave? Lo que tú no quisieras que te hagan, no lo hagas tú a otros»[11]. La práctica de esta regla indica el camino del Cielo (Tian Dao). 16. En las tradiciones africanas la realidad fundamental es la misma vida. Es el más precioso bien, y el ideal del hombre consiste en vivir no solamente protegido de las preocupaciones hasta la vejez, sino ante todo que permanezca, incluso después de la muerte, una fuerza vital continuamente reforzada y vivificada en y mediante su descendencia. La vida es una experiencia dramática. El hombre, microcosmos dentro de un macrocosmos, vive intensamente el drama del enfrentamiento entre la vida y la muerte. La misión que se le encomienda de asegurar la victoria a la vida sobre la muerte orienta y determina todo su actuar ético. De esta manera el hombre debe identificar, en un horizonte ético consecuente, a los aliados de la vida, ganarles para su causa y asegurar de ese modo su supervivencia, que es al mismo tiempo la victoria de la vida. Este es el significado profundo de las religiones tradicionales africanas. La ética africana se muestra de este modo como una ética antropocéntrica y vital: los actos considerados como susceptibles de favorecer la eclosión de la vida, de protegerla, desarrollarla o aumentar el potencial vital de la comunidad, son, por ello, tenidos por buenos; un acto que se presume perjudicial para la vida de los individuos y las comunidades se considera malo. Así, las religiones tradicionales africanas aparecen esencialmente como antropocéntricas, pero una observación atenta pone de manifiesto que ni el papel reconocido al hombre viviente ni el culto a los ancestros es algo cerrado. Las religiones tradicionales africanas alcanzan su culminación en Dios, fuente de vida, creador de todo lo que existe. 17. El islam se comprende a sí mismo como la restauración de la religión natural original. Ve a Mahoma como el último profeta enviado por Dios para reconducir definitivamente a los hombres al verdadero camino. Pero Mahoma ha sido precedido por otros: «No hay comunidad donde no haya pasado un pregonero»[12]. El islam se atribuye una vocación universal y se dirige a todos los hombres, que son considerados corno «naturalmente» musulmanes. La ley islámica, que resulta a la vez y de manera inseparable comunitaria, moral y religiosa se entiende como una ley dada directamente por Dios. La ética musulmana es fundamentalmente una moral de la obediencia. Hacer el bien es obedecer los mandamientos; hacer el mal es desobedecerlos. La razón humana interviene para reconocer el carácter revelado de la Ley y para deducir las implicaciones jurídicas concretas. Ciertamente en el siglo IX la escuela mou’tazilita sostuvo la idea de que «el bien y el mal están en las cosas», es decir, que determinados comportamientos son buenos o malos en si mismos antes de la ley divina que los manda o los prohíbe. Los mou’tazilitas estimaban que el hombre podía mediante su razón conocer lo que es bueno o malo. Según ellos, el hombre sabe espontáneamente que la injusticia y la mentira son malas y que es obligatorio devolver un préstamo, alejar de sí un daño o mostrar agradecimiento a los benefactores, de los cuales el primero es Dios. Pero los ach’aritas, que dominan la ortodoxia sunnita, han mantenido una teoría contraria. Son partidarios de un ocasionalismo que no reconoce consistencia alguna a la naturaleza y estima que solo la revelación positiva de Dios define el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Entre las prescripciones de esta ley divina positiva con frecuencia retoman los grandes elementos del patrimonio moral de la humanidad y pueden ponerse en relación con el Decálogo[13]. 1.2. Las fuentes grecorromanas de la ley natural 18. La idea de que existe un derecho natural anterior a las determinaciones jurídicas positivas aparece ya en la cultura griega clásica con la figura ejemplar de Antígona, la hija de Edipo. Sus dos hermanos, Eteocles y Polinices, se han enfrentado por ocupar el poder y se han matado el uno al otro. Polinices, el rebelde, ha sido condenado a permanecer sin sepultura y a ser quemado sobre la hoguera. Pero, para cumplir con el deber de la piedad respecto al hermano muerto, Antígona apela, contra la prohibición de la sepultura establecida por el rey Creonte, «a las leyes no escritas e inmutables». CREONTE: Y así pues, ¿te has atrevido a transgredir mis leyes? ANTÍGONA: Sí, porque no ha sido Zeus quien las ha proclamado, ni la justicia que habita con los dioses de regiones inferiores; ni él ni ella las han establecido entre los hombres. 19. Platón y Aristóteles retoman la distinción realizada por los sofistas entre leyes que tienen su origen en un acuerdo, es decir, en una pura decisión positiva (thesis), y las que tienen valor «por naturaleza». Las primeras ni son eternas ni válidas de un modo general y no obligan a todos. Las segundas obligan a todo el mundo, siempre y en todas partes[15]. Algunos sofistas, como Calicles del Gorgias de Platón, recurrían a esta distinción para discutir la legitimidad de las leyes establecidas por las sociedades humanas. A estas leyes les oponía su idea, estrecha y errónea, de naturaleza, reducida al mero componente físico. De este modo, contra la igualdad política y jurídica de los ciudadanos en la polis, preconizaban lo que les parecía como la más evidente de las «leyes naturales»: el más fuerte debe dominar al más débil[16]. 20. No hay nada de esto en Platón ni en Aristóteles. No oponen derecho natural y leyes positivas de la polis. Están convencidos de que las leyes de la polis en general son buenas y constituyen la realización, más o menos conseguida, de un derecho natural que es conforme a la naturaleza de las cosas. Para Platón, el derecho natural es un derecho ideal, una norma para los legisladores y los ciudadanos, una regla que permite fundamentar y valorar las leyes positivas[17]. Para Aristóteles, esta norma suprema de la moralidad corresponde a la realización de la forma esencial de la naturaleza. Es moral lo que es natural. El derecho natural es invariable; el derecho positivo cambia según los pueblos y las diferentes épocas. Pero el derecho natural no se sitúa en un más allá del derecho positivo. Se encarna en el derecho positivo, que es la aplicación de la idea general de la justicia a la vida social en su diversidad. 21. En el estoicismo, la ley natural se convierte en el concepto clave de una ética universalista. Es bueno y debe ser hecho lo que corresponde a la naturaleza, entendida en un sentido a la vez físico-biológico y racional. Todo hombre, sea cual sea la nación a la que pertenezca, debe integrarse como una parte en el Todo del universo. Debe vivir conforme a la naturaleza[18]. Este imperativo presupone que existe una ley eterna, un Logos divino que está presente tanto en el cosmos, al que impregna de racionalidad, como en la razón humana. Así, para Cicerón la ley es «la razón suprema incluida en la naturaleza que nos manda lo que se debe hacer y nos prohíbe lo contrario»[19]. Naturaleza y razón constituyen las dos fuentes de nuestro conocimiento de la ley ética fundamental, que es de origen divino. 1.3. Enseñanza de la Sagrada Escritura 22. El don de la Ley en el Sinaí, cuyo centro son las «Diez Palabras», es un elemento esencial de la experiencia religiosa de Israel. Esta Ley de alianza conlleva preceptos éticos fundamentales. Definen el modo en el que el pueblo elegido debe responder mediante la santidad de su vida a la elección de Dios: «Di a la comunidad de los israelitas: "Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo"» (Lev 19,2). Pero estos comportamientos éticos son también válidos para otros pueblos, de manera que Dios pedirá cuentas a las naciones extranjeras que violan la justicia y el derecho[20]. Dios ya había realizado en la persona de Noé una alianza con la totalidad del género humano que implicaba de manera particular el respeto a la vida (Gén 9)[21]. De un modo más fundamental, la misma creación se presenta como el acto mediante el que Dios estructura el conjunto del universo al darle una ley: «Alaben [los astros] el nombre del Señor, / porque él lo mandó, y existieron. / Les dio consistencia perpetua / y una ley que no pasará» (Sal 148, 5s). Esta obediencia de las criaturas a la Ley de Dios es un modelo para los hombres. 23. Junto a los textos que se refieren a la historia de la salvación, con los temas teológicos principales de la elección, de la promesa, de la Ley y de la alianza, la Biblia contiene también una literatura sapiencial que no se ocupa directamente de la historia nacional de Israel, sino que trata del lugar del hombre en el mundo. Desarrolla la convicción de que existe una manera correcta y «sabia» de hacer las cosas y conducir la propia vida. El hombre se debe dedicar a buscarla y a continuación debe esforzarse para ponerla en práctica. Esta sabiduría no se encuentra tanto en la historia como en la naturaleza y en la vida cotidiana[22]. En esta literatura, la sabiduría se suele presentar como una perfección divina, a veces hipostasiada. Se manifiesta de una manera sorprendente en la creación, de la que es «artífice» (Sab 7,21). La armonía que reina entre las criaturas da testimonio de ella. De muchas maneras el hombre es hecho partícipe de esta sabiduría que viene de Dios. Esta participación es un don de Dios que se debe pedir en la oración: «Por eso, supliqué y me fue dada la prudencia, / invoqué y vino a mí el espíritu de sabiduría» (Sab 7,7). También es fruto de la obediencia a la Ley revelada. En efecto, la Torá es como la encarnación de la sabiduría. «Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, / y el Señor te la concederá.» (Eclo 1,26s). Pero la sabiduría es también el resultado de una observación sagaz de la naturaleza y de las costumbres humanas cuyo objetivo es descubrir su inteligibilidad inmanente y su valor ejemplar[23]. 24. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo ha predicado el acontecimiento del reino como manifestación del amor misericordioso de Dios que se hace presente en medio de los hombres a través de su propia persona y les invita a la conversión y a una respuesta libre de amor. Esta predicación no puede dejar de tener consecuencias para la ética, respecto al modo de construir el mundo y las relaciones humanas. En su enseñanza moral, de la cual el sermón de la montaña es un compendio admirable, Jesús retoma la regla de oro: «Así, pues, todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12)[24]. Este precepto positivo completa la formulación negativa de la misma regla en el Antiguo Testamento: «No hagas a otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15)[25]. 25. Al comienzo de la Carta a los Romanos el apóstol Pablo, para manifestar la necesidad universal de la salvación que trae Cristo, describe la situación religiosa y moral común a todos los hombres. Afirma la posibilidad de un conocimiento natural de Dios: «Porque lo que de Dios puede conocerse les resulta manifiesto, pues Dios mismo se lo manifestó. Pues lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras» (Rom 1,19s)[26]. Pero este conocimiento se ha pervertido, convirtiéndose en idolatría. Al situar a judíos y gentiles en el mismo plano, san Pablo afirma la existencia de una ley moral no escrita que se encuentra inscrita en los corazones[27]. Esta ley permite discernir por uno mismo el bien y el mal: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos, aun sin tener ley, son para sí mismos ley. Esos tales muestran que tienen escrito en sus corazones la exigencia de la ley; contando con el testimonio de la conciencia y con sus razonamientos internos contrapuestos, unas veces de condena y otras de alabanza» (Rom 2,14s). Por lo tanto, el conocimiento de la ley no basta por sí solo para mantenerse en un camino justo[28]. Estos textos de san Pablo tuvieron un influjo determinante en la reflexión cristiana relativa a la ley natural. 1.4. Los desarrollos de la tradición cristiana 26. Para los Padres de la Iglesia, el seguir la naturaleza (sequi naturam) y el seguimiento de Cristo (sequela Christi) no se oponen. Por el contrario, toman generalmente la idea estoica según la cual la naturaleza y la razón nos indican cuales son nuestros deberes morales. Seguirlos es seguir al Logos personal, al Verbo de Dios, La doctrina de la ley natural proporciona una base para completar la moral bíblica. Además, permite explicar por qué los paganos, independientemente de la revelación bíblica, poseen una concepción moral positiva. Esto les viene indicado por la naturaleza y se corresponde con las enseñanzas de la Revelación: «De Dios proceden la ley de la naturaleza y la ley de la revelación, que no son más que una»[29]. Sin embargo, los Padres de la Iglesia no adoptan sin más pura y simplemente la doctrina estoica. La modifican y la desarrollan. Por una parte, la antropología bíblica que considera al hombre como imago Dei, cuya verdad plena es manifestada por Jesucristo, impide reducir la naturaleza humana a un simple elemento del cosmos: la persona humana está llamada a la comunión con el Dios vivo, trasciende el cosmos en el que se integra. Por otra parte, la armonía de la naturaleza y de la razón no se apoya sobre el planteamiento inmanentista de un cosmos panteísta, sino sobre la referencia común a la sabiduría trascendente del Creador. Comportarse de modo conforme a la razón conduce a seguir las orientaciones que Cristo, como Logos divino, ha depositado mediante los logoi sparmatikoi en la razón humana. Es muy significativa la definición de san Agustín: «La ley eterna es la razón divina o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»[30]. Más exactamente, para san Agustín, las normas de la vida recta y de la justicia están expresadas en el Verbo de Dios, que las imprime en el corazón del hombre «a la manera de un sello que de un anillo pasa a la cera, pero sin dejar el anillo»[31]. Por otra parte, según los Padres, la ley natural está incluida en el marco de una historia de salvación que nos lleva a distinguir diferentes estados de la naturaleza (naturaleza original, naturaleza caída, naturaleza restaurada), en los cuales la ley natural se realiza de modo diferente. Esta doctrina patrística de la ley natural se transmitió a la Edad Media, así como la noción, bastante parecida de «derecho de gentes» (ius gentium), según la cual, además del derecho romano (ius civile), hay principios universales de derecho que regulan las relaciones entre los pueblos y son obligatorios para todos[32]. 27. En la Edad Media, la doctrina de la ley natural alcanza una cierta madurez y adquiere una forma «clásica» que constituye el fondo de todas las discusiones posteriores. Se caracteriza por cuatro rasgos. En primer lugar, conforme a la naturaleza del pensamiento escolástico que trata de descubrir la verdad allí donde se encuentre, asume las reflexiones anteriores sobre la ley natural, paganas o cristianas, y trata de proponer una síntesis de las mismas. En segundo lugar, de acuerdo con la naturaleza sistemática del pensamiento escolástico, sitúa la ley natural en un marco metafísico y teológico general. La ley natural se entiende como una participación de la criatura racional en la ley divina eterna, gracias a la cual entra de manera consciente y libre en los designios de la Providencia. No es un conjunto cerrado ni completo de normas morales, sino una fuente de inspiración constante, presente y activa en las diferentes etapas de la economía de la salvación. En tercer lugar, al tomar conciencia de que la naturaleza tiene una densidad propia, lo que en parte está ligado al redescubrimiento del pensamiento aristotélico, la doctrina escolástica de la ley natural considera el orden ético y político como un orden racional, obra de la inteligencia humana. Determina para dicho orden un espacio de autonomía, una distinción sin separación, en relación con el orden de la revelación religiosa[33]. Finalmente, a los ojos de los teólogos y juristas escolásticos, la ley natural constituye un punto de referencia y un criterio a la luz del cual se valora la legitimidad de las leyes positivas y de las costumbres particulares. 1.5. Evolución posterior 28. La historia moderna de la noción de ley natural se presenta en algunos aspectos como un desarrollo legítimo de la enseñanza de la escolástica medieval en un contexto cultural más complejo, marcada, sobre todo, por un sentido más vivo de la subjetividad moral. Entre estos desarrollos señalamos la obra de los teólogos españoles del siglo XVI que, siguiendo los pasos del dominico Francisco de Vitoria, recurrieron a la ley natural para oponerse a la ideología imperialista de algunos estados cristianos de Europa y para defender los derechos de los pueblos no cristianos de América. Estos derechos son inherentes a la naturaleza humana y no dependen de la situación concreta respecto a la fe cristiana. La idea de ley natural permitió a los teólogos españoles sentar las bases del derecho internacional, es decir, de una norma universal que rija las mutuas relaciones de los pueblos y de los estados. 29. Sin embargo, en otros puntos, la noción de ley natural adquirió en la época moderna algunas orientaciones y formas que contribuyeron a que en nuestros días resulte difícilmente aceptable. Durante los últimos siglos de la Edad Media se desarrolló en la escolástica una corriente voluntarista cuya hegemonía cultural modificó profundamente la noción de ley natural. El voluntarismo se propuso valorar la trascendencia del sujeto libre respecto a todos sus condicionamientos. Contra el naturalismo que tendía a someter a Dios a las leyes de la naturaleza, subraya de modo unilateral la libertad absoluta de Dios, con el riesgo de poner en peligro su sabiduría y convertir sus decisiones en algo arbitrario. Del mismo modo, en contra del intelectualismo, sospechoso de someter la persona humana al orden del mundo, exalta una libertad de indiferencia concebida como poder de elegir cosas contrarias, con el peligro de desligar a la persona de sus inclinaciones naturales y del bien objetivo[34]. 30. Son muchas las consecuencias del voluntarismo en la doctrina de la ley natural. Ante todo, mientras que, para santo Tomás, la ley era concebida como fruto de la razón y expresión de una sabiduría, el voluntarismo tiende a vincular la ley solo a la voluntad, y a una voluntad desligada de su ordenación intrínseca al bien. Por consiguiente, toda la fuerza de la ley reside únicamente en la voluntad del legislador. La ley queda así desposeída de su inteligibilidad intrínseca. En estas condiciones la moral se reduce a la obediencia a los mandamientos que manifiestan la voluntad del legislador. Thomas Hobbes llegará así a declarar: «Es la autoridad y no la verdad lo que causa la ley» (auctoritas, non veritas, facit legem)[35]. El hombre moderno, fascinado por la autonomía, solo podía rebelarse contra tal visión de la ley. Inmediatamente, con el pretexto de salvaguardar la soberanía absoluta de Dios sobre la naturaleza, el voluntarismo la deja desprovista de toda inteligibilidad interna. La tesis de la potentia Dei absoluta según la cual Dios podría actuar independientemente de su sabiduría y de su bondad, relativiza todas las estructuras inteligibles que existen y debilita el conocimiento natural que el hombre puede tener de las mismas. La naturaleza deja de ser un criterio para conocer la sabia voluntad de Dios: el hombre solo puede esperar este conocimiento mediante una revelación. 31. Por otra parte, muchos factores llevaron a secularizar la noción de ley natural. Entre ellos se puede mencionar la separación creciente entre la fe y la razón que caracteriza el final de la Edad Media, o también algunos aspectos de la Reforma[36], pero sobre todo la voluntad de superar los violentos conflictos religiosos que habían ensangrentado Europa al comienzo de los tiempos modernos. Se llegó a querer fundamentar la unidad política de las comunidades humanas poniendo entre paréntesis la confesión religiosa. Además, la doctrina de la ley natural hacía abstracción de toda revelación religiosa particular, y por ello de cualquier teología confesional. Pretendía apoyarse solo en la luz de la razón común a todos los hombres y se presenta como la norma última en el ámbito secular. 32. Por otra parte, el racionalismo moderno propuso la existencia de un orden absoluto y normativo de esencias inteligibles accesibles a la razón, y relativizó por ello la referencia a Dios como fundamento último de la ley natural. El orden necesario, eterno e inmutable de las esencias debía, ciertamente, ser actualizado por el Creador, pero se creía que en sí mismo posee su coherencia y su racionalidad. La referencia a Dios se convertía en algo opinable. La ley natural se impondría a todos «incluso aunque Dios no existiera (etsi Deus non daretur)[37]». 33. El modelo racionalista moderno de la ley natural se caracteriza por: 1) creencia esencialista en una naturaleza humana inmutable y a-histórica, respecto a la cual la razón puede perfectamente captar la definición y las propiedades esenciales; 2) se pone entre paréntesis la situación concreta de las personas humanas y la historia de la salvación, marcada por el pecado y la gracia, cuya influencia sobre el conocimiento y la práctica de la ley natural son, sin embargo, determinantes; 3) la idea de que es posible que la razón deduzca a priori los preceptos de la ley natural a partir de la definición de la esencia del, hombre; 4) la extensión máxima de los preceptos deducidos así, de modo que la ley natural aparece como un código de leyes completas que regula casi todos los comportamientos. Esta tendencia a extender el campo de las determinaciones de la ley natural ha sido el origen de una grave crisis, en particular debido a que con el desarrollo de las ciencias humanas, el pensamiento occidental ha tomado conciencia de la historicidad de las instituciones humanas y del carácter relativo y cultural de muchos comportamientos que se justificaban con frecuencia recurriendo a la ley natural. Este desfase entre una teoría abstracta maximalista y la complejidad de los datos empíricos explica en parte la desafección respecto a la idea misma de ley natural. Para que la noción de ley natural pueda servir para elaborar una noción de ética universal en una sociedad secularizada y pluralista como la nuestra hay que evitar presentarla en la forma rígida que ha adquirido en particular en el contexto del racionalismo moderno, 1.6. El Magisterio de la Iglesia y la ley natural 34. Antes del siglo XIII, dado que la distinción entre el orden natural y el orden sobrenatural no había sido todavía claramente elaborada, la ley natural se solía asimilar a la moral cristiana. Así, el decreto de Graciano que proporcionó la normativa canónica básica en el siglo XII comienza de este modo: «La ley natural es lo que está contenido en la Ley y el Evangelio». A continuación identifica el contenido de la ley natural con la regla de oro y precisa que las leyes divinas responden a la naturaleza[38]. Los Padres de la Iglesia recurrieron a la ley natural así como a la Sagrada Escritura para fundamentar el comportamiento moral de los cristianos, pero el Magisterio de la Iglesia, en un primer momento, debió intervenir poco para zanjar las discusiones sobre el contenido de la ley moral. Cuando el Magisterio de la Iglesia se vio obligado no solo a resolver discusiones morales particulares, sino también a justificar su posición en medio de un mundo secularizado, apeló más explícitamente a la noción de ley natural. Fue en el siglo XIX, y muy especialmente durante el pontificado de León XIII, cuando el recurso a la ley natural se impuso en las actuaciones del Magisterio. La presentación más explícita se encuentra en la encíclica Libertas praestantissimum (1888). León XIII hace referencia a la ley natural para identificar la fuente de la autoridad civil y fijar sus límites. Recuerda con fuerza que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres cuando las autoridades civiles mandan o reconocen alguna cosa que es contraria a la ley divina o a la ley natural. Pero recurre también a la ley natural para defender la propiedad privada contra el socialismo, o incluso para defender el derecho de los trabajadores a obtener mediante su trabajo lo necesario para sus necesidades vitales. En esta misma línea, Juan XXIII se refiere a la ley natural para fundamentar los derechos y deberes del hombre (encíclica Pacem in terris, 1963). Con Pío XI (encíclica Casti connubii, 1930) y Pablo VI (encíclica Humanae vitae, 1968), la ley natural aparece como un criterio decisivo para las cuestiones relativas a la moral conyugal. Ciertamente, la ley natural es de por sí accesible a la razón humana común a creyentes y no creyentes y la Iglesia no tiene su exclusiva, pero, como la Revelación asume las exigencias de la ley natural, el Magisterio de la Iglesia ha sido constituido su garante e intérprete[39]. El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) y la encíclica Veritatis splendor (1993) otorgan un papel determinante a la ley natural en la exposición de la moral cristiana[40]. 35. Hoy en día, la Iglesia Católica recurre con frecuencia a la ley natural en cuatro contextos principales. En primer lugar, ante el crecimiento de una cultura que limita la racionalidad a las ciencias más rigurosas y abandona al relativismo la vida moral, insiste en la capacidad natural que tienen los hombres de captar mediante su razón «el mensaje ético contenido en el ser»[41] y la capacidad para conocer en sus líneas principales las normas fundamentales de un actuar justo conforme a su naturaleza y a su dignidad. La ley natural responde así a la exigencia de fundamentar en la razón los derechos humanos[42] y hace posible un diálogo intercultural e interreligioso capaz de favorecer la paz universal y de evitar el «choque de civilizaciones». En segundo lugar, ante un individualismo relativista que considera que cada individuo es fuente de sus propios valores y que la sociedad es el resultado de un mero contrato establecido entre individuos que eligen constituir por sí mismos todas las normas, recuerda el carácter natural y objetivo, no fruto de un mero acuerdo, de las normas fundamentales que rigen la vida social y política. En particular, la forma democrática de gobierno está intrínsecamente vinculada a valores éticos estables cuya fuente se encuentra en las exigencias de la ley natural y no dependen de las fluctuaciones de los consensos de una mayoría aritmética. En tercer lugar, frente a un laicismo agresivo que quiere excluir a los creyentes del debate público, la Iglesia insiste en que las intervenciones de los cristianos en la vida pública sobre temas que se refieren a la ley natural (defensa de los derechos de los oprimidos, justicia en las relaciones internacionales, defensa de la vida y de la familia, libertad religiosa y libertad de educación...) no son de por sí de naturaleza confesional, sino que indican la preocupación que cada ciudadano debe tener por el bien común de la sociedad. En cuarto lugar, ante las amenazas del abuso de poder, es decir, del totalitarismo, que esconde el positivismo jurídico y que difunden ciertas ideologías, la Iglesia recuerda que las leyes civiles no obligan en conciencia cuando están en contradicción con la ley natural y propone el reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia, así como el deber de desobedecer, en nombre de la obediencia a una ley más importante[43] La referencia a la ley natural, lejos de dar lugar al conformismo, garantiza la libertad personal y defiende a los desfavorecidos y a los oprimidos por estructuras sociales que olvidan el bien común. II 36. El examen de las grandes tradiciones de sabiduría moral realizado desarrollado en el capítulo primero muestra que algunas clases de comportamientos humanos se reconocen, en la mayor parte de las culturas, como algo que expresa cierta excelencia en la manera que tiene el hombre de vivir y realizar su humanidad: actos de valentía, paciencia ante las pruebas y dificultades de la vida, compasión con los débiles, moderación en el uso de los bienes materiales, actitud responsable frente al medio ambiente, dedicación al bien común… Estos comportamientos éticos definen a grandes rasgos un ideal propiamente moral de una vida «según la naturaleza», es decir, conforme al ser profundo del sujeto humano. Por otra parte, ciertos comportamientos son universalmente percibidos como reprobables: asesinato, robo, mentira, ira, envidia, avaricia… Aparecen como atentados a la dignidad de la persona humana y a las justas exigencias de la vida en sociedad. Está justificado ver en este consenso una manifestación de lo que, más allá de la diversidad de las culturas, es lo humano en el ser humano, es decir, la «naturaleza humana». Pero, al mismo tiempo, también es necesario constatar que este acuerdo sobre la cualidad moral de algunos comportamientos coexiste con una gran variedad de teorías que lo explican. Sean las doctrinas fundamentales de los Upanishads para el hinduismo o las cuatro «nobles verdades» para el budismo, sea el Dao de Lao-Tsé, o la «naturaleza» de los estoicos, cada sabiduría o cada sistema filosófico entiende el actuar moral dentro de un marco explicativo general que viene a legitimar la distinción entre lo que está bien y lo que está mal. Tenemos que afrontar la cuestión de una diversidad de justificaciones que dificulta el diálogo y la fundamentación de normas morales. 37. Por lo tanto, independientemente de las justificaciones teóricas del concepto de ley natural, es posible actualizar los datos inmediatos de la conciencia de los que se quiere dar cuenta. El objeto del presente capítulo es, precisamente, mostrar cómo son captados los valores morales comunes que constituyen la ley natural. Sólo después veremos cómo la noción de ley natural se apoya sobre un marco explicativo que fundamenta y legitima los valores morales de un modo tal que pueda ser compartido por muchos. Para esto, la presentación de la ley natural de santo Tomás de Aquino, resulta especialmente oportuna, entre otras cosas porque sitúa la ley natural en una moral que hace justicia a la dignidad de la persona humana y reconoce su capacidad de discernir[44]. 2.1. El papel de la sociedad y de la cultura 38. Solo progresivamente la persona humana accede a la experiencia moral y se hace capaz de decirse a sí misma los preceptos que deben determinar su actuación. Llega a este punto en cuanto que, desde su nacimiento, está situada en un conjunto de relaciones humanas, comenzando por la familia, que le permiten poco a poco tomar conciencia de sí misma y de la realidad en torno a ella. Particularmente mediante el aprendizaje de una lengua —lengua materna— aprende a nombrar las cosas y puede llegar a ser un sujeto consciente de sí mismo. Orientada por las personas de su entorno, impregnada de la cultura en la que se encuentra, la persona percibe ciertos modos de comportarse y de pensar como valores que se deben seguir, leyes que se deben cumplir, ejemplos dignos de imitar y visiones del mundo que se pueden aceptar. El contexto social y cultural juega un papel decisivo en la educación de los valores morales. No se deben oponer estos condicionamientos a la libertad humana. Más bien la hacen posible puesto que a través de ellos la persona puede acceder a la experiencia moral, que eventualmente le permitirá revisar algunas de las «evidencias» que había interiorizado en el curso de su aprendizaje moral. Por otra parte, en el contexto de la globalización actual, las sociedades y las culturas mismas deben inevitablemente practicar un diálogo y un intercambio sinceros, fundados sobre la corresponsabilidad de todos frente al bien común del planeta: deben dejar de lado los intereses particulares para acceder a los valores morales que todos están llamados a compartir. 2.2. La experiencia moral: «Hay que hacer el bien» 39. Todo ser humano que llega a alcanzar la conciencia y la responsabilidad tiene la experiencia de una llamada interior a realizar el bien. Descubre que es fundamentalmente un ser moral, capaz de percibir y expresar la invitación que, como se ha visto, se encuentra en todas las culturas: «Hay que hacer el bien y evitar el mal». Sobre este precepto se apoyan todos los otros preceptos de la ley natural[45]. Este primer precepto es conocido de manera natural e inmediata por la razón práctica, al igual que el principio de no contradicción (el entendimiento no puede simultáneamente y en el mismo sentido afirmar y negar algo de un sujeto), que es el fundamento de todo razonamiento especulativo, es percibido intuitiva y naturalmente por la razón teórica, una vez que el sujeto comprende el sentido de los términos empleados. Tradicionalmente, este conocimiento del primer principio de la vida moral se atribuye a una disposición intelectual innata que se llama la sindéresis[46]. 40. Con este principio entramos de lleno en el campo de la moral. El bien que se impone de esta manera a la persona es el bien moral, es decir, un comportamiento que, superando las categorías de lo útil, se orienta a la realización auténtica de este ser, a la vez uno y diverso, que es la persona humana. La actividad humana es irreductible a una simple cuestión de adaptación al «ecosistema»: ser humano consiste en existir y en situarse dentro de un marco más amplio que define un sentido, unos valores y unas responsabilidades. Al buscar el bien moral la persona contribuye a la realización de su naturaleza, más allá de los impulsos del instinto o de la búsqueda de un placer particular. Este bien da testimonio da testimonio a uno mismo y s entiende a partir de uno mismo[47]. 41. El bien moral corresponde al deseo profundo de la persona humana que —como todo ser—tiende espontánea y naturalmente hacia la propia perfección, la bondad. Desgraciadamente, el sujeto puede dejarse arrastrar por deseos particulares y elegir bienes o realizar actos que se oponen al bien moral que percibe. Puede rechazar el superarse a sí mismo. Es el precio de una libertad limitada en sí misma y debilitada por el pecado, una libertad que encuentra únicamente bienes particulares, ninguno de los cuales puede satisfacer plenamente el corazón del ser humano. Corresponde a la razón del sujeto examinar si estos bienes particulares pueden integrarse en la realización auténtica de la persona: en tal caso, serán juzgados moralmente buenos, y en caso contrario, moralmente malos. 42. Esta última afirmación es capital. Establece la posibilidad de un diálogo con personas que tienen otros horizontes culturales o religiosos. Valora la eminente dignidad de toda persona humana al subrayar su aptitud natural para conocer el bien moral que debe realizar. Como toda criatura, la persona humana se define por un conjunto de dinamismos y de finalidades anteriores a las elecciones libres de la voluntad. Pero, a diferencia de los entes que carecen de razón, es capaz de conocer e interiorizar estas finalidades y, por ello, de apreciar, en función de las mismas, lo que es bueno o malo para ella. De este modo percibe la ley eterna, es decir, el plan de Dios para la creación, y participa de la providencia de Dios de una manera particularmente excelente al dirigirse a sí mismo y dirigir a otros[48]. Esta insistencia en la dignidad del sujeto moral y en su relativa autonomía tiene su raíz en el reconocimiento de la autonomía de las realidades creadas y confirma un dato fundamental de la cultura contemporánea[49]. 43. La obligación moral que percibe el sujeto no viene, pues, de una ley que le sería exterior (heteronomía pura), sino que se afirma a partir de él mismo. Como indica el axioma que antes hemos citado: «Hay que hacer el bien y evitar el mal», el bien moral que la razón determina «se impone» al sujeto. «Debe» ser realizado. Reviste un carácter de obligación y de ley. Pero el término «ley» no remite aquí a las leyes científicas que se limitan a describir las constantes de hecho del mundo físico o social, ni a un imperativo impuesto de manera arbitraria desde el exterior del sujeto moral. La ley designa aquí una orientación de la razón práctica que indica al sujeto moral el tipo de actuación que es conforme con el dinamismo innato y necesario de su ser que tiende a su plena realización. Esta ley es normativa en virtud de una exigencia interior del espíritu. Surge del corazón mismo de nuestro ser como una invitación a la realización y a la superación de uno mismo. Se trata, pues, no tanto de someterse a la ley de otro, cuanto de acoger la ley del propio ser. 2.3. El descubrimiento de los preceptos de la ley natural: universalidad de la ley natural 44. A partir de la afirmación básica que nos introduce en el orden moral — «hay que hacer el bien y evitar el mal» —veamos cómo se realiza en el sujeto el reconocimiento de las leyes fundamentales que deben dirigir el actuar humano. No es una cuestión de consideración abstracta sobre la naturaleza humana ni del esfuerzo de conceptualización propio de las elaboraciones teóricas de la filosofía y la teología. La percepción de los bienes morales fundamentales es inmediata, vital, fundada en la connaturalidad del espíritu con los valores, y comprende tanto la afectividad como la inteligencia, el corazón y el espíritu. Se trata de una captación con frecuencia imperfecta, todavía oscura y borrosa, pero que tiene la profundidad de lo inmediato. Se trata aquí de los datos de la más simple experiencia y la más conocida, que están implícitos en el actuar concreto de las personas. 45. Al buscar el bien moral, la persona humana se pone a la escucha de lo que es y toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de su naturaleza, que son algo completamente distinto de simples impulsos ciegos del deseo. Cuando percibe que los bienes hacia los que tiende por naturaleza son necesarios para su realización moral, formula para sí en forma de mandatos prácticos el deber moral de llevarlos a la práctica en su vida. Se presenta a sí misma un cierto número de preceptos muy generales que comparte con el resto de los seres humanos y que constituyen el contenido de lo que se llama ley natural. 46. Se distingue tradicionalmente entre tres grandes grupos de dinamismos naturales que actúan en la persona humana[50]. El primero, que es común con cualquier otro ser sustancial, incluye esencialmente la inclinación a conservar y desarrollar la existencia. El segundo, que es común con todos los seres vivos, incluye la inclinación a reproducirse para perpetuar la especie. El tercero, que le es propio como ser racional, conlleva la inclinación a conocer la verdad acerca de Dios, así como la inclinación a vivir en sociedad. A partir de estas inclinaciones se pueden formular los primeros preceptos de la ley natural. Estos preceptos son de un nivel muy genérico, pero forman como un sustrato primero, que es la base de toda reflexión posterior sobre el bien que se debe hacer y el mal que evitar. 47. Para salir de este nivel de generalidad e iluminar las elecciones concretas, hace falta recurrir a la razón discursiva, que determinará los bienes morales concretos que puede realizar la persona –y la humanidad– y formular preceptos más concretos capaces de guiar su actuación. En esta nueva etapa el conocimiento del bien moral procede mediante el razonamiento. Este razonamiento resulta todavía bastante simple al principio: una experiencia de vida limitada es suficiente y se encuentra dentro de las posibilidades intelectuales de cada persona. Se habla aquí de «preceptos segundos» de la ley natural descubiertos gracias a una consideración de la razón práctica, más o menos prolongada, a diferencia de los preceptos generales fundamentales que la razón capta de manera espontánea y que se denominan «preceptos primeros»[51]. 2.4. Los preceptos de la ley natural 48. Hemos señalado en la persona humana una primera inclinación que comparte con todos los entes: la inclinación a conservar y a desarrollar la su existencia. Habitualmente se da en los seres vivos una reacción espontánea ante la amenaza inminente de muerte: se huye, se defiende la integridad de la existencia, se lucha para sobrevivir. La vida física aparece de manera natural como un bien fundamental, esencial, primordial, y de ahí el precepto de proteger su vida. Bajo este enunciado referido a la conservación de la vida se perfilan las inclinaciones hacia todo lo que contribuye, de una manera propia del hombre, a la conservación y a la calidad de la vida biológica: integridad del cuerpo; uso de los bienes exteriores que garantizan la subsistencia y la integridad de la vida, como la alimentación, el vestido, la casa, el trabajo; la calidad del medio ambiente biológico... A partir de estas inclinaciones el ser humano se formula fines que debe realizar y que contribuyen al desarrollo responsable y armónico de su propio ser y que, por esta razón, se le presentan como bienes morales, valores que hay que lograr alcanzar, obligaciones que debe cumplir o derechos que debe hacer valer. En efecto, el deber de preservar la propia vida tiene como correlativo el derecho de reclamar lo que es necesario para su conservación en un entorno favorable [52]. 49. La segunda inclinación, que es común a todos los seres vivos, se refiere a la supervivencia de la especie, que tiene lugar mediante la procreación. La generación se sitúa en la prolongación de la tendencia a preservar el propio ser. Si la perpetuidad de la existencia biológica es imposible al individuo en sí mismo, es posible para la especie, y de esta manera, en cierto modo, resulta superada la limitación inherente a todo ente físico. El bien de la especie aparece como una de las aspiraciones fundamentales que hay en la persona. Tomamos conciencia de nuestra limitación cuando determinadas perspectivas, como el cambio climático avivan nuestro sentido de la responsabilidad ante el planeta en cuanto tal y de la especie humana en particular. Esta apertura a un cierto bien común de la especie anuncia ya algunas aspiraciones propias del hombre. El dinamismo hacia la procreación está intrínsecamente ligado a la inclinación natural que hay en el varón hacia la mujer y de la mujer hacia el varón, dato universalmente reconocido en todas las sociedades. Lo mismo se puede decir de la inclinación a cuidar a los niños y educarles. Estas inclinaciones conllevan que la estabilidad de la pareja del hombre y la mujer, así como su mutua fidelidad, son ya valores a los que se debe aspirar, aunque solo se pueden desarrollar plenamente en el orden espiritual de la comunión interpersonal[53]. 50. El tercer grupo de inclinaciones es específico del ser humano como ser espiritual dotado de razón, capaz de conocer la verdad, de dialogar con los otros y de establecer relaciones de amistad. Por ello se le debe otorgar una importancia muy especial. La inclinación a vivir en sociedad procede ante todo de que el ser humano necesita de los otros para superar sus límites individuales intrínsecos y alcanzar su madurez en los diversos campos de su existencia. Pero, para desplegar plenamente su naturaleza espiritual, necesita establecer con sus semejantes relaciones de generosa amistad y desarrollar una cooperación intensa en la búsqueda de la verdad. Su bien integral está tan íntimamente ligado a la vida en comunidad que se organiza en sociedad en virtud de esta inclinación, y no de una mera convención[54]. El carácter relacional de la persona se expresa así mediante la tendencia a vivir en comunión con Dios o el Absoluto. Esto se manifiesta en el sentimiento religioso y en el deseo de conocer a Dios. Ciertamente puede ser negado por los que rechazan admitir la existencia de un Dios personal, peto no está menos presente de modo implícito en la búsqueda que hay en todo ser humano de la verdad y del sentido. 51. A estas tendencias específicas al hombre corresponde la exigencia percibida por la razón de realizar de manera concreta esta vida de relaciones y de construir la vida en sociedad sobre el fundamento justo que corresponde al derecho natural. Esto implica el reconocimiento de la idéntica dignidad de todo individuo de la especie humana, más allá de diferencias de raza o de cultura, y un gran respeto por la humanidad allá donde se encuentre, incluido el más pequeño y olvidado de sus miembros. «No hagas a los otros lo que no quisieras que te hicieran a ti». Encontramos de nuevo la regla de oro que se pone hoy en el mismo comienzo de una moral de la reciprocidad. El capítulo primero nos ha permitido localizar esta regla en la mayor parte de las sabidurías, así como en el mismo Evangelio. Al referirse a una formulación negativa de la regla de oro san Jerónimo manifiesta la universalidad de muchos preceptos morales: «Esta es la razón por la que es justo el juicio de Dios escrito en el corazón del género humano: “lo que no quieres que te hagan, no lo hagas tú a otros”. ¿Quién no sabe que el homicidio, el adulterio, los robos y toda clase de codicia son malos por el simple hecho de que nosotros no querríamos que nos lo hicieran a nosotros mismos? Si no se supiera que estas cosas son malas, jamás se quejaría nadie cuando las padecemos»[55]. Con la regla de oro se relacionan muchos mandamientos del Decálogo, así como numerosos preceptos budistas, reglas de Confucio, e incluso la mayor parte de las Cartas que enuncian los derechos de la persona. 52. Al final de esta rápida explicitación de los principios morales que brotan cuando la razón toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de la persona humana, nos encontramos ante un conjunto de preceptos y de valores que, al menos en su formulación general, pueden ser considerados como universales, pues se aplican a toda la humanidad. Tienen un carácter de inmutabilidad en la medida en que brotan de una naturaleza humana cuyos componentes esenciales permanecen idénticos a lo largo de la historia. A veces puede suceder que estén oscurecidos, o incluso hayan sido borrados del corazón humano por el pecado y por condicionamientos culturales e históricos que pueden influir de manera negativa en la vida moral personal: ideologías y propagandas engañosas, relativismo generalizado, estructuras de pecado[56]. Es necesario ser modesto y prudente cuando se invoca la «evidencia» de los preceptos de la ley natural. Pero no está menos justificado reconocer en estos preceptos el fondo común sobre el cual se puede apoyar un diálogo para una ética universal. Los protagonistas de este diálogo deben, sin embargo, aprender a hacer abstracción de sus intereses particulares para abrirse a las necesidades de los otros y dejarse cuestionar por los valores morales comunes. En una sociedad pluralista, donde es difícil entenderse respecto a los fundamentos filosóficos, este tipo de diálogo es absolutamente necesario. La doctrina de la ley natural puede aportar su contribución a este diálogo. 2.5. La aplicación de los preceptos comunes: historicidad de la ley natural 53. No es posible quedarse en el nivel de generalidad propio de los primeros principios de la ley natural. La reflexión moral debe descender a la acción concreta para iluminarla. Pero cuanto más se ocupa de situaciones concretas y contingentes, tanto más se ven afectadas sus conclusiones por la nota de variabilidad e incertidumbre. Por ello no es sorprendente que la realización concreta de los preceptos de la ley natural pueda adquirir formas diferentes en las diversas culturas o incluso en diferentes épocas dentro de una misma cultura. Basta señalar la evolución de la reflexión moral sobre cuestiones como la esclavitud, el préstamo con interés, el duelo o la pena de muerte. A veces esta evolución lleva a una mejor comprensión de la cuestión moral. A veces, también, la evolución de una situación política o económica induce a una nueva evaluación de normas particulares que habían sido establecidas antes. La moral se ocupa, en efecto, de realidades contingentes que evolucionan con el tiempo. A pesar de haber vivido en una época de cristiandad, un teólogo como santo Tomás de Aquino percibía esto con claridad: «La razón práctica, escribía en la Suma teológica se ocupa de realidades contingentes, en medio de las cuales se dan las acciones humanas. Por ello, aunque en los principios generales hay cierta necesidad, cuanto más se tratan las cosas particulares, tanto más aparece la falta [de determinación]»[57]. 54. Este planteamiento da cuenta de la historicidad de la ley natural, cuyas aplicaciones concretas pueden variar con el tiempo. A la vez permite la reflexión de los moralistas e invita al diálogo y a la discusión. Esto es más necesario en moral, donde la mera deducción por silogismo no es adecuada. Cuanto más trata el moralista las situaciones concretas, más debe recurrir a la sabiduría de la experiencia, una experiencia que integra las aportaciones de otras ciencias y que se nutre del contacto con las mujeres y los hombres en su actuar. Solo esta sabiduría de la experiencia permite tener en cuenta la multiplicidad de las circunstancias y de llegar a una orientación sobre la manera de cumplir lo que es bueno hic et nunc. El moralista también debe (y esta es la dificultad de su oficio) emplear los recursos combinados de la teología, de la filosofía y de las ciencias humanas, económicas y biológicas para delimitar bien los datos de la situación e identificar correctamente las exigencias concretas de la dignidad humana. Al mismo tiempo, debe estar particularmente atento para salvaguardar los datos básicos expresados en los preceptos de la ley natural que permanecen más allá de las variaciones culturales. 2.6. Las disposiciones morales de la persona y su actuar concreto 55. Para poder evaluar justamente lo que se debe hacer, el sujeto moral debe estar dotado de un cierto número de disposiciones interiores que le permitan a la vez estar abierto a las instancias de la ley natural y bien informado de los datos de la situación concreta. En el contexto pluralista, que es el nuestro, cada vez hay mayor conciencia de que no se puede elaborar una moral fundamentada sobre la ley natural sin añadir una reflexión sobre las disposiciones interiores o virtudes que hacen apto al moralista para elaborar una norma de actuación adecuada. Esto es todavía una verdad mayor para el sujeto mismo implicado en la actuación y cuya conciencia debe emitir un juicio. Por ello no es sorprendente que se asista hoy a un nuevo auge de una «moral de virtudes» inspirada en la tradición aristotélica. Al insistir de este modo en las cualidades morales requeridas para una reflexión moral adecuada, se entiende el papel que las diversas culturas han reservado a la figura del sabio. Este posee una especial capacidad para discernir en la medida en que posee las disposiciones morales interiores que le permiten emitir un juicio ético adecuado. Un discernimiento de este tipo debe caracterizar al moralista cuando se esfuerza en concretar los preceptos de la ley natural, al igual que todo sujeto autónomo ante la necesidad de formar un juicio en su conciencia y de formular la norma inmediata v concreta de su acción. 56. La moral no se puede contentar con producir normas. También debe favorecer la formación del sujeto para que se implique en su acción y sea capaz de adaptar los preceptos universales de la ley natural a las condiciones concretas de la existencia en contextos culturales diversos. Esta capacidad queda asegurada por las virtudes morales, en particular por la prudencia, que integra la singularidad para dirigir la acción concreta. El hombre prudente debe conocer no solo lo universal, sino también lo particular. Para subrayar el carácter propio de esta virtud, santo Tomás de Aquino no temía en afirmar: «Si se llega a no tener más que uno de los dos conocimientos, es preferible que sea el de las realidades particulares que están más cerca de la operación»[58]. Con la prudencia se trata de penetrar en algo contingente que permanece siempre misterioso para la razón, de ceñirse a la realidad del modo más exacto posible, de asimilar la multiplicidad de las circunstancias, de captar con la mayor fidelidad posible una situación original e inefable. Este objetivo requiere numerosas operaciones y capacidades que la prudencia debe poner en juego. 57. No obstante, el sujeto no se debe perder en lo concreto ni en lo individual, como se ha reprochado a la «ética de situación». Debe descubrir la «correcta regla del actuar» y establecer una norma de acción adecuada. Esta regla recta brota de principios previos. Se puede pensar en los primeros principios de la razón práctica, pero hay que recurrir también a las virtudes morales para abrir y connaturalizar la voluntad y la afectividad sensible con los diferentes bienes humanos, e indicar así al hombre prudente cuáles son los fines que debe perseguir en medio del flujo de lo cotidiano. Hasta este momento no se podrá formular una norma concreta que se imponga ni se podrá influir en la acción con sus circunstancias mediante un rayo de justicia, fortaleza o templanza. No sería incorrecto hablar aquí de una «inteligencia emocional»: las potencias racionales sin perder su especificidad, se ejercitan dentro del campo afectivo, de manera que la totalidad de la persona queda implicada en la acción moral. 58. La prudencia es indispensable para el sujeto moral a causa de la flexibilidad que requiere la adaptación de los principios morales generales a la diversidad de las situaciones. Pero esta flexibilidad no autoriza a ver en la prudencia una especie de fácil compromiso respecto a los valores morales. Al contrario, mediante las decisiones de la prudencia se experimentan para un sujeto las exigencias concretas de la verdad moral. La prudencia es un paso necesario para la obligación moral auténtica. 59. Hay en esto una orientación que, dentro de una sociedad pluralista como la nuestra, tiene especial importancia y que no se debería subestimar sin sufrir un daño considerable. En efecto, tiene presente el hecho de que la ciencia moral no puede proporcionar al sujeto que actúa una norma que se aplicaría de manera adecuada y como automática a la situación concreta: solo la conciencia del sujeto, el juicio de su razón práctica, puede formular la norma inmediata de la acción. Pero al mismo tiempo no abandona la conciencia a su mera subjetividad: se orienta a que el sujeto adquiera las disposiciones intelectuales y afectivas que le permitan abrirse a la verdad moral y que de esa manera su juicio resulte adecuado. La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión. III
3,1. De la experiencia a las teorías 60. La captación espontánea de los valores éticos fundamentales que se expresan en los preceptos de la ley natural constituye el punto de partida del proceso que lleva al sujeto moral hasta el juicio de conciencia en el que enuncia cuáles son las exigencias morales que se le imponen en su situación concreta. Corresponde al filósofo y al teólogo volver sobre esta experiencia de la captación de los primeros principios de la ética para poner a prueba su valor y fundamentarlo mediante la razón. El reconocimiento de estos fundamentos filosóficos o teológicos no condiciona en todo caso la adhesión espontánea a los valores comunes. En efecto, el sujeto moral puede poner en práctica las orientaciones de la ley natural sin ser capaz de discernir explícitamente los últimos fundamentos teóricos, debido a particulares condicionamientos intelectuales. 61. La justificación filosófica de la ley natural tiene dos niveles de coherencia y profundidad. La noción de una ley natural se justifica ante todo en el plano de la observación refleja de las constantes antropológicas que caracterizan una humanización conseguida de la persona y una vida social armoniosa. La experiencia refleja, transmitida por las sabidurías tradicionales, las filosofías o las ciencias humanas, permite determinar algunas condiciones requeridas para que cada uno despliegue de la mejor manera sus capacidades humanas en la vida personal y comunitaria[59]. De esta manera se reconocen ciertos comportamientos como la expresión de una excelencia ejemplar por el modo de vivir y de realizar su humanidad. Definen las grandes líneas de un ideal propiamente moral de una vida virtuosa «según la naturaleza», es decir, conforma a la naturaleza profunda del sujeto humano[60]. 62. Sin embargo, solo al tener en cuenta la dimensión metafísica de lo real se puede dar a la ley natural su justificación filosófica plena. La metafísica permite comprender que el universo no tiene en sí mismo su última razón de ser y nos presenta la estructura fundamental de lo real: la distinción entre Dios, el mismo Ser subsistente, y los otros seres puestos en la existencia por él. Dios es el Creador, la fuente, libre y trascendente, de todos los otros seres. Estos reciben de él «con peso, número y medida» (Sab 11,20) la existencia según la naturaleza que los define. Las criaturas son la manifestación de una sabiduría creadora personal, de un Logos fundador que se expresa y manifiesta en ellas: «Toda criatura es verbo divino, porque habla de Dios», escribe san Buenaventura[61]. 63. El creador no es solamente el principio de las criaturas, sino también su fin trascendente hacia el que tienden por naturaleza. También las criaturas están animadas por un dinamismo que les lleva a realizarse, cada una a su manera, en la unión con Dios. Este dinamismo es trascendente, en cuanto procede de la ley eterna, es decir, del plan de la providencia divina que existe en el espíritu del Creador[62]. Pero también es inmanente, porque no se impone a las criaturas desde fuera, sino que está inscrito en su misma naturaleza. Las criaturas puramente materiales realizan de forma espontánea la ley de su ser, mientras que las criaturas espirituales la realizan de manera personal. En efecto, interiorizan los dinamismos que las definen y las orientan libremente hacia su plena realización. Se formulan para sí dichos dinamismos como normas fundamentales de su actuación moral —esta es la ley natural propiamente dicha— y se esfuerzan libremente para realizadas. La ley natural de define entonces como una participación de la ley eterna[63]. Está medida, en un sentido, por las inclinaciones de la naturaleza, expresiones de la sabiduría creadora, y, en otro sentido, por la luz de la razón humana que las interpreta y que es, ella misma, una participación creada de la luz de la inteligencia divina. La ética se presenta así como una «teonomía participada»[64]. 3.2. Naturaleza, persona y libertad 64. La noción de naturaleza es especialmente compleja y no es en modo alguno unívoca. En filosofía, el pensamiento griego de la physis es la matriz de la misma. La naturaleza designa en ese pensamiento el principio de identidad específica de un sujeto, es decir, su esencia que se define por un conjunto de características inteligibles estables. Esta esencia recibe el nombre de naturaleza sobre todo cuando se toma como principio interno del movimiento que orienta al sujeto hacia su realización. Lejos de remitir a algo estático, la noción de naturaleza significa el principio de dinamismo real del desarrollo homogéneo del sujeto y de sus actividades específicas. La noción de naturaleza, si por una parte se ha formado para pensar las realidades materiales y sensibles, no se limita a este campo «físico», y se aplica análogamente a realidades espirituales. 65. La idea según la cual los entes poseen una naturaleza se impone al espíritu en cuanto se quiere dar razón de la finalidad inmanente a los entes y de la regularidad que percibe en su modo de actuar y reaccionar [65]. Considerar los entes como naturalezas conduce a reconocerles una consistencia propia y a afirmar que son centros relativamente autónomos en el orden del ser y del actuar, y no simples ilusiones o construcciones temporales de la conciencia. Estas «naturalezas» no son sin embargo unidades antológicamente cerradas, clausuradas en sí mismas y meramente yuxtapuestas unas a otras. Actúan unas sobre otras y establecen entre ellas relaciones complejas de causalidad. En el orden espiritual las personas tejen relaciones intersubjetivas. Las naturalezas forman una red y, en última instancia, un orden, es decir, una serie unificada por la referencia a un principio[66]. 66. Con el cristianismo, la physis de los Antiguos viene repensada e integrada en una visión más amplia y profunda de la realidad. Por una parte, el Dios de la revelación cristiana no es un componente más del universo, un elemento del gran Todo de la naturaleza. Por el contrario, es el Creador, trascendente y libre, del universo. En efecto, el universo finito no puede fundamentarse únicamente en sí mismo, sino que apunta hacia el misterio de un Dios infinito, que, por amor, lo ha creado ex nihilo y permanece libre para intervenir en el curso de la naturaleza cuando quiere. Por otra parte, el misterio trascendente de Dios se refleja en el misterio de la persona humana como imagen de Dios. La persona humana es capaz de conocimiento y de amor; está dotada de libertad, capaz de entrar en comunión con los otros y llamada por Dios a un destino que trasciende las finalidades de la naturaleza física. Se realiza en una relación libre y gratuita de amor con Dios, que tiene lugar dentro de una historia. 67. Debido a la insistencia en la libertad como condición de la respuesta del hombre a la iniciativa del amor de Dios, el cristianismo ha contribuido de manera determinante a que la noción de persona tenga el papel que le corresponde en el discurso filosófico, de un modo tal que su influjo ha sido decisivo en las enseñanzas éticas. Además, la investigación teológica del misterio cristiano ha contribuido a profundizar significativamente en el tema filosófico de la persona. Por una parte, la noción de persona sirve para designar en su distinción al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el misterio infinito de la única naturaleza divina. Por otra parte, la persona es el punto donde, respetando la distinción y la distancia entre las dos naturalezas, divina y humana, se establece la unidad ontológica del Hombre-Dios, Jesucristo. En la tradición teológica cristiana la persona presenta dos aspectos complementarios. Por una parte, según la definición de Boecio, retomada por la teología escolástica, la persona es una «sustancia (subsistente) individual de naturaleza racional»[67]. Remite a la unicidad de un sujeto ontológico que, siendo de naturaleza espiritual, goza de una dignidad y autonomía que se manifiesta en la conciencia de sí y en el dominio libre de su actuar. Por otra parte, la persona se manifiesta en su capacidad de entrar en relación: despliega su acción en el orden de la intersubjetividad y de la comunión en el amor. 68. La persona no se opone a la naturaleza. Por el contrario, naturaleza y persona son dos nociones que se complementan. Por una parte, toda persona humana es una realización única de la naturaleza humana entendida en sentido metafísico. Por otra parte, la persona humana, en las elecciones libres mediante las que responde en concreto, aquí y ahora, a su vocación única y trascendente, asume las orientaciones que vienen dadas por la naturaleza. La naturaleza pone las condiciones de ejercicio de la libertad e indica una orientación para las elecciones que debe efectuar la persona. Al escrutar la inteligibilidad de su naturaleza, la persona descubre así los caminos de su realización. 3.3. La naturaleza, el hombre y Dios: de la armonía al conflicto 69. El concepto de ley natural supone la idea de que la naturaleza es portadora de un mensaje ético para el hombre y constituye una norma moral implícita que la razón humana actualiza. La visión del mundo en la que se ha desarrollado esta enseñanza de la ley natural y todavía hoy encuentra su sentido, implica la convicción racional de que existe una armonía entre estas tres instancias: Dios, el hombre y la naturaleza. Según esta perspectiva, el mundo es percibido como un todo inteligible, unificado por la común referencia de los entes que la componen a un principio divino que la fundamenta, a un Logos. Más allá del Logos impersonal e inmanente descubierto por el estoicismo y presupuesto por las modernas ciencias de la naturaleza, el cristianismo afirma que hay un Logos personal, trascendente y creador. «No son los elementos del cosmos, las leyes de la materia, lo que en definitiva gobierna el mundo y el hombre, sino que es un Dios personal quien gobierna las estrellas, es decir, el universo; la última instancia no son las leyes de la materia y de la evolución, sino la razón, la voluntad, el amor: una Persona»[68]. El Logos divino personal —Sabiduría y Palabra de Dios— no es solamente el Origen y el Modelo inteligible trascendente del universo, sino que es también el que lo mantiene en una unidad armoniosa y lo conduce hacia su fin[69]. Mediante los dinamismos que el Verbo creador ha inscrito en lo profundo de los entes, les orienta hacia su plena realización. Esta orientación dinámica no es otra cosa que el gobierno divino, que consiste en poner en práctica en el tiempo el plan de la Providencia, es decir, la ley eterna. 70. Cada criatura participa a su manera del Logos. El hombre, porque se define a sí mismo por la razón o logos, participa de ella de una manera eminente. En efecto, mediante su razón, es capaz de interiorizar libremente las intenciones divinas manifestadas en la naturaleza de las cosas. Las formula para sí en forma de una ley moral que inspira y orienta su propia acción. Bajo esta perspectiva, el hombre no es el otro respecto a la naturaleza. Por el contrario, establece con el cosmos un lazo de familiaridad fundado sobre una participación común en el Logos divino. 71. Por diversas razones históricas y culturales, que se remontan en particular a la evolución de las ideas en la baja Edad Media, esta visión del mundo ha perdido su predominio cultural. La naturaleza de las cosas ha dejado de ser ley para el hombre moderno. No es ya una referencia para la ética. En el plano metafísico la sustitución de la analogía del ser por la univocidad después del nominalismo ha minado los fundamentos de la doctrina de la creación corno participación en el Logos que da razón de una cierta unidad entre el hombre y la naturaleza. El universo nominalista de Guillermo de Ockham se reduce así a una yuxtaposición de realidades individuales sin profundidad, puesto que todo el universo real, es decir, todo principio de comunión entre los seres, es denunciado como una ilusión del lenguaje. En el plano antropológico, los desarrollos del voluntarismo y la correlativa exaltación de la subjetividad, definida por la libertad de indiferencia frente a toda inclinación natural, han cavado un foso entre el sujeto humano y la naturaleza. Además, algunos piensan que la libertad humana es esencialmente el poder hacer que no cuente nada lo que el hombre es por naturaleza. El sujeto debería entonces negar cualquier sentido a lo que no ha elegido personalmente y decidir por sí mismo lo que es ser hombre. El hombre se ha comprendido cada vez más como un «animal desnaturalizado», un ser antinatural que se afirma mejor cuanto más se opone a la naturaleza. La cultura, propia del hombre, se ha definido no como una humanización o transfiguración de la naturaleza por el espíritu, sino como una negación pura y simple de la naturaleza. El principal resultado de esta serie de evoluciones ha sido la ruptura de lo real en tres esferas separadas opuestas: la naturaleza, la subjetividad humana y Dios. 72. Con el eclipse de la metafísica del ser, la única capaz de fundamentar racionalmente la unidad diferenciada del espíritu y de la realidad material, y con el crecimiento del voluntarismo, el reino del espíritu ha sido opuesto radicalmente al reino de la naturaleza. La naturaleza ya no se considera como una manifestación del Logos, sino como «lo otro» respecto al espíritu. Se reduce al dominio de la corporeidad y de la estricta necesidad, y de una corporeidad sin profundidad puesto que el mundo de los cuerpos se ha identificado con lo entendido, ciertamente regido por leyes matemáticas, pero despojado de toda teleología o finalidad inmanente. La física cartesiana y después la física newtoniana han difundido esta imagen de una materia inerte, que obedece pasivamente a las leyes del determinismo universal que le impone el Espíritu divino y que la razón humana puede conocer y dominar perfectamente[70]. Solo el hombre puede introducir un sentido y un proyecto en esta masa amorfa y carente de significado que manipula para sus propios fines mediante la técnica. La naturaleza deja de ser maestra de vida y de sabiduría para convertirse en el lugar donde se afirma la potencia prometeica del hombre. Esta visión parece valorar la libertad humana, pero, de hecho, al oponer libertad y naturaleza, priva a la libertad humana de toda norma objetiva para su conducta. Conduce a una idea de creación humana de valores completamente arbitraria, y al puro y simple nihilismo. 73. En este contexto donde la naturaleza no encierra ninguna racionalidad teleológica inmanente y parece haber perdido toda afinidad o parentesco con el mundo del espíritu, el paso del conocimiento de las estructuras del ser al deber moral que parece que debería derivar de ahí se convierte en algo efectivamente imposible y es objeto de la crítica como «sofisma» o paralogismo naturalista (naturalistic fallacy) denunciada por David Hume y después por George Edward Moore en sus Pincipia Ethica (1903). El bien, en efecto, queda desconectado del ser y de lo verdadero. La ética queda separada de la metafísica. 74. La evolución de la comprensión del hombre respecto a la naturaleza se traduce también en el resurgimiento de un dualismo antropológico radical que opone el espíritu al cuerpo, puesto que el cuerpo es en cierto modo la «naturaleza» en cada uno de nosotros[71]. Este dualismo se manifiesta en el rechazo a reconocer algún significado humano y ético a las inclinaciones naturales que preceden las elecciones de la razón individual. El cuerpo, realidad considerada extraña a la subjetividad, se convierte en un puro «tener», un objeto manipulado por la técnica en función de los intereses de la subjetividad individual[72]. 75. Además, por la aparición de una concepción metafísica donde la acción humana y la acción divina entran en concurrencia porque están pensadas de manera unívoca y situadas erróneamente en el mismo plano, la afirmación legítima de la autonomía del sujeto humano conlleva que Dios sea expulsado de la esfera de la subjetividad humana. Toda referencia a una normatividad procedente de Dios o de la naturaleza como expresión de la sabiduría de Dios, es decir, toda «heteronomía» es percibida como una amenaza para la autonomía del sujeto. La noción de ley natural aparece entonces como algo incompatible con la auténtica dignidad del sujeto. 3.4. Caminos para una reconciliación 76. Para devolver todo su sentido y toda su fuerza a la noción de ley natural como fundamento de una ética universal, es importante promover una mirada de sabiduría de orden propiamente metafísico, capaz de abarcar simultáneamente a Dios, al cosmos y a la persona humana para reconciliarles en la unidad analógica del ser, gracias a la idea de creación entendida como participación. 77. Ante todo es esencial desarrollar una concepción de la articulación entre la causalidad divina y la actividad libre del hombre, de modo que no se contrapongan. El sujeto humano se realiza a sí mismo al entrar libremente en la acción providencial de Dios y no al oponérsele. Le corresponde descubrir mediante su razón y después asumir y conducir libremente hacia su realización los dinamismos profundos que definen su naturaleza. En efecto, la naturaleza humana se define por todo un conjunto de dinamismos profundos, de tendencias, de orientaciones dentro de las cuales surge la libertad. La libertad supone que la voluntad humana sea «puesta en tensión» por el deseo natural del bien y del fin último. El libre arbitrio se ejercita entonces en la elección de los objetos finitos que permiten alcanzar este fin. En relación a estos bienes, que ejercen sobre ella un atractivo que no es determinante, la persona conserva el dominio de su elección en razón de su apertura congénita hacia el Bien absoluto. La libertad no es, pues, un absoluto autocreador de sí mismo, sino una propiedad eminente de todo sujeto humano. 78. Una filosofía de la naturaleza que toma en serio la profundidad inteligible del mundo sensible, y sobre todo una metafísica de la creación, permiten superar la tentación dualista y gnóstica de abandonar la naturaleza a una falta de significación moral. Desde este punto de vista es importante superar la mirada reductiva que la cultura técnica dominante lleva a dirigir sobre la naturaleza, para redescubrir el mensaje moral del cual es portadora como obra del Logos. 79. No obstante, la rehabilitación de la naturaleza y de la corporeidad en ética no debería equivaler a cierta especie de «fisicismo». En efecto, algunas presentaciones modernas de la ley natural han dejado de lado la necesaria integración de las inclinaciones naturales en la unidad de la persona. Al descuidar la consideración de la unidad de la persona humana, absolutizan las inclinaciones naturales de las diversas «partes» de la naturaleza humana y las yuxtaponen sin jerarquizadas, y de este modo omiten su integración en la unidad del proyecto personal global del sujeto. Así, explica Juan Pablo II: «Las inclinaciones naturales tienen una importancia moral solo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica»[73]. Hoy es importante mantener a la vez dos aspectos. Por una parte, el sujeto humano no es un agregado o una yuxtaposición de inclinaciones naturales diversas y autónomas, sino un todo sustancial personal que tiene por vocación responder al amor de Dios y unificarse mediante la orientación deliberada hacia un fin último que jerarquiza los bienes parciales manifestarlos por las diversas tendencias naturales. Esta unificación de las inclinaciones naturales en función de los fines superiores del espíritu, es decir, esta humanización de los dinamismos inscritos en la naturaleza humana, no supone en modo alguno hacerle violencia. Por el contrario, es la realización de una promesa que está ya inscrita en ellos[74]. Por ejemplo, el alto valor espiritual que supone el don de sí en el amor mutuo de los esposos está ya inscrito en la misma naturaleza de su cuerpo sexuado, que halla en esta realización espiritual su razón de ser última. Por otra parte, en este todo orgánico, cada parte tiene un significado propio e irreductible que debe ser tenido en cuenta por la razón en su elaboración del proyecto global para la persona. La doctrina de la ley moral natural debe, pues, tener en cuenta a la vez el papel central de la razón al presentar un proyecto de vida propiamente humano y la consistencia y significado propio de los dinamismos naturales prerracionales[75]. 80. La significación moral de los dinamismos naturales prerracionales aparece con claridad en la enseñanza acerca de los pecados contra natura. Ciertamente todo pecado es contrario a la naturaleza en cuanto que se opone a la recta razón y obstaculiza el auténtico desarrollo de la persona humana. Sin embargo, algunos comportamientos se califican de una manera especial como pecados contra natura en la medida en que se oponen más directamente al sentido objetivo de los dinamismos naturales que la persona debe asumir en la unidad de su vida moral[76]. Así, el suicidio deliberado y elegido contradicen la inclinación natural a conservar y a producir fruto en la existencia. Así, determinadas prácticas sexuales se oponen directamente a las finalidades reproductoras inscritas en el cuerpo sexuado del hombre. Por la misma razón, también contradicen los valores interpersonales que debe promover una vida sexual responsable y plenamente humana. 81. El riesgo de absolutizar la naturaleza, reducida a su puro nivel físico o biológico, y dejar de lado su vocación intrínseca a ser integrada en un proyecto espiritual amenaza hoy a determinadas tendencias radicales del movimiento ecologista. La explotación irresponsable de la naturaleza por agentes humanos que solo buscan el beneficio económico y los peligros que esa explotación conlleva para la biosfera interpelan con razón a la conciencia. Sin embargo, la «ecología profunda» (deep ecology) supone una reacción excesiva. Preconiza una supuesta igualdad de las especies de seres vivos hasta el punto de no reconocer ningún puesto especial al hombre, quien, paradójicamente, conoce su propia responsabilidad respecto a la biosfera de la que forma parte. De un modo todavía más radical, algunos han llegado a considerar al hombre como un virus destructor que produciría daño a la integridad de la naturaleza y le niegan cualquier sentido y valor en la biosfera. De este modo se llega a una nueva especie de totalitarismo, que excluye la existencia humana en su especificidad y condena el progreso humano legítimo. 82. Solo puede responderse de manera adecuada a las complejas cuestiones de la ecología en el marco de una comprensión más profunda de la ley natural que subraye el vínculo entre la persona humana, la sociedad, la cultura y el equilibrio del ámbito biofísico en que se sitúa la persona humana. Una ecología integral debe promover lo que es específicamente humano, valorando el mundo de naturaleza en su integridad física y biológica. En efecto, aunque el hombre como ser moral que busca la verdad y el bien último trasciende su entorno inmediato, esto lo hace aceptando la misión especial de vigilar el mundo natural y de vivir en armonía con él, con la misión de defender los valores vitales sin los cuales ni la vida humana ni la biosfera de este planeta pueden mantenerse[77]. Esta ecología integral interpela a cada ser humano y a cada comunidad para que asuma una nueva responsabilidad. Es inseparable de una orientación política global respetuosa de las exigencias de la ley natural. IV 4.1. La persona y el bien común 83. Al tratar el orden político de la sociedad entramos en el espacio regido por el derecho. En efecto, el derecho aparece en cuanto las personas se relacionan entre sí. El paso de la persona a la sociedad esclarece la distinción esencial entre ley natural y derecho natural. 84. La persona está en el centro del orden político y social porque es un fin y no un medio. La persona es un ser social por naturaleza, no por elección o en virtud de una mera convención contractual. Para realizarse en cuanto persona necesita una red de relaciones que establece con otras personas. Se encuentra así en el centro de un tejido formado por círculos concéntricos: la familia, el medio de vida y de trabajo, la comunidad de vecinos, la nación, y finalmente la humanidad[78]. La persona saca, de cada uno de estos círculos, medios que necesita para crecer, y al mismo tiempo contribuye a perfeccionarlos. 85. Por el hecho de que los hombres están llamados a vivir en sociedad con otros, poseen en común un conjunto de bienes que deben procurar y de valores que deben defender. Por esto se le denomina «bien común». Si la persona es un fin en sí misma, la sociedad tiene como fin consolidar y desarrollar el bien común. La búsqueda del bien común permite a la sociedad movilizar las energías de todos sus miembros. En un primer nivel el bien común se puede comprender como el conjunto de condiciones que permiten a la persona ser más persona humana[79]. Aunque se formula en sus aspectos exteriores: economía, seguridad, justicia social, educación, acceso al trabajo, búsqueda espiritual, y otros, el bien común es siempre un bien humano[80]. En un segundo nivel, el bien común es lo que constituye la finalidad del orden político y de la misma ciudad. Bien de todos y de cada uno en particular expresa la dimensión comunitaria del bien humano. Las sociedades pueden definirse por el tipo de bien común que quieren promover. En efecto, si se trata de las exigencias del bien común de toda sociedad, la visión del bien común evoluciona con las mismas sociedades, en función del concepto de persona, de justicia y del papel del poder político. 4.2. La ley natural, medida del orden político 86. Que la sociedad esté organizada en razón del bien común de sus miembros responde a una exigencia de la naturaleza social de la persona. La ley natural aparece entonces como el horizonte normativo dentro del cual el orden político está llamado a situarse. Define el conjunto de valores que aparecen como humanizadores para una sociedad. Al situarse en el ámbito social y político, los valores no pueden ser ya de naturaleza privada, ideológica o confesional: se refieren a todos los ciudadanos. Expresan no un vago consenso entre ellos, sino que se fundamentan en las exigencias de su común humanidad. Para que la sociedad cumpla correctamente su misión al servicio de la persona, debe promover la realización de sus inclinaciones naturales. La persona, pues, es anterior a la sociedad, y la sociedad no humaniza si no responde a las expectativas inscritas en la persona en cuanto ser social. 87. Este orden natural de la sociedad al servicio de la persona se caracteriza, según la doctrina social de la Iglesia, por cuatro valores que brotan de las inclinaciones naturales del hombre y que trazan las grandes líneas del bien común que debe perseguir la sociedad: la libertad, la verdad, la justicia y la solidaridad[81]. Estos cuatro valores corresponden a las exigencias de un orden ético conforme a la ley natural. Si alguna de ellas falta, la sociedad tiende a la anarquía o al dominio del más fuerte. La libertad es la primera condición de un orden político humanizador aceptable. Sin libertad de seguir la conciencia, de expresar sus opiniones y de desarrollar sus proyectos, no hay sociedad humana, aunque la búsqueda de los bienes privados debe siempre articularse en torno a la promoción del bien común de la sociedad. Sin la búsqueda y el respeto a la verdad, no hay sociedad, sino dictadura del más fuerte. La verdad, que no es propiedad de nadie, es la única capaz de hacer que los hombres converjan hacia objetivos comunes. Si no es la verdad la que se impone por sí misma, entonces el más hábil será quien imponga «su» verdad. Sin justicia no hay sociedad, sino el reino de la violencia. La justicia es el bien más alto que puede procurar la sociedad. Supone que siempre se busca lo que es más justo y que el derecho se aplica teniendo cuidado del caso particular, pues la equidad es la culminación de la justicia. Finalmente, es preciso que la sociedad esté regida de una manera solidaria, de tal modo que haya derecho a contar con la ayuda mutua y a la responsabilidad respecto al destino de los otros, y que los bienes con los que cuenta la sociedad puedan responder a las necesidades de todos. 4.3. De la ley natural al derecho natural 88. La ley natural (lex naturalis) se enuncia en el derecho natural (ius naturalis) desde el momento en que se consideran las relaciones de justicia entre los hombres: relaciones entre las personas físicas y morales, entre las personas y los poderes públicos, relaciones de todos con la ley positiva. Pasamos de la categoría antropológica de ley natural a la categoría jurídica y política de la organización de la sociedad. El derecho natural es la medida inherente a la correlación y proporción entre los miembros de la sociedad. Es la regla y la medida inmanente de las relaciones humanas interpersonales y sociales. 89. El derecho no es arbitrario: la exigencia de justicia, que brota de la ley natural, es anterior a la formulación y a la promulgación del derecho. No es el derecho quien decide lo que es justo. La política no es entonces algo arbitrario: las normas de la justicia no derivan simplemente de un contrato establecido entre los hombres, sino que provienen ante todo de la naturaleza misma de los seres humanos. Mediante el derecho natural quedan ancladas las leyes humanas en la ley natural. Es el horizonte en función del cual el legislador humano debe determinarse cuando promulga normas como misión propia al servicio del bien común. Cuando actúa de esa manera hace honor a la ley natural inherente a la humanidad del hombre. Por el contrario, cuando se niega el derecho natural, solo la voluntad del legislador es lo que haría la ley. El legislador entonces no es ya intérprete de lo que es justo y bueno, sino que se arroga la prerrogativa de ser el criterio último de lo justo. 90. El derecho natural no es nunca una medida establecida de una vez para siempre. Es el resultado de una apreciación de las situaciones cambiantes en las que viven los hombres. Enuncia el juicio de la razón práctica que estima lo que es justo. El derecho natural, expresión jurídica de la ley natural en el orden político, aparece así como la medida de las relaciones justas entre los miembros de la comunidad, 4.4. Derecho natural y derecho positivo 91. El derecho positivo debe esforzarse en llevar a la práctica las exigencias del derecho natural. Esto lo lleva a cabo a modo de conclusión (el derecho natural prohíbe el homicidio, el derecho positivo prohíbe el aborto), y a modo de determinación (el derecho natural prescribe que se debe castigar a los culpables, el derecho penal positivo determina las penas que se deben aplicar a cada tipo de crímenes)[82]. En cuanto que derivan verdaderamente del derecho natural y por ello de la ley eterna, las leyes humanas positivas obligan en conciencia. En caso contrario no obligan. «Si la ley humana no es justa, ni siquiera es una ley»[83]. Las leyes positivas incluso pueden y deben variar para permanecer fieles a su propia misión. En efecto, por una parte, hay un progreso de la razón humana que, poco a poco, toma conciencia mejor de lo que se adapta mejor al bien de la comunidad, y, por otra parte, las condiciones históricas de la vida de las sociedades se modifican (para bien y para mal) y las leyes deben adaptarse[84]. De este modo el legislador debe determinar lo que es justo en la concreción de las situaciones históricas[85]. 92. Los derechos naturales son medida de las relaciones humanas anteriores a la voluntad del legislador. Están dados desde el momento en que los hombres viven en sociedad. El derecho natural es lo que naturalmente es justo antes de cualquier formulación legal. Se expresa de manera particular en los derechos subjetivos de la persona, como el derecho al respeto de la propia vida, a la integridad de su persona, a la libertad religiosa, a la libertad de pensamiento, al derecho de fundar una familia y educar a los hijos según las propias convicciones, al derecho de asociarse con otros, de participar en la vida de la colectividad, etc. Estos derechos, a los que el pensamiento contemporáneo concede una gran importancia, tienen su fuente no en los deseos fluctuantes de los individuos, sino en la estructura misma de los seres humanos y de sus relaciones humanizadoras. Los derechos de la persona humana brotan del orden justo que debe reinar en las relaciones entre los hombres. Reconocer estos derechos naturales del hombre lleva a reconocer el orden objetivo de las relaciones humanas fundado sobre la ley natural. 4.5. El orden político no es el orden escatológico 93. En la historia de las sociedades humanas el orden político ha sido concebido frecuentemente como el reflejo de un orden trascendente y divino. Así, las antiguas cosmologías fundamentaban y justificaban teologías políticas en las que el soberano asumía el vínculo entre el cosmos y el universo humano. Se trataba de hacer entrar el universo de los hombres en la armonía preestablecida del mundo. Con la aparición del monoteísmo bíblico se entiende que el universo obedece a las leyes que el Creador le ha dado. El orden de la sociedad queda afectado si no se respetan las leyes de Dios, que, por otra parte, están inscritas en los corazones. Durante mucho tiempo formas de teocracia han podido prevalecer donde las sociedades se han organizado conforme a los valores tomados de sus libros santos. No había distinción entre la esfera de la revelación religiosa y la esfera de la organización de la sociedad. Pero la Biblia ha desacralizado el poder humano, aunque siglos de ósmosis teocrática, incluido el ámbito cristiano, han oscurecido esta distinción esencial entre el orden político y el orden religioso. A este respecto es preciso distinguir bien la situación de la primera alianza, donde la ley divina dada por Dios era también la ley del pueblo de Israel, y la de la nueva alianza, que es portadora de la distinción y de la autonomía relativa de los órdenes religioso y político. 94. La revelación bíblica invita a la humanidad a considerar que el orden de la creación es un orden universal del que participa toda la humanidad, y que este orden es accesible a la razón. Cuando hablamos de la ley natural, se trata de este orden querido por Dios y captado por la razón humana. La Biblia presenta la distinción entre este orden de la creación y el orden de la gracia al que da acceso la fe en Cristo. Ahora bien, el orden de la sociedad no es el orden definitivo o escatológico. El campo de lo político no es el de la ciudad celeste, don gratuito de Dios. Esto pone de manifiesto el orden imperfecto y transitorio en el que viven los hombres, avanzando hacia su cumplimiento más allá de la historia. Lo propio de la ciudad terrena, según san Agustín, es estar mezclada: los justos y los injustos, los creyentes y los no creyentes están unos al lado de otros[86]. Temporalmente deben vivir juntos, según las exigencias de su naturaleza y las capacidades de su razón. 95. El estado no puede erigirse en el portador del sentido último. No puede imponer ni una ideología global, ni una religión (ni siquiera secular), ni un pensamiento único. El campo del sentido último es algo que corresponde, en la sociedad civil, a las organizaciones religiosas, las filosofías y las espiritualidades, que tienen la misión de contribuir al bien común, de reforzar los vínculos sociales y promover los valores universales que fundamentan el mismo orden político. El orden político no está llamado a trasponer a este mundo el reino de Dios que debe llegar. Puede anticiparlo por sus anticipaciones en el campo de la justicia, de la solidaridad y de la paz. No podría querer instaurarlo mediante la coacción. 4.6. El orden político es un orden temporal y racional 96. Si el orden político no es el campo de la verdad última, debe sin embargo permanecer abierto a la búsqueda permanente de Dios, de la verdad y de la justicia. La «legítima y sana laicidad del Estado»[87] consiste en la distinción del orden sobrenatural de la fe teologal y del orden político. Este último no puede nunca confundirse con el orden de la gracia al cual los hombres están llamados a unirse libremente. Está más bien vinculado a la ética humana universal inscrita en la naturaleza humana. La sociedad debe también procurar a las personas que la componen lo que es necesario para la plena realización de su vida humana, lo que incluye determinados valores espirituales y religiosos, así como la libertad para que los ciudadanos se determinen ante el Absoluto y los bienes supremos. Pero la sociedad, cuyo bien común es de naturaleza temporal, no puede proporcionar los bienes propiamente sobrenaturales, que son de otro orden. 97. Si Dios y toda trascendencia deben ser desterrados del horizonte de lo político, no quedaría más que el poder del hombre sobre el hombre. De hecho, el orden político con frecuencia se ha puesto a sí mismo como el último horizonte de sentido para la humanidad. Las ideologías y los regímenes totalitarios han demostrado que este tipo de orden político, sin un horizonte de trascendencia, no es humanamente aceptable. Esta trascendencia está vinculada a lo que nosotros llamamos ley natural. 98. Las ósmosis político-religiosas del pasado como las experiencias totalitarias del siglo XX han conducido, gracias a una sana reacción, a subrayar hoy el valor de la razón en política, haciendo que resulte de nuevo pertinente el discurso aristotélico-tomista sobre la ley natural. La política, es decir, la organización de la sociedad y la elaboración de sus proyectos colectivos, pone de relieve el orden natural y debe llevar a un debate racional abierto sobre la trascendencia. 99. La ley natural, que es la base del orden social y político, no pide una adhesión de fe, sino de razón. Ciertamente la razón con frecuencia está oscurecida por las pasiones, los intereses contrarios, los prejuicios. Pero la referencia constante a la ley natural impulsa a una continua purificación de la razón. Solamente así el orden político evita la plaga de la arbitrariedad, de los intereses particulares, de la mentira organizada, de la manipulación de las conciencias. Las referencias a la ley natural impiden que el Estado ceda a la tentación de absorber a la sociedad civil y someta a los hombres a una ideología. Evita también que se desarrolle un Estado providencia que priva a las personas y a las comunidades de toda iniciativa y les arranca la responsabilidad. La ley natural contiene la idea del Estado de derecho que se estructura conforme al principio de subsidiariedad, respetando a las personas y a los cuerpos intermedios y regulando sus mutuas actuaciones[88]. 100. Los grandes mitos políticos solo han podido ser desenmascarados mediante la regla de la racionalidad y teniendo en cuenta la trascendencia del Dios de amor que prohíbe adorar el orden político establecido sobre la tierra. El Dios de la Biblia ha querido el orden de la creación para que todos los hombres, al conformarse con la ley inherente a ellos mismos, puedan buscarle libremente y, una vez que le hayan encontrado, proyectar sobre el mundo la luz de la gracia, que es su plena realización. V 101. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana, la conforta y la lleva a su plena realización. Consiguientemente, aunque la ley natural es una expresión de la razón común a todos los hombres y puede ser presentada de manera coherente y verdadera en el plano filosófico, no es extraña al orden de la gracia. Sus exigencias permanecen presentes y activas en los diferentes estados teológicos por los que pasa la humanidad en la historia de la salvación. 102. El designio de salvación cuya iniciativa procede del Padre eterno se lleva a cabo mediante la misión del Hijo que da a los hombres la Ley nueva, la Ley del Evangelio, que consiste principalmente en la gracia del Espíritu Santo que actúa en el corazón de los creyentes para santificarles. La Ley nueva ante todo se orienta a procurar a los hombres la participación en la comunión trinitaria de las Personas divinas, pero, al mismo tiempo, asume y realiza de modo eminente la ley natural. Por una parte, recoge claramente las exigencias que pueden estar oscurecidas por el pecado y por la ignorancia. Por otra parte, al liberar a los hombres de la ley del pecado que da lugar a que «querer está a mi alcance, pero hacer lo bueno, no» (Rom 7,18), da la capacidad efectiva de superar su egoísmo para poner plenamente en práctica las exigencias humanizadoras de la ley natural. 5.1. El Logos encarnado, Ley viva 103. Gracias a la luz natural de la razón, que es una participación de la Luz divina, los hombres son capaces de escrutar el orden inteligible del universo para descubrir allí la expresión de la sabiduría, de la belleza y de la bondad del Creador. A partir de este conocimiento, les corresponde incorporarse a este orden mediante su actuar moral. Ahora bien, en fuerza de una mirada más profunda sobre el designio de Dios, cuyo acto creador es el preludio, la Sagrada Escritura enseña a los creyentes que este mundo ha sido creado en, para y por el Logos, el Verbo de Dios, el Hijo muy amado del Padre, la Sabiduría increada, y que tiene en Él su vida y su subsistencia. En efecto, el Hijo es «imagen de Dios invisible, / primogénito de toda criatura; / porque en él (en auto) fueron crearlas todas las cosas: / celestes y terrestres, / visibles e invisibles [...] todo fue creado por él (di’autou) y para él (eis auton). / El es anterior a todo, / y todo se mantiene en él (en auto)» (Col 1,15-17)[89]. El Logos es, pues, la clave de la creación. El hombre, creado a imagen de Dios, lleva en sí una impronta especial de este Logos personal. También tiene como vocación el ser conformado y asimilado al Hijo, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). 104. Pero, por el pecado, el hombre hizo un mal uso de su libertad y se apartó de la fuente de la sabiduría. Al hacer esto ha quedado falseada la percepción que había podido tener del orden objetivo de las cosas, incluso en el plano natural. Los hombres, sabiendo que sus obras son malas, aborrecen la luz y elaboran falsas teorías para justificar sus pecados[90]. También la imagen de Dios en el hombre ha quedado gravemente oscurecida. Aunque su naturaleza les remite todavía a una realización en Dios más allá de sí mismos (la criatura no puede pervertirse hasta el punto de que no perciba los testimonios que el Creador deja de sí en la creación), los hombres de hecho están tan gravemente afectados por el pecado que ignoran el sentido profundo del mundo y lo interpretan en función del placer, del dinero o del poder. 105. Mediante su encarnación salvadora, el Logos, al asumir una naturaleza humana, ha restaurado la imagen de Dios y ha devuelto al hombre a sí mismo. Así, Jesucristo, Nuevo Adán, lleva a su culminación el designio original del Padre respecto al hombre y, por el mismo hecho, revela al hombre a sí mismo: «En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación [...] El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual»[91]. En su persona, Jesucristo deja ver una vida humana ejemplar, plenamente conforme a la ley natural. Es así el criterio último para descifrar correctamente cuáles son los deseos naturales auténticos del hombre, cuando no están ocultados por las distorsiones introducidas por el pecado y las pasiones desordenadas. 106. La encarnación del Hijo ha sido preparada en la economía de la Ley antigua, signo del. amor de Dios por su pueblo, Israel. Para algunos Padres, una de las razones por las cuales Dios da una ley escrita a Moisés fue para recordar a los hombres las exigencias de la ley naturalmente escrita en su corazón, pero que el pecado había oscurecido y eclipsado[92]. Esa Ley, con la cual el judaísmo ha identificado la Sabiduría preexistente que preside los destinos del universo[93] ponía así a disposición de los hombres marcados por el pecado la práctica concreta de la verdadera sabiduría que consiste en el amor a Dios y al prójimo. Contenía preceptos litúrgicos y jurídicos positivos, pero también prescripciones morales, resumidas en el Decálogo, que se correspondían con las implicaciones esenciales de la ley natural. También la tradición cristiana ha visto en el Decálogo una expresión privilegiada y siempre valida de la ley natural[94]. 107. Jesucristo no ha «venido a abolir, sino a dar plenitud» a la Ley (Mt 5,17)[95]. Como destacan los textos evangélicos, Jesús «enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,22) y no dudaba en relativizar, incluso en abrogar, algunas disposiciones positivas particulares y temporales de la Ley. Pero de esta manera también ha confirmado el contenido esencial, y, en su persona, ha llevado la práctica de la Ley a su perfección al asumir por amor los diferentes tipos de preceptos —morales, cultuales y judiciales— de la Ley mosaica que corresponden a las tres funciones de profeta, sacerdote y rey. San Pablo afirma que Cristo es el fin (telos) de la Ley (Rom 10,4). Telos tiene aquí un doble sentido. Cristo es el «objetivo» de la Ley, en el sentido de que la Ley es un medio pedagógico que tenía la misión de conducir a los hombres hasta Cristo. Pero también, para todos aquellos que por la fe viven en él del Espíritu de amor, Cristo «pone fin» a las obligaciones positivas de la Ley sobreañadidas a las exigencias de la ley natural[96]. 108. Jesús, en efecto, ha subrayado de muchas maneras la primacía ética de la caridad, que une inseparablemente amor de Dios y amor del prójimo[97]. La caridad es el «mandamiento nuevo» (Jn 13,34) que recapitula toda la Ley y le da la clave de interpretación: «En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40). Nos comunica también el sentido profundo de la regla de oro: «No hagas a otro lo que no quieras para ti» (Tob 4,15) se convierte en Cristo en el mandamiento de amar sin límite. El contexto en el que Jesús cita la regla de oro determina en profundidad su comprensión. Está en el centro de una sección que comienza por el mandamiento: «amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian» y que culmina con la exhortación: «sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso»[98]. Más allá de una regla de justicia conmutativa, adquiere la forma de un reto: invita a tomar la iniciativa del amor y del don de sí. La parábola del buen samaritano es característica de esta aplicación cristiana de la regla de oro: el centro de interés pasa de la preocupación por uno mismo a la preocupación por el otro[99]. Las bienaventuranzas y el sermón de la montaña explicitan la manera en que debe ser vivido el mandamiento del amor, en la gratuidad y el sentido del otro, elementos propios de la nueva perspectiva que asume el amor cristiano. Así, la práctica del amor supera toda cerrazón y todo límite. Adquiere una dimensión universal y una fuerza inigualable, puesto que hace que la persona sea capaz de llevar a cabo lo que sería imposible sin el amor. 109. Pero sobre todo es en el misterio de su santa Pasión donde Jesús lleva a su cumplimiento la ley de amor. Allí, como Amor encamado, revela de una manera plenamente humana lo que es el amor y lo que implica: dar la vida por aquellos a quienes se ama[100]. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó basta el extremo» (Jn 13,1). Por obediencia de amor al Padre y por el deseo de su gloria que consiste en la salvación de los hombres, Jesús acepta el sufrimiento y la muerte de Cruz en favor de los pecadores. La persona misma de Cristo, Logos y Sabiduría encarnada, se convierte así en la Ley viva, la norma suprema de toda ética cristiana. La sequela Christi, la imitatio Christi, son los caminos concretos para realizar la Ley en todas sus dimensiones. 5.2. El Espíritu Santo y la Ley nueva de libertad 110. Jesucristo no es solamente un modelo ético que se deba imitar, sino, por y en su misterio pascual, es el Salvador que da a los hombres la posibilidad real de llevar a la práctica la ley del amor. En efecto, el misterio pascual culmina en el don del Espíritu Santo, Espíritu de amor común al Padre y al Hijo, que une a los discípulos entre ellos, a Cristo, y finalmente al Padre. Al haber sido derramado el amor de Dios en nuestros corazones (Rom 5,5), el Espíritu Santo se convierte en el principio interior y en la regla suprema de la actuación de los creyentes. Les concede cumplir espontáneamente y con justicia todas las exigencias del amor. «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Gál 5,16). Así se cumplió la promesa: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos» (Ez 36,26s)[101]. 111. La gracia del Espíritu Santo constituye el elemento principal de la Ley nueva o Ley del Evangelio[102]. La predicación de la Iglesia, la celebración de los sacramentos, las disposiciones tomadas por la Iglesia para favorecer que sus miembros desarrollen la vida en el Espíritu están totalmente ordenadas al crecimiento personal de cada creyente en la santidad del amor. Con la Ley nueva que es una ley esencialmente interior, «una ley perfecta, la de la libertad» (Sant 1,25), el deseo de autonomía y de libertad en la verdad que habita en el corazón del hombre alcanza en este mundo su más perfecta realización. De lo más íntimo de la persona, habitada por Cristo y transformada por el Espíritu, brota su actuación moral[103]. Pero esta libertad esta completamente al servicio del amor: «Pues vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor» (Gál 5,13). 112. La Ley nueva del Evangelio incluye, asume y cumple las exigencias de la ley natural. Las orientaciones de la ley natural no son, pues, instancias normativas exteriores respecto a la Ley nueva. Son una parte constitutiva de la misma, aunque secundaria y ordenada al elemento principal, que es la gracia de Cristo[104]. Así pues, a la luz de la razón iluminada por la fe viva, el hombre capta mejor las orientaciones de la ley natural que le indican el camino de una plena realización de su humanidad. De este modo la ley natural, por una parte crea «un vínculo fundamental con la ley nueva del Espíritu de vida en Cristo Jesús, y, por otra, permite también una amplia base de diálogo con personas de otra orientación o formación, para la búsqueda del bien común»[105].
113, La Iglesia Católica, consciente de la necesidad que tienen los hombres de buscar en común las reglas para convivir con justicia y paz, desea compartir con las religiones, las sabidurías y las filosofías de nuestro tiempo los recursos de la noción de ley natural. Llamamos ley natural al fundamento de una ética universal que tratamos de obtener a partir de la observación y de la reflexión acerca de nuestra común condición humana. Es la ley moral inscrita en el corazón de los hombres y de la cual la humanidad toma conciencia cada vez más a medida que avanza en la historia. Esta ley natural no tiene nada de estático en su expresión. No consiste en una lista de preceptos definitivos e inmutables. Es una fuente de inspiración que siempre mana al buscar un fundamento objetivo a una ética universal. 114. Nuestra convicción de fe es que Cristo revela la plenitud de lo humano al darle cumplimiento en su persona. Pero esta revelación, a pesar de su especificidad, reúne y confirma elementos ya presentes en el pensamiento racional de las sabidurías de la humanidad. El concepto de ley natural es ante todo filosófico y como tal permite un diálogo que, respetando las convicciones religiosas de cada uno, apele a lo que hay de universalmente humano en cada ser humano. Es posible este intercambio en el plano de la razón puesto que se trata de experimentar y de decir lo que tienen en común todos los hombres dotados de razón y de obtener las exigencias para la vida en sociedad. 115. El descubrimiento de la ley natural responde a la pregunta de una humanidad que, desde siempre, busca darse reglas para la vida moral y la vida en sociedad. Esta vida en sociedad abarca todo un abanico de relaciones que va desde la célula familiar hasta las relaciones internacionales, pasando por la vida económica, la sociedad civil, la comunidad política. Para poder ser reconocidas por todos los hombres en todas las culturas, las normas de comportamiento deben tener su fuente en la misma persona humana, en sus necesidades, sus inclinaciones. Estas normas, elaborarlas por la reflexión y reafirmadas por el derecho, pueden así ser interiorizadas por todos. Después de la Segunda Guerra Mundial, las naciones de todo el mundo supieron dotarse de una Declaración universal de los derechos del hombre que indica implícitamente que la fuente de los derechos humanos inalienables se sitúa en la dignidad de toda persona humana. La presente contribución no ha tenido otro fin que ayudar a reflexionar sobre esta fuente de la moralidad personal y colectiva. 116. Al aportar nuestra propia contribución a la búsqueda de una ética universal, y proponiendo un fundamento racional justificable, deseamos invitar a los expertos y portavoces de las grandes tradiciones religiosas, sapienciales y filosóficas de la humanidad a un trabajo análogo a partir de sus propias fuentes para llegar al reconocimiento común de normas morales universales fundamentadas sobre un acercamiento racional a la realidad. Este trabajo es necesario y urgente. Debemos llegar a decirnos, más allá de las divergencias de nuestras convicciones religiosas y de la diversidad de nuestros presupuestos culturales, cuáles son los valores fundamentales para nuestra común humanidad, de manera que podamos trabajar juntos para promover la comprensión, el mutuo reconocimiento y la cooperación pacífica de todos los miembros de la familia humana. [*] Nota preliminar: El tema «En busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural» fue propuesto a la Comisión Teológica Internacional para su estudio. Se formó una Subcomisión para preparar esta materia, compuesta por el Excmo. Mons..Roland Minnerath, los .Revmos. profesores: P. Serge-Thomas Bonino, OP (presidente de la Subcomisión), Geraldo Luis Borges Hackmann, Pierre Gaudette, Tony Kelly, CssR, Jean Liesen, John Michael McDermort, SI, los Ilmos. profesores Dr. Johannes Reiter y Dra. Barbara Hallensleben, con la colaboración de S.E. Mons. Luis Ladaria, SI, secretario general, junto con las aportaciones de otros miembros. La discusión general tuvo lugar con ocasión de las sesiones plenarias de la misma Comisión Teológica Internacional en Roma, en octubre de 2006 y 2007 y en diciembre de 2008. El documento fue aprobado por unanimidad y fue presentado a su presidente, el cardenal William J. Levada, que dio su aprobación para que se publique. [1] Conc.Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, Proemio, 1.[2] Cf. Ez 36,26. [3] Juan Pablo II, Discurso del 5 de octubre de 1995 a la Asamblea general de las Naciones Unidas para la celebración del cincuentenario de su fundación. [4] Cf. Benedicto XVI, Discurso del 18 de abril de 2008 ante la Asamblea general de la ONU: «La Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares […] La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre ele una mísera perspectiva utilitarista». [5] En 1993, representantes del Parlamento de religiones del mundo hicieron pública una Declaración en favor de una ética planetaria en la que se afirma que «existe ya un consenso entre la religiones capaz de fundamentar una ética planetaria: un consenso mínimo referido a valores obligatorios, normas irrevocables y actitudes morales esenciales». Esta Declaración contiene cuatro principios. En primer lugar, «no puede haber un nuevo orden mundial sin una nueva ética mundial». En segundo lugar, «que toda persona sea tratada humanamente». El tener en cuenta la dignidad de la persona se considera como un fin en sí mismo. Este principio retoma la «regla de oro que se encuentra en muchas tradiciones religiosas. En tercer lugar, la Declaración enuncia cuatro directrices morales irrevocables (no violencia y respeto a la vida; solidaridad; tolerancia y verdad; igualdad del hombre y la mujer). En cuarto lugar, respecto a los problemas de la humanidad es necesario cambiar las mentalidades para que cada uno tome conciencia de su responsabilidad urgente. Las religiones tienen el deber de cultivar esta responsabilidad, profundizar en ella y transmitirla a las siguientes generaciones. [6] Benedicto XVI, Discurso del 12 de febrero de 2007 al Congreso internacional sobre la ley moral natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense: AAS 99 (2007) 244. [7] San Agustín, De doctrina christiana, III, XIV, 22 (CChL 32,91) : «El mandamiento: “No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti” no puede en modo alguno variar según la diversidad de los pueblos (“Quod tibi fieri non vis, alii ne feceris”, nullo modo posse ulla eorum gentili diversitate variari)». Cf. L. J. Philippidis, Die «Goldene Regel» religionsgeschichtlich Untersucht (Leipzig 1929); A. Dihle, Die Goldene Regel. Eine Einführung in die Geschichte der antiken und frühchristlichen Vulgarethik, (Gotinga 1962); J. Wattles, The Golden Rule (Nueva York-Oxford 1996) [8] Mānava dharmaśāstra, 1, 108 (G. C. Haugton, Mānava Dharma Śāstra or The Institutes of Manu. Comprising the Indian System of Duties, Religious and Civil, ed. by P. Percival [Nueva Delhi 41982] 14). [9] Mahābhārata, Anusasana parva, 113, 3-9 (ed. Ishwar Chundra Sharma – O. N. Bimail; transl. according to M. N. Dutt, IX [Parimal Publications, Delhi] 469). [10] Por ejemplo: «Decir la verdad, decir cosas agradables, no declarar desagradable a la verdad y no decir mentiras piadosas: esta es la ley eterna» (Mānava dharmaśāstra, 4, 138, p.101); «Que considere siempre que la acción de golpear, la de injuriar y la de perjudicar el bien del prójimo como las tres cosas más perniciosas en la serie de vicios que produce la ira» (Mānava dharmaśāstra, 7, 51. p.156). [11] Confucius, Entretiens 15, 23, traducción de A. Cheng (París 1981) 125. [12] Corán, Sura 35, 24; cf. 13, 7. [13] Corán, Sura 17, 22-38: «Tu Señor ha establecido que no le adoréis mas que a él. Ha prescrito actuar con bondad con el padre y la madre. Si uno de los dos, o los dos, han llegado a la vejez junto a ti, no les dirás: “Quita de en medio”, ni les responderás, dirigiéndoles palabras sin respeto. Y extiende sobre ellos con humildad las alas de tu benevolencia, y di: “¡Oh, Señor mío! ¡Apiádate de ellos, como ellos cuidaron de mí y me educaron siendo niño!” Vuestro Señor es plenamente consciente de lo que hay en vuestros corazones, Si sois rectos, [os perdonará vuestras faltas]: pues, ciertamente, él es indulgente con los que se vuelven a él una y otra vez. Y da a los parientes lo que es suyo por derecho, así como al necesitado y al viajero, pero no derroches sin sentido. Ciertamente, quienes derrochan son hermanos de los demonios, ya que Satán se ha mostrado en verdad muy ingrato con su Señor. Y si tuvieras que apartarte de esos que están necesitados, porque tú también estás buscando una gracia de tu Señor que esperas conseguir, al menos háblales con amabilidad. Y no dejes que tu mano quede atada a tu cuello, ni la extiendas hasta el límite de tu capacidad, para que no te veas censurado por los tuyos, o en la indigencia. Ciertamente, tu Señor da el sustento en abundancia, o en medida escasa, a quien él quiere: en verdad, él es plenamente consciente de las necesidades de sus servidores, y los ve perfectamente. Así pues, no matéis a vuestros hijos por miedo a la pobreza: Nosotros les daremos el sustento a ellos y también a vosotros. En verdad, matarles es un gran pecado. Y no cometáis adulterio, pues, ciertamente, es una abominación y un mal camino. Y no quitéis la vida, que Dios ha declarado sagrada, a ningún ser humano, si no es por una razón justa […] Y no toquéis los bienes del huérfano sino para mejorarlos antes de que este alcance la mayoría de edad. ¡Y cumplid todos los compromisos, pues, ciertamente, en el Día del Juicio habréis de dar cuenta de cada promesa que hayáis hecho! Y dad la medida completa cuando midáis, y pesad con una balanza justa: esto será por vuestro propio bien, y lo mejor en definitiva. Y no te ocupes de aquello de lo que no tienes conocimiento: ¡en verdad, el oído, la vista y el corazón, todos ellos, habrán de responder por ello en el Día del Juicio! Y no camines por la tierra con arrogante presunción: pues, ¡ciertamente, nunca podrás hender la tierra, ni crecer tan alto como las montañas! La maldad de todo esto es detestable a los ojos de Dios». [14] Sófocles, Antígona, v. 449-460 (ed. Pléiade, p. 584) [15] Cf. Aristóteles, Retórica, 1, XIII, 2 (1373 b 4-11): «La ley particular (nomos idios) es la que determina cada grupo de hombres con respecto a sus miembros, y esta ley se divide en: ley no escrita y ley escrita. La ley común (nomos koinos) es la que existe Como conforme a la naturaleza (kata physin). En efecto, hay cosas justas e injustas, en la naturaleza, que todo el mundo reconoce por una especie de intuición, sin que se explique ni sea por un acuerdo mutuo. Así lo vio la Antígona de Sócrates al declarar que es justo sepultar a Polinices, cuyo enterramiento había sido prohibido, alegando que tal inhumación es justa al ser conforme a la naturaleza»; cf. también Ética a Nicómaco, V, 10. [16] Platón, Gorgias (483c-484b), Discurso de Calicles: «La naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se determine lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en qué clase de justicia se fundó Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas, e igualmente, otros infinitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi juicio, estos obran con arreglo a la naturaleza de lo justo, y también, por Zeus, con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin duda, no con arreglo a esta ley que nosotros establecemos, por la que modelamos a los mejores y más fuertes de nosotros, tomándolos desde pequeños, como a leones, y por medio de encantos y hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es lo bello y lo justo. Pero yo creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría, quebraría y esquivaría todo esto, y pisoteando nuestros escritos, engaños, encantamientos y todas las leyes contrarias a la naturaleza, se sublevaría y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y entonces resplandecería la justicia de la naturaleza». [17] En el Teleto (172a-b), Sócrates lamenta las consecuencias políticas nefastas de la tesis relativista atribuida a Protágoras, según la cual cada hombre es la medida de la verdad: «Pues también en cuestiones políticas, lo honesto y lo deshonesto, lo justo y lo injusto, lo piadoso y lo impío, y cuanto cada ciudad determine y considere legal es así en verdad para ella [...] Pero en el ámbito al que yo me refiero, tanto en lo justo y en lo injusto, como en lo piadoso y lo impío, están dispuestos a afirmar que nada de esto tiene por naturaleza una realidad propia, sino simplemente que la opinión de una comunidad se hace verdadera en el momento en que a esta se lo parece y durante el tiempo que se lo parece». [18] Cf., por ejemplo, Séneca, De vita beata, VIII, 1: «Hay que servirse de la naturaleza como guía: a ella se atiene la razón, a ella consulta. Es entonces lo mismo vivir felizmente que conforme a la naturaleza (natura enim duce utendum est: hanc ratio observat, hanc consulit. Idem est ergo beate viviere et secundum naturam)». [19] Cicerón, De legibus, I, VI, 18: «Lex est ratio summa insita in natura quae iubet ea quae facienda sunt prohibetque contraria». [20] Cf. Am 1-2. [21] El judaísmo rabínico hace referencia a siete imperativos morales que Dios ha establecido para todos los hombres. Están enumerados en el Talmud (Sanhedrin 56), 1) No te harás ídolos; 2) No matarás; 3) No robarás; 4) No cometerás adulterio; 5) No blasfemarás; 6) No comerás la carne de un animal vivo; 7) Establecerás tribunales de justicia para que se respeten los seis mandamientos anteriores. Aunque las 613 mitzot de la Torá escrita y su interpretación en la Torá oral no afectan más que a los judíos, las leyes de Noé se dirigen a todos los hombres. [22] La literatura sapiencial se ocupa de la historia especialmente en cuanto que muestra determinadas constantes acerca del camino que conduce al hombre hacia Dios. Los sabios no subestiman las lecciones de la historia ni su valor de revelación divina (cf. Eclo 44-51), pero tienen viva conciencia de que los vínculos entre los diversos acontecimientos dependen de una coherencia que no es un acontecimiento histórico. Para comprender esta identidad en el corazón de la mutabilidad y actuar de manera responsable en función de la misma, la sabiduría busca los principios y leyes estructurales más que las perspectivas históricas concretas. Al proceder así, la literatura sapiencial se centra en la protologia, es decir, en la creación al comienzo con todo lo que ella implica. La protología trata de describir la coherencia que se encuentra tras los acontecimientos históricos. Es una condición a priori que permite poner orden en todos los acontecimientos históricos posibles. La literatura sapiencial intenta subrayar las condiciones que hacen posible la vida cotidiana. La historia describe estos elementos de manera sucesiva, la sabiduría va más allá de la historia, hacia una descripción atemporal de lo que constituye la realidad en el momento de la creación, «en el comienzo», cuando los seres humanos fueron creados a imagen de Dios. [23] Cf. Prov 6,6-9: «Ve a observar a la hormiga, perezoso, / fíjate en sus costumbres y aprende. / No tiene capataz, / jefe ni inspector; / pero reúne su alimento en verano, / recopila su comida en la cosecha. / ¿Hasta cuándo dormirás, perezoso?, / ,cuándo te sacudirás la modorra?». [24] Cf. también Lc 6,31: «Y como queráis que la gente se porte con vosotros, de igual manera portaos con ella». [25] Cf. San Buenaventura, Commentarius in Evangelium Lucae, c.6, m.76 (Opera omnia, VII, ed. Quaracchi, p.156): «In hoc mandato [Lc 6,31] est consummatio legis naturalis, cuius una pars negativa ponitur Tobiae quarto et implicatur hic: “Quod ab alio oderis tibi fieri, vide ne tu aliquando alteri facias”»; (Psudo-)Buenaventura, Expositio in Psalterium, Ps 57, 2 (Opera omnia, IX, ed. Vivès, p.227): «Duo sunt mandata naturalia: unum prohibitivum, unde hoc “Quod tibi non vis fieri, alteri ne feceris”; aliud affirmativum, unde in Evangelio “Omnia quaecumque vultis ut faciant vobis homines, eadem facite illis”. Primum de malis removendis, secundum de bonis adipiscendis». [26] Cf. Conc. Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, cap. 2. Cf. también Hch 14,16s: «En las generaciones pasadas, permitió que cada pueblo anduviera por su camino; aunque no ha dejado de dar testimonio de sí mismo con sus beneficios, mandándoos desde el ciclo la lluvia y las cosechas a sus tiempos, dándoos comida y alegría en abundancia», [27] En Filón de Alejandría encontramos la idea de que Abrahán, sin la ley escrita, llevaba ya «por naturaleza» una vida conforme a la Ley. Cf. Filón de Alejandría, De Abrhamo, § 275-276 (Introduction, traduction et notes par J. Gorez), en Les oeuvres de Philon d’Alexandrie, XX (París 1966) 132-135: «Moisés dice: “Este hombre [=Abrahán] cumple la ley divina y todos los mandatos divinos” (Gén 26,5). Y no había recibido una enseñanza de textos escritos. Pero, impulsado por la naturaleza —no escrita— se reforzó celosamente en secundar impulsos santos y de manera intachable». [28] Cf. Rom 7,22s: «En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón (tô nomô tou noos mou), y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros». [29] Clemente de Alejandría, Stromates, I, c.29, 182, 1: SCh 30,176. [30] San Agustín, Contra Faustum XXII, c.27 (PL 42, col. 415): «Lex vero artena est, ratio divina vel voluntas Dei, ordinem naturalem conservari iubens, perturbari vetans». Por ejemplo, san Agustín rechaza la mentira porque se opone directamente a la naturaleza del lenguaje y a su finalidad de ser signo del pensamiento, cf. Enchiridion, VII, 22 (CChL 46,62): «No se ha dado la palabra a los hombres para engañarse mutuamente, sino para llevar sus pensamientos al conocimiento de otro. Por ello, emplear las palabras para engañar, y no para lo que han sido establecidas, es pecado (Et utique verba propterea sunt instituta non per quae invicem se homines fallant sed per quae in alterius quisque notitiam cogitationes suas perferat. Verbis ergo uti ad fallaciam, non ad quod instituta sunt, peccatum est)». [31] San Agustín, De Trinitate, XIV, XV, 21 (CChL 50,451); «¿Dónde están escritas estas reglas? ¿De dónde se conoce lo que es justo, dónde mira para tener lo que el mismo no tiene? ¿Dónde están escritas si no es en el libro de aquella luz que se dice que es la verdad en que está escrita roda ley justa y en el corazón del hombre que realiza la justicia está presente no por un desplazamiento, sino como la imagen pasa del anillo a la cera sin dejar el anillo? (Ubinam sunt istae regulae scriptae, ubi quid sit iustum et iniustus agnoscit, ubi cernit habendum esse quod ipse non habet? Ubi ergo scriptae sunt, nisi in libro lucis illius quae veritas dicitur unde omnis lex justa describitur et in cor hominis qui operatur iustitiam non migrando sed tamquam imprimendo transfertur, sicut imago ex anulo et in ceram transit et anulum non relinquit?)». [32] Cf. Gaius, Institutes,1,1 (siglo II d.C.) ed. f. Reinach (Collection des universités de France; París 1950) 1: «Quod vero naturalis ratio inter omnes homines constituit, id apud omnes populos peraeque custoditur vocaturque ius gentium, quasi quo iure omnes gentes utuntur. Populus itaque romanus partim suo proprio, partim communi omnium hominum iure utitur». [33] Santo Tomás de Aquino distingue claramente entre el orden político natural fundado en la razón y el orden religioso sobrenatural, fundado en la gracia de la revelación. Se opone a los filósofos musulmanes y judíos de la Edad Media que atribuían a la revelación religiosa un papel esencialmente político. Cf. Quaestiones disputatae de veritate, q.12 a.3 ad 11: «La sociedad humana en cuanto que se ordena al fin de la vida eterna solo puede conservarse mediante la justicia de la fe, cuyo principio es la profecía [..] Pero como este fin es sobrenatural, tanto la justicia ordenada a este fin, como la profecía, que es su principio, resultará también sobrenatural. En cambio, la justicia mediante la que se gobierna la sociedad humana en orden al bien civil se puede alcanzar de manera suficiente mediante los principios de derecho natural inscritos en el hombre (societas hominum secundurn quod ordinatur ad finem vitae aeternae, non potest conservari nisi per iustitiam fidei, cuius principium est prophetia [...] Sed cum hic finis sic supernaturalis, et iustitia ad hunc finem ordinata, et prophetia, quae est eius principium, erit supernaturalis. Iustitia vero per quam gubernatur societas humana in ordine ad bonum civile, sufficienter potest haberi per principia iuris naturalis homini indita)». [34] Cf. Benedicto XVI, Discurso pronunciado en Ratisbona en el encuentro con el mundo de la cultura, 12-9-2006 (AAS 98 [2006] 733): «En la Baja Edad Media hubo en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que solo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Mas allá de esta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho, Aquí se perfilan posiciones que pueden [...] llevar incluso a una imagen de un Dios arbitrario, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas». [35] Thomas Hobbes, Léviathan, Segunda parte, cap. 26 (París 1971) 295, nota 81: «En una ciudad adecuadamente constituida, la interpretación de las leyes de la naturaleza no depende ni de los doctores, ni de autores que se han ocupado de la filosofía moral, sino de la autoridad de la ciudad. En efecto, las doctrinas pueden ser verdaderas, pero es la autoridad, no la verdad la que causa la ley». [36] La actitud de los Reformadores ante la ley natural no es algo monolítico. Más que Martín Lutero, Calvino, apoyándose en san Pablo reconocía la existencia de la ley natural como norma ética, aunque resultara radicalmente incapaz de justificar al hombre: «Es bien sabido que el hombre se encuentra suficientemente instruido respecto a la recta regla de una vida buena mediante esta ley natural de la que habla el Apóstol [...] El fin de la ley natural es hacer al hombre inexcusable; por ello la podemos definir propiamente como: un sentimiento de la conciencia mediante el cual discierne de manera suficiente entre el bien y el mal; para quitar al hombre la excusa de la ignorancia, pues está acusado por su mismo testimonio» (Institutio religionis christianae, lib. II, cap. 2,22). Durante los tres siglos posteriores a la Reforma la ley natural sirvió de fundamento a la jurisprudencia entre los protestantes. Solo con la secularización de la ley natural, la teología protestante del siglo XIX marcó sus distancias. Por ello, solamente a partir de esta época se manifiesta la oposición entre las opiniones católica y protestante respecto a la cuestión de la ley natural. Sin embargo, en nuestros días la ética protestante parece manifestar un nuevo interés por esta noción. [37] Esta expresión tiene su origen en Hugo Grotius, De jure belli et pacis, Prolegomena: «Haec quidem quae iam diximus locum aliquem haberent, etsi daremus, quod sine summo scelere dari nequit, non esse Deum». [38] Graciano, Concordantia discordantium canonum, pars 1, dist. 1 (PL 187, col. 29): «Humanum genus duobus regitur, naturali videlicet jure et moribus. Jus naturale est quod in lege et Evangelio continetur, quo quisque jubetur alii facere quod sibi vult fieri, et prohibetur alii inferre quod sibi nolit fieri. […] Onmes leges aut divinae sunt aut humanae. Divinae natura, humanae moribus constant, ideoque hae discrepant, quoniam aliae gentibus placent». [39] Pablo VI, Encíclica Humanae vitae, 4: AAS 60 (1968) 483. [40] Catecismo de la Iglesia Católica, 1954-1960; Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 40-53. [41] Benedicto XVI, Discurso del 12 de febrero de 2007 al Congreso internacional sobre la ley moral natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense: AAS 90 (2007) 243. [42] Cf. Benedicto XV, Discurso del 18 de abril de 2008 ante la Asamblea general de la ONU: «Estos derechos [los derechos humanos] se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos de este contento significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos». [43] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, 73-74. [44] Cf. Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 44: «La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral». [45] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2: «Este es […]el primer precepto de la ley: hacer el bien y evitar el mal. Y sobre este se fundamentan todos los otros preceptos de la ley natural, de manera que todas aquellas cosas que se deben hacer o evitar pertenecen a los preceptos de la ley natural, que la razón práctica, de manera natural, aprehende que son bienes humanos (Hoc est […] primum praeceptum legis, quod bonum est faciendum et prosequendum, et malum vitandum. Et super hoc fundantur omnia alia praecepta legis naturae, ut scilicet omnia illa facienda vel vitanda pertineant ad praecepta legis naturae, quae ratio practica naturaliter apprehendit esse bona humana)». [46] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 79, a. 12; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1780. [47] Cf. R. Guardini, Liberté, grâce et destinée (Paris, 1960), 46s: «Llevar a la práctica el bien significa llevar a al práctica lo que hace fecunda y rica a la existencia. Así, el bien es lo que preserva la vida y la lleva a su plenitud, pero solo cuando se realiza por él mismo». [48] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2: «Entre todos los seres la criatura racional se somete a la providencia divina de un modo más excelente por el hecho de que participa ella misma de esta providencia, al proveer para sí y para otros. Por ello la razón eterna está participada en ella, mediante la cual tiene una inclinación natural al acto y al fin debido. Y esta participación de la ley eterna en la criatura racional se denomina ley natural (Inter cetera autem rationalis creatura excellentiori quodam modo divinae providentiae subiacet, inquantum et ipsa fit providentiae particeps, sibi ipsi et aliis providens. Unde et in ipsa participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem. Et talis participatio legis aeternae in rationali creatura lex naturalis dicitur)». Este texto es citado por Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 43. Cf. también Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, n. 3: «La norma suprema de la vida humana es la misma ley divina eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor. Dios hace partícipe al hombre de esta ley, de manera que el hombre, por suave disposición de la divina Providencia, puede conocer más y más la verdad inmutable». [49] Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 36 [50] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2. [51] Ibíd., a.6. [52] Cf. Declaración universal de los derechos humanos, artículos 3, 5, 17 y 22. [53] Cf. Declaración universal de los derechos humanos, artículos 3, 5, 17 y 22. [54] Cf. Aristóteles, Política, I,2 (1253 a 2-3); Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 12, § 4. [55] San Jerónimo, Epistulae 121, 8: PL 22, col. 1024. [56] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q.94, a.6: «En cuanto a los otros preceptos secundarios, la ley natural puede ser borrada del corazón de los hombres, sea por engañosas propagandas, del mismo modo que en lo especulativo se producen errores acerca de conclusiones necesarias, sea por malas costumbres y hábitos corrompidos, como entre algunos no se consideraban pecado los robos, o los vicios contra la naturaleza, como explica también el Apóstol (Rom 1,24) (Quantum vero ad alia praecepta secundaria, potest lex naturalis deleri de cordibus hominum, vel propter malas persuasiones, eo modo quo etiam in speculativis errores contingunt circa conclusiones necessarias; vel etiam propter pravas consuetudines et habitus corruptos; sicut apud quosdam non reputabantur latrocinia peccata, vel etiam vitia contra naturam, ut etiam apostolus dicit, ad Rom. I)». [57] Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 4: «Ratio practica negotiatur circa contingentia, in quibus sunt operationes humanae, et ideo, etsi in communibus sit aliqua necessitas, quanto magis ad propria descenditur, tanto magis invenitur defectus [...]. In operativis autem non est eadem veritas vel rectitudo practica apud omnes quantum ad propria, sed solum quantum ad communia, et apud illos apud quod est eadem recititudo in propriis, non est aequaliter omnibus nota. [...]. Et hoc tanto magis invenitur deficere, quanto magis ad particularia descenditur». [58] Cf. Santo Tomás de Aquino, Sententia libri Ethicorum, lib. VI, 6 (ed. Leonina, t. XLVII, 353s): «La prudencia no considera solo lo universal, en lo cual no se realiza la acción, sino que es preciso que conozca los singulares, pues es activa [la prudencia], es decir, el principio del actuar, La acción se ocupa de lo singular. Por ello, algunos que no tienen conocimiento de lo universal son más activos respecto a lo particular que los que tienen un conocimiento universal, pues tienen experiencia de las realidades particulares […] Puesto que la prudencia es razón activa, es preciso que el prudente tenga ambos conocimientos, es decir, de lo universal y de lo particular; y, si resultara que solo puede tener uno, debe tener más el de las cosas particulares, que están más cercanas a la operación (Prudentia enim non considerat solum universalia, in quibus non est actio; sed oportet quod cognoscat singularia, eo quod est activa, idest principium agendi. Actio autem est circa singularia. Et inde est, quod quidam non habentes scientiam universalium sunt magis activi circa aliqua particularia, quam illi qui habent universalem scientiam, eo quod sunt in aliis particularibus experti. [...] Quia igitur prudentia est ratio activa, oportet quod prudens habeat utramque notitiam, scilicet et universalium et particularium; vel, si alteram solum contingat ipsum habere, magis debet habere hanc, scilicet notitiam particularium quae sunt propinquiora operationi)» [59] Por ejemplo, la psicología experimental subraya la importancia de la presencia activa de los padres de uno y otro sexo para el desarrollo armonioso de la personalidad del niño, e incluso el papel decisivo de la autoridad paterna para construir su identidad. La historia política sugiere que la participación de todos en decisiones que conciernen al conjunto de la comunidad es por lo general un factor de paz social y de estabilidad política. [60] En este primer nivel la expresión de la ley natural suele hacer abstracción de una referencia explícita a Dios. Ciertamente la apertura a la trascendencia forma parte de los comportamientos virtuosos que deben esperarse del hombre realizado, pero Dios todavía no aparece necesariamente reconocido como el fundamento y la fuente de la ley natural ni como el fin último que pone en movimiento y ordena los diversos comportamientos virtuosos. Este no reconocimiento explícito de Dios Como norma moral última parece impedir que este acercamiento «empírico» a la ley natural se constituya propiamente en una doctrina moral. [61] S. Buenaventura, Commentarius in Ecclesiasten, cap. 1 (Opera omnia, VI, ed. Quaracchi, p. 16): «Verbum divinum est omnis creatura, quia Deum loquitur». [62] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 1: «La ley no es otra cosa que un cierto dictamen de la razón práctica en el que gobierna alguna comunidad perfecta. Es claro que, supuesto que el mundo es gobernado por la providencia divina [...] toda la comunidad del universo es regida por la razón divina. Y por ello la misma razón del gobierno de las cosas en Dios, como la que se da en el que gobierna la comunidad, tiene razón de ley. Y porque la razón divina no concibe nada a partir del tiempo, sino que posee un concepto eterno […] de ahí se sigue que este tipo de ley debe denominarse eterna (Nihil est aliud lex quam quoddam dictamen practicae rationis in principe qui gubernat aliquam communitatem perfectam. Manifestum est autem, supposito quod mundus divina providentia regatur [...] quod tota communitas universi gubernatur ratione divina. Et ideo ipsa ratio gubernationis rerum in Deo sicut in principe universitatis existens, legis habet rationem. Et quia divina ratio nihil concipit ex tempore, sed habet aeternum conceptum [...] inde est quod huiusmodi legem oportet dicere aeternam)» [63]Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2: «Unde patet quod lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creatura». [64] Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 4. La enseñanza sobre la ley natural como fundamento de la ética es de por sí accesible a la razón natural. La historia, sin embargo, muestra que, de hecho, esta enseñanza no ha alcanzado su madurez plena si no es bajo el influjo de la revelación cristiana. Ante todo porque la comprensión de la ley natural corno participación de la ley eterna esta estrechamente ligada a una metafísica de la creación. Ahora bien, esta enseñanza, de por sí accesible a la razón filosófica, solo ha sido propuesta con claridad y explicitada bajo el influjo del monoteísmo bíblico. Además, como la Revelación, por ejemplo a través del Decálogo, explicita, confirma, purifica y cumple los principios fundamentales de la ley natural. [65] La teoría de la evolución, que tiende a reducir la especie a un equilibrio precario y provisional en el flujo del devenir, ¿no pone en cuestión radicalmente el concepto mismo de naturaleza? En realidad, sin entrar en el valor que pueda tener en el plano de la descripción biológica empírica, la noción de especie responde a una exigencia permanente de la explicación filosófica del ser vivo. Solo el recurso a una especificidad formal, irreductible a la suma de las partes materiales, permite dar razón de la inteligibilidad del funcionamiento interno de un organismo vivo considerado como un todo coherente. [66] La doctrina teológica del pecado original subraya fuertemente la unidad real de la naturaleza humana. Esta no se puede reducir ni a una simple abstracción ni a la suma de realidades individuales. Designa más bien una totalidad que abraza a todos los hombres que participan de un mismo destino. El simple hecho de nacer (nasci, ser nacido) nos sitúa en un conjunto de relaciones estables de solidaridad con todos los hombres. [67] Boecio, Contra Eutychen et Nestorium, c. 3 (PL 64, col. 1344): «Persona est rationalis naturae individua substantia». Cf. San Buenaventura, Commentaria in librum I Sentantiarum, d.25, a.1, q. 2; Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.29, a.1. [68] Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, n. 5. [69] Cf. San Atanasio de Alejandría, Tratado contra los paganos, 42 (SCh 18,195): «Como un músico que armoniza en su lira mediante su arte las notas graves con las agudas y las notas medias con el resto, para interpretar una única melodía, así la sabiduría de Dios, el Verbo, empleando el universo como una lira, une los seres del aire con los de la tierra, los del cielo con los del aire; combina el conjunto con las partes; guía todo mediante su mandato y su voluntad; produce, así, en la verdad y la armonía, un solo mundo y un solo orden del mundo». [70] La physis de los antiguos, al tener en cuenta la existencia de un cierto no-ser (la materia), preservaba la contingencia de las realidades terrestres y se resistía a las pretensiones de la razón humana de imponer al conjunto de la realidad un orden determinista puramente racional. Por la misma razón, dejaba abierta la posibilidad de una acción electiva de la libertad humana en el mundo. [71] Cf. Juan Pablo II, Carta a las familias, 19: «El filósofo que formuló el principio Cogito, ergo sum: “Pienso, luego existo”, ha marcado también la moderna concepción del hombre con el carácter dualista que la distingue. Es propio del racionalismo contraponer de modo radical en el hombre el espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es persona en la unidad de cuerpo espíritu, El cuerpo nunca puede reducirse a pura materia: es un cuerpo “espiritualizado”, así como el espirito está tan profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un espíritu “corporeizado”». [72] La ideología de género, que niega toda significación antropológica y moral a la diferencia natural de los sexos, se sitúa en esta perspectiva dualista. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y de la mujer en la Iglesia y en el mundo, 2-3: «Para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria [...] Aunque la raíz inmediata de dicha tendencia se coloca en el contexto de la cuestión femenina, su más profunda motivación debe buscarse en el intento de la persona humana de liberarse de sus condicionamientos biológicos. Según esta perspectiva antropológica, la naturaleza humana no lleva en sí misma características que se impondrían de manera absoluta: toda persona podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que sería libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial». [73] Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, n. 50. [74] El deber de humanizar la naturaleza en el hombre es inseparable del deber de humanizar su naturaleza exterior. Esto justifica moralmente el inmenso esfuerzo realizado por los hombres para liberarse de las constricciones de la naturaleza física en la medida en que impiden el desarrollo de los valores propiamente humanos. La lucha contra las enfermedades, la prevención de fenómenos naturales hostiles, la mejora de las condiciones de vida son de por sí obras que atestiguan la grandeza del hombre llamado a llenar y someter la tierra (cf. Gén 1,28). Cf. Conc. Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 57. [75] Al reaccionar contra el peligro del fisicismo y al insistir con razón en el papel decisivo de la razón en la elaboración de la ley natural, algunas teorías contemporáneas de la ley natural han minusvalorado, o negado incluso, el significado moral de los dinamismos morales prerracionales. La ley natural no se podría denominar «natural» si no fuera por referirse a la razón, que definiría completamente la naturaleza del hombre. Obedecer a la ley natural se reducirla entonces a actuar de manera razonable, es decir, a aplicar al conjunto de los comportamientos un ideal unívoco de racionalidad engendrado únicamente por la razón práctica. Esto es identificar erróneamente la racionalidad de la ley natural con la sola racionalidad de la razón humana, sin tener presente la racionalidad inmanente a la naturaleza. [76] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, II-II, q.154, a. 11. El juicio moral de los pecados contra la naturaleza debe tener en cuenta no solo su gravedad objetiva, sino también las disposiciones subjetivas, con frecuencia atenuantes, de aquellos que los cometen. [77] Cf. Gén 2,15. [78] Cf. Conc. Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 73s. El Catecismo de la Iglesia Católica, en el n.1882, precisa que «algunas sociedades, como la familia y la ciudad, corresponden más inmediatamente a la naturaleza del hombre». [79] Cf. Juan XXIII, Encíclica Mater et Magistra, n. 65; Conc. Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 26,1; Declaración Dignitatis humanae, n. 6. [80] Cf. Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, n. 55. [81] Cf Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, n. 37; Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, nn. 192-203. [82] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.95, a.2. [83] San Agustín, De libero arbitrio, I,V, 11 (CChL 29,217): «Nam lex mihi esse non videtur, quae iusta non fuerit»; Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II q.93 a.3 ad 2: «La ley humana tiene razón de ley en la medida en que es conforme a la recta razón; en este sentido es claro que procede de la ley eterna. En la medida en que se aparta de la razón se denomina ley inicua, y en este sentido no tiene razón de ley (lex humana intantum habet rationem legis, inquantum est secundum rationem rectam, et secundum hoc manifestum est quod a lege aeterna derivatur. Inquantum vero a ratione recedit, sic dicitur lex iniqua, et sic non habet rationem legis, sed magis violentiae cuiusdam)»; I-II q.95 a.2 «Toda ley establecida por los hombres tiene razón de ley en cuanto se deriva de la ley de la naturaleza. Si en algo está en desacuerdo con la ley natural, ya no será una ley, sino la corrupción de una ley (Unde omnis lex humanitus posita intatum habet de ratione legis, inquantum a lege naturae derivatur. Si vero in aliquo a lege naturali discordet, aim non erit lex sed legis corruptio)». [84] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 97, a.1. [85] Para san Agustín, el legislador debe, para hacer algo bueno, tener presente la ley eterna; cf. San Agustín, De vera religione, XXXI, 58 (CChL 32, 225): «El legislador temporal, si es sabio y hombre de bien, tiene presente la ley eterna, que a nadie se le ha concedido juzgar, para que, según las normas inmutables, discierna lo que se debe ordenar y prohibir en un determinado tiempo (Conditor tamen legum temporalium, si vir bonus est et sapiens, illam ipsam consulit aeternam, de qua nulli animae iudicare datum est; ut secundum eius immutabiles regulas, quid sit pro tempore iubendum vetandumque discernat)». En una sociedad secularizada, donde no todos reconocen la presencia de esta ley eterna, la búsqueda, la salvaguarda y la expresión del derecho natural por la ley positiva garantizan la legitimidad ele la misma. [86] Cf. San Agustín, De Civitate Dei, I, 35 (CChL, 47, 34s). [87] Cf. Pío XII, Discurso del 23 de marzo de 1958: AAS 25 (1958) 220. [88] Cf. Pío XI, Encíclica Quadragesimo anno, nn. 79s. [89] Cf. también Jn 1,3s; 1 Cor 8,6; Eb 1,2s. [90] Cf. Jn 3,19s; Rm 1,24s. [91] GS 22. Cf. San Ireneo de Lyon, Contra las herejías, V, 16, 2 (SCh 153,216s): «En los tiempos antiguos se decía con razón que el hombre había sido hecho a imagen de Dios, pero esto no aparecía porque el Verbo todavía era invisible, aquel a imagen del cual el hombre había sido hecho: este es, por lo dermis, el motivo por el cual la semejanza también se había perdido fácilmente. Pero una vez que el Verbo se ha hecho carne, confirma una y otra: hace que aparezca la imagen en toda su verdad, al hacerse él mismo aquello que era su imagen, y restablece la semejanza de manera estable, al hacer al hombre semejante al Padre invisible mediante el Verbo que en adelante es visible». [92] Cf. San Agustín, Enarrationes in Psalmos, LVII, 1 (CChL 39,708): «En cieno momento por la mano de nuestro creador la Verdad escribió en nuestros corazones: “Lo que no quieres que te suceda, no lo hagas a otro”. Esto, y antes ya de que se diera la ley, a nadie era lícito ignorarlo, de manera que también podían ser juzgarlos aquellos a los que no se había dado la ley. Sin embargo, para que los hombres no se quejaran de que les faltaba algo, fue escrito, y en tablas, lo que no leían en los corazones. No es que no lo tuvieran escrito, es que no querían leerlo. Se puso ante sus ojos lo que en conciencia estaban obligados a captar; y el hombre, como movido desde fuera por la voz de Dios, estaba impulsado a dirigirse a su interior (Quandoquidem manu formatoris nostri in ipsis cordibus nostris scripsit: “Quod tibi non vis fieri, ne facias alteri”. Hoc et antequam lex daretur nemo ignorare permissus est, ut esset unde iudicarentur et quibus lex non esset data. Sed ne sibi homines aliquid defuisse quaererentur, scriptum est et in tabulis quod in cordibus non legebant. Non enim scriptum non habebant, sed legere nolebant. Oppositum est oculis eorum quod in conscientia videre cogerentur; et quasi forinsecus admota voce Dei, ad interiora sua homo compulsus est) ». Cf. Santo Tomás de Aquino, In III Sent., d.37 q.1 a.1: «Necessarium fuit ea quae naturalis ratio dictat, quae dicuntur ad legem naturae pertinere, populo in praeceptum dari, et in scriptum redigi [...] quia per contrariam consuetudinem, qua multi in peccato praecipitabantur, iam apud multos ratio naturalis, in qua scripta erant, obtenebrata erat»; Summa theologiae, I-II q.98 a.6. [93] Cf. Eclo 24,23 (Vulgata 24,32s). [94] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 100 [95] La liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo expresa bien la convicción cristiana cuando pone en boca del sacerdote que, en la acción de gracias después de la comunión, bendice al diácono: «Cristo, nuestro Dios, que eres por ti mismo el cumplimiento de la Ley y los Profetas, y que has cumplido toda la misión encomendada por el Padre, llena nuestros corazones de gozo y alegría, en todo momento, ahora y siempre y por los siglos de los siglos, Amén». [96] Cf. Gál 3,24-26: «La ley fue así nuestro ayo, hasta que llegara Cristo, a fin de ser justificados por fe; pero una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos al ayo. Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús». Sobre la noción teológica de cumplimiento, cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Escrituras Santas en la Biblia cristiana, especialmente n.21. [97] Cf. Mt 22,37-40; Mc 12,29-31; Lc 10,27. [98] Cf. Lc 6,27-36. [99] Cf. Lc 10,25-37. [100] Cf. Jn 15,13. [101] Cf. también Jer 31,33s. [102] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.106 a.1: «Lo principal en la ley del Nuevo Testamento y en lo que está toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que se da mediante la fe en Cristo. Y por eso principalmente la ley nueva es la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los fieles de Cristo (Id autem quod est potissimum in lege novi testamenti, et in quo tota virtus eius consistit, est gratia Spiritus sancti, quae datur per fidem Christi. Et ideo principaliter lex nova est ipsa gratia Spiritus sancti, quae datur Christi fidelibus)». [103] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q.108 a.1 ad 2: «Puesto que la gracia del Espíritu Santo es como un hábito interior infundido en nosotros que nos mueve a obrar rectamente, hace que realicemos libremente aquellas cosas que son convenientes a la gracia, y que evitemos lo que repugna a la gracia. Así pues, se llama a la ley nueva ley de libertad de dos maneras. En un sentido, porque solo nos obliga a realizar o evitar aquellas cosas que de por sí son necesarias, o respectivamente opuestas a la salvación, que caen bajo el precepto o la prohibición de la ley. En segundo lugar porque nos hace cumplir libremente este tipo de preceptos y prohibiciones, en cuanto que las realizamos por el impulso interior de la gracia. Y por estos dos motivos se denomina “ley de perfecta libertad” (Sant:1,25) (Quia igitur gratia Spiritus sancti est Sicut interior habitus nobis infusus inclinans nos ad recte operandum, facit nos libere operari ea quae conveniunt gratiae, et vitare ea quae gratiae repugnant. Sic igitur lex nova dicitur lex libertatis dupliciter. Uno modo, quia non arctat nos ad facienda vel vitanda aliqua, nisi quae de se sunt vel necessaria vel repugnantia saluti, quae cadunt sub praecepto vel prohibitione legis. Secundo, quia huiusmodi etiam praecepta vel prohibitiones facit nos libere implere, inquantum ex interiori instinctu gratiae ea implemus. Et propter haec duo lex nova dicitur lex perfectae libertatis, Iac I, 25)». [104] Santo Tomás de Aquino, Quodlibeta, IV, q.8, a.2: «La ley nueva, ley de libertad, está contenida en los preceptos de la ley natural, en los artículos de fe y en los sacramentos de la gracia (Lex nova, quae est lex libertatis [...] est contenta praeceptis moralibus naturalis legis, et articulis fidei, et sacramentis gratiae)». [105] Juan Pablo II, Discurso del 18 de enero de 2002: AAS 94 (2002) 334.
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