DUODÉCIMA ESTACIÓN V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Del Evangelio según san Juan 19, 25-27 Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa. MEDITACIÓN Había comenzado a desprenderse de aquel Hijo desde el día en que, a los doce años, él le había dicho que tenía otra casa y otra misión que realizar, en nombre de su Padre celestial. Sin embargo, ahora para María ha llegado el momento de la separación suprema. En esa hora está el desgarramiento de toda madre que ve alterada la lógica misma de la naturaleza, por la que son las madres quienes mueren antes que sus hijos. Pero el evangelista san Juan borra toda lágrima de aquel rostro dolorido, apaga todo grito en aquellos labios, no presenta a María postrada en tierra en medio de la desesperación. Más aún, reina el silencio, sólo roto por una voz que baja de la cruz y del rostro torturado del Hijo agonizante. Es mucho más que un testamento familiar: es una revelación que marca un cambio radical en la vida de la Madre. Aquel desprendimiento extremo en la muerte no es estéril, sino que tiene una fecundidad inesperada, semejante a la del parto de una madre. Exactamente como había anunciado Jesús mismo pocas horas antes, en la última tarde de su existencia terrena: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo».[38] * * * María vuelve a ser madre: no es casualidad que en las pocas líneas de este relato evangélico aparezca cinco veces la palabra «madre». Por consiguiente, María vuelve a ser madre y sus hijos serán todos los que son como «el discípulo amado», es decir, todos los que se acogen bajo el manto de la gracia divina salvadora y que siguen a Cristo con fe y amor. Desde aquel instante María ya no estará sola; se convertirá en la madre de la Iglesia, un pueblo inmenso de toda lengua, pueblo y estirpe, que a lo largo de los siglos se unirá a ella en torno a la cruz de Cristo, su primogénito. Desde aquel momento también nosotros caminamos con ella por las sendas de la fe, nos encontramos con ella en la casa donde sopla el Espíritu de Pentecostés, nos sentamos a la mesa donde se parte el pan de la Eucaristía y esperamos el día en que su Hijo vuelva para llevarnos como a ella a la eternidad de su gloria. Todos: Pater noster, qui es in cælis: Fac me tecum pie flere [38] Juan 16, 21. © Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana
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