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  CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
PARA LA APERTURA DEL II CONGRESO MISIONERO AMERICANO

HOMILÍA DEL CARDENAL CRESCENZIO SEPE

Catedral Metropolitana de Ciudad de Guatemala
Miércoles 26 de noviembre de 2003
 

1. Queridos hermanos y hermanas:  os saludo con afecto, en esta gloriosa iglesia catedral de la arquidiócesis de Guatemala, que, desde su creación en 1534, se encuentra bajo el patrocinio de Santiago el Mayor, el primer Apóstol que selló con su sangre su adhesión a Cristo.

Deseo saludar en primer lugar al señor cardenal Rodolfo Quezada Toruño, venerado pastor de esta Iglesia arquidiocesana, a los señores cardenales, a los hermanos obispos de este amado país, y a todos los obispos presentes. Saludo también, cordialmente y con profundo afecto, a todos y a cada uno de vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos.

A todos vosotros expreso mi gratitud por encontraros en esta amada tierra de Guatemala, corazón del continente americano, para participar en el Segundo Congreso americano misionero. En esta feliz circunstancia, también yo deseo dar gracias al Señor por haberme conducido hasta aquí.
Os traigo, junto con su oración y su bendición, el saludo del Santo Padre, que ha querido unirse desde Roma a vuestra alegría, encargándome que viniera hasta vosotros para dar gracias al Todopoderoso por el inmenso don de la fe recibida, gracia de la que derivan para todos los cristianos urgentes responsabilidades en orden a la evangelización. Serán las mismas palabras del Papa en su mensaje, amadísimos hermanos y hermanas, las que nos acompañarán y nos servirán de estímulo y de guía durante todos estos días.

2. "¿Podéis beber la copa que yo voy a beber?". Dícenle:  "Sí, podemos". Díceles:  "Mi copa sí la beberéis..." (Mt 20, 22-23).

Cuán profundo y significativo el diálogo de Cristo con los "hijos de Zebedeo". La búsqueda de un puesto de honor -no tan inusual en quien se encuentra cerca de Cristo- encuentra en las palabras del Señor una respuesta grave y ciertamente sorprendente. El Maestro invita a sus Apóstoles, con evangélica franqueza, a ser conscientes de lo que en realidad le están pidiendo:  acompañarle en su vocación, a "ocupar el último lugar", a sumergirse en su propio bautismo, a "quitar el pecado del mundo" llevándolo sobre sí, a no oponer resistencia al mal, es más, a amar a los enemigos hasta dar la propia vida por ellos.

"Sí, dice el Señor, mi copa sí la beberéis"; les está hablando del cáliz de su pasión, de la copa del sufrimiento que el Padre le dará a beber (cf. Jn 18, 11; Is 53), en la "hora" en la que glorificará su Nombre, y dará el testimonio supremo de su perdón y misericordia, ofreciendo su vida por amor, "en rescate de muchos".

No menos sorprendente, podríamos decir, es la concisa respuesta de Santiago y Juan:  "¡Sí, podemos!". No sospechaban que con su respuesta se ofrecían a ser apóstoles y mártires. Se ofrecían para predicar el Evangelio hasta los confines de la tierra, según el corazón del Maestro. Cuando más tarde lo comprendieron, no se volvieron atrás, pues estaban seguros de que Cristo había profetizado justamente sobre su vida. Sabían que mediante el don de su gracia, que se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pequeñez y en la pobreza de espíritu, podían ser, al igual que su Maestro -el Siervo de Yahveh profetizado por Isaías-, testigos dóciles y humildes del amor del Padre, que redime a su pueblo sirviéndole hasta el sacrificio de la propia vida.

3. "¡Sí, podemos!". La afirmación de los apóstoles Santiago y Juan, no ha quedado relegada a los albores de la Iglesia naciente, sino que sigue resonando con fuerza en nuestros días. ¿No es esta la respuesta que han dado en Guatemala centenares de catequistas, junto con algunos sacerdotes, exponiendo su vida y ofreciéndola incluso por el anuncio del Evangelio?

¿No es esta la respuesta que han ofrecido en América numerosos "mártires, varones y mujeres, tanto obispos, como presbíteros, religiosos y laicos, que con su sangre" han fecundado para siempre la bendita tierra americana?, como dice el Papa en la exhortación postsinodal Ecclesia in America (n. 15).

Entre los ejemplos presentes de esta "entrega sin límites a la causa del Evangelio", ¿cómo no recordar, entre otros, el testimonio sublime de algunos pastores, como el de mons. Juan Gerardi Conedera, obispo auxiliar de Guatemala?

Sus gestos de amor, su sangre derramada, el perdón ofrecido a sus asesinos, constituyen el testimonio de una Iglesia "débil, pequeña y pobre" según las categorías del mundo, pero "fuerte y grande" en el amor y en el perdón. Es este el "mandamiento nuevo" de nuestro Señor, la vocación específica del cristiano y de la Iglesia; que sabe vencer al mal con el bien, que no se deja arrastrar por la tentación de la violencia y que es capaz de perdonar las injusticias más execrables, llevando la semilla de la gracia incluso a los corazones más duros y obstinados. Es una obligación para todos nosotros conservar su valiosa y noble memoria, "que se ha de transmitir por un perenne deber de gratitud y un renovado propósito de imitación" (Novo millennio ineunte, 7).

Su ejemplo y su entrega incondicional, amadísimos hermanos y hermanas, no han dejado indiferentes la vida de vuestras Iglesias particulares, y siguen interpelándolas todavía hoy con gran vigor. Como afirmaba el Santo Padre, con ocasión de su segundo viaje apostólico a Guatemala en 1996, "la herencia que todos los guatemaltecos (y todos los fieles americanos) habéis recibido de estos héroes de la fe es hermosa y a la vez comprometedora, pues conlleva la urgente tarea de proseguir la evangelización:  ¡Es necesario que ningún lugar ni persona quede sin conocer el Evangelio!" (Homilía durante la celebración de la Palabra en el Campo de Marte, martes 6 de febrero de 1996).

4. "¡Sí, podemos!". ¿No es esta la respuesta que el Señor y la Iglesia entera, ante la necesidad de que el anuncio de la buena nueva llegue con urgencia a toda la humanidad, esperan igualmente del Segundo Congreso americano misionero?

Sí, la Iglesia en América puede y debe ofrecer para la misión ad gentes, mucho más de cuanto, con gran generosidad, ha realizado hasta ahora para despertar y acrecentar el espíritu misionero en todos sus fieles. Reafirmar con vigor la urgencia y la prioridad de la misión a todos los pueblos que todavía no conocen a Cristo, también en América y desde América, es, en la mente del Santo Padre, una de las tareas más urgentes de la Iglesia (cf. Redemptoris missio), y constituye, como bien sabemos, la finalidad central de nuestro Congreso. De ello se ha hecho eco, con gran fidelidad, riqueza de contenido, y con un apremiante llamado, tanto el Instrumento de trabajo de preparación al Congreso como la carta de convocación al mismo.

Si es cierto e imprescindible que América debe evangelizar a América, es también justo que nos preguntemos, ¿cómo podrá la Iglesia en América "extender su impulso evangelizador más allá de sus fronteras continentales"?, ¿cómo podrá llevar al mundo entero, ad gentes, las inmensas riquezas de su patrimonio cristiano y comunicarlo a aquellos que todavía lo desconocen? (cf. Ecclesia in America, 74).

No se trata, como nos ha recordado el Santo Padre en la carta apostólica Novo millennio ineunte, de "renovar métodos pastorales", o "de inventar un nuevo programa. El programa ya existe" (n. 29; cf. Redemptoris missio, 90). ¿Cuál es este programa? "Es el de siempre -dice el Papa-, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria".

Conocer, amar e imitar a Cristo, para vivir en él la vida trinitaria, ¡qué programa pastoral más comprometedor! La perspectiva en la que debe situarse este apasionante camino pastoral, queridos hermanos y hermanas, es el de la santidad.

Asumir nuestra vocación a la misión significa, como ha declarado el Santo Padre en el mensaje que nos ha dirigido, tomar conciencia de que nuestra vocación cristiana constituye una llamada a la santidad. El testimonio de una vida santa -incluso hasta la efusión de la sangre- y la llamada a la misión están estrechamente unidos, "pues la santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia" (Christifideles laici, 17).

Es necesario, por ello, que en cada una de nuestras Iglesias particulares, en cada una de nuestras parroquias y comunidades cristianas, se suscite "un nuevo anhelo de santidad". Es preciso que se formulen "orientaciones pastorales adecuadas", que sepan reconocer, acoger y potenciar, sin excluir, todo cuanto el Espíritu Santo -verdadero protagonista de la misión- está ya realizando en la obra de formación y santificación de los fieles en vuestras Iglesias particulares, como respuesta concreta y tangible a los desafíos de la evangelización a nivel local y universal. Solamente una Iglesia particular en la que sus miembros hayan alcanzado una madurez de la vida cristiana, mediante un adecuado itinerario de formación a la fe, será capaz de donarla, sin límites ni fronteras, con alegría y convicción.

5. Queridos hermanos y hermanas, nuestra plegaria se eleva hoy especialmente en favor de la Iglesia misionera, de todos y cada uno de los misioneros y misioneras que, presentes en todos los lugares de la tierra, anuncian con perseverancia y fidelidad la buena nueva de la salvación, a pesar de las renuncias, de las dificultades y de los peligros de vida. Ellos pueden realizar dicha misión, en comunión con toda la Iglesia, porque han recibido el único Espíritu que ha ungido a Cristo, el mismo que, de modo semejante, ha ungido a cada uno de los hijos de la Iglesia en el sacramento del bautismo.

Congregados, pues, en el nombre del Señor, supliquemos al Espíritu Santo que venga a colmar nuestros corazones, que encienda en todos nosotros el fuego de su amor, que haga de nosotros hombres y mujeres santos, para que la Iglesia en América sepa acoger con amorosa generosidad, el mandato de la misión de nuestro Señor:  "¡Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!" (Mt 28, 19).

Que la Santísima Virgen de la Asunción, patrona de la Ciudad de Guatemala, a la que está dedicado este templo, nos aliente con el mismo gozo con el que ella acogió el anuncio del arcángel Gabriel y evangelizó a la Iglesia naciente.

A ella, que nos ha guiado durante el Año del Rosario en nuestro camino de preparación al Segundo Congreso americano misionero, encomendamos nuestra asamblea. Junto con María rogamos al Padre que nos done profundo amor y celo por la salvación de todos los hombres. ¡Alabado sea Jesucristo!

 

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