TEODORA GUÉRIN (1798 1856)
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«¡Qué fortaleza adquiere el alma en la plegaria! En medio de la tormenta, ¡qué dulce es la calma que la plegaria halla en el corazón de Jesús! Pero... ¿qué consuelo queda para aquéllos que no rezan? ». Estas palabras, escritas por la Madre Teodora Guerin tras sobrevivir una violenta tormenta en alta mar, quizás sean las que mejor ejemplifiquen su vida y su ministerio. Por cierto, la Madre Teodora obtuvo fuerzas en la oración, en su diálogo con Dios, con Jesús y con la Sagrada Virgen María. A lo largo de su vida, la Madre Teodora difundió la oración compartiendo su amor a Dios con gentes de todas partes.
La Madre Teodora, Ana Teresa Guérin, nació el 2 de octubre de 1798 en la aldea de Etables, Francia. Su devoción a Dios y a la Iglesia Católica Romana se manifestó siendo aún niña. Se le permitió tomar la primera Comunión con apenas diez años de edad y, en esa ocasión, expresó al párroco su intención de algún día tomar los hábitos de monja.
La pequeña Ana Teresa a menudo buscaba la soledad de las costas rocosas próximas a su hogar, lugar donde dedicaba muchas horas a la meditación, la reflexión y la oración. Fue educada por su madre, Isabel Guerin, que centralizó su enseñanza en la religión y las Escrituras, inspirando así el amor de la niña hacia Dios. Laurencio, padre de Ana Teresa, prestaba servicios en la Armada de Napoleón y a menudo debía permanecer lejos de su hogar por períodos de varios años. Cuando Ana Teresa tenía 15 años de edad, su padre fue asesinado por bandidos mientras retornaba a su hogar para visitar a su familia. La pérdida de su esposo casi abrumó a Isabel y, durante muchos años, la responsabilidad de cuidar de su madre y de su pequeña hermana recayó sobre Ana Teresa, quien además debía atender el hogar y la huerta de la familia.
A lo largo de esos años de penurias y sacrificios en realidad, durante toda su vida, la fe en Dios de la Madre Teodora nunca vaciló, jamás titubeó. En lo más profundo de su alma, sabía que Dios estaba con ella, que siempre estaría con ella, como una compañía constante.
Ana Teresa tenía casi 25 años de edad cuando ingresó a las Hermanas de la Providencia de Ruillé-sur-Loire, una joven comunidad de religiosas que servían a Dios brindando oportunidades para la educación de los niños y cuidando a pobres, enfermos y moribundos.
Mientras enseñaba y cuidaba enfermos en Francia, la Madre Teodora, conocida en aquel entonces como Hermana Santa Teodora, fue requerida para encabezar un pequeño grupo misionero de Hermanas de la Providencia en los Estados Unidos. El propósito consistía en establecer un convento, fundar escuelas y compartir el amor a Dios con los pioneros de la Diócesis de Vincennes, en el Estado de Indiana. Piadosa y propensa a la humildad, la Madre Teodora jamás imaginó que era la persona más apropiada para la misión. Su salud era frágil. Durante su noviciado con las Hermanas de la Providencia, había enfermado gravemente. Las medicinas habían aplacado la enfermedad, pero también habían dañado gravemente su sistema digestivo, al punto que durante el resto de su vida sólo pudo consumir alimentos y líquidos suaves y blandos. Su mala condición física se sumaba a sus dudas sobre si aceptar o rechazar la misión. Sin embargo, tras muchas horas de oración y prolongadas consultas con sus superioras, aceptó la misión, temiendo que si no lo hacía, ninguna otra religiosa se atrevería a aventurarse a una región tan agreste para difundir el amor a Dios.
Equipada con poco más que su resuelto deseo de servir a Dios, la Madre Teodora y otras cinco Hermanas de la Providencia arribaron a la sede de su misión en Saint Mary-of-the-Woods, Indiana, la tarde del 22 de octubre de 1840. Inmediatamente apresuraron el paso a lo largo de la angosta y fangosa senda que conducía hacia la pequeña cabaña de troncos que hacía las veces de capilla. Allí, las hermanas se postraron en oración frente al Sagrado Sacramento, para agradecer a Dios el haber culminado su viaje sanas y salvas, y rogarle la bendición de la nueva misión.
Allí, en esa tierra montañosa cortada por barrancos y densamente arbolada, la Madre Teodora establecería un convento, una escuela y un legado de amor, misericordia y justicia que perdura hasta el presente.
A través de años de padecimiento y años de paz, la Madre Teodora confió en la Providencia de Dios y en su propia franqueza y su fe para obtener consejo y guía, urgiendo a las Hermanas de la Providencia a «entregarse por entero a las manos de la Providencia ». En sus cartas a Francia, decía: «Pero nuestra esperanza reside en la Providencia de Dios, que nos ha protegido hasta el presente y que, de una u otra manera, proveerá para nuestras necesidades futuras».
En el otoño de 1840, la misión de Saint Mary-of-the-Woods consistía apenas en una capilla una diminuta cabaña de troncos que también oficiaba de alojamiento para un sacerdote y una granja de pequeña estructura donde residían la Madre Teodora, las hermanas francesas y varias postulantes. Al llegar el primer invierno, soplaron fuertes vientos del norte que sacudieron la pequeña granja. Las hermanas a menudo sentían frío y frecuentemente padecían hambre. Pronto convirtieron la galería en una capilla y, en ese humilde convento, hallaron sosiego en la presencia del Sagrado Sacramento. La Madre Teodora solía decir: «Con Jesús, ¿qué podemos temer»?
Durante sus primeros años en Saint Mary-of-the-Woods, la Madre Teodora debió soportar numerosas peripecias: el prejuicio hacia los católicos, especialmente hacia las religiosas; traiciones; malentendidos; la ruptura de las Congregaciones de Indiana y de Ruillé; un devastador incendio que destruyó una cosecha completa, dejando a las hermanas desprovistas y hambrientas; frecuentes enfermedades mortales. Empero, la hermana perseveró, manifestando que « en todas las cosas y en todo lugar se debe cumplir el deseo de Dios ». En cartas a sus amistades, la Madre Teodora reconocía sus tribulaciones: «Si alguna vez esta pobre y pequeña comunidad logra asentarse definitivamente, lo hará sobre la Cruz; eso me infunde confianza y me brinda esperanza, aún frente al desamparo».
Menos de un año después de su llegada a Saint Mary-of-t he- Woods, la Madre Teodora fundó la primera Academia de la Congregación y, en 1842, estableció escuelas en Jasper, Indiana y St. Francisville, Illinois. Al momento de su muerte, el 14 de mayo de 1856, la Madre Teodora ya había abierto escuelas en varias ciudades de toda Indiana y la Congregación de las Hermanas de la Providencia era un institución sólida, viable y respetada. La Madre Teodora siempre atribuyó el crecimiento y el éxito de las Hermanas de la Providencia a Dios y a María, la Madre de Jesús, a quienes dedicó el ministerio de Saint Mary-of-the-Woods.
La beatitud de la Madre Teodora fue evidente para quienes la conocieron, la cual muchos describieron simplemente como « santidad ». Tenía la rara habilidad de hacer florecer las mejores virtudes en las personas, para permitirles ir más allá de lo que aparentemente era posible. El amor de la Madre Teodora fue una de sus grandes virtudes. Amaba a Dios, al pueblo de Dios, a las Hermanas de la Providencia, a la Iglesia Católica Romana y a las personas a quienes servía. Jamás excluyó a ninguna persona de sus ministerios y oraciones, pues dedicó su vida a ayudar a todos a conocer a Dios y a vivir una vida mejor.
La Madre Teodora sabía que, por sí sola, nada podía hacer, pero confiaba en que con Dios, todo era posible. Aceptó en su vida numerosos contratiempos, problemas y ocasiones en las que fue tratada injustamente. En medio de la adversidad, la Madre Teodora fue siempre una verdadera mujer de Dios.
La Madre Teodora falleció dieciséis años después de su llegada a Saint Mary-of-the-Woods. Durante esos años fugaces, acarició una innumerable cantidad de vidas y aún hoy continúa haciéndolo. El legado que entrega a las generaciones que la suceden, es su vida: un modelo de beatitud, virtud, amor y fe.