CUARTA ESTACIÓN V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Del Evangelio según san Lucas 22, 54-62 Entonces le prendieron, se lo llevaron y le hicieron entrar en la casa del Sumo Sacerdote; Pedro le iba siguiendo de lejos. Habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó entre ellos. Una criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «Este también estaba con él». Pero él lo negó: «¡Mujer, no le conozco!». Poco después, otro, viéndole, dijo: «Tú también eres uno de ellos». Pedro dijo: «¡Hombre, no lo soy!». Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que este también estaba con él, pues además es galileo». Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!». Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces». Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente. MEDITACIÓN Volvamos de nuevo a la noche que habíamos dejado al entrar en la sala del primer proceso que sufrió Jesús. La oscuridad y el frío son desgarrados por las llamas de un brasero situado en el patio del palacio del Sanedrín. El personal de servicio y de custodia estira las manos hacia esa fuente de calor; los rostros están iluminados. Y he aquí que se escuchan tres voces en sucesión, tres manos apuntan hacia un rostro reconocido, el de Pedro. La primera es una voz femenina. Es una criada del palacio que se queda mirando al discípulo y exclama: «Tú también estabas con Jesús». Luego se escucha una voz masculina: «Eres uno de ellos». Y más tarde otro hombre repite la misma acusación, al notar el acento septentrional de Pedro: «Estabas con él». A estas denuncias, casi en un crescendo desesperado de autodefensa, el apóstol no duda en jurar tres veces: «¡No conozco a Jesús! ¡No soy uno de sus discípulos! ¡No sé lo que decís!». La luz de aquel brasero penetra, por tanto, mucho más allá del rostro de Pedro; revela un alma mezquina, su fragilidad, el egoísmo, el miedo. Y, sin embargo, pocas horas antes había proclamado: «Aunque todos se escandalicen, yo no... Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré».[9] * * * Sin embargo, el telón no cae sobre esta traición, como había acontecido con Judas. En efecto, en esa noche un sonido intenso desgarra el silencio de Jerusalén y sobre todo la conciencia de Pedro: el canto de un gallo. En ese preciso momento Jesús está saliendo de la sala del juicio donde ha sido condenado. San Lucas describe el cruce de las miradas de Cristo y Pedro, y lo hace usando un verbo griego que indica fijar intensamente la mirada en un rostro. Pero, como observa el evangelista, no es un hombre cualquiera el que ahora mira a otro; es «el Señor», cuyos ojos escrutan el corazón y los riñones, es decir, el secreto íntimo de un alma. Y de los ojos del apóstol resbalan las lágrimas del arrepentimiento. En su historia se condensan numerosas historias de infidelidad y de conversión, de debilidad y de liberación. «He llorado y he creído»: así, con estos dos únicos verbos, hace siglos, un convertido[10] relacionará su experiencia con la de Pedro, interpretando también el sentimiento de todos los que cada día realizamos pequeñas traiciones, protegiéndonos tras justificaciones mezquinas, dejándonos arrastrar por temores viles. Pero, como sucedió al apóstol, también nosotros tenemos abierto el camino del encuentro con la mirada de Cristo, que nos hace el mismo encargo: También tú, «una vez convertido, confirma a tus hermanos».[11] Todos: Pater noster, qui es in cælis: Quæ mærebat et dolebat [9] Marcos 14. 29.31. [10] François-René de Chateaubriand, El genio del Cristianismo (1802). [11] Lucas 22, 32. © Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana
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