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CONFERENCIA DEL CARDENAL CRESCENZIO SEPE
EN UN SIMPOSIO INTERNACIONAL
CELEBRADO EN VARSOVIA

 

Me parece muy significativo y providencial la celebración del "Día del Papa" en este momento, ya que dentro de pocos días toda la Iglesia recordará el inicio del ministerio petrino de Juan Pablo II, pues comenzará su 25° año de pontificado. Por eso, este acto quiere ser una acción de gracias a Dios por haber elegido y regalado a la Iglesia este gran Papa, hijo de la gloriosa y bendita nación polaca.

Además, considero muy oportuna y actual la elección del tema:  "Juan Pablo II, testigo de esperanza", que no sólo caracteriza fuertemente la personalidad humana y espiritual de Karol Wojtyla, sino también su magisterio y su servicio petrino en favor de la Iglesia y de la humanidad entera.

Juan Pablo II es testigo de esperanza para todos los pueblos, culturas y naciones, para todos los hombres y mujeres que viven los afanes de la existencia humana, pero sobre todo para los que, cargados con el peso de las antiguas y nuevas formas de pobreza, buscan un testigo seguro y creíble para dar sentido y valor a su existencia. "No tengáis miedo -fue su primera exhortación desde el balcón de la basílica de San Pedro el día de su elección al Pontificado, en octubre de 1978-; abrid las puertas a Cristo".

Juan Pablo II ha sembrado y sigue sembrando a manos llenas esta semilla de la esperanza, abriendo a todos la puerta, que es Cristo, e inclinándose, como buen samaritano, sobre la humanidad herida para curarla y devolverle la dignidad de criatura de Dios, hecha a su imagen y semejanza.

Para difundir estas semillas de esperanza, Juan Pablo II se ha hecho todo a todos y, a ejemplo de san Pablo, se ha dirigido, como misionero y testigo del Evangelio de Jesucristo, a todas las naciones.

Estos veinticuatro años de su pontificado han sido un continuo viaje a las gentes para predicar el Evangelio de Jesucristo, en obediencia al mandato del Señor, como primer responsable de la misión universal de la Iglesia. "Consciente de esta responsabilidad -escribe el Santo Padre en la encíclica Redemptoris missio-, en los encuentros con los obispos (y con todos los miembros del pueblo de Dios) siento el deber de compartirla, con miras tanto a la nueva evangelización como a la misión universal. Me he puesto en marcha por los caminos del mundo para anunciar el Evangelio, para "confirmar a los hermanos" en la fe, para consolar a la Iglesia, para encontrar al hombre. Son viajes de fe (...). Son otras tantas ocasiones de catequesis itinerante, de anuncio evangélico para la prolongación, en todas las latitudes, del Evangelio y del Magisterio apostólico dilatado a las actuales esferas planetarias" (n. 63; cf. Discurso al Sacro Colegio, 28 de junio de 1980).

En realidad, el Papa siente esta responsabilidad como un deber que implica a todos y como una necesidad que interpela también hoy a toda la comunidad eclesial. En efecto, si es verdad, como subraya también el Papa en la Novo millennio ineunte, que la misión "ad gentes" está aún en los inicios y que la acción misionera, en los últimos tiempos, se ha ido debilitando progresivamente, entonces no podemos por menos de comprender por qué él es el primero en hacerse misionero, guía y maestro para enseñar un nuevo método y un nuevo estilo de evangelización, y para sensibilizar a obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos y laicas, con respecto al compromiso de realizar una nueva era misionera.

Después de dos mil años, el mandato de Cristo de "ir" es mucho más actual y urgente que nunca, si se piensa, por ejemplo, que en el continente asiático vive más del 60% de la población mundial y que de esos cuatro mil millones de personas los católicos son sólo 130 millones (es decir, el 2,6%), por lo general concentrados en Filipinas y en la India, mientras que en las demás naciones asiáticas no alcanzan ni siquiera el 0,5%. Es verdad que la fe no se puede reducir o traducir a términos numéricos, pero, en este momento, en el que nos ha tocado ser testigos y protagonistas de un cambio de época, del segundo al tercer milenio de la era cristiana, no podemos considerar esos datos de forma superficial.

Esto explica por qué el Santo Padre nos recuerda continuamente el compromiso de la nueva evangelización, convirtiéndolo en un tema característico de su pontificado. Así, vuelvo a pensar a menudo en este deber misionero de todos cuando releo en la citada carta apostólica Novo millennio ineunte, escrita por el Santo Padre al final del gran jubileo del año 2000 para trazar una especie de carta constitucional de la Iglesia del tercer milenio, la invitación, ya justamente famosa, a remar mar adentro hacia los horizontes inexplorados de la nueva evangelización del tercer milenio.
Aquel "duc in altum" del Papa resume perfectamente no sólo el sentido del Año jubilar, sino también el espíritu auténticamente misionero de todo el pontificado de Juan Pablo II.

"Hoy -escribe el Santo Padre en el número 40 de la Novo millennio ineunte- se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometedora, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante mezcla de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la llamada a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica que siguió a Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el celo apremiante de san Pablo, que exclamaba:  "¡ay de mí si no predicara el Evangelio!"" (1 Co 9, 16)".

Constatamos con alegría y admiración, también en las circunstancias actuales, que el mejor ejemplo de ese ardor apostólico lo encontramos precisamente en Juan Pablo II, un Pontífice cuya incansable e inagotable actividad posee como común denominador el celo misionero, el deseo ardiente de hacer que el anuncio cristiano de la salvación llegue a todo hombre y a todo pueblo en cuanto se presente la mínima ocasión, sin dar mucha importancia -me permito decirlo- a cualquier motivación que pueda sugerir una acción más lenta o un aplazamiento en el tiempo. Para el Santo Padre todo se debe subordinar a la evangelización; precisamente por eso él nunca ha evitado, ni evita ahora, el contacto con los fieles en las audiencias, en las celebraciones y en las visitas. Los numerosísimos viajes apostólicos que ha realizado a todos los rincones del mundo, incluso visitando varias veces las mismas naciones, son el signo evidente del ardor apostólico del Sucesor de Pedro, el cual, como el padre misericordioso de la parábola, no se contenta con esperar al hijo que se había alejado de su casa, sino que le sale al encuentro desde lejos, yendo hasta las localidades más remotas. Y, si miramos las multitudes inmensas que en todas partes han acudido y acuden al encuentro con el Papa, y a las que hemos de añadir a todos los que lo escuchan por la radio y la televisión, todo hace pensar que el número de "hijos pródigos" que han vuelto a la esperanza de la fe gracias a las palabras de Juan Pablo II es enorme.

Esta pasión por la predicación apostólica "suscitará en la Iglesia una nueva acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos "especialistas", sino que ha de implicar la responsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí; debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apostólico que se viva como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas que se han de impregnar del mensaje cristiano, de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud" (ib., 40).

Este pasaje de la carta apostólica nos introduce en un punto importante de nuestra reflexión. Hasta aquí he aludido al carácter misionero del Santo Padre poniendo de relieve, por decirlo así, los aspectos prácticos y concretos, es decir, su puesta en camino para ir a las gentes y predicar. Pero cometeríamos una grave injusticia contra la profundidad de pensamiento de Juan Pablo II si nos limitáramos a eso. En efecto, él es Papa misionero no sólo porque realiza personalmente el anuncio del Evangelio, sino también porque ha dedicado a los temas de la misión, con profundidad de pensamiento y conocimiento de la materia, páginas significativas de su magisterio y, sobre todo, la que, en opinión de muchos, es la encíclica más bella:  la Redemptoris missio, del año 1990. Quisiera volver a algunos pasos de este documento que, a doce años de distancia de su publicación, conserva actualidad y validez y constituye una auténtica "charta magna" para cualquiera que se interese en las misiones, recordando en primer lugar algunas otras páginas de la Novo millennio ineunte donde, precisamente siguiendo las líneas trazadas ya en la Redemptoris missio, el Santo Padre destaca una serie de aspectos importantes de su misión, que es también nuestra, comenzando por la exigencia de inculturar el Evangelio en las diversas culturas del mundo.

A este respecto, escribe:  "El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación. Permaneciendo plenamente lo que es, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y ha arraigado" (ib.). Inmediatamente después de esta afirmación, el Santo Padre recuerda la belleza del rostro pluriforme de la Iglesia tal como se manifestó durante el Año jubilar, aún vivamente impresa también en mi espíritu:  "Quizás es sólo el comienzo, un icono apenas esbozado del futuro que el Espíritu de Dios nos prepara. La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de dirigir a los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los niños, sin ocultar nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de san Pablo, que decía:  "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 22)" (ib.).

También en este hacerse todo a todos, el ejemplo del Santo Padre nos guía de modo seguro:  ¡cuántas veces hemos visto cómo logra que le entiendan toda clase de personas, entablando con gente del norte y del sur del mundo, con hombres y mujeres, con jóvenes y ancianos, un diálogo y una comunión profunda que están en la base de la comunicación auténtica!

La comunicación en lo más íntimo. He aquí otro punto decisivo. Como nos explica el mismo Santo Padre, se basa en un diálogo honrado y sincero entre partes diferentes. Pero no se limita a un mero intercambio de opiniones, a pronunciar bellas palabras circunstanciales. Un diálogo profundo puede brotar también de pocas y sencillas palabras, cuando estas transmiten un testimonio de vida absolutamente coherente con lo que se está diciendo. Esta, una vez más, es la nota distintiva de la personalidad del Santo Padre, cuyas palabras cautivan la atención de los oyentes precisamente porque las perciben como auténticas, tanto en el sentido de que son fieles al dictado de la palabra de Dios, como porque van de acuerdo con las obras de quien las anuncia. Conviene poner de relieve, en un mundo como el nuestro, en el que reina el relativismo ético, el hecho de que nadie, entre los que se declaran no creyentes o que de cualquier modo rechazan total o parcialmente el mensaje cristiano anunciado por Juan Pablo II, haya podido nunca hacerle la más mínima crítica de incoherencia personal. Realmente, la santidad de vida y el testimonio fiel del Evangelio son la clave del éxito de la misión. Podemos muy bien suscribir, reconociendo que lo merecemos mucho menos que él, lo que el Santo Padre afirma en el número 54 de la Novo millennio ineunte:  "Esta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a la gracia que nos hace hombres nuevos".

Todo esto nos debe estimular a no tener miedo, a confiar con corazón de hijos en la ayuda y en el perdón de Dios Padre. Debemos hacerlo en toda ocasión y de modo especial cuando se nos llama a dar el testimonio pleno de la esperanza que hay en nosotros.

"No debemos temer -exhorta también el Santo Padre en el número 56- que pueda constituir una ofensa a la identidad del otro lo que, en cambio, es anuncio gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor respeto a la libertad de cada uno:  el don de la revelación del Dios-Amor, que "tanto amó al mundo que le dio su Hijo unigénito" (Jn 3, 16). Todo esto, como también ha sido subrayado recientemente por la declaración Dominus Iesus, no puede ser objeto de una especie de negociación dialogística, como si para nosotros fuese una simple opinión. Al contrario, para nosotros es una gracia que nos llena de alegría, una noticia que debemos anunciar. La Iglesia, por tanto, no puede sustraerse a la actividad misionera hacia los pueblos, y una tarea prioritaria de la missio ad gentes sigue siendo anunciar que sólo en Cristo, "camino, verdad y vida" (Jn 14, 6), los hombres encuentran la salvación".

Sobre esta última cita podríamos reflexionar largamente, pero aquí quisiera detenerme sólo en otra hermosa definición de la misión, salida de la pluma y de la experiencia de Juan Pablo II, es decir, el anuncio gozoso de un don que es para todos.

Anuncio gozoso:  este es un elemento importante para comprender por qué Juan Pablo II es testigo de esperanza. Muchas veces, muchísimas veces, a causa del cansancio, de la fatiga, de la repetición de un trabajo diario, de las dificultades que encontramos a diario en nuestra vida, el anuncio evangélico corre el peligro de resultar pesado, aburrido, triste y, por eso, ineficaz. Y, sin embargo, como explica muy bien el Papa, es el anuncio de un don gratuito de salvación ofrecido a todos, sin excluir a nadie; por tanto, es una alegría que se debe comunicar gozosamente.

Desde este punto de vista, quien asista, aunque sea una sola vez, a una de las apariciones en público del Santo Padre, no puede por menos de quedar realmente impresionado por el clima de alegría auténtica -podría decir, de fiesta-, que rodea siempre a Juan Pablo II. Esta alegría es el signo del auténtico intercambio de amor que se crea entre el Sucesor de Pedro y los fieles:  el Papa anuncia con amor un mensaje de amor y, por tanto, su anuncio es gozoso; los fieles escuchan con amor y, por consiguiente, con alegría, ese mismo anuncio.

Como escribí hace tiempo, "en la predicación de Pedro la comunidad local, independientemente de cuán grande o pequeña sea, porque lo que cuenta es la grandeza de los corazones, encuentra alimento para su esperanza, crece en el testimonio de su fe y multiplica las obras de caridad. Es como un diálogo de amor:  sintiéndose amados por el Papa y, a través del Santo Padre, por todos los cristianos que en él se reconocen, los fieles no pueden por menos de corresponder a ese amor con amor al Papa y a los hermanos de todo el mundo".

Por eso, es lógico que todo se realice en la alegría y que esa alegría nunca falte, ni siquiera en los momentos de mayor cansancio o sufrimiento más agudo del Santo Padre.

El sentido de la evangelización que, en la enseñanza de Juan Pablo II, engendra esperanza y da alegría, lo encontramos claramente descrito en la encíclica Redemptoris missio, partiendo de un dato evidente que, aun ocultando las dificultades existentes, se abre con realismo a la misericordia:  "Nuestra época ofrece en este campo nuevas ocasiones a la Iglesia:  la caída de ideologías y sistemas políticos opresores; la apertura de fronteras y la configuración de un mundo más unido, merced al incremento de los medios de comunicación; el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos que Jesús encarnó en su vida (paz, justicia, fraternidad, dedicación a los más necesitados); un tipo de desarrollo económico y técnico falto de alma que, no obstante, apremia a buscar la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el sentido de la vida" (n. 3).

Aquí la esperanza engendra optimismo evangélico del "Yo he vencido al mundo". Es otra cualidad misionera que podemos aprender del Santo Padre. Un optimismo realistamente consciente de las numerosas dificultades que se perfilan en el camino de la Iglesia, pero también de las múltiples oportunidades que los nuevos areópagos del mundo moderno ofrecen a la evangelización, confiando en que el anuncio evangélico es obra del Señor, antes que obra humana, y lo que viene de Dios no puede ser frenado por nada y por nadie. Incluso el martirio, como lo saben perfectamente también los misioneros de hoy, en vez de frenar la evangelización, se convierte en semilla de nuevas generaciones de cristianos, y todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra, un día serán recapituladas en Cristo, de acuerdo con el designio de Dios, como asegura el apóstol san Pablo.

El magisterio y el ejemplo del Santo Padre  no  sólo  nos enseñan a rechazar la tentación de desaliento, sino también los halagos de cierto modo de pensar que tiende a reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, como si fuera una "ciencia del bien vivir".

En el número 11 de la encíclica Redemptoris missio escribe el Santo Padre:  "En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una "gradual secularización de la salvación", debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina".

La ciencia de la misión reside en ser maestros de humanidad. El Santo Padre lo es en grado sumo y, como él, miles de misioneros y misioneras. De ellos aprendemos cada día cómo el Evangelio vivifica todas las culturas, sin quitar nada a la condición humana de cada pueblo, sino, al contrario, elevándola a sus máximas potencialidades.

El tema de la inculturación remite inmediatamente al de la relación con los seguidores de otras religiones:  "El diálogo interreligioso forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Entendido como método y medio para un conocimiento y enriquecimiento recíproco, no está en contraposición con la misión ad gentes; es más, tiene vínculos especiales con ella y es una de sus expresiones. (...) A la luz de la economía de la salvación, la Iglesia no ve un contraste entre el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso; sin embargo siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de su misión ad gentes".

El modo de realizar este delicado encuentro es, una vez más, el que nos enseña el Santo Padre en sus numerosos encuentros con los líderes de las demás religiones. Ninguna forma de sincretismo, respeto recíproco, fraternidad, compromiso común en puntos muy concretos, como la acción en defensa de la paz y en la lucha contra el hambre y la pobreza. Hechos que acompañan la evangelización.

A este respecto, no puedo por menos de citar también los números 59 y 60 de la Redemptoris missio, donde el Santo Padre define la caridad como la fuente y el criterio de la misión:  "Es necesario volver a una vida más austera que favorezca un nuevo modelo de desarrollo, atento a los valores éticos y religiosos. La actividad misionera lleva a los pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo, mientras que la nueva evangelización debe crear en los ricos, entre otras cosas, la conciencia de que ha llegado el momento de hacerse realmente hermanos de los pobres en la común conversión hacia el desarrollo integral, abierto al Absoluto" (n. 59).

"La Iglesia en todo el mundo -dijo el Papa en su primera visita pastoral a Brasil- quiere ser la Iglesia de los pobres... quiere extraer toda la verdad contenida en las bienaventuranzas de Cristo y sobre todo en esta primera:  "Bienaventurados los pobres de espíritu...". Quiere enseñar esta verdad y quiere ponerla en práctica, igual que Jesús vino a hacer y enseñar".

Hacer y enseñar. Ese es el camino de la evangelización indicado por Juan Pablo II en estos largos años de pontificado. Y este es el camino que la Iglesia debe recorrer -no podría ser de otro modo, porque no hay más caminos que este- en el tercer milenio para ser realmente una Iglesia en misión en el mundo.

Podría hablar mucho aún sobre las acciones y las enseñanzas del Santo Padre a propósito de la evangelización y del celo misionero, pero mi intervención no debe ser un ensayo sobre la misionología y el espíritu misionero del Santo Padre. Por eso, quiero terminar estas breves palabras con la profecía de esperanza que el Papa puso casi al final de su encíclica misionera:  "Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo. En efecto, tanto en el mundo no cristiano como en el de antigua tradición cristiana, existe un progresivo acercamiento de los pueblos a los ideales y a los valores evangélicos, que la Iglesia se esfuerza en favorecer. Hoy se manifiesta una nueva convergencia de los pueblos hacia estos valores:  el rechazo de la violencia y de la guerra; el respeto de la persona humana y de sus derechos; el deseo de libertad, de justicia y de fraternidad; la tendencia a superar los racismos y nacionalismos; el afianzamiento de la dignidad y la valoración de la mujer. La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y para la misión universal, y nos lleva a pedir como Jesús nos ha enseñado:  "Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6, 10)" (Redemptoris missio, 86).

Esta es la oración del Papa; esta es la oración de todos nosotros, para que la Iglesia, a ejemplo de Juan Pablo II, siga anunciando, con gozosa y firme esperanza, la salvación de Cristo a todas las gentes.

María, Madre de la Iglesia y Estrella de la evangelización, nos asista y nos proteja.

 

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