DECIMOTERCERA ESTACIÓN V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Del Evangelio según san Lucas 23, 44-47 Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Templo se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» y, dicho esto, expiró. Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: «Ciertamente este hombre era justo». MEDITACIÓN
Al inicio de nuestro itinerario era el velo de la noche el que envolvía a Getsemaní; ahora es la oscuridad de un eclipse la que se extiende como un sudario sobre el Gólgota. Así pues, el «poder de las tinieblas»[39] parece dominar sobre la tierra donde Dios muere. Sí, el Hijo de Dios, por ser verdaderamente hombre y hermano nuestro, debe beber también el cáliz de la muerte, la muerte que es el carné de identidad real de todos los hijos de Adán. Así es como Cristo «se asemeja en todo a sus hermanos»,[40] se hace plenamente uno de nosotros, presente con nosotros también en la extrema agonía entre la vida y la muerte. Una agonía que tal vez se repite también en estos minutos para un hombre o una mujer aquí en Roma y en muchas otras ciudades y aldeas del mundo. Ya no es el Dios grecorromano impasible y remoto, como un emperador relegado a los cielos dorados de su Olimpo. Ahora, en Cristo que muere se revela el Dios apasionado, enamorado de sus criaturas hasta el punto de encerrarse libremente en su frontera de dolor y de muerte. Por esto el Crucifijo es un signo humano universal de la soledad de la muerte y también de la injusticia y del mal. Pero también es un signo divino universal de esperanza para las expectativas de todo centurión, es decir, de toda persona inquieta que busca. * * * En efecto, incluso estando allá arriba, muriendo en aquel patíbulo, mientras su respiración de apaga, Jesús no deja de ser el Hijo de Dios. En aquel momento todos los sufrimientos y las muertes son atravesadas y poseídas por la divinidad, son impregnadas de eternidad; en ellas queda depositada una semilla de vida inmortal, brilla un rayo de luz divina. La muerte, entonces, aun sin perder su perfil trágico, muestra un rostro inesperado, tiene los mismos ojos del Padre celestial. Por esto Jesús, en aquella hora extrema, reza con ternura: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu». A esa invocación nos unimos también nosotros a través de la voz poética y orante de una escritora:[41] «Padre, que tus dedos también cierren mis párpados. / Tú, que eres mi Padre, vuélvete a mi también como tierna Madre, / a la cabecera de su niño que duerme. / Padre, vuélvete a mí y acógeme en tus brazos». Todos: Pater noster, qui es in cælis: Vidit suum dulcem Natum [39] Lucas 22, 53. [40] Hebreos 2, 17. [41] Marie Noël, Las canciones y las horas (1930). © Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana
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