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VIERNES SANTO
PASIÓN DEL SEÑOR
VÍA CRUCIS
COLISEO
ROMA, 7 DE ABRIL DE 2023
[Multimedia]
VÍA CRUCIS 2023
“Voces de paz en un mundo de guerra”
Oración inicial
Señor Jesús, tú eres «nuestra paz» (Ef 2,14).
Antes de la Pasión dijiste: «Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da
el mundo» (Jn 14,27). Señor, necesitamos tu paz, esa paz que no somos
capaces de construir con nuestras propias fuerzas. Necesitamos volver a escuchar
esas palabras con las que, ya resucitado, reconfortaste tres veces el corazón de
los discípulos: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). Jesús, que
por nosotros abrazas la cruz, mira nuestra tierra sedienta de paz, mientras la
sangre de tus hermanos y hermanas se sigue derramando y las lágrimas de tantas
madres que pierden a sus hijos en la guerra se mezclan con las lágrimas de tu
santa Madre. También tú, Señor, lloraste por Jerusalén porque no había
reconocido el camino de la paz (cf. Lc 19,42).
Precisamente desde la Tierra Santa se abre paso el camino de la cruz esta tarde
en pos de ti. Lo recorreremos escuchando tu sufrimiento, reflejado en el de
tantos hermanos y hermanas que en el mundo han sufrido y sufren la falta de paz,
dejándonos interpelar profundamente por los testimonios y ecos que han llegado a
los oídos y al corazón del Papa incluso durante sus visitas. Son ecos de paz que
reaparecen en esta “tercera guerra mundial a pedazos”, gritos que vienen de
países y zonas hoy devastados por la violencia, las injusticias y la pobreza.
Todos los lugares donde se padecen conflictos, odios y persecuciones están
presentes en la oración de este viernes santo.
Señor Jesús, cuando naciste los ángeles en el cielo proclamaron: «En la tierra
paz a los hombres» (Lc 2,14). Ahora suben nuestras oraciones al cielo
para conseguir «la paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a
través de la historia» (Pacem in terris, 1). Rezamos suplicando esa paz que nos has confiado y
que no logramos conservar. Jesús, desde la cruz abrazas al mundo entero.
Perdona nuestros errores, sana nuestros corazones, danos tu paz.
1. Jesús es condenado a muerte
(voces de paz desde Tierra Santa)
Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo
hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado (Mt 27,26).
¿Barrabás o Jesús? Deben elegir. No es una decisión cualquiera; se trata de
decidir dónde estar, qué posición tomar ante las complejas vicisitudes de la
vida. La paz, que todos deseamos, no nace por sí misma, sino que espera una
decisión por parte nuestra. Hoy como entonces estamos llamados continuamente a
decidir entre Barrabás o Jesús: la rebelión o la mansedumbre, las armas o el
testimonio, el poder humano o la fuerza silenciosa de la pequeña semilla, el
poder del mundo o el del Espíritu. En Tierra Santa parece que nuestra opción sea
siempre Barrabás. La violencia parece ser nuestro único lenguaje. El motor de
las represalias mutuas se alimenta incesantemente del propio dolor, que a menudo
se vuelve el único criterio de juicio. Justicia y perdón no logran dialogar
entre sí. Vivimos juntos, sin reconocernos el uno al otro, rechazando uno la
existencia del otro, condenándonos mutuamente, en un círculo vicioso sin fin y
cada vez más violento. Y en este contexto cargado de odio y rencor, también
nosotros estamos llamados a expresar un juicio y a tomar nuestra decisión. Y no
podemos hacerlo sin mirar a ese condenado a muerte silencioso, perdedor, pero
por quien hemos optado, Jesús. Cristo nos invita a no usar el criterio de
Pilatos y de la multitud, sino a reconocer el sufrimiento del otro, a poner en
diálogo la justicia y el perdón, y a desear la salvación para todos, también
para los ladrones, también para Barrabás.
Oremos diciendo: Ilumínanos, Señor Jesús.
Cuando creemos que tenemos siempre la razón: Ilumínanos, Señor Jesús.
Cuando condenamos sin miramientos a nuestros hermanos: Ilumínanos, Señor
Jesús.
Cuando cerramos los ojos ante la injusticia: Ilumínanos, Señor Jesús.
Cuando sofocamos el bien a nuestro alrededor: Ilumínanos, Señor Jesús.
2. Jesús es cargado con la cruz
(voces de paz de un migrante de África occidental)
Él llevó sobre la cruz nuestros pecados,
cargándolos en su cuerpo,
a fin de que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia.
Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados (1 P 2,24).
Mi vía crucis comenzó hace seis años, cuando dejé mi ciudad. Después de 13 días
de viaje llegamos al desierto y lo atravesamos en 8 días, topándonos con coches
quemados, bidones de agua vacíos, cadáveres de personas, hasta llegar a Libia.
El que todavía debía dinero a los traficantes por la travesía fue encerrado y
torturado hasta que pagó. Algunos perdieron la vida, otros la razón. Me
prometieron que me pondrían en un barco rumbo a Europa, pero los viajes fueron
cancelados y no recuperamos el dinero. Allí estaban en guerra y llegamos al
punto de ya no prestar atención a la violencia ni a las balas perdidas. Encontré
trabajo como estucador para pagar otro viaje. Finalmente subí con más de cien
personas en una balsa inflable. Navegamos durante horas hasta que una
embarcación italiana nos salvara. Estaba lleno de alegría, nos arrodillamos para
agradecer a Dios; después descubrimos que la embarcación estaba regresando a
Libia. Allí estuvimos encerrados en un centro de detención, el peor lugar del
mundo. Diez meses después estaba nuevamente en una barca. La primera noche hubo
marejada, cuatro cayeron al mar, logramos salvar a dos. Me dormí esperando
morir. Al despertarme, vi junto a mí personas que me sonreían. Unos pescadores
tunecinos pidieron ayuda, la barca atracó y unas ONG nos dieron comida, ropa
y cobijo. Trabajé para pagar otro viaje. Era la sexta vez; después de tres
días en el mar llegué a Malta. Permanecí en un centro durante seis meses y allí
perdí la razón; cada tarde preguntaba a Dios por qué, ¿por qué hombres como
nosotros deben considerarnos enemigos? Muchas personas que huyen de la guerra
cargan cruces similares a la mía.
Oremos diciendo: Líbranos, Señor Jesús.
De las condenas fáciles al prójimo: Líbranos, Señor Jesús.
De los juicios precipitados: Líbranos, Señor Jesús.
De las críticas y de las palabras inútiles: Líbranos, Señor Jesús.
De las habladurías destructivas: Líbranos, Señor Jesús.
3. Jesús cae por primera vez
(voces de paz de los jóvenes de Centroamérica)
Él soportaba nuestros sufrimientos
y cargaba con nuestras dolencias,
y nosotros lo considerábamos golpeado,
herido por Dios y humillado.
Él fue traspasado por nuestras rebeldías
y triturado por nuestras iniquidades (Is 53,4-5).
Nosotros los jóvenes queremos la paz. Pero con frecuencia caemos, y la caída
tiene muchos nombres: nos tiran al suelo la pereza, el miedo, el desaliento y
también las promesas vacías de una vida fácil pero sucia, hecha de avidez y
corrupción. Esto es lo que hace crecer las espirales del narcotráfico, de la
violencia, de las dependencias y la explotación de las personas, mientras muchas
familias siguen llorando la pérdida de los hijos; y la impunidad del que estafa,
secuestra y mata no tiene fin. ¿Cómo obtener la paz? Jesús, tú caíste bajo el
peso de la cruz, pero te pusiste en pie, tomaste nuevamente la cruz y con ella
nos diste la paz. Nos impulsas a tomar las riendas de la propia vida; nos animas
a tener la valentía de implicarnos; que en nuestra lengua se dice “compromiso”.
Y significa decir no a muchos compromisos, a muchos falsos compromisos
que matan la paz. Estamos llenos de estas componendas: no queremos violencia,
pero en las redes sociales atacamos a quien no piensa como nosotros; queremos
una sociedad unida, pero no nos esforzamos por entender al que tenemos a nuestro
lado; peor aún, descuidamos a quien nos necesita. Señor, pon en nuestro corazón
el deseo de levantar al que está caído. Como tú haces con nosotros.
Oremos diciendo: Levántanos, Señor Jesús.
De nuestras perezas: Levántanos, Señor Jesús.
De nuestras caídas: Levántanos, Señor Jesús.
De nuestras tristezas: Levántanos, Señor Jesús.
De pensar que ayudar a los demás no nos corresponde a nosotros: Levántanos,
Señor Jesús.
4. Jesús se encuentra con su Madre
(voces de paz de una madre de Sudamérica)
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de
caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti
misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los
pensamientos íntimos de muchos» (Lc 2,34-35).
En el 2012 la explosión de una bomba puesta por los guerrilleros me destrozó
una pierna. La metralla me provocó decenas de heridas en el cuerpo. De aquel
momento recuerdo los gritos de la gente y la sangre por todas partes. Pero
lo que más me aterrorizó fue ver a mi hija de siete meses, cubierta de sangre,
con muchos trozos de vidrio incrustados en su carita. ¡Lo que debe haber sido
para María ver el rostro de Jesús deformado y ensangrentado! Yo, víctima de esa
violencia insensata, al principio experimenté rabia y resentimiento, pero
después descubrí que si difundía odio creaba aún más violencia. Comprendí que
dentro de mí y a mi alrededor había heridas más profundas que las del cuerpo.
Comprendí que muchas víctimas necesitaban descubrir, tal y como lo hice yo, y a
través de mí, que tampoco para ellos esto había terminado y que no se puede
vivir de resentimiento. De este modo empecé a ayudarles: estudié para enseñar a
prevenir los accidentes causados por los millones de minas diseminadas en
nuestro territorio. Agradezco a Jesús y a su Madre por haber descubierto que
enjugar las lágrimas de los demás no es tiempo perdido, sino la mejor medicina
para curarse a uno mismo.
Oremos diciendo: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.
En el rostro desfigurado de los que sufren: Haz que te reconozcamos, Señor
Jesús.
En los pequeños y en los pobres: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.
En quienes piden un gesto de amor: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.
En los perseguidos a causa de la justicia: Haz que te reconozcamos, Señor
Jesús.
5. Jesús es ayudado por el Cireneo
(voces de paz de tres migrantes provenientes de África, Asia del Sur y Oriente
Medio)
Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y
lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús (Lc 23,26).
[1] Soy una persona herida por el odio. El odio, una vez experimentado, no se
olvida, te cambia. El odio asume formas horribles. Lleva a un ser humano a usar
una pistola no sólo para dispararle a otro, sino también para romperle los
huesos mientras los demás miran. Tengo dentro un vacío de amor que hace que me
sienta una carga inútil. ¿Habrá un cireneo para mí? [2] Mi vida está en camino.
Escapé de las bombas, de los cuchillos, del hambre y del dolor. Fui empujado a
un camión, escondido en baúles, arrojado en barcas inseguras. Y, sin embargo, mi
viaje continuó para poder alcanzar un lugar seguro, que ofrezca libertad y
oportunidades; donde pueda dar y recibir amor, practicar mi fe; donde esperar
sea real. ¿Habrá un cireneo para mí? [3] A menudo me preguntan: ¿Quién eres?
¿Por qué estás aquí? ¿Cuál es tu estatus? ¿Esperas quedarte? ¿Adónde
irás? No son preguntas que quieran herir, pero hieren. Hacen que lo que espero
ser se reduzca a una marca sobre las casillas de un módulo; debo elegir entre
extranjero, víctima, solicitante de asilo, refugiado, migrante, otro; pero lo
que quisiera escribir es persona, hermano, amigo, creyente, prójimo. ¿Habrá un
cireneo para mí?
Oremos diciendo: Perdónanos, Señor Jesús.
Te hemos despreciado en los desafortunados: Perdónanos, Señor Jesús.
Te hemos ignorado en quienes necesitaban ayuda: Perdónanos, Señor Jesús.
Te hemos abandonado en los indefensos: Perdónanos, Señor Jesús.
No te hemos servido en los que sufren: Perdónanos, Señor Jesús.
6. La Verónica enjuga el rostro de Jesús
(voces de paz de un sacerdote religioso de la Península Balcánica)
«Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue
preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron
de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;
desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver»
(Mt 25,34-36).
Cuando llegó la guerra, tenía cuarenta años y era párroco. Unos agentes armados
entraron en la casa parroquial y me llevaron a un campo donde transcurrí cuatro
meses. Fueron terribles: privados de las mínimas condiciones higiénicas,
sufríamos hambre y sed, sin poder bañarnos ni afeitarnos; éramos maltratados
físicamente, golpeados y torturados con diversos objetos. Me llevaban fuera,
hasta cinco veces al día, sobre todo de noche, llamándome párroco y golpeándome.
Además, me rompieron tres costillas y me amenazaron con arrancarme las uñas,
ponerme sal en las heridas y desollarme vivo. Una vez fue tan difícil resistir
que supliqué al guardia que acabara con mi vida, convencido de que lo haría de
todos modos. El guardia me respondió: “No morirás tan fácilmente, por ti
recibiremos ciento cincuenta de los nuestros”. Esas palabras reavivaron en mí la
esperanza de sobrevivir. Pero no hubiera sido capaz de soportar todo ese mal yo
solo, sin Dios. La oración, repetida en el corazón, hizo maravillas. Y la
Providencia llegó, bajo forma de ayuda y comida, a través de una mujer
musulmana, Fátima, que logró llegar hasta mí abriéndose paso en medio del odio.
Fue para mí como la Verónica para Jesús. Ahora, y hasta el final de mis días,
doy testimonio de los horrores de la guerra y grito: ¡Nunca más la guerra!
Oremos diciendo: Danos tu mirada, Señor Jesús.
Para amar a quien no es amado: Danos tu mirada, Señor Jesús.
Para socorrer a quien se ha perdido en el camino: Danos tu mirada, Señor
Jesús.
Para cuidar de quien sufre a causa de la violencia: Danos tu mirada, Señor
Jesús.
Para acoger a quien se arrepiente del mal cometido: Danos tu mirada, Señor
Jesús.
7. Jesús cae por segunda vez
(voces de paz de dos adolescentes del norte de África)
«Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos
de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?». Y el Rey les responderá:
«Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo
hicieron conmigo» (Mt 25,37-40).
[1] Me llamo Joseph, tengo dieciséis años. Llegué al campo para desplazados con
mis padres en el 2015 y vivo allí desde hace más de ocho años. Si hubiera habido
paz, me habría quedado en mi casa, donde nací, y habría disfrutado mi
infancia. Aquí la vida no es bella. Tengo miedo del futuro, por mí y por los
demás chicos. ¿Por qué sufrimos en el campo para desplazados? A causa de
los conflictos que está atravesando mi país, flagelado por la guerra desde que
existe. Sin paz no lograremos levantarnos. Una y otra vez se promete la paz,
pero volvemos a caer bajo el peso de la guerra, nuestra cruz. Agradezco a Dios,
que como un padre nos levanta, y a tantas personas generosas que quizá nunca
conoceré y que, al ayudarnos, nos permiten sobrevivir. [2] Yo soy Johnson y
desde el 2014 vivo en otro campo para desplazados, bloque B, sector 2. Tengo
catorce años y curso el tercer grado de primaria. Aquí la vida no es buena,
muchos niños no van a la escuela porque no hay maestros ni escuelas para todos,
el lugar es demasiado pequeño y está lleno, ni siquiera hay espacio para jugar
al fútbol. Queremos la paz para volver a casa. La paz está bien, la guerra está
mal. Quisiera decirlo a los líderes del mundo. Y a todos los amigos les pido que
recen por la paz.
Oremos diciendo: Haznos fuertes, Señor Jesús.
En la hora de la prueba: Haznos fuertes, Señor Jesús.
En el esfuerzo por construir puentes de fraternidad: Haznos fuertes, Señor
Jesús.
Al cargar nuestra cruz: Haznos fuertes, Señor Jesús.
Al dar testimonio del Evangelio: Haznos fuertes, Señor Jesús.
8. Jesús se encuentra con las mujeres de Jerusalén
(voces de paz desde el sudeste asiático)
Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el
pecho y se lamentaban por él (Lc 23,27).
Jesús, cargas con tu cruz. Y pienso que también mi país carga con su cruz. Somos
un pueblo que ama la paz, pero estamos aplastados por la cruz del conflicto; por
la violencia, los desplazamientos internos, los ataques a los lugares de culto.
Es una carga pesada, Jesús, que arrastramos en un vía crucis que parece
interminable. Las lágrimas de nuestras madres se derraman por el hambre de sus
hijos. Y, como ellas, tampoco yo tengo muchas palabras para rezar, pero sí
muchas lágrimas que ofrecer. Señor, el cortejo que te conducía al Calvario era
tremendo, pero entre la multitud embrutecida por el mal se abrieron camino unas
mujeres que lloraban. Ellas te dieron fuerza. Eran madres que no veían en ti a
un condenado, sino a un hijo. También de entre nosotros salió una mujer de la
multitud, convertida en madre espiritual para muchos, que en defensa de su gente
se arrodilló frente al poder desplegado por las armas y, dispuesta a dar su
vida, pidió con mansedumbre la paz y la reconciliación. Jesús, ahora como
entonces, en la confusión macabra del odio nace la danza de la paz. Y nosotros,
cristianos, queremos ser instrumentos de paz. Conviértenos a ti, Jesús, y
fortalécenos, porque sólo tú eres nuestra fuerza.
Oremos diciendo: Conviértenos, Señor Jesús.
Del comercio de armas sin escrúpulos de conciencia: Conviértenos, Señor
Jesús.
Del invertir dinero en armamento en vez de en alimentos: Conviértenos, Señor
Jesús.
De la esclavitud del dinero que provoca guerras e injusticias: Conviértenos,
Señor Jesús.
Para que las lanzas se transformen en podaderas: Conviértenos, Señor Jesús.
9. Jesús cae por tercera vez
(voces de paz de una consagrada de África central)
Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo;
pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que
no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna
(Jn 12,24-25).
El 5 de diciembre de 2013, a las cinco de la mañana, me despertaron las armas.
Los rebeldes estaban invadiendo la capital. Muchos corrían e intentaban
esconderse, pero bastaba cruzarse con una bala perdida para morir. Fue el
comienzo de sufrimientos indescriptibles: asesinatos, pérdida de familiares,
amigos y compañeros. Mi hermana desapareció y ya no regresó nunca, lo que causó
graves traumas a mi padre, que nos dejó algunos años después, como resultado de
una breve enfermedad. Yo seguía llorando. En ese valle de lágrimas y de “por
qué” pensé en Jesús. También Él cayó bajo el peso de la violencia, hasta llegar
a decir en la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Unía mis “por qué”
a los suyos y dentro de mí se generó una respuesta: ama como Jesús te ama.
Se hizo la luz en medio de la oscuridad. Comprendí que debía obtener la fuerza
para amar. Desde entonces, cada vez que hay un mínimo de calma, voy a Misa. Para
llegar a la parroquia tengo que recorrer un largo camino y cruzar al menos tres
barricadas de rebeldes. Pero, Misa tras Misa, ha crecido en mí una
certeza: aunque haya perdido prácticamente todo, incluso la casa donde crecí,
todo pasa menos Dios. Esto me ha aliviado y con algunos amigos hemos
comenzado a reunir niños, que jugaban a ser soldados, para intentar
transmitirles, a ellos que son el futuro, los valores evangélicos de la ayuda
mutua, el perdón y la honestidad, para que el sueño de la paz se vuelva
realidad.
Oremos diciendo: Sánanos, Señor Jesús.
Del miedo de no ser amados: Sánanos, Señor Jesús.
Del miedo de no ser comprendidos: Sánanos, Señor Jesús.
Del miedo de ser olvidados: Sánanos, Señor Jesús.
Del miedo de no poder más: Sánanos, Señor Jesús.
10. Jesús es despojado de sus vestiduras
(voces de paz de los jóvenes de Ucrania y Rusia)
Después lo crucificaron. Los soldados se repartieron sus vestiduras,
sorteándolas para ver qué le tocaba a cada uno. Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon
mi túnica (Mc 15,24; Jn 19,24).
[1] El año pasado, mi padre y mi madre nos prepararon a mí y a mi hermano más
pequeño para llevarnos a Italia, donde nuestra abuela trabaja desde hace más de
veinte años. Partimos de Mariúpol durante la noche. En la frontera los soldados
detuvieron a mi padre y le dijeron que debía permanecer en Ucrania para
combatir. Nosotros seguimos adelante en autobús dos días más. Al llegar a Italia
yo estaba triste. Sentí que me despojaban de todo; que estaba completamente
desnudo. No conocía la lengua y no tenía ningún amigo. La abuela se esforzaba
por hacerme sentir afortunado, pero yo no hacía más que decir que quería volver
a casa. Finalmente, mi familia decidió volver a Ucrania. Aquí la situación sigue
siendo difícil, hay guerra por todas partes, la ciudad está destruida. Pero en
el corazón me quedó esa certeza de la que me hablaba la abuela cuando yo
lloraba: “Verás que todo pasará. Y con la ayuda del buen Dios volverá la paz”.
[2] Yo, en cambio, soy un joven ruso. Al decirlo experimento casi un sentimiento
de culpa, pero al mismo tiempo no entiendo por qué y me siento doblemente mal.
Despojado de la felicidad y de los sueños para el futuro. Hace dos años que veo
llorar a mi abuela y a mi madre. Una carta nos comunicó que mi hermano
mayor había muerto. Lo recuerdo todavía el día en que cumplió
dieciocho años, sonriente y brillante como el sol, y todo eso sólo algunas
semanas antes de partir a un largo viaje. Todos nos decían que debíamos estar
orgullosos, pero en casa sólo había sufrimiento y tristeza. Lo mismo pasó con mi
padre y mi abuelo; también partieron y no sabemos nada de ellos. Uno de mis
compañeros de la escuela, con mucho miedo, me dijo al oído que hay guerra. Al
volver a casa escribí una oración: Jesús, por favor, haz que haya paz en todo el
mundo y que todos podamos ser hermanos.
Oremos diciendo: Purifícanos, Señor Jesús.
Del resentimiento y el rencor: Purifícanos, Señor Jesús.
De las palabras y las reacciones violentas: Purifícanos, Señor Jesús.
De las actitudes que provocan división: Purifícanos, Señor Jesús.
Del deseo de sobresalir, humillando a los otros: Purifícanos, Señor Jesús.
11. Jesús es clavado en la cruz
(voces de paz de un joven del Cercano Oriente)
Con él crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
[…] Los que pasaban lo insultaban, movían la cabeza y decían: «¡Eh, tú, que
destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, sálvate a ti mismo y
baja de la cruz!» (Mc 15,27-30).
En el 2012, unos grupos de extremistas armados irrumpieron en nuestro barrio,
matando con ráfagas de ametralladoras a quienes estaban en los balcones y en los
departamentos. Tenía nueve años. Recuerdo la angustia de mi madre y mi padre;
esa tarde nos encontramos abrazados y en oración, conscientes de que estábamos
ante una nueva y durísima realidad. La guerra se volvía cada día más horrible.
Durante largos periodos faltaba la luz y el agua, y en todas partes se excavaron
pozos. La comida era un problema cotidiano. En el 2014, mientras estábamos en el
balcón, una bomba explotó frente a nuestra casa, lanzándonos hacia el interior y
cubriéndonos de vidrios y astillas. Pocos meses después, otra bomba alcanzó la
habitación de mis padres, que se salvaron por milagro y decidieron, muy a su
pesar, dejar el país. Comenzó otro calvario porque, después de dos intentos de
obtener un visado, no nos quedó más que embarcarnos. Arriesgamos la vida,
permanecimos sobre una roca esperando el amanecer y una nave de la guardia
costera. Habiendo sido salvados, los habitantes del lugar nos acogieron con los
brazos abiertos, comprendiendo nuestras dificultades. La guerra ha sido la cruz
de nuestra vida. La guerra mata la esperanza. En nuestro país, más aún después
de los terribles desastres naturales, muchas familias, niños y ancianos viven
sin esperanza. En el nombre de Jesús, que abrió los brazos en la cruz, ¡tiendan
la mano a mi pueblo!
Oremos diciendo: Sánanos, Señor Jesús.
De la incapacidad de dialogar: Sánanos, Señor Jesús.
De la desconfianza y la sospecha: Sánanos, Señor Jesús.
De la impaciencia y la prisa: Sánanos, Señor Jesús.
De la cerrazón y el aislamiento: Sánanos, Señor Jesús.
12. Jesús muere perdonando a sus verdugos
(voces de paz de una madre de Asia Occidental)
Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». […] Era
alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra
hasta las tres de la tarde. El velo del Templo se rasgó por el medio. Jesús, con
un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo
esto, expiró (Lc 23,34.44-46).
El 6 de agosto de 2014 la ciudad fue despertada por las bombas. Los
terroristas estaban en las puertas. Tres semanas antes habían invadido las
ciudades y las aldeas vecinas, tratándolas con crueldad. Por eso huimos, pero
pocos días después regresamos a casa. Una mañana, mientras estábamos atareados y
los niños jugaban delante de las casas, resonó en el aire un proyectil de
mortero. Salí corriendo. Ya no se sentían las voces de los niños, pero
aumentaban los gritos de los adultos. Mi hijo, su primo y una joven vecina, que
se estaba preparando para el matrimonio, habían sido alcanzados; estaban
muertos. La muerte de estos tres ángeles nos impulsó a escapar. Si no hubiese
sido por ellos, permaneciendo en la ciudad hubiéramos caído inevitablemente en
las manos de los terroristas. No es fácil aceptar esta realidad. Con todo, la fe
me ayuda a esperar, porque me recuerda que los muertos están en los brazos de
Jesús. Y nosotros, que sobrevivimos, intentamos perdonar al agresor, porque
Jesús perdonó a sus verdugos. En nuestras muertes creemos en Ti, Señor de la
vida. Queremos seguirte y testimoniar que tu amor es más fuerte que todo.
Oremos diciendo: Enséñanos, Señor Jesús.
A amar, como tú nos has amado: Enséñanos, Señor Jesús.
A perdonar, como tú nos has perdonado: Enséñanos, Señor Jesús.
A dar el primer paso para reconciliarnos: Enséñanos, Señor Jesús.
A hacer el bien sin exigir nada a cambio: Enséñanos, Señor Jesús.
13. Jesús es depuesto de la cruz
(voces de paz de una religiosa de África Oriental)
¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las
angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? […]
Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó (Rm
8,35.37).
Era el 7 de septiembre de 2022, día en el que en nuestro país recordamos el
Acuerdo con el que finalmente se reconoció a nuestro pueblo el derecho a la
plena independencia, cuando repentinamente sucedió algo que hizo añicos nuestra
alegría: una hermana, que desde siempre había sido misionera en nuestras
tierras, fue asesinada. Los terroristas habían entrado en casa y le quitaron la
vida sin piedad. El día de la victoria de convirtió en derrota; el miedo y la
incertidumbre inundaron nuestros corazones. La experiencia de centenares de
familias que vieron la trágica muerte de sus seres queridos volvió a hacerse
realidad; entre nuestros brazos yacía el cuerpo sin vida de nuestra hermana. No
es fácil presenciar la muerte violenta de un familiar, de un amigo, de un
vecino, como no es fácil ver que la propia casa y los propios bienes se reducen
a cenizas y el futuro se vuelve oscuro. Pero esta es la vida de mi pueblo, es mi
vida. Por eso, como nos ha sido testimoniado y como aprendemos en la escuela de
la Virgen de Nazaret, que acogió entre sus brazos a Jesús exánime y lo contempló
con un amor iluminado por la fe, es necesario no dejar de encontrar la valentía
de soñar un futuro de esperanza, paz y reconciliación. Porque el amor de
Cristo resucitado ha sido derramado en nuestros corazones, porque Él es
nuestra paz, Él es nuestra verdadera victoria. Y nada nos separará jamás de su
amor.
Oremos diciendo: Ten piedad de nosotros, Señor Jesús.
Buen Pastor, que das la vida por tu rebaño: Ten piedad de nosotros, Señor
Jesús.
Tú que muriendo has destruido la muerte: Ten piedad de nosotros, Señor Jesús.
Tú que del corazón traspasado has hecho brotar la Vida: Ten piedad de
nosotros, Señor Jesús.
Tú que desde el sepulcro iluminas la historia: Ten piedad de nosotros, Señor
Jesús.
14. Jesús es colocado en el sepulcro
(voces de paz de mujeres jóvenes del sur de África)
Después de esto, José de Arimatea […] pidió autorización a Pilato para retirar
el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue también
Nicodemo […] y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos.
Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la
mezcla de perfumes (Jn 19,38-40).
Era un viernes por la tarde, cuando los rebeldes irrumpieron en nuestra aldea,
tomaron como rehenes a todos los que pudieron, deportaron a quienes encontraron
y nos cargaron con cuanto habían saqueado. Durante el trayecto mataron a muchos
hombres con proyectiles y cuchillos. Llevaron a las mujeres a un parque. Cada día éramos maltratadas en el cuerpo y en el alma. Despojadas de la ropa y
de la dignidad, vivíamos desnudas para que no escapásemos. Por pura gracia un
día, cuando nos mandaron a buscar agua al río, conseguí huir. Todavía hoy
nuestra provincia es un lugar de lágrimas y de dolor. Cuando el Papa vino a
nuestro continente, pusimos a los pies de la cruz de Jesús la ropa de los
hombres armados, que todavía nos dan miedo. En el nombre de Jesús los perdonamos
por todo lo que nos hicieron. Pedimos al Señor la gracia de una
convivencia pacífica y humana. Sabemos y creemos que el sepulcro no es la última
morada, sino que todos estamos llamados a una vida nueva en la Jerusalén
celestial.
Oremos diciendo: Guárdanos, Señor Jesús.
En la esperanza que no defrauda: Guárdanos, Señor Jesús.
En la luz que no se apaga: Guárdanos, Señor Jesús.
En el perdón que renueva el corazón: Guárdanos, Señor Jesús.
En la paz que nos hace bienaventurados: Guárdanos, Señor Jesús.
Oración final
(“14 gracias”)
Señor Jesús, Palabra eterna del Padre, por nosotros te has hecho silencio. Y en
el silencio que nos guía hacia tu sepulcro hay aún una palabra que queremos
decirte pensando en el itinerario del vía crucis que recorrimos contigo:
gracias.
Gracias, Señor Jesús, por la mansedumbre que confunde a la prepotencia.
Gracias, por la valentía con la que has abrazado la cruz.
Gracias, por la paz que brota de tus heridas.
Gracias, por habernos dado a tu santa Madre como Madre nuestra.
Gracias, por el amor que mostraste ante la traición.
Gracias, por haber cambiado las lágrimas en una sonrisa.
Gracias, por haber amado a todos sin excluir a nadie.
Gracias, por la esperanza que infundes en la hora de la prueba.
Gracias, por la misericordia que sana las miserias.
Gracias, por haberte despojado de todo para enriquecernos.
Gracias, por haber transformado la cruz en árbol de vida.
Gracias, por el perdón que has ofrecido a tus verdugos.
Gracias, por haber vencido a la muerte.
Gracias, Señor Jesús, por la luz que has encendido en nuestras noches y,
reconciliando toda división, nos ha hecho a todos hermanos, hijos del mismo
Padre que está en los cielos.
Pater noster