UNDÉCIMA ESTACIÓN V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Del Evangelio según san Lucas 23, 39-43 Uno de los malhechores colgados en la cruz le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». MEDITACIÓN Transcurren los minutos de la agonía y la energía vital de Jesús crucificado se está atenuando lentamente. Sin embargo, aún tiene la fuerza para realizar un último acto de amor en favor de uno de los dos condenados a la pena capital que se encuentran a su lado en esos instantes trágicos, mientras el sol está aún en lo alto del cielo. Entre Cristo y aquel hombre tiene lugar un diálogo tenue, compuesto por dos frases esenciales. Por un lado, está la petición del malhechor, al que la tradición llama «el buen ladrón», el convertido en la hora extrema de su vida: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». En cierto sentido, es como si aquel hombre rezara una versión personal del «Padre nuestro» y de la invocación: «Venga tu Reino». Sin embargo, hace la petición directamente a Jesús, llamándolo por su nombre, un nombre con un significado luminoso en ese instante: «El Señor salva». Luego viene el imperativo: «Acuérdate de mí». En el lenguaje de la Biblia este verbo tiene una fuerza particular, que no corresponde a nuestro pálido «recuerdo». Es una palabra de certeza y de confianza, como para decir: «Tómame a tu cargo, no me abandones, sé como el amigo que sostiene y apoya». * * * Por otro lado, está la respuesta de Jesús, brevísima, casi como un suspiro: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». La palabra «Paraíso», tan rara en las Escrituras, que sólo aparece otras dos veces en el Nuevo Testamento[37], en su significado originario evoca un jardín fértil y florido. Es una imagen fragante de aquel Reino de luz y de paz que Jesús había anunciado en su predicación, que había inaugurado con sus milagros y que dentro de poco tendrá una epifanía gloriosa en la Pascua. Es la meta de nuestro fatigoso camino en la historia, es la plenitud de la vida, es la intimidad del abrazo con Dios. Es el último don que Cristo nos hace, precisamente a través del sacrificio de su muerte, que se abre a la gloria de la resurrección. Nada más se dijeron en aquel día de angustia y de dolor los dos crucificados, pero esas pocas palabras pronunciadas con dificultad por sus gargantas secas resuenan aún hoy y constituyen siempre un signo de confianza y de salvación para quienes han pecado pero también han creído y esperado, aunque sea en la última frontera de la vida. Todos: Pater noster, qui es in cælis: Sancta mater, istud agas, [37] Cf. 2 Corintios 12, 4; Apocalipsis 2, 7.
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