Sala Stampa

www.vatican.va

Sala Stampa Back Top Print Pdf
Sala Stampa


#ViaggioApostolico di Sua Santità Francesco in Thailandia e Giappone (19-26 novembre 2019) – Santa Messa nello Stadio del Baseball di Nagasaki, 24.11.2019


Santa Messa nello Stadio del Baseball di Nagasaki

Omelia del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua francese

Traduzione in lingua inglese

Traduzione in lingua tedesca

Traduzione in lingua portoghese

Traduzione in lingua polacca

Traduzione in lingua araba

Alle 13.20 (5.20 ora di Roma), il Santo Padre Francesco ha lasciato l’Arcivescovado e si è trasferito in auto allo Stadio del Baseball di Nagasaki per la Santa Messa.

Prima di lasciare l’Arcivescovado il Papa ha salutato 16 persone impiegate della Curia. Quindi sono state affidate a Papa Francesco circa 30.000 preghiere di intercessione scritte nei giorni precedenti alla Sua visita da 12 mila famiglie della Diocesi di Nagasaki. Ciascuna preghiera consegnata al Santo Padre è stata scritta su un piccolo pezzo di carta colorato, poi piegato a forma di gru.

Al Suo arrivo allo Stadio, dopo aver effettuato il cambio di vettura, il Papa ha compiuto alcuni giri in papamobile tra i fedeli.

Alle ore 14.00 (6.00 ora di Roma), il Santo Padre Francesco ha presieduto la Celebrazione Eucaristica nella Solennità di Nostro Signore Gesù Cristo Re dell’Universo alla presenza di circa 35.000 fedeli. Accanto all’altare era presente la statua lignea della Madonna dell’antica cattedrale di Urakami, a Nagasaki, distrutta dall’esplosione della bomba atomica, i cui resti sono stati ritrovati recentemente e portati ora nella nuova cattedrale. Dopo la proclamazione del Vangelo, il Papa ha pronunciato l’omelia.

Al termine, prima della benedizione finale, l’Arcivescovo di Nagasaki, S.E. Mons. Joseph Mitsuaki Takami, P.S.S., ha rivolto a Papa Francesco il suo saluto. Quindi il Santo Padre si è trasferito in auto all’Aeroporto di Nagasaki da dove, alle ore 16.34 (8.34 ora di Roma), dopo aver salutato 15 persone dell’Arcidiocesi, è partito a bordo di un A321 della All Nippon Airways alla volta di Hiroshima.

Pubblichiamo di seguito l’omelia che il Papa ha pronunciato nel corso della Celebrazione Eucaristica:

Omelia del Santo Padre

«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42).

En este último domingo del año litúrgico unimos nuestras voces a la del malhechor que, crucificado junto con Jesús, lo reconoció y lo proclamó rey. Allí, en el momento menos triunfal y glorioso, bajo los gritos de burlas y humillación, el bandido fue capaz de alzar la voz y realizar su profesión de fe. Son las últimas palabras que Jesús escucha y, a su vez, son las últimas palabras que Él dirige antes de entregarse al Padre: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). El pasado tortuoso del ladrón parece, por un instante, cobrar un nuevo sentido: acompañar de cerca el suplicio del Señor; y este instante no hace más que corroborar la vida del Señor: ofrecer siempre y en todas partes la salvación. El calvario, lugar de desconcierto e injusticia, donde la impotencia y la incomprensión se encuentran acompañadas por el murmullo y cuchicheo indiferente y justificador de los burlones de turno ante la muerte del inocente, se transforma, gracias a la actitud del buen ladrón, en una palabra de esperanza para toda la humanidad. Las burlas y los gritos de sálvate a ti mismo frente al inocente sufriente no serán la última palabra; es más, despertarán la voz de aquellos que se dejen tocar el corazón y se decidan por la compasión como auténtica forma para construir la historia.

Hoy aquí queremos renovar nuestra fe y nuestro compromiso; conocemos bien la historia de nuestras fallas, pecados y limitaciones, al igual que el buen ladrón, pero no queremos que eso sea lo que determine o defina nuestro presente y futuro. Sabemos que no son pocas las veces que podemos caer en la atmósfera comodona del grito fácil e indiferente del “sálvate a ti mismo”, y perder la memoria de lo que significa cargar con el sufrimiento de tantos inocentes. Estas tierras experimentaron, como pocas, la capacidad destructora a la que puede llegar el ser humano. Por eso, como el buen ladrón, queremos vivir ese instante donde poder levantar nuestras voces y profesar nuestra fe en la defensa y en el servicio del Señor, el Inocente sufriente. Queremos acompañar su suplicio, sostener su soledad y abandono, y escuchar, una vez más, que la salvación es la palabra que el Padre nos quiere ofrecer a todos: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».

Salvación y certeza que testimoniaron valientemente con su vida san Pablo Miki y sus compañeros, así como los miles de mártires que jalonan vuestro patrimonio espiritual. Queremos caminar sobre sus huellas, queremos andar sobre sus pasos para profesar con valentía que el amor dado, entregado y celebrado por Cristo en la cruz, es capaz de vencer sobre todo tipo de odio, egoísmo, burla o evasión; es capaz de vencer sobre todo pesimismo inoperante o bienestar narcotizante, que termina por paralizar cualquier buena acción y elección. Nos lo recordaba el Concilio Vaticano II: lejos están de la verdad quienes sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que por ello podemos descuidar nuestros deberes terrenos, no advirtiendo que, precisamente, por esa misma fe profesada estamos obligados a realizarlos de una manera tal que den cuenta y transparenten la nobleza de la vocación con la que hemos sido llamados (cf. Const. past. Gaudium et spes, 43).

Nuestra fe es en el Dios de los Vivientes. Cristo está vivo y actúa en medio nuestro, conduciéndonos a todos hacia la plenitud de vida. Él está vivo y nos quiere vivos. Cristo es nuestra esperanza (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 1). Lo imploramos cada día: venga a nosotros tu Reino, Señor. Y al hacerlo queremos también que nuestra vida y nuestras acciones se vuelvan una alabanza. Si nuestra misión como discípulos misioneros es la de ser testigos y heraldos de lo que vendrá, no podemos resignarnos ante el mal y los males, sino que nos impulsa a ser levadura de su Reino dondequiera que estemos: familia, trabajo, sociedad; nos impulsa a ser una pequeña abertura en la que el Espíritu siga soplando esperanza entre los pueblos. El Reino de los cielos es nuestra meta común, una meta que no puede ser sólo para el mañana, sino que la imploramos y la comenzamos a vivir hoy, al lado de la indiferencia que rodea y que silencia tantas veces a nuestros enfermos y discapacitados, a los ancianos y abandonados, a los refugiados y trabajadores extranjeros: todos ellos sacramento vivo de Cristo, nuestro Rey (cf. Mt 25,31-46); porque «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (S. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 49).

Aquel día, en el Calvario, muchas voces callaban, tantas otras se burlaban, tan sólo la del ladrón fue capaz de alzarse y defender al inocente sufriente; toda una valiente profesión de fe. En cada uno de nosotros está la decisión de callar, burlar o profetizar. Queridos hermanos: Nagasaki lleva en su alma una herida difícil de curar, signo del sufrimiento inexplicable de tantos inocentes; víctimas atropelladas por las guerras de ayer pero que siguen sufriendo hoy en esta tercera guerra mundial a pedazos. Alcemos nuestras voces aquí en una plegaria común por todos aquellos que hoy están sufriendo en su carne este pecado que clama al cielo, y para que cada vez sean más los que, como el buen ladrón, sean capaces de no callar ni burlarse, sino con su voz profetizar un reino de verdad y justicia, de santidad y gracia, de amor y de paz. [1]

____________________________

[1] Cf. Misal Romano, Prefacio de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

[01859-ES.02] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

«Gesù, ricordati di me quando sarai nel tuo regno» (Lc 23,42).

Nell’ultima domenica dell’anno liturgico, uniamo le nostre voci a quella del malfattore che, crocifisso con Gesù, lo riconobbe e lo proclamò re. Lì, nel momento meno trionfante e glorioso, in mezzo alle grida di scherno e di umiliazione, quel delinquente è stato capace di alzare la voce e fare la sua professione di fede. Queste sono le ultime parole che Gesù ascolta e, a loro volta, sono le ultime parole che Lui pronuncia prima di consegnarsi al Padre: «In verità io ti dico: oggi sarai con me nel paradiso» (Lc 23,43). Il tortuoso passato del ladro sembra, per un istante, assumere un nuovo significato: accompagnare da vicino il supplizio del Signore; e questo istante non fa altro che confermare la vita del Signore: offrire sempre e dovunque la salvezza. Il Calvario, luogo di smarrimento e di ingiustizia, dove l’impotenza e l’incomprensione sono accompagnate dalla mormorazione sussurrata e indifferente dei beffardi di turno davanti alla morte dell’innocente, si trasforma, grazie all’atteggiamento del buon ladrone, in una parola di speranza per tutta l’umanità. Le burle e le grida di “salva te stesso” di fronte all’innocente sofferente non saranno l’ultima parola; anzi, susciteranno la voce di quelli che si lasciano toccare il cuore e scelgono la compassione come vero modo per costruire la storia.

Oggi qui vogliamo rinnovare la nostra fede e il nostro impegno. Conosciamo bene la storia dei nostri fallimenti, peccati e limiti, come il buon ladrone, ma non vogliamo che sia questo a determinare o definire il nostro presente e futuro. Sappiamo che non di rado possiamo cadere nel clima pigro che fa dire con facilità e indifferenza “salva te stesso”, e perdere la memoria di ciò che significa sopportare la sofferenza di tanti innocenti. Queste terre hanno sperimentato, come poche altre, la capacità distruttiva a cui può giungere l’essere umano. Perciò, come il buon ladrone, vogliamo vivere l’istante in cui poter alzare le nostre voci e professare la nostra fede a difesa e a servizio del Signore, l’Innocente sofferente. Vogliamo accompagnare il suo supplizio, sostenere la sua solitudine e il suo abbandono, e ascoltare, ancora una volta, che la salvezza è la parola che il Padre vuole offrire a tutti: «Oggi sarai con me nel paradiso».

Salvezza e certezza che hanno testimoniato coraggiosamente con la vita San Paolo Miki e si suoi compagni, come pure le migliaia di martiri che segnano la vostra eredità spirituale. Sulle loro orme vogliamo camminare, sui loro passi vogliamo andare per professare con coraggio che l’amore dato, sacrificato e celebrato da Cristo sulla croce è in grado di vincere ogni tipo di odio, egoismo, oltraggio o cattiva evasione; è in grado di vincere ogni pessimismo indolente o benessere narcotizzante, che finisce per paralizzare ogni buona azione e scelta. Come ci ha ricordato Ce lo ricordava il Concilio Vaticano II: sono lontani dalla verità coloro che, sapendo che non abbiamo qui una città permanente ma siamo protesi a quella futura, pensano che per questo possiamo trascurare i nostri doveri terreni, senza accorgersi che, proprio per la fede stessa che professiamo, siamo tenuti a compierli così da attestare e manifestare la nobiltà della vocazione alla quale siamo stati chiamati (cfr Cost. past. Gaudium et spes, 43).

La nostra fede è nel Dio dei viventi. Cristo è vivo e agisce in mezzo a noi, guidandoci tutti alla pienezza della vita. È vivo e ci vuole vivi. questa Cristo è la nostra speranza (cfr Esort. ap. postsin. Christus vivit, 1). Lo imploriamo ogni giorno: venga il tuo Regno, Signore. E così facendo vogliamo anche che la nostra vita e le nostre azioni diventino una lode. Se la nostra missione come discepoli missionari è di essere testimoni e araldi di ciò che verrà, essa non ci permette di rassegnarci davanti al male e ai mali, ma ci spinge a essere lievito del suo Regno dovunque siamo: in famiglia, al lavoro, nella società; ci spinge ad essere una piccola apertura in cui lo Spirito continua a soffiare speranza tra i popoli. Il Regno dei cieli è la nostra meta comune, una meta che non può essere solo per il domani, ma la imploriamo e iniziamo a viverla oggi, accanto all’indifferenza che circonda e fa tacere tante volte i nostri malati e disabili, anziani e abbandonati, rifugiati e lavoratori stranieri: tutti loro sono sacramento vivo di Cristo, nostro Re (cfr Mt 25,31-46); perché «se siamo ripartiti davvero dalla contemplazione di Cristo, dovremo saperlo scorgere soprattutto nel volto di coloro con i quali egli stesso ha voluto identificarsi» (S. Giovanni Paolo II, Lett. ap. Novo millennio ineunte, 49).

Quel giorno, sul Calvario, molte voci tacevano, tante altre deridevano; solo quella del ladrone seppe alzarsi e difendere l’innocente sofferente: una coraggiosa professione di fede. Spetta ad ognuno di noi la decisione di tacere, di deridere o di profetizzare. Cari fratelli, Nagasaki porta nella propria anima una ferita difficile da guarire, segno della sofferenza inspiegabile di tanti innocenti; vittime colpite dalle guerre di ieri ma che ancora oggi soffrono per questa terza guerra mondiale a pezzi. Alziamo qui le nostre voci, in una preghiera comune per tutti coloro che oggi stanno patendo nella loro carne questo peccato che grida in cielo, e perché siano sempre di più quelli che, come il buon ladrone, sono capaci di non tacere né deridere, ma di profetizzare con la propria voce un regno di verità e di giustizia, di santità e di grazia, di amore e di pace. [1]

____________________

1 Cfr Messale Romano, Prefazio della Solennità di N.S. Gesù Cristo Re dell’universo.

[01859-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua francese

«Jésus, souviens-toi de moi quand tu viendras dans ton Royaume» (Lc 23, 42).

En ce dernier dimanche de l’année liturgique, nous unissons nos voix à celle du malfaiteur qui, crucifié à côté de Jésus, l’a reconnu et l’a proclamé roi. Là, en ce moment moins triomphal et glorieux, au milieu des cris de moquerie et d’humiliation, le bandit a été capable d’élever la voix et de faire sa profession de foi. Ce sont les dernières paroles que Jésus entend et en retour, voici les dernières paroles que Jésus lui adresse avant de s’abandonner à son Père : « Je te le dis: aujourd’hui, avec moi, tu seras dans le Paradis » (Lc 23, 43). Le passé tortueux du larron semble, pour un instant, recevoir un sens nouveau : accompagner de près la passion du Seigneur ; et en cet instant, il ne fait que corroborer la vie du Seigneur : offrir toujours et partout le salut. Le calvaire, lieu de désarroi et d’injustice, où l’impuissance et l’incompréhension se rencontrent, accompagnées de murmures et de chuchotements indifférents justifiant les moqueurs successifs au pied de l’innocent, devient grâce à l’attitude du bon larron une parole d’espérance pour l’humanité tout entière. Les moqueries et les cris disant ‘‘sauve-toi toi-même’’ à l’endroit de l’innocent souffrant ne seront pas la dernière parole ; au contraire, ils suscitent la voix de ceux qui se laissent toucher le cœur et qui choisissent la compassion comme la manière appropriée de construire l’histoire.

Aujourd’hui, nous voulons renouveler notre foi et notre engagement ; nous connaissons bien l’histoire de nos échecs, de nos péchés et de nos limites, tout comme le bon larron, mais nous ne voulons pas que ce soit cela qui détermine ou définisse notre présent et notre avenir. Nous savons qu’elles ne sont pas rares, les fois où nous pouvons baigner dans l’atmosphère commode du cri facile et indifférent du ‘‘sauve-toi toi-même’’ et oublier ce que signifie se charger de la souffrance de beaucoup d’innocents. Ce pays a connu comme peu, le niveau de destruction dont l’être humain est capable. C’est pourquoi comme le bon larron, nous voulons vivre cet instant où nous pouvons élever nos voix afin de professer notre foi en défendant et en servant le Seigneur, l’innocent souffrant. Nous voulons l’accompagner dans sa passion, le soutenir dans sa solitude et dans son abandon, et écouter une fois encore que le salut est la parole que le Père veut offrir à nous tous: « Aujourd’hui, avec moi, tu seras dans le Paradis ».

Ce salut et cette certitude, saint Paul Miki et ses compagnons en ont courageusement témoigné par leur vie, tout comme les milliers de martyrs qui caractérisent votre patrimoine spirituel. Nous voulons cheminer sur leurs traces, nous voulons suivre leurs pas pour proclamer avec courage que l’amour donné, offert et célébré par le Christ en croix, est capable de vaincre toutes sortes de haine, d’égoïsme, de moquerie ou d’évasion; il est capable de vaincre tout pessimisme stérile ou tout bien-être aux allures d’une évasion dans la drogue, qui finissent par paralyser quelque bonne action ou quelque choix. Le Concile Vatican II nous le rappelait: ils s’éloignent de la vérité ceux qui, sachant que nous n’avons point ici-bas de cité permanente, mais que nous marchons vers la cité future croient que, pour cela, nous pouvons négliger nos tâches humaines, sans s’apercevoir que la foi même que nous professons nous fait l’obligation de les affronter de telle manière qu’elles rendent compte et témoignent de la noblesse de notre vocation (cf. Gaudium et spes, 43).

Nous croyons au Dieu des Vivants. Le Christ est vivant et agit au milieu de nous, en nous conduisant tous vers la plénitude de la vie. Il vit et il nous veut aussi vivants. Le Christ est notre espérance (cf. Christus vivit, 1). Nous l’implorons chaque jour : que vienne ton Règne, Seigneur. Et ce faisant, nous voulons aussi que notre vie et nos actions deviennent une louange. Si notre mission de disciples missionnaires est celle d’être des témoins et des messagers de ce qui viendra, nous ne pouvons pas nous résigner face au mal et aux maux, mais elle nous pousse à être le levain de son Règne où que nous soyons : en famille, au travail, dans la société ; elle nous pousse à être une petite ouverture par laquelle l’Esprit continue de souffler l’espérance entre les peuples. Le Règne des cieux est notre fin commune, une fin qui ne peut être seulement pour demain, mais que nous implorons et commençons à vivre dès aujourd’hui, dans l’indifférence qui, tant de fois, entoure et fait taire nos malades et les personnes avec handicap, nos anciens et les personnes abandonnées, les réfugiés et les travailleurs étrangers ; chacun d’eux est un sacrement vivant du Christ, notre Roi (cf. Mt 25, 31-46), car « si nous sommes vraiment repartis de la contemplation du Christ, nous devrons savoir le découvrir surtout dans le visage de ceux auxquels il a voulu lui-même s'identifier » (S. JEAN-PAUL II, Novo millennio ineunte, n. 49).

Ce jour-là, au Calvaire beaucoup de voix se taisaient, tant d’autres se moquaient, seule celle du larron a été capable de s’élever et de défendre l’innocent souffrant ; somme toute, une courageuse profession de foi! C’est à chacun de nous de prendre la décision de se taire, de se moquer ou de prophétiser. Chers frères, Nagasaki porte dans son âme une blessure difficile à guérir, signe de la souffrance inexplicable de tant d’innocents ; des victimes provoquées par les guerres d’hier, mais qui continuent de souffrir aujourd’hui, dans cette troisième guerre mondiale par morceaux. Elevons nos voix ici dans une prière unanime, pour tous ceux qui souffrent aujourd’hui dans leur chair ce péché criant vers le ciel, et pour que soient de plus en plus nombreux ceux qui, comme le bon larron, ne peuvent se taire ni se moquer, mais par leur voix, annoncent un règne de vérité et de justice, de sainteté et de grâce, d’amour et de paix (cf. Missel Romain, Préface de la Solennité de Jésus Christ, Roi de l’Univers).

[01859-FR.02] [Texte original: Espagnol]

Traduzione in lingua inglese

“Jesus, remember me when you come in your kingly power” (Lk 23:42).

On this last Sunday of the liturgical year, we join our voices to that of the criminal crucified beside Jesus, who acknowledged and acclaimed him a king. Amid cries of ridicule and humiliation, at the least triumphal and glorious moment possible, that thief was able to speak up and make his profession of faith. His were the last words Jesus heard, and Jesus’ own words in reply were the last he spoke before abandoning himself to the Father: “Truly I say to you, today you will be with me in Paradise” (Lk 23:43).

The chequered history of the thief seems, in an instant, to take on new meaning: he was meant to be there to accompany the Lord’s suffering. And that moment does nothing more than confirm the entire meaning of Jesus’ life: always and everywhere to offer salvation. The attitude of the good thief makes the horror and injustice of Calvary – where helplessness and incomprehension are met with jeers and mockery from those indifferent to the death of an innocent man – become a message of hope for all humanity. “Save yourself!” The shouts of scornful derision addressed to the innocent victim of suffering will not be the last word; rather, they will awaken a response from those who let their hearts be touched, who choose compassion as the authentic way to shape history.

Today, in this place, we want to renew our faith and our commitment. We know too well the history of our failures, sins and limitations, even as the good thief did, but we do not want them to be what determines or defines our present and future. We know how readily all of us can take the easy route of shouting out: “Save yourself!” and choose not to think about our responsibility to alleviate the suffering of innocent people all around us. This land has experienced, as few countries have, the destructive power of which we humans are capable. Like the good thief, we want to speak up and profess our faith, to defend and to assist the Lord, the innocent man of sorrows. We want to accompany him in his ordeal, to stand by him in his isolation and abandonment, and to hear once more that salvation is the word the Father desires to speak to all: “Today you will be with me in Paradise”.

Saint Paul Miki and his companions gave their lives in courageous witness to that salvation and certainty, along with the hundreds of martyrs whose witness is a distinguished element of your spiritual heritage. We want to follow in their path, to walk in their footsteps and to profess courageously that the love poured out in sacrifice for us by Christ crucified is capable of overcoming all manner of hatred, selfishness, mockery and evasion. It is capable of defeating all those forms of facile pessimism or comfortable indolence that paralyze good actions and decisions. The Second Vatican Council reminds us: they are sadly mistaken who believe that, because we have here no lasting city and keep our gaze fixed on the future, we can ignore our responsibility for the world in which we live. They fail to see that the very faith we profess obliges us to live and work in a way that points to the noble vocation to which we have been called (cf. Gaudium et Spes, 43).

Our faith is in the God of the living. Christ is alive and at work in our midst, leading all of us to the fullness of life. He is alive and wants us to be alive; Christ is our hope (cf. Christus Vivit, 1). Each day we pray: Lord, may your kingdom come. With these words, we want our own lives and actions to become a hymn of praise. If, as missionary disciples, our mission is to be witnesses and heralds of things to come, we cannot become resigned in the face of evil in any of its forms. Rather, we are called to be a leaven of Christ’s Kingdom wherever we find ourselves: in the family, at work or in society at large. He urges us on to be a little opening through which the Spirit continues to breathe hope among peoples. The kingdom of heaven is our common goal, a goal that cannot be only about tomorrow. We have to implore it and begin to experience it today, amid the indifference that so often surrounds and silences the sick and disabled, the elderly and the abandoned, refugees and immigrant workers. All of them are a living sacrament of Christ our King (cf. Mt25:31-46). For “if we have truly started out anew from the contemplation of Christ, we must learn to see him especially in the faces of those with whom he himself wished to be identified” (John Paul II, Novo Millennio Ineunte, 49).

On that day at Calvary, many voices remained silent; others jeered. Only the thief’s voice rose to the defence of the innocent victim of suffering. His was a brave profession of faith. Each of us has the same possibility: we can choose to remain silent, to jeer or to prophesy.

Dear brothers and sisters, Nagasaki bears in its soul a wound difficult to heal, a scar born of the incomprehensible suffering endured by so many innocent victims of wars past and those of the present, when a third World War is being waged piecemeal. Let us lift our voices here and pray together for all those who even now are suffering in their flesh from this sin that cries out to heaven. May more and more persons be like the good thief and choose not to remain silent and jeer, but bear prophetic witness instead to a kingdom of truth and justice, of holiness and grace, of love and peace (cf. Roman Missal, Preface of Our Lord Jesus Christ, King of the Universe).

[01859-EN.02] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua tedesca

»Jesus, denk an mich, wenn du in dein Reich kommst!« (Lk 23,42).

Am letzten Sonntag des Kirchenjahres vereinen wir unsere Stimmen mit der Stimme des Missetäters, der zusammen mit Jesus gekreuzigt wurde und ihn als König erkannte und verkündete. Dort, im ganz und gar nicht glanzvollen oder rühmlichen Moment unter dem Hohngeschrei und den demütigenden Rufen, da war dieser Verbrecher imstande, die Stimme zu erheben und seinen Glauben zu bekennen. Es sind die letzten Worte, die Jesus hört, und es sind wiederum seine letzten Worte, die er spricht, bevor er sich dem Vater übergibt: »Amen, ich sage dir: Heute noch wirst du mit mir im Paradies sein« (Lk 23,43). Die verdrehte Vergangenheit des Räubers scheint für einen Augenblick einen neuen Sinn zu bekommen: die Hinrichtung des Herrn aus der Nähe begleiten; und dieser Augenblick ist nichts anderes als eine Bestätigung des Lebens des Herrn: immer und überall das Heil anbieten. Golgota – Ort der Verlorenheit und Ungerechtigkeit, wo die Ohnmacht und das Unverständnis vom gleichgültigen wie auch rechtfertigenden Gemurmel und Getuschel der jeweiligen Spötter vor dem Tod des Unschuldigen begleitet werden – wird dank des Verhaltens des guten Schächers zu einem Wort der Hoffnung für die ganze Menschheit. Der Spott und die Rufe »Rette dich selbst« (V. 37) vor dem schuldlos Leidenden werden nicht das letzte Wort sein; vielmehr werden sie die Stimme derer wachrütteln, die sich im Herzen anrühren lassen und das Mitleid als echte Art und Weise, die Geschichte zu gestalten, wählen.

Hier wollen wir heute unseren Glauben und unseren Einsatz erneuern. Wie der gute Schächer kennen wir die Geschichte unserer Fehler, Sünden und Grenzen nur zu gut, doch wollen wir nicht, dass eben dies unsere Gegenwart und Zukunft bestimmt oder festlegt. Wir wissen, dass wir nicht selten in die träge Stimmung fallen können, die uns leicht und gleichgültig rufen lässt „Rette dich selbst“, und dass wir die Erinnerung daran verlieren können, was es heißt, das Leiden vieler Unschuldiger zu tragen. Dieses Land hat wie kaum ein anderes die Zerstörungskraft erfahren, zu der der Mensch gelangen kann. Daher wollen wir wie der gute Schächer diesen Augenblick leben, wo wir in der Verteidigung des Herrn, des schuldlos Leidenden, und im Dienst für ihn unsere Stimmen erheben und unseren Glauben bekennen können. Wir wollen seine Hinrichtung begleiten, seine Einsamkeit und Verlassenheit stützen, und einmal mehr hören, dass das Heil in dem Wort liegt, das der Vater uns allen anbieten will: »Heute noch wirst du mit mir im Paradies sein.«

Dieses Heil und diese Gewissheit haben der heilige Paul Miki und seine Gefährten wie auch die Tausenden von Märtyrern, die euer geistliches Erbe prägen, in ihrem Leben mutig bezeugt. Auf ihren Spuren wollen wir gehen, ihren Schritten wollen wir folgen, um voll Mut zu bekennen, dass die von Christus am Kreuz geschenkte, hingegebene und erwiesene Liebe imstande ist, jede Art von Hass, Egoismus, Spott oder Nichtbeachtung zu überwinden; sie kann jeden unempfindlichen Pessimismus oder einschläfernden Wohlstand, der am Ende jede gute Handlung und Entscheidung lähmt, bezwingen. Das Zweite Vatikanische Konzil rief uns in Erinnerung: Die Wahrheit verfehlen die, die im Bewusstsein, hier keine bleibende Stätte zu haben, sondern die künftige zu suchen, und darum meinen, wir könnten unsere irdischen Pflichten vernachlässigen, und so verkennen, dass wir gerade durch den Glauben, den wir bekennen, zu deren Erfüllung verpflichtet sind, um die Größe der uns zuteil gewordenen Berufung zu bezeugen und sichtbar zu machen (vgl. Pastoralkonstitution Gaudium et spes, 43).

Wir glauben an den Gott der Lebenden. Christus lebt und wirkt in unserer Mitte, so führt er alle zur Fülle des Lebens. Er lebt und will, dass wir leben. Christus ist unsere Hoffnung (vgl. Apostolisches Schreiben Christus vivit, 1). Jeden Tag bitten wir darum: Dein Reich komme, Herr. Und auf diese Weise wollen wir ebenso, dass unser Leben und unser Tun zu einem Lobpreis werden. Wenn unsere Sendung als missionarische Jünger darin besteht, Zeugen und Boten des Kommenden zu sein, dann gestattet sie uns nicht, dass wir angesichts des Bösen und der Übel aufgeben; vielmehr treibt sie uns an, Sauerteig seines Reiches zu sein, wo immer wir sind: in der Familie, bei der Arbeit, in der Gesellschaft; sie treibt uns an, eine kleine Öffnung zu sein, durch die der Heilige Geist weiter Hoffnung unter den Völkern wehen lässt. Das Himmelreich ist unser gemeinsames Ziel; dieses Ziel gilt nicht erst für morgen, sondern schon heute erflehen wir es und beginnen wir, es zu leben – neben der Gleichgültigkeit, die oft unsere Kranken und Behinderten, die Alten und Verlassenen, die Flüchtlinge und Gastarbeiter umgibt und zum Schweigen bringt: sie alle sind lebendiges Sakrament Christi, unseres Königs (vgl. Mt 25,31-46). Denn »wenn wir wirklich von der Betrachtung Christi ausgegangen sind, werden wir in der Lage sein, ihn vor allem im Antlitz derer zu erkennen, mit denen er sich selbst gern identifiziert hat« (hl. Johannes Paul II., Apostolisches Schreiben, Novo millennio ineunte, 49).

An jenem Tag auf Golgota schwiegen viele Stimmen, viele andere spotteten; nur der Räuber war fähig, sich zu erheben und den schuldlos Leidenden zu verteidigen: ein mutiges Glaubensbekenntnis. An jedem von uns liegt die Entscheidung zu schweigen, zu verhöhnen oder zu prophezeien. Liebe Brüder und Schwestern, Nagasaki trägt in seiner Seele eine schwer zu heilende Wunde, ein Zeichen für das unerklärliche Leid so vieler Unschuldiger; Opfer, die durch die Kriege von gestern getroffen wurden, aber noch heute wegen des stückweisen dritten Weltkriegs leiden. Erheben wir hier unsere Stimme in einem gemeinsamen Gebet für alle, die heute am eigenen Leib diese himmelschreiende Sünde erleiden; und beten wir, dass es immer mehr sind, die wie der gute Schächer fähig sind, nicht zu schweigen und nicht zu verhöhnen, sondern mit ihrer Stimme ein Reich der Wahrheit und der Gerechtigkeit, der Heiligkeit und der Gnade, der Liebe und des Friedens1 zu prophezeien.

_________________

1 Vgl. Römisches Messbuch, Präfation vom Christkönigssonntag.

[01859-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]

Traduzione in lingua portoghese

«Jesus, lembra-Te de mim, quando estiveres no teu Reino» (Lc 23, 42).

No último domingo do Ano Litúrgico, unimos as nossas vozes à do malfeitor que, crucificado com Jesus, O reconheceu e proclamou rei. Lá, no momento menos triunfal e glorioso, no meio dos gritos de zombaria e humilhação, aquele delinquente foi capaz de levantar a voz e fazer a sua profissão de fé. São as últimas palavras que Jesus escuta e, na sua resposta, temos as últimas palavras que Ele pronuncia antes de Se entregar ao Pai: «Em verdade te digo [que] hoje estarás comigo no Paraíso» (Lc 23, 43). Por um instante, o passado tortuoso do ladrão parece ganhar um novo significado: acompanhar de perto o suplício do Senhor; e este instante limita-se a corroborar a vida do Senhor: oferecer sempre e por toda a parte a salvação. Calvário, lugar de desatino e injustiça, onde impotência e incompreensão aparecem acompanhadas pela murmuração bisbilhotada e cínica dos zombadores de turno perante a morte do inocente, transforma-se, graças à atitude do bom ladrão, numa palavra de esperança para toda a humanidade. As zombarias gritando «salva-te a ti mesmo», dirigidas ao inocente sofredor, não serão a última palavra; antes, suscitarão a voz daqueles que se deixam tocar o coração, optando pela compaixão como verdadeiro modo de construir a história.

Aqui, hoje, queremos renovar a nossa fé e o nosso compromisso. Como o bom ladrão, conhecemos bem a história dos nossos fracassos, pecados e limitações, mas não queremos que seja isso a determinar ou definir o nosso presente e futuro. Sabemos não serem poucas as vezes em que podemos cair no clima indolente que leva a proferir o grito fácil e cínico «salva-te a ti mesmo», e perder a memória do que significa carregar com o sofrimento de tantos inocentes. Estas terras experimentaram, como poucas, a capacidade destrutiva a que pode chegar o ser humano. Por isso, como o bom ladrão, queremos viver o instante em que se possa erguer as nossas vozes e professar a nossa fé em defesa e ao serviço do Senhor, o Inocente sofredor. Queremos acompanhar o seu suplício, sustentar a sua solidão e abandono, e ouvir mais uma vez que a salvação é a palavra que o Pai deseja oferecer a todos: «Hoje estarás comigo no Paraíso».

Salvação e certeza que testemunharam, corajosamente, com a própria vida São Paulo Miki e seus companheiros, bem como os milhares de mártires que constelam a vossa herança espiritual. Queremos caminhar pela sua senda, queremos seguir os seus passos professando, com coragem, que o amor entregue, sacrificado e celebrado por Cristo na cruz é capaz de vencer todo o tipo de ódio, egoísmo, ultraje ou maledicência; é capaz de vencer todo o pessimismo indolente ou bem-estar narcotizante, que acaba por paralisar qualquer ação e escolha boa. Assim no-lo recordava o Concílio: estão longe da verdade aqueles que, sabendo que não temos aqui cidade permanente, mas buscamos a futura, pensam que podemos por isso descuidar os nossos deveres terrenos, sem advertirem que, pela própria fé professada, somos obrigados a realizá-los duma maneira tal que manifestem e façam transparecer a nobreza da vocação a que fomos chamados (cf. Gaudium et spes, 43).

A nossa é fé no Deus dos vivos. Cristo está vivo e atua no meio de nós, guiando-nos a todos para a plenitude da vida. Ele está vivo e quer-nos vivos. Cristo é a nossa esperança (cf. Christus vivit, 1). Pedimo-lo todos os dias: venha a nós o vosso Reino, Senhor. E, ao fazê-lo, queremos também que a nossa vida e as nossas ações se tornem um louvor. Se a nossa missão como discípulos missionários é ser testemunhas e arautos do que virá, ela não nos permite resignar-nos perante o mal e com os males, mas impele-nos a ser fermento do seu Reino onde quer que estejamos: em família, no trabalho, na sociedade; impele-nos a ser uma pequena abertura pela qual o Espírito continua a soprar esperança entre os povos. O Reino dos Céus é a nossa meta comum; uma meta que não pode ser só para amanhã, mas imploramo-la e começamos a vivê-la hoje junto da indiferença que rodeia e silencia tantas vezes os nossos doentes e pessoas com deficiência, os idosos e abandonados, os refugiados e trabalhadores estrangeiros: todos eles são sacramento vivo de Cristo, nosso Rei (cf. Mt 25, 31-46); porque, «se verdadeiramente partimos da contemplação de Cristo, devemos saber vê-Lo sobretudo no rosto daqueles com quem Ele mesmo Se quis identificar» (São João Paulo II, Novo millennio ineunte, 49).

Naquele dia, no Calvário, muitas vozes emudeciam, tantas outras zombavam; só a voz do ladrão soube erguer-se e defender o Inocente sofredor: uma corajosa profissão de fé. Cabe a cada um de nós a decisão de emudecer, zombar ou profetizar. Queridos irmãos, Nagasáqui carrega na sua alma uma ferida difícil de curar, sinal do sofrimento inexplicável de tantos inocentes; vítimas atingidas pelas guerras de ontem, mas que sofrem ainda hoje com esta terceira guerra mundial aos pedaços. Levantemos, aqui, as nossas vozes numa oração comum por todos aqueles que hoje estão a sofrer na sua carne este pecado que brada ao céu e para que sejam cada vez mais aqueles que, como o bom ladrão, sejam capazes de não se calar nem zombar, mas de profetizar, com a sua voz, um reino de verdade e vida, de santidade e graça, de justiça, amor e paz (cf. Missal Romano, Prefácio da Solenidade de Nosso Senhor Jesus Cristo, Rei do Universo).

[01859-PO.02] [Texto original: Espanhol]

Traduzione in lingua polacca

Jezu, wspomnij na mnie, gdy przyjdziesz do swego królestwa” (Łk 23, 42).

W ostatnią niedzielę roku liturgicznego łączymy nasze głosy z głosem złoczyńcy, który będąc ukrzyżowanym wraz z Jezusem rozpoznał Go i obwieścił królem. Tam, w chwili najmniej triumfalnej i chwalebnej, pośród okrzyków drwin i poniżenia, ten przestępca potrafił donośnym głosem wyznać swoją wiarę. Są to ostatnie słowa, jakie Jezus słyszy, a z kolei ostatnimi, jakie wypowiada, zanim odda siebie Ojcu, są słowa: „Zaprawdę powiadam ci: Dziś ze Mną będziesz w raju” (Łk 23, 43). Zawiła przeszłość złoczyńcy zdaje się na chwilę nabrać nowego znaczenia: z bliska towarzyszyć męce Pańskiej. A ta chwila potwierdza jedynie życie Pana: zawsze i wszędzie oferowanie zbawienia. Kalwaria, miejsce trwogi i niesprawiedliwości, gdzie bezsilności i niezrozumieniu towarzyszy szeptane i obojętne szemranie kolejnych szyderców w obliczu śmierci niewinnego, dzięki postawie dobrego łotra przekształca się w słowo nadziei dla całej ludzkości. Kpiny i okrzyki „wybaw sam siebie” wobec niewinnie cierpiącego nie będą ostatnim słowem; co więcej, wzbudzą głos tych, którzy dają się porwać sercu i decydują się na współczucie, jako prawdziwy sposób budowania historii.

Dzisiaj chcemy tutaj odnowić naszą wiarę i nasze zaangażowanie. Dobrze znamy historię naszych upadków, grzechów i ograniczeń, jak dobry łotr, ale nie chcemy, aby to właśnie determinowało lub określało naszą teraźniejszość i przyszłość. Wiemy, że nierzadko możemy popaść w atmosferę lenistwa, która sprawia, że łatwo i z obojętnością mówimy „wybaw sam siebie” i tracimy pamięć o tym, co to znaczy znosić cierpienie wielu niewinnych. Te ziemie doświadczyły, jak rzadko które, niszczących możliwości, do jakich zdolny jest człowiek. Dlatego, podobnie jak dobry łotr chcemy przeżyć tę chwilę, w której możemy zawołać głośno i wyznać naszą wiarę w obronie i służbie dla Pana, cierpiącego Niewinnego. Chcemy towarzyszyć Jego męce, wspierać Jego samotność i opuszczenie, i po raz kolejny usłyszeć, że zbawienie jest słowem, które Ojciec chce ofiarować wszystkim: „dziś ze Mną będziesz w raju”.

Zbawienie i pewność, których świadectwo odważnie dali swoim życiem św. Paweł Miki i jego towarzysze, a także tysiące męczenników, stanowią wasze dziedzictwo duchowe. Pragniemy iść ich śladami, podążać ich krokami, aby odważnie wyznawać,  że miłość dana, złożona w ofierze i uświęcona przez Chrystusa na krzyżu jest w stanie przezwyciężyć wszelkiego rodzaju nienawiść, egoizm, zniewagę lub uchylanie się od obowiązków. Jest w stanie pokonać wszelki gnuśny pesymizm lub usypiający dobrobyt, doprowadzający do sparaliżowania wszelkiego dobrego działania i decyzji. Przypomniał nam o tym Sobór Watykański II: daleko od prawdy są ci, którzy wiedząc, że nie mamy tu trwałego miasta, ale szukamy przyszłego, uważają, że możemy z tego powodu zaniedbywać swoje obowiązki doczesne, nie zdając sobie sprawy, że właśnie przez wyznawaną wiarę jesteśmy jeszcze bardziej zobowiązani do wypełniania ich, zgodnie z powołaniem, które każdemu zostało udzielone (por. Konst. duszp. Gaudium et spes, 43).

Wierzymy w Boga żywych. Chrystus żyje i działa pośród nas, prowadząc nas wszystkich do pełni życia. On żyje i chce byśmy żyli. Chrystus jest naszą nadzieją (por. Posynod. adhort. apost. Christus vivit, 1). Modlimy się o to każdego dnia: Panie, przyjdź królestwo Twoje. Czyniąc tak, chcemy, aby nasze życie i nasze działania stały się uwielbieniem. Jeśli naszą misją jako uczniów-misjonarzy jest bycie świadkami i zwiastunami tego, co nadejdzie, to nie możemy pogodzić się ze złem i niegodziwościami, ale pobudza nas ona, abyśmy byli zaczynem Jego królestwa, gdziekolwiek jesteśmy: w rodzinie, miejscach pracy, w społeczeństwie; skłania nas, abyśmy byli małą szczeliną, z której Duch nieustannie tchnie nadzieję między narody. Królestwo niebieskie jest naszym wspólnym celem, celem, który nie może być tylko na jutro, ale modlimy się o nie i zaczynamy nim żyć dzisiaj, obok obojętności, która otacza i ucisza wielokrotnie naszych chorych i niepełnosprawnych, starszych i opuszczonych, uchodźców i pracowników zagranicznych; wszyscy oni są żywym sakramentem Chrystusa, naszego Króla (por. Mt 25, 31-46); ponieważ „jeśli nasze działania rzeczywiście mają początek w kontemplacji Chrystusa, to powinniśmy umieć Go dostrzegać przede wszystkim w twarzach tych, z którymi On sam zechciał się utożsamić” (Św. Jan Paweł II, List apost. Novo millennio ineunte, 49)

Owego dnia, na Kalwarii wiele głosów milczało, wiele innych drwiło. Tylko głos złoczyńcy potrafił się wznieść i bronić niewinnie cierpiącego: było to odważne wyznanie wiary. Do każdego z nas należy decyzja o przemilczeniu, wyśmianiu lub prorokowaniu. Drodzy bracia, Nagasaki nosi w swej duszy ranę trudną do zagojenia, znak niewytłumaczalnego cierpienia wielu niewinnych; ofiar dotkniętych wojnami dnia wczorajszego, ale które także i dziś cierpią z powodu tej trzeciej wojny światowej w kawałkach. Wznieśmy tutaj swój głos poprzez wspólną modlitwę za wszystkich, którzy dzisiaj cierpią w ciele z powodu tego grzechu, który woła o pomstą do nieba, oraz aby było coraz więcej tych, którzy jak dobry łotr są zdolni, żeby nie milczeć ani drwić, ale prorokować własnym głosem królestwo prawdy i życia, królestwo świętości i łaski, królestwo sprawiedliwości, miłości i pokoju. 1

____________________

1 Por. Mszał Rzymski, Prefacja o Jezusie Chrystusie, Królu Wszechświata.

[01859-PL.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua araba

الزيارة الرسولية إلى اليابان

عظة قداسة البابا فرنسيس

بمناسبة عيد ربنا يسوع المسيح، ملك الكون

استاد البيسبول

ناغازاكي، 24 نوفمبر/تشرين الثاني 2019

"أُذكُرْني يا يسوع إِذا ما جئتَ في مَلَكوتِكَ" (لو 23، 42).

لنضمّ أصواتنا، في هذا الأحد الأخير من السنة الليتورجية، إلى صوت اللصّ الذي، وهو مصلوب إلى جنب يسوع، اعترف به وأعلنه ملكًا. وفي هذا الوقت بالذات، في أدنى اللحظات انتصارًا ومجدًا، في ظلّ صيحات الاستهزاء والإذلال، استطاع اللصّ أن يرفع صوته ويعلن إيمانه. هي الكلمات الأخيرة التي سمعها يسوع، وهذه هي أيضًا الكلمات الأخيرة التي قالها قبل أن يسلم الروح لأبيه: "الحَقَّ أَقولُ لَكَ: سَتكونُ اليَومَ مَعي في الفِردَوس" (لو 23، 43). يبدو أن ماضي اللصّ الشاقّ قد أخذ للحظة، معنىً جديدًا: مرافقة آلام الربّ عن كثب؛ وهذه اللحظة لا يمكنها إلّا أن تؤكّد حياة الربّ: منح الخلاص دائمًا وفي كلّ مكان. فالجلجلة، مكان الضياع والظلم، حيث يلتقي العجز وسوء الفهم، ومعهما التمتمة والهمس غير المبالي، والاستهزاء بوفاة الأبرياء، تتحوّل بفضل موقف اللصّ الصالح إلى كلمة رجاء للبشريّة جمعاء. ولن يكون للتهكّم والصيحات "خلّص نفسك" أمام البريء المتألّم، الكلمة الفاصلة؛ لا بل، سوف توقِظ أصوات الذين يُلمَسون في قلوبهم ويختارون الشفقة كوسيلة حقيقية لبناء التاريخ.

نريد اليوم هنا أن نجدّد إيماننا والتزامنا. نحن نعلم جيّدًا تاريخ فشلنا وخطايانا ومحدوديّتنا، مثل اللصّ الصالح، لكننا لا نريده أن يخطّ أو يحدّد حاضرنا ومستقبلنا. نعلم أنه ليس من النادر أن يعترينا الكسل الذي يجعلنا نقول بكلّ سهولة ولامبالاة "خلّص نفسك"، وننسى ما يعني أن نعضد معاناة الكثير من الأبرياء. لقد عانت هذه الأراضي، كما لم يعاني إلّا القليل، من القدرة التدميريّة التي يستطيع البشر التوصّل إليها. لذلك فإننا نريد، مثل اللصّ الصالح، أن نعيش اللحظة التي يمكننا فيها أن نرفع أصواتنا ونعلن إيماننا دفاعًا عن الربّ وخدمةً له، هو البريء المتألّم. نريد أن نرافق عذاباته، ونسانده في وِحدته وتسليمه، وأن نسمع مرّة أخرى، أن الخلاص هو الكلمة التي يريد الآب أن يقدّمها للجميع: "سَتكونُ اليَومَ مَعي في الفِردَوس".

الخلاص واليقين الذي شهد له بشجاعة القدّيس باولو ميكي ورفاقه عبر حياتهم، كما والآلاف من الشهداء الذين تركوا بصماتهم على تراثكم الروحيّ. ونحن نريد أن نسير على خطاهم، على خطاهم نريد أن نعلن بشجاعة أن المحبّة التي منحها المسيح على الصليب وقدّمها ذبيحة احتفاليّة، قادرة على التغلّب على كلّ نوع من أنواع الكراهية أو الأنانية أو الإهانة أو الهروب؛ هي قادرة على التغلّب على أيّ تشاؤم خمول أو رفاه مُخَدِّر، يؤدّي إلى شلّ كلّ عملٍ أو خيارٍ جيّد. فقد ذكّرنا المجمع الفاتيكاني الثاني، إنه "لَيبتعد عن الحقيقة أولئك الذين، لعِلمِهم أنه ليس لنا هنا مدينة باقية بل نسير نحو المدينة المستقبلة، يظنّون أنهم يستطيعون لذلك إهمال المهام البشرية، دون أن يدركوا أن الإيمان نفسَه الذي نعلنه يفرضها كواجب علينا، كيما نظهر نبل الدعوة التي وجّهت إلينا" (را. الدستور الراعوي فرح ورجاء، 43).

إن إيماننا هو في إله الأحياء. المسيح هو حيّ ويعمل في وسطنا، ويرشدنا جميعًا إلى ملء الحياة. إنه حيّ ويريدنا أحياء: المسيح هو رجاؤنا (را. الإرشاد الرسولي ما بعد السينودس المسيح يحيا، 1). نناشده كلّ يوم: ليأتِ ملكوتك، يا ربّ. وبذلك، نريد أيضًا أن تصبح حياتنا وأفعالنا عمل تسبيح. إذا كانت رسالتنا كتلاميذ إرساليّين هي أن نكون مُرسلين وشهودًا لما سيأتي، فهذا لا يسمح لنا أن نستسلم للشرّ والشرور، بل يحثّنا على أن نكون خميرة لملكوته أينما كنّا: في الأسرة، في العمل، في المجتمع؛ يحثّنا على أن نكون فسحة صغيرة ينفح فيها الروح القدس الرجاءَ بين الشعوب باستمرار. إن ملكوت السماء هو هدفنا المشترك، وهو هدف لا يمكن أن يكون للغد فقط، لكننا نتوق إليه ونبدأ بعيشه اليوم، إلى جانب اللامبالاة التي تحيط بنا وكثيرًا ما تُسكِت وسطنا المَرضى والمعاقين والمسنّين والمتروكين واللاجئين والعمّال الأجانب: المسيح حاضر فيهم جميعًا بشكل سرّي، المسيح ملكنا (را. متى 25، 31- 46)؛ لأنه "إذا كنّا حقاً قد تأمّلنا في وجه المسيح، يجب أن نتعلّم كيف نراه لاسيما في وجوه الذين أراد هو أن يتماهى معهم" (القدّيس يوحنا بولس الثاني، الرسالة الرسولية الألفية الجديدة، 49).

ذاك اليوم، عند الجلجلة، صمت الكثيرون، وسخر كثيرون آخرون؛ وحده صوت اللصّ عرف كيف يقف ويدافع عن البريء المتألّم: إنه إعلان إيمان شجاع. ويعود إلى كلّ منّا قرار التزام الصمت أو السخرية أو التنبؤ. أيها الإخوة الأعزّاء، إن ناغازاكي تحمل في نفسها جرحًا يصعب شفاؤه، وهو علامة لمعاناة الكثير من الأبرياء والتي لا يمكن تفسيرها؛ ضحايا أصابتهم حروب الأمس، لكنهم ما زالوا اليوم يعانون من هذه "الحرب العالمية الثالثة على أجزاء". لنرفع أصواتنا هنا، في صلاة مشتركة، من أجل جميع الذين يعانون اليوم في أجسادهم بسبب هذه الخطيئة التي تصرخ إلى السماء، ولكي يكثر الذين، على غرار اللصّ الصالح، لديهم القدرة على عدم الصمت أو السخرية، بل على التنبؤ، بصوتهم، بملكوت الحقّ والعدالة، القداسة والنعمة، والمحبّة والسلام[1].

[1] را. كتاب القداس بحسب الطقس اللاتيني الروماني، مقدمة عيد الربّ يسوع المسيح ملك الكون

[01859-AR.01] [Testo originale: Spagnolo]

[B0918-XX.02]