SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LOS RELIGIOSOS E INSTITUTOS SECULARES MENSAJE DEL CARDENAL EDUARDO PIRONIO
Mis queridos hermanos y amigos: ¡Bienvenidos a este encuentro de gracia! El Señor está presente porque han sido convocados como Iglesia en su Nombre (Mt. 18, 20). El Espíritu de Dios —que hace nuevas todas las cosas— actuará en profundidad en el corazón de cada uno de ustedes, en el interior de cada uno de los Institutos Seculares allí representados. Saldrán nuevos y recreados: «confirmados en la fe, animados en la esperanza y fortalecidos por el amor, para cumplir su misión evangelizadora en nuestro continente latinoamericano». Permítanme que los salude con el augurio de Pablo a los romanos: «Que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo» (Rom. 15, 13). ¡El Dios vivo de la esperanza! Es ése el que necesita hoy América Latina. Es ése el que ustedes anunciarán con la fuerza de un testimonio que nace de la contemplación y la cruz, se realiza «en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social» (Lumen gentium, 31) y se concreta en la manifestación y comunicación del Cristo de la Pascua. No son ustedes testigos de un Dios lejano, sino de un Dios que resucitó y vive y va haciendo el camino de los hombres. Tampoco son testigos desencarnados que muestran a los otros el camino de salvación desde la orilla, sino testigos comprometidos con las dificultades y riesgos de la historia, radicalmente sumergidos en Cristo muerto y resucitado, evangélicamente insertados en el mundo para transformarlo, santificarlo, ofrecerlo a Dios, construyendo así la nueva civilización del amor. Como todo laico —pero mucho más por la fuerza de la consagración que los anima— «deben ser ante el mundo testigos de la resurrección y de la vida de Nuestro Señor Jesucristo y signos del Dios verdadero» (Lumen gentium,38). Se reúnen ustedes para reflexionar —bajo la luz del Magisterio y ante las exigencias de un continente en plena ebullición, marcado por la pobreza y la cruz pero preñado de esperanzas— sobre la identidad de los Institutos Seculares en esta hora providencial de América Latina en orden a una evangelización plena, a una promoción humana integral, a una transformación de la cultura hacia la civilización del amor. Yo quisiera recordarles sencillamente tres cosas: su identidad, su actualidad como "modo propio" de ser Iglesia, sus exigencias profundas y radicales. * * * 1. Su identidad. Se expresa con una frase muy simple: "secularidad consagrada". Son dos aspectos de una misma realidad, de una misma vocación divina. Ambos aspectos son esenciales. Lo dice claramente Pablo VI: «Ninguno de los dos aspectos de vuestra fisonomía espiritual puede ser supervalorado a costa del otro. Ambos son "coesenciales"» (20 de septiembre de 1972). El Señor llama —en esta hora privilegiada de la historia y de la Iglesia— a vivir la consagración en el mundo, desde el mundo y para el mundo. Ni el mundo puede manchar o empobrecer la riqueza y fecundidad de la consagración ni la consagración puede arrancarles del compromiso y responsabilidad de la tarea cotidiana. Radicalmente comprometidos con Cristo, abiertos a lo eterno, testigos de lo Absoluto, pero en el ámbito de la vida temporal. Es preciso subrayar bien y unir indisolublemente ambos términos: "consagrados seculares". "Consagrados". Es decir, santificados por el único Santo de manera más profunda en Cristo, por obra del Espíritu, en vista de una pertenencia total y exclusiva al Amor. «Ustedes recibieron la unción del que es Santo, y todos tienen el verdadero conocimiento» (1 Jn 2, 20). Esta consagración —que ahonda y lleva a su plenitud la consagración del bautismo y la confirmación— penetra toda la vida y las actividades cotidianas, creando una disponibilidad total al plan del Padre que los quiere en el mundo y para el mundo. Los caracteriza como hombres y mujeres de lo Absoluto y de la esperanza, exclusivamente abiertos al único Amor, pobres y desprendidos, capaces de comprender a los que sufren y de entregarse evangélicamente a redimirlos y transformar el mundo desde adentro. Hermosamente dice Pablo VI: «Vuestra vida consagrada, según el espíritu de los consejos evangélicos, es expresión de vuestra indivisa pertenencia a Cristo y a la Iglesia, de la tensión permanente y radical hacia la santidad, y de la conciencia de que, en último análisis, es sólo Cristo quien con su gracia realiza la obra de redención y de transformación del mundo. Es en lo íntimo de vuestros corazones donde el mundo es consagrado a Dios» (Pablo VI, 2 de febrero de1972). "Seculares". Pero esta consagración especial —esta particular pertenencia a Jesucristo en la virginidad, en la pobreza, en la obediencia— no arranca a los miembros de un Instituto Secular del mundo ni paraliza su actividad temporal, sino que la vivifica y dinamiza, le confiere mayor realismo, profundidad y eficacia, al liberarla de satisfacciones, intereses y búsquedas, que de algún modo se relacionan con el egoísmo. La "consagración secular", al abrir al hombre o a la mujer al radicalismo absoluto del Amor de Dios, los dispone para una encarnación más honda en el mundo, para una secularidad pura y libre, purificadora y liberadora. No son del mundo, pero están en el mundo y para el mundo. Lo específico de este "modo nuevo" de ser Iglesia es vivir precisamente el radicalismo de las Bienaventuranzas desde el interior del mundo, como luz, sal y levadura de Dios. Esta secularidad —que está muy lejos de ser superficial naturalismo o secularismo— indica el "lugar propio de su responsabilidad cristiana", el modo único de santificación y apostolado, el ámbito privilegiado de una vocación específica para la gloria de Dios y el servicio a los hermanos. Exige vivir en el mundo, en contacto con los hermanos del mundo, insertos como ellos en las vicisitudes humanas, responsables como ellos de las posibilidades y riesgos de la ciudad terrestre, igual que ellos con el peso de una vida cotidiana comprometida en la construcción de la sociedad, con ellos implicados en las más variadas profesiones al servicio del hombre, de la familia y de la organización de los pueblos. Comprometidos, sobre todo, a construir un mundo nuevo según el plan de Dios, en la justicia, el amor y la paz, como expresión de una auténtica "civilización del amor". No es tarea fácil. Exige discernimiento, generosidad, coraje. Pablo VI los llama los "alpinistas del espíritu" (26 de septiembre de1970). * * * 2. Su actualidad. Pablo VI, de inolvidable memoria y de intuición profética, hablaba de los Institutos Seculares como de «un fenómeno característico y consolador en la Iglesia contemporánea» (26 de septiembre de1970). Expresan y realizan, de un modo original y propio, la presencia de la Iglesia en el mundo. Son un signo valiente de las nuevas relaciones de la Iglesia con el mundo: de confianza y amor, de encarnación y presencia, de diálogo y transformación. El Concilio nos abrió un camino evangélico para ello que fue iluminando el posterior magisterio de los Papas, desde Pablo VI hasta Juan Pablo II. La Iglesia fue repetidamente definida como "sacramento universal de salvación". Para América Latina el Espíritu de Dios inspiró dos acontecimientos eclesiales que marcaron fuertemente la presencia salvadora de la Iglesia en el continente: Medellín y Puebla. A través de ellos comprendemos mejor la responsabilidad de los cristianos en la evangelización y transformación del mundo. Es una exigencia de los tiempos y una innovación apremiante del Espíritu. Es un reto de la historia al compromiso de la Iglesia, más específicamente aún de los laicos, a insertarse en el mundo para transformarlo desde adentro. «En un momento como éste —decía Pablo VI— los Institutos Seculares, en virtud del propio carisma de secularidad consagrada, aparecen como instrumentos providenciales para encarnar este espíritu y transmitirlo a la Iglesia entera. Si los Institutos Seculares ya antes del Concilio anticiparon existencialmente, en cierto sentido, este aspecto, con mayor razón deben hoy ser testigos especiales, típicos de la postura y de la misión de la Iglesia en el mundo» (2 de febrero de1972). Inmediatamente añade como una exhortación y un desafío: «Para el "aggiornamento" de la Iglesia no bastan hoy directrices claras o abundancia de documentos: hacen falta personalidades y comunidades, responsablemente conscientes de encarnar y transmitir el espíritu que el Concilio quería. A vosotros se os confía esta estupenda misión: ser modelo de arrojo incansable en las nuevas relaciones que la Iglesia trata de encarnar con el mundo y al servicio del mismo». Los Institutos Seculares —si son verdaderamente fieles a su carisma de secularidad consagrada— tienen una palabra muy importante que decir hoy en la Iglesia. Su misión es hoy más que nunca providencial. Serán un modo privilegiado de evangelización, de anuncio explícito del Amor del Padre manifestado en Cristo, de una auténtica y profunda promoción humana y de una verdadera liberación evangélica operada según el espíritu de las Bienaventuranzas. Serán un modo concreto de superar el trágico dualismo entre la fe y la vida, la Iglesia y el mundo, Dios y el hombre. * * * 3. Sus exigencias. Hay que ser fieles al Señor que hoy nos llama de nuevo y nos lo pide todo. No dudo que éste es un momento de gracia para los Institutos Seculares de América Latina. Por consiguiente, es un momento de recreación y de esperanza. Hace falta "recrear" en el Espiritu nuestros Institutos Seculares, escuchando la Palabra de Dios y leyendo constantemente los signos de los tiempos. Sólo quiero marcar tres exigencias que me parecen fundamentales: sentido de Iglesia, existencia teologal, dimensión contemplativa. Sentido de Iglesia. Vivir la alegría de ser Iglesia hoy, en este momento privilegiado de la historia, en este continente de posibilidades y esperanza, con un modo original y específico de responder al llamado divino. Ser plenamente Iglesia de modo nuevo (como "consagrados seculares"), en profunda comunión con los Pastores y participando fraternalmente en la misión evangelizadora de todo el Pueblo de Dios. Radicalmente centrados en Dios y evangélicamente insertados en el mundo. Ser Iglesia en una línea de auténtica comunión y participación. Existencia teologal. Es preciso vivir en el mundo una clara e inconmovible existencia teologal. Vivir normalmente lo sobrenatural: respirar en la fe, caminar construyendo en la esperanza, cambiar el mundo viviendo en la locura del amor. Lo rezan ustedes en la hermosísima Oración del Congreso: «Confirmados en la Fe, animados en la Esperanza y fortalecidos por el Amor». La visión de fe les ayudará a descubrir a cada instante el plan del Padre, el paso de Cristo por la historia, la invitación fuerte del Espíritu del Amor. La esperanza impedirá que los paralice el desaliento o la tristeza, los apoyará en el Cristo de la Pascua, los comprometerá activamente en la construcción del mundo. La caridad los llevará a vivir con alegría las exigencias radicales de la consagración, a centrar su vida en Jesucristo y abrazar su cruz, a insertarse serenamente en el mundo —sin superficialidad y sin miedo— y a servir generosamente a los hermanos. Dimensión contemplativa. Para leer en Dios las cosas que pasan en el mundo, para descubrir las inquietudes de los hombres y las exigencias de Dios, hay que ser contemplativo. Es decir, hombres y mujeres de oración que se detienen, en el ritmo de sus tareas, para escuchar a Dios, que se arriesgan de vez en cuando a ir al desierto para encontrarse a solas con Él, que saben, sobre todo, instalar adentro una zona profunda e inalterable de silencio activo. Personas que experimentan a Dios en el trabajo y el descanso, en la cruz y la alegría, en la oración y la actividad temporal. No es fácil "la oración secular", pero es imprescindible. Es el único modo de vivir para un miembro de un Instituto Secular: respirar ininterrumpidamente en Dios mientras se sigue el ritmo de la profesión y el dolor esperanzado de la humanidad. Es difícil, pero hay que tener el coraje de cortar a veces con todo (para volver en seguida al mundo) y buscar un momento y un espacio de oración. Sobre todo, hay que pedirlo al Señor con sencillez de pobres. Este Mensaje resulta demasiado largo. Se explica, en parte, por el amor eclesial que siento por los Institutos Seculares: su existencia providencial, su eficacia actual como signo de una Iglesia en esperanza, su responsabilidad especial en esta hora de evangelización de nuestro continente latinoamericano. En parte, también, porque pretende suplir mi presencia física y lo que yo hubiese querido decirles personalmente si hubiese podido participar en vuestro Congreso. Dios lo dispuso de otro modo, ¡bendito sea!. Pero allí van —más que mis palabras escritas— dos queridos amigos y dos testigos de los Institutos Seculares: Don Mario Albertini y Mons. Juan José Dorronsoro. Ellos son "mi carta" personal, como diría san Pablo. Hablen con ellos, consúltenlos con confianza, escúchenlos. Les dirían, quizás, lo mismo que les digo yo pero mejor, más brevemente y con mayor autoridad. La mía es la autoridad del servicio en Cristo y del cariño. * * * No podría terminar sin dirigir una mirada «a María, modelo de secularidad consagrada, que evangelizó con su presencia y su palabra», como hermosamente dice la Oración del II Congreso. Totalmente consagrada al Señor —por su pobreza, virginidad y obediencia al Padre— María vivió en el mundo: plenamente insertada en la historia de su pueblo, compartiendo su espera y su esperanza, viviendo su pobreza y anhelando su liberación. Ella creyó en la Palabra que le fue dicha de parte del Señor y fue feliz. Fue una mujer contemplativa: vivió siempre "a la escucha" de la Palabra del Señor. Fue la Virgen que engendró a Cristo y lo entregó en el silencio de la contemplación y la cruz. Fue la figura y el principio de la Iglesia: hecha presencia de Cristo, signo de comunión y salvación. A Ella, "la Estrella de la Evangelización", encomendamos ahora los trabajos de este II Congreso Latinoamericano de Institutos Seculares. En Ella confiamos y de Ella esperamos. Todo dejamos en el corazón silencioso y fiel de «María, de la que nació Jesús, llamado Cristo» (Mt. 1, 16). Con todo cariño y esperanza los bendigo en Cristo y María Santísima. 12 de julio de 1979 Card. Eduardo F. Pironio
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