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VIERNES SANTO
PASIÓN DEL SEÑOR
VÍA CRUCIS
PRESIDIDO POR EL SANTO PADRE
FRANCISCO
COLISEO
ROMA, 15 DE ABRIL DE 2022
[Multimedia]
SUBIDA AL CALVARIO
DETALLE DEL “PARAMENTO DI DON MAZZA” (1845-1861)
REALIZADO POR LAS ALUMNAS
DEL COLEGIO DE DON NICOLA MAZZA DE VERONA
DONADO POR EL EMPERADOR FERNANDO I DE AUSTRIA AL PAPA PÍO IX
SACRISTÍA PONTIFICIA
CIUDAD DEL VATICANO
MEDITACIONES Y ORACIONES
preparadas por
I |
una pareja de esposos jóvenes |
II |
una familia en misión |
III |
unos esposos ancianos sin hijos |
IV |
una familia numerosa |
V |
una familia con un hijo con discapacidad |
VI |
una familia que coordina un hogar de acogida |
VII |
una familia con la madre enferma |
VIII |
una pareja de abuelos |
IX |
una familia adoptiva |
X |
una viuda con hijos |
XI |
una familia con un hijo consagrado |
XII |
una familia que ha perdido una hija |
XIII |
una familia ucraniana y una familia rusa |
XIV |
una familia de migrantes |
VÍA CRUCIS
Canto
El Santo Padre:
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
R/. Amén.
Oración de inicio
El lector:
Señor Jesús,
en este día consagrado por tu Pasión
elevamos nuestras voces a Ti,
confiados en que nos escuchas.
Te bendecimos
porque eres para nosotros fuente de vida,
tomas sobre ti nuestros sufrimientos,
y con tu santa cruz redimiste al mundo.
Creemos
que tus heridas nos han curado,
que no nos dejas solos en la hora de la prueba
y que tu Evangelio es sabiduría verdadera.
Reconocemos
tu cuerpo martirizado en muchos de nuestros hermanos y hermanas,
la violencia que sufriste en quien es perseguido,
y tu abandono en el suplicio de quien es asesinado.
Tú, que quisiste vivir en una familia,
mira compasivo a nuestras familias,
acoge sus oraciones,
atiende sus gemidos,
bendice sus propósitos,
acompaña su camino,
sostenlas en sus dudas,
consuela sus afectos heridos,
infúndeles la valentía de amar,
concédeles la gracia del perdón
y haz que estén abiertas a las necesidades de los demás.
Señor Jesús, Tú que eres el Crucificado Resucitado,
haz que no nos dejemos robar la esperanza
de una nueva humanidad,
de los cielos nuevos y la tierra nueva,
donde enjugarás toda lágrima de nuestros ojos
y no habrá ni llanto ni dolor,
porque lo antiguo ha pasado
y seremos una gran familia
en tu casa de amor y paz.
I estación
La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Cuando llegaron a un lugar llamado Getsemaní, Jesús dijo a sus discípulos:
«Siéntense aquí mientras voy a orar». Se llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan,
y comenzó a sentir temor y angustia. Entonces les dijo: «¡Me muero de tristeza!
Quédense aquí y vigilen». Y, alejándose un poco, se postró en tierra y oraba
pidiendo que, si fuera posible, no tuviera que pasar por aquella hora. Decía:
«¡Abbá, Padre, tú lo puedes todo! Aparta de mí esta copa, pero que no se haga lo
que yo quiero, sino lo que quieres tú». (Mc 14,32-36)
Aquí estamos. Nos casamos hace apenas dos años. Nuestro matrimonio todavía no ha
sido probado por demasiadas tormentas. Llegó la pandemia que complicó un poco
todo, pero somos felices. Parece que estamos viviendo una larga luna de miel, a
pesar de las discusiones cotidianas y de nuestras diferencias. Aun así, muchas
veces tenemos miedo. Cuando pensamos en las parejas de amigos que fracasaron.
Cuando leemos en los periódicos que aumentan las rupturas. Cuando nos dicen que
seguramente nos separaremos porque así va el mundo, se trata de una cuestión de
estadística. Cuando nos sentimos solos porque no nos entendemos. Cuando llegamos
con dificultad a fin de mes. Cuando nos encontramos bajo un mismo techo como dos
extraños. Cuando nos despertamos de noche y sentimos en el corazón el peso y la
angustia de nuestra “orfandad”. Porque nos olvidamos que somos hijos. Porque
creemos que nuestro matrimonio y nuestra familia dependen sólo de nosotros, de
nuestras fuerzas. Nos estamos dando cuenta de que el matrimonio no es sólo una
aventura romántica, sino que también es un Getsemaní, es experimentar la
angustia antes de partir tu propio cuerpo por el otro.
Señor Jesús, que sufriste miedo y angustia.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que rezaste en la hora de la prueba.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que nos llamas a velar y a rezar contigo.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que entre olivos apacibles
aceptaste rezando
sufrir por nosotros hasta la muerte, y muerte de cruz,
te pedimos por los esposos jóvenes,
ayúdalos a afrontar las dificultades unidos a ti
y a todos nosotros
concédenos permanecer contigo
en la hora de la prueba.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
II estación
Jesús es traicionado por Judas y abandonado por los suyos
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Cuando Jesús todavía estaba hablando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de
una gran multitud. De inmediato se acercó a Jesús y le dijo: «¡Te saludo,
Maestro!». Y lo besó. Jesús le respondió: «Amigo, ¡hasta dónde has llegado!».
Entonces ellos se acercaron, se abalanzaron sobre Jesús y lo arrestaron. En eso,
uno de los que estaban con Jesús tomó su espada, la desenvainó e hirió al
servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja (Lc 22,47-50).
Jesús, entonces, lo reprendió: «¡Vuelve tu espada a su lugar!, pues todos los
que empuñan espada, a espada morirán». Entonces todos los discípulos lo
abandonaron y huyeron. (Mt 26,52.56)
Señor, partimos para la misión hace casi diez años, porque no era suficiente ser
felices, queríamos dar nuestra vida para que otros experimentaran esa misma
alegría. Queríamos mostrar el amor de Cristo también a quienes no lo conocían,
no importaba dónde. La vida de comunidad y las actividades de cada día nos
ayudan a educar a los hijos con una visión abierta de la vida y del mundo. Pero
no es fácil; no escondemos la angustia y el miedo de que nuestra familia lleve
una vida precaria, lejos de nuestro país. A todo esto, se agrega el terror de la
guerra tan dramáticamente actual en estos meses. No es sencillo vivir sólo de fe
y de caridad, porque a menudo no logramos confiar plenamente en la Providencia.
Y a veces, ante el dolor y el sufrimiento de una madre que muere en el parto y,
por si fuera poco, bajo las bombas, o de una familia destruida por la guerra o
por la carestía y los abusos, viene la tentación de responder con la espada, de
huir, de abandonarte, de dejar todo pensando que no vale la pena. Pero sería
traicionar a nuestros hermanos más pobres, que son tu carne en el mundo y que
nos recuerdan que Tú eres el Viviente.
Señor Jesús, que fuiste traicionado con un beso.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que fuiste abandonado por tus discípulos.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que experimentaste soledad y humillación.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que recibiste con amor
el beso traidor de Judas,
te suplicamos que concedas a las familias en misión
la valentía de testimoniar tu Evangelio
y a todos nosotros
poder responder al mal con el bien,
para ser constructores de paz y reconciliación.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
III estación
Jesús es condenado por el Sanedrín
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Los sumos sacerdotes y el Sanedrín en pleno buscaban algún testimonio contra
Jesús que permitiera condenarlo a muerte, pero no lo encontraban. El Sumo
Sacerdote de nuevo lo interrogó: «¿Eres Tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?».
«Yo soy», contestó Jesús. Y todos juzgaron que merecía la muerte. (Mc 14,55.61-62.64)
Fuimos novios pocos meses, después la vida nos separó largo tiempo, haciéndonos
experimentar cómo duelen los cálidos latidos de los corazones que están lejos. Y
cuando nos volvimos a encontrar nos casamos inmediatamente, con la prisa de
quien ya había esperado y temido bastante. Dejamos nuestros hogares de origen
para crear uno que fuera nuestro. Comenzamos a recorrer nuestro camino de
esposos, llenos de proyectos y también de ilusiones de la juventud. Después la
vida puso al descubierto nuestra fragilidad, despojándonos al mismo tiempo de
nuestras expectativas y llevándonos por una senda muchas veces escarpada, en
cuya cima nos encontramos cara a cara con la imposibilidad de ser padres,
experimentando a menudo con dolor muchos juicios sobre nuestra esterilidad.
“¿Cómo es que no tenéis hijos?”, nos preguntaron miles de veces, como insinuando
que nuestro matrimonio y nuestro amor no eran suficientes para ser una familia.
Cuántas miradas poco comprensivas tuvimos que digerir. Pero seguimos caminando
cada día tomados de la mano, haciéndonos cargo, juntos, de una comunidad de
hermanos y amigos que, entre soledades y ternuras, con el tiempo se convirtió en
casa y familia.
Señor Jesús, que sufriste una condena injusta.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que soportaste críticas y acusaciones.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que, siendo inocente, fuiste perseguido.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que fuiste condenado injustamente,
te suplicamos que concedas a los esposos sin hijos
poder caminar tomados de la mano,
viviendo en plenitud el Sacramento del amor conyugal,
y a todos nosotros
poder vivir las adversidades con suave firmeza.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
IV estación
Jesús es negado por Pedro
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Mientras Pedro estaba abajo, en el patio interior, llegó una de las criadas del
Sumo Sacerdote. Al ver a Pedro calentándose junto al fuego lo reconoció y le
dijo: «¡Tú también estabas con Jesús de Nazaret!». Pero él lo negó diciendo:
«¡No sé ni entiendo de qué hablas!». Y salió afuera, a la entrada del palacio, y
cantó un gallo. De inmediato cantó un gallo por segunda vez. Pedro se acordó de
lo que Jesús le había dicho: «Antes de que el gallo cante dos veces, tú me
habrás negado tres». Y se puso a llorar. (Mc 14,66-68.72)
Cuando nos casamos creíamos que no podíamos tener hijos. Después, en el viaje de
bodas, llegó el primero, y nos cambió la vida. Teníamos proyectado ir más
despacio, realizarnos en el trabajo, viajar, tratar de vivir al menos un poco
como novios eternos. Y, en cambio, mientras todavía incrédulos experimentábamos
la belleza de este regalo, llegó el segundo hijo: una niña. Y así, pensándolo
hoy, llegaron también los otros, casi sin darnos cuenta. ¿Y nuestros sueños?
Modelados por los acontecimientos. ¿Nuestra realización profesional? Modificada
por la imperiosa realidad de la vida. Y después el miedo de que podamos un día
renegar de todo, como Pedro; la angustia y la tentación del remordimiento ante
un nuevo gasto imprevisto, la preocupación por las tensiones con los hijos
adolescentes. Los viejos deseos dieron paso a nuestra familia. Es verdad que no
es fácil, pero de este modo es infinitamente más hermoso. Y a pesar de las
preocupaciones y la densidad de nuestros días, que parece que jamás alcanzan,
nunca volveríamos atrás.
Señor Jesús, que has enjugado las lágrimas de Pedro.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que perdonas a quien se reconoce pecador.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que comprendes nuestras incertidumbres.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que abres los brazos a quien invoca el perdón,
te suplicamos que concedas a las familias numerosas
poder superar con alegría cada dificultad
y a todos nosotros
poder levantarnos siempre después de una caída.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
V estación
Jesús es juzgado por Pilatos
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Pilato otra vez les preguntó: «¿Y qué quieren que haga con el que ustedes llaman
“el rey de los judíos”?». Ellos contestaron a gritos: «¡Crucifícalo!». Pilato
les replicó: «Pero, ¿qué mal ha hecho?». Sin embargo, ellos gritaban aún más
fuerte: «¡Crucifícalo!». Entonces Pilato, para complacer a la gente, dejó en
libertad a Barrabás y a Jesús, en cambio, después de hacerlo azotar, lo entregó
para que lo crucificaran. (Mc 15,12-15)
Nuestro hijo ya fue juzgado desde antes de venir al mundo. Encontramos médicos
que cuidaron de su vida antes de nacer, y médicos que con toda claridad nos
habían hecho entender que era mejor que no naciera. Y cuando elegimos la vida,
también nosotros fuimos objeto de juicio: “Va a ser un peso para vosotros y para
la sociedad”, nos dijeron. “Crucifícalo”. Y, sin embargo, no había cometido
ningún mal. Cuántas veces el juicio del mundo es precipitado y superficial, y
nos hace sufrir incluso con una mirada. Cargamos sobre nosotros la vergüenza de
una diversidad que con frecuencia es más compadecida que acompañada. La
discapacidad no es un alarde ni una etiqueta, sino más bien la apariencia de un
alma que con frecuencia prefiere callar frente a los juicios injustos, no por
vergüenza sino por misericordia hacia el que juzga. No somos inmunes a la cruz
de la duda o a la tentación de preguntarnos qué habría ocurrido si las cosas
hubieran sido de otra forma. Pero, en realidad, la discapacidad es una
condición, no una característica, y el alma, gracias a Dios, no conoce barreras.
Señor Jesús, que miraste con amor a tus adversarios.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que no tuviste miedo a quien mata el cuerpo, pero no la vida.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que juzgas con amor misericordioso.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que fuiste juzgado por lógicas mundanas,
te suplicamos que concedas
a las familias con hijos que sufren
alivio en las dificultades
y a nosotros poder elegir, proteger y amar
la vida en toda circunstancia.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
VI estación
Jesús es flagelado y coronado de espinas
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Pilato, después de hacer azotar a Jesús, lo entregó para que lo crucificaran. Lo
vistieron con un manto de color púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la
pusieron. Luego comenzaron a saludarlo: «¡Salve, rey de los judíos!». Y le
golpeaban la cabeza con una caña, lo escupían y le rendían homenaje poniéndose
de rodillas. (Mc 15,15.17-19)
Nuestra casa es grande, no sólo en términos de espacio, sino sobre todo por la
riqueza humana que allí habita. Nunca, desde el comienzo del matrimonio, fuimos
sólo dos. Nuestra vocación de acoger el dolor fue y sigue siendo aún ahora —con
42 años de matrimonio, tres hijos naturales, nueve nietos y cinco hijos
adoptivos no autosuficientes y con graves dificultades psíquicas— todo lo
contrario a triste. No merecemos que la vida nos bendiga tanto. Para el que cree
que no es humano dejar solo al que sufre, el Espíritu Santo mueve en el interior
la voluntad de actuar y de no permanecer indiferentes, ajenos. El dolor nos ha
cambiado. El dolor nos hace volver a lo esencial, ordena las prioridades de la
vida y devuelve la sencillez de la dignidad humana en cuanto tal. En la “vía
dolorosa” de tantos flagelados y crucificados, junto a ellos, bajo el peso de
sus cruces, descubrimos que el verdadero rey es aquel que se entrega y se da
como alimento, en alma y cuerpo.
Señor Jesús, que fuiste flagelado en la carne y en el espíritu.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que conociste el dolor inocente.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que fuiste humillado, insultado, coronado de espinas.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que padeciste dolor y desprecio,
te suplicamos que concedas a nuestras familias
aprender a acoger a quien está herido
y a todos nosotros hacernos cargo
y aliviar el dolor de los demás.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
VII estación
Jesús es cargado con la cruz
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Después de burlarse de Jesús le quitaron el manto de color púrpura, lo vistieron
con su ropa y lo sacaron para crucificarlo. (Mc 15,20)
Una mañana como tantas mi mujer se desmayó dos veces. La carrera al hospital y
el descubrimiento de una enfermedad que en su cabeza ya estaba insinuando el
veneno. La operación, la rehabilitación, los cuidados; y hoy una cotidianidad
completamente nueva para todos nosotros. El Señor nos habla a través de
acontecimientos que no siempre comprendemos y nos conduce de la mano para que
demos lo mejor de nosotros mismos. Ella tenía un rol, una posición, una
“apariencia”, y se encontró completamente diferente. Desnuda, indefensa,
crucificada. Y yo con ella. A través de esta enfermedad, con esta cruz, nos
convertimos en el pilar donde los hijos saben que pueden apoyarse. Antes no era
así. Casi podría decir que hoy, con los ojos penetrantes en su glabro dolor, es
plenamente madre y mujer. Sin adornos, en la esencialidad de una vida nueva y
más difícil. Estar bloqueados, inmovilizados por un pensamiento punzante, me
obliga sobre todo a mí, que era tan obstinadamente orgulloso, a descubrir qué
maravilloso don son las otras familias, las que intentan hacerte reír, te ayudan
en la cocina, acompañan a tus hijos a catequesis, te escuchan, te entienden con
una mirada, y, aun teniendo situaciones tanto o más complicadas todavía, se
preocupan constantemente por ti.
Señor Jesús, que no buscaste honores mundanos.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que has cargado sobre ti el peso de todos los mortales.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que has abrazado el pesado madero de la cruz.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que convertiste el patíbulo de muerte
en fuente inagotable de vida,
te suplicamos,
haz que los hijos cuiden de sus padres
asistiéndolos con gratitud,
y a todos nosotros que aprendamos de Ti
la alegría de amar y entregarse generosamente.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
VIII estación
Jesús es ayudado por el Cireneo a cargar la cruz
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Cuando se llevaban a Jesús detuvieron a un hombre de Cirene, llamado Simón, que
volvía del campo, y lo obligaron a cargar la cruz para que la llevara detrás de
Jesús. (Lc 23,26)
Nos jubilamos hace dos años y, justo cuando comenzábamos a imaginar cómo
gastaríamos las energías recuperadas, nos llegó la noticia del despido de
nuestro yerno. Durante la pandemia asistimos indefensos a la crisis del
matrimonio de nuestra hija mayor. Los nietos empezaron a inundar de vitalidad y
confusión nuestra casa, como no ocurría desde que eran pequeños nuestros tres
hijos, y esto ya no sólo los domingos. Pusimos en el coche un portabebés y
compramos una pizarra para escribir los compromisos de nuestros cinco nietos,
sin correr el riesgo de olvidarnos de algo. Nuestros músculos ya no son los de
antes, pero el bagaje de experiencias nos hace más dóciles a la vida respecto a
cuando teníamos la fuerza de correr. La cruz de la precariedad de las familias y
del trabajo nos preocupa. Y hoy, que naturalmente nos sentiríamos inclinados a
ocuparnos de nuestros cansancios y del innegable miedo a la muerte, nos vemos
cargados con una cruz inesperada, puesta sobre nuestras espaldas a pesar
nuestro. El paso a menudo se hace lento y en la noche, después de haber
sonreído, nos encontramos llorando de compasión. Pero ser “oxígeno” para las
familias de nuestros hijos es un don que nos vuelve a llevar a las emociones que
experimentábamos cuando eran pequeños. Nunca se deja de ser mamá y papá.
Señor Jesús, que compartiste el peso de la cruz.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que nos sometes al juicio de tu cruz.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que pides que te sigamos cargando nuestra cruz.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que nos llamas a llevar las cargas los unos de los otros,
te suplicamos que concedas a nuestras familias
saber compartir las alegrías y las dificultades,
y a todos nosotros crecer en fraternidad activa.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
IX estación
Jesús encuentra a las mujeres de Jerusalén
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Seguía a Jesús una gran multitud del pueblo y de mujeres que lloraban y se
lamentaban por él. Pero Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: «¡Mujeres de
Jerusalén, no lloren por mí! Lloren más bien por ustedes y por sus hijos». (Lc 23,27-28)
Ahora somos cuatro. Durante largos años fuimos dos, y tuvimos que afrontar la
cruz de la soledad y la gestación de una paternidad diferente a como siempre la
habíamos imaginado. La adopción es la historia de una vida marcada por el
abandono, que es sanada gracias a una acogida. Pero el abandono es una herida
que sangra siempre. Y la adopción es una cruz que padres e hijos cargan juntos
sobre las espaldas, soportándola, tratando de aliviar su dolor y también
amándola, en cuanto forma parte de la historia del hijo. Pero duele ver a un
hijo que sufre por su pasado, hace daño intentar amarlo sin lograr rasguñar
mínimamente su dolor. Nos adoptamos mutuamente. Y no hay un día en el que no nos
levantemos pensando que ha valido la pena; que todo este esfuerzo no ha sido en
vano; que esta cruz, aun cuando sea dolorosa, esconde un secreto de felicidad.
Señor Jesús, que has atraído las miradas de las mujeres de Jerusalén.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que enjugaste lágrimas y consolaste corazones.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que recorriste con valentía el camino de la cruz.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que te encaminaste hacia la cruz
con los ojos abiertos y el corazón dispuesto,
te suplicamos que concedas a los padres y a sus hijos adoptivos
crecer juntos como familias acogedoras
y a todos nosotros contribuir a la alegría del prójimo.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
X estación
Jesús es crucificado
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», crucificaron a Jesús y a los dos
malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre,
perdónalos, no saben lo que hacen». Después hicieron un sorteo y se repartieron
sus ropas. El pueblo estaba contemplando. Los jefes se burlaban y le decían:
«¡Salvó a otros! ¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el
elegido!». Los soldados también se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle
vinagre, le decían: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!».
Encima de él había un cartel con la inscripción: «Este es el rey de los judíos».
(Lc 23,33-38)
Somos una madre y dos hijos. Desde hace más de siete años somos una silla con
tres patas en lugar de cuatro: hermosísima y valiosa, aunque un poquito
inestable. Bajo la cruz, cada familia, incluso la más imperfecta, la más
dolorida, la más extraña, la más carente, encuentra su sentido profundo. También
la nuestra. Hemos experimentado, no sin lágrimas y dolor, que Jesús, en ese
abrazo de maderos clavados, nos mira y no nos deja nunca solos. No sólo nos
encomienda a un amor genérico del creador respecto a sus criaturas, sino que nos
confía a un amigo, a una madre, a un hijo, a un hermano. A una Iglesia que, con
todos sus defectos, nos tiende la mano y, aunque pueda parecer imposible, a
veces sostiene el peso por nosotros, permitiéndonos de vez en cuando recuperar
el aliento. El amor se multiplica porque es gratuito, aun cuando tengo la
tentación de querer saber por qué, si “ha salvado a otros, si es el Cristo de
Dios, su elegido”, no ha podido salvar también a mi marido. Pero la herida de
Uno en la cruz es herencia, vínculo y relación al mismo tiempo. El Amor se hace
real, porque, en nuestro abismo y en nuestras dificultades, no somos
abandonados.
Señor Jesús, que extendiste los brazos en la cruz.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que para salvarnos a nosotros no te salvaste a ti mismo.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que perdonaste a tus verdugos.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que con los brazos abiertos en cruz
abrazas a quien está solo y abandonado,
te suplicamos que concedas a las familias
que sufren la pérdida de sus padres
sentirte presente en su dolor,
y a todos nosotros saber llorar con el que llora.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
XI estación
Jesús promete el Reino al buen ladrón
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», crucificaron a Jesús y a los dos
malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda. Uno de los malhechores le
dijo: «¡Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino!». Jesús le respondió:
«Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». (Lc 23,33.42-43)
Recién ahora sonreímos recordando todas las expectativas que habíamos puesto en
nuestro hijo. Lo criamos para que fuera feliz, para que se realizara, para que
siguiera las huellas del abuelo. Sí, tal vez hubiéramos querido para él una vida
diferente. Una familia, un trabajo, unos hijos, unos nietos. En resumen, la
“normalidad”. Ya habíamos vivido su vida en su lugar. Y, en cambio, llegaste Tú
y trastocaste todo. Destruiste nuestros sueños por algo más grande. Hiciste que
su vida no siguiera la lógica del “siempre se hizo así” y lo llamaste para que
estuviera contigo. Pero, ¿cómo? ¿Por qué precisamente él? ¿Por qué justo nuestro
hijo? Al principio no lo tomamos bien, lo combatimos, lo abandonamos. Creímos
que nuestra frialdad lo habría hecho volver sobre sus pasos. Como dos
malhechores, intentamos sembrar en su cabeza la duda de que se estuviera
equivocando totalmente. Pero comprendimos que no se puede luchar contra Ti.
Nosotros somos un vaso y Tú eres el mar. Nosotros somos una chispa y Tú eres el
fuego. Y entonces, como el buen ladrón, también nosotros te pedimos que te
acuerdes de nosotros cuando entres en tu Reino.
Señor Jesús, que moriste como un malhechor.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que transformaste la cruz en un trono real.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que nos abriste las puertas del paraíso perdido.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que nos has revelado los misterios de tu Reino,
donde el más grande es aquel que sirve,
te suplicamos que guíes a los padres
para que acompañen la vocación de sus hijos
y a nosotros concédenos ser fieles discípulos tuyos.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
XII estación
Jesús entrega la Madre al discípulo amado
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
Junto a la cruz de Jesús estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer
de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre y a su lado al
discípulo a quien amaba, dijo a su madre: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!». Luego
dijo al discípulo: «¡Ahí tienes a tu madre!». Y desde aquella hora el discípulo
la recibió en su casa. (Jn 19,25-27)
En casa éramos cinco: nuestros tres hijos, mi marido y yo. Hace cinco años la
vida se complicó. Un diagnóstico difícil de aceptar, una enfermedad oncológica
escrita a cada momento en el rostro de la hija más pequeña. Una enfermedad que,
aunque nunca apagó su sonrisa, hizo que el rechinar de la injusticia que
vivíamos fuera aún más doloroso. A pesar de las “burlas” con las que el dolor
parecía que ya nos había envuelto, después de sólo seis años de matrimonio mi
marido nos dejó por una muerte improvisa, poniéndonos en un camino de soledad
desgarrador, durante el cual acompañamos a la pequeña de casa a su último adiós.
Ya pasaron cinco años desde el comienzo de esta aventura que no hemos
comprendido en absoluto racionalmente, pero la certeza es que el Señor siempre
ha estado en esta gran cruz y lo sigue estando todavía hoy. “Dios no llama a los
capacitados, sino que capacita a los que llama”: esto nos dijo un día una
religiosa, y estas palabras nos han cambiado la perspectiva de vida de los
últimos años. La mentira más grande con la que hemos combatido es la de ya no
ser una familia. No conozco otro modo para responder a mi corazón y a mi dolor
en la carne, sino confiándome al Señor que vive este tramo de vida terrena
conmigo. Muchas veces, en las sesiones de quimioterapia de mi hija, me sentí
como María al pie de la cruz; y es esa experiencia la que hoy me hace sentir
—aunque sólo sea por un poquito— madre de mi Señor.
Señor Jesús, que conociste la agonía de los afectos.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que no diste a la muerte la última palabra.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que nos entregaste a tu misma Madre como última voluntad.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que antes de expirar quisiste
entregarnos a tu Madre y confiarnos a sus cuidados,
te suplicamos que concedas a las familias
marcadas por la muerte de un hijo
custodiar la gracia recibida con el don de su vida
y a todos nosotros, consolados por el Espíritu,
aceptar tu última voluntad.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
XIII estación
Jesús muere en la cruz
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
A las tres de la tarde, Jesús gritó con fuerza: «¡Eloí, Eloí!, ¿lemá
sabajtaní?», que significa: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?».
Uno de ellos fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y, sujetándola en
una caña, le daba de beber diciendo: «¡Déjenlo! A ver si viene Elías a
descolgarlo». Entonces Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró. (Mc 15,34.36-37)
Ante la muerte el silencio es más elocuente que las palabras.
Permanezcamos por lo tanto en un silencio orante y que cada uno, en
su corazón, rece por la paz en el mundo.
[Texto preparado: La muerte está en torno y la vida parece perder valor. Todo cambia en pocos
segundos. La existencia, los días, la despreocupación de la nieve en invierno,
ir a buscar a los niños a la escuela, el trabajo, los abrazos, las amistades,
todo. Todo pierde improvisamente valor. Señor, ¿dónde estás? ¿Dónde te
escondiste? Queremos la vida de antes. ¿Por qué todo esto? ¿Qué culpa cometimos?
¿Por qué nos has abandonado? ¿Por qué has abandonado a nuestros pueblos? ¿Por
qué has dividido de este modo a nuestras familias? ¿Por qué ya no tenemos ganas
de soñar ni de vivir? ¿Por qué nuestras tierras se han vuelto tenebrosas como el
Gólgota? Se nos acabaron las lágrimas. La rabia ha cedido a la resignación.
Sabemos que Tú nos amas, Señor, pero no percibimos este amor, lo que nos hace
enloquecer. Nos despertamos en la mañana y por algunos segundos somos felices,
pero luego nos acordamos inmediatamente de que será difícil reconciliarnos.
Señor, ¿dónde estás? Háblanos desde el silencio de la muerte y de la división, y
enséñanos a reconciliarnos, a ser hermanos y hermanas, a reconstruir lo que las
bombas habrían querido aniquilar.]
Señor Jesús, que nos amaste hasta el fin.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que muriendo destruiste la muerte.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que exhalando el último respiro nos has dado la vida.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que de tu costado traspasado
hiciste brotar la reconciliación para todos,
te suplicamos que concedas a las familias
destruidas por lágrimas y sangre
creer en la fuerza del perdón
y a todos nosotros construir paz y concordia.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
XIV estación
El cuerpo de Jesús es puesto en el sepulcro
V/. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
R/. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum.
José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en el
sepulcro nuevo que él había excavado en la roca. Después hizo rodar una gran
piedra a la entrada del sepulcro y se fue. María Magdalena y la otra María se
quedaron allí, sentadas delante del sepulcro. (Mt 27,59-61)
Ya estamos aquí. Hemos muerto a nuestro pasado. Hubiéramos querido vivir en
nuestra tierra, pero la guerra nos lo ha impedido. Es difícil para una familia
tener que elegir entre sus sueños y la libertad. Entre los anhelos y la
supervivencia. Estamos aquí después de viajes en los que hemos visto morir
mujeres y niños, amigos, hermanos y hermanas. Estamos aquí, supervivientes.
Nosotros, que en nuestra casa éramos importantes, aquí somos percibidos como una
carga, como números, categorías, simplificaciones. Sin embargo, somos mucho más
que inmigrantes. Somos personas. Hemos viajado hasta aquí por nuestros hijos.
Morimos cada día por ellos, para que puedan tener una vida normal, sin bombas,
sin sangre, sin persecuciones. Somos católicos, pero también esto a veces parece
que pasa a un segundo plano respecto al hecho de que somos migrantes. Si no nos
resignamos es porque sabemos que la enorme piedra sobre la puerta del sepulcro
un día será removida.
Señor Jesús, que fuiste bajado del madero de la cruz por manos amigas.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que fuiste sepultado en la tumba nueva de José de Arimatea.
R/. Dona nobis pacem.
Tú que no conociste la corrupción del sepulcro.
R/. Dona nobis pacem.
Todos:
Pater noster…
Señor Jesús,
que descendiste a los infiernos
para liberar a Adán y Eva con sus hijos de la antigua esclavitud,
te suplicamos por las familias de los migrantes,
sácalos del aislamiento que destruye
y a todos nosotros concédenos reconocerte en cada persona
como nuestro amado hermano y hermana.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
Oración final
El Santo Padre:
Padre misericordioso,
que haces salir el sol sobre buenos y malos,
no abandones la obra de tus manos,
por la que no dudaste
en entregar a tu único Hijo,
que nació de la Virgen,
fue crucificado bajo Poncio Pilato,
murió y fue sepultado en las entrañas de la tierra,
resucitó de entre los muertos al tercer día,
se apareció a María Magdalena,
a Pedro, a los demás apóstoles y discípulos,
y siempre está vivo en la santa Iglesia,
que es su Cuerpo viviente en el mundo.
Mantén encendida en nuestras familias
la lámpara del Evangelio,
que ilumina alegrías y dolores,
cansancios y esperanzas;
que cada casa refleje el rostro de la Iglesia,
cuya ley suprema es el amor.
Por la efusión de tu Espíritu,
ayúdanos a despojarnos del hombre viejo,
corrompido por pasiones engañosas,
y revístenos del hombre nuevo,
creado según la justicia y la santidad.
Tómanos de la mano, como un Padre,
para que no nos alejemos de Ti;
convierte nuestros corazones rebeldes a tu corazón,
para que aprendamos a seguir proyectos de paz;
haz que los adversarios se den la mano,
para que gusten del perdón recíproco;
desarma la mano alzada del hermano contra el hermano,
para que donde haya odio florezca la concordia.
Haz que no nos comportemos como enemigos de la cruz de Cristo,
para que participemos en la gloria de su resurrección.
Él, que vive y reina contigo,
en la unidad del Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
BENDICIÓN APOSTÓLICA
El Santo Padre:
El Señor esté con vosotros.
R/. Y con tu espíritu.
Bendito sea el nombre del Señor.
R/. Ahora y por siempre.
Nuestro auxilio es el nombre del Señor.
R/. Que hizo el cielo y la tierra.
Os bendiga Dios omnipotente,
Padre + Hijo + y Espíritu + Santo.
R/. Amén.