Visita privata a Sua Maestà il Re Maha Vajiralongkorn “Rama X”
Santa Messa nello Stadio Nazionale Supachalasai di Bangkok
Visita privata a Sua Maestà il Re Maha Vajiralongkorn “Rama X”
Nel pomeriggio il Santo Padre Francesco ha lasciato la Nunziatura Apostolica e si è trasferito in auto all’Amphorn Royal Palace, la principale residenza del Re di Thailandia, per la visita privata a Sua Maestà il Re Maha Vajiralongkorn “Rama X”.
Al Suo arrivo, alle ore 17.00 locali (11.00 ora di Roma), il Papa è stato accolto all’ingresso del palazzo dal Re che lo ha accompagnato nella sala delle udienze dove è stato introdotto alla Regina.
Dopo l’incontro privato del Papa con i Reali di Thailandia e la foto ufficiale, ha avuto luogo lo scambio dei doni.
Al termine il Santo Padre si è congedato dal Re e dalla Regina e ha lasciato il palazzo diretto allo Stadio Nazionale Supachalasai di Bangkok.
[01871-IT.00]
Santa Messa nello Stadio Nazionale Supachalasai di Bangkok
Omelia del Santo Padre
Traduzione in lingua italiana
Traduzione in lingua francese
Traduzione in lingua inglese
Traduzione in lingua tedesca
Traduzione in lingua portoghese
Traduzione in lingua polacca
Traduzione in lingua araba
Alle ore 17.30 locali (11.30 ora di Roma) il Santo Padre Francesco si è trasferito in auto allo Stadio Nazionale Supachalasai di Bangkok. Al Suo arrivo, dopo aver effettuato il cambio di autovettura, il Papa ha compiuto dei giri in papamobile tra i fedeli. Quindi, alle ore 18.00 locali (12.00 ora di Roma) ha presieduto la Celebrazione Eucaristica, alla presenza di circa 60.000 persone, nella Memoria liturgica della Presentazione della Beata Vergine Maria.
Dopo la proclamazione del Vangelo, il Santo Padre ha pronunciato l’omelia.
Al termine, prima della benedizione finale, l’Arcivescovo di Bangkok, Em.mo Card. Francis Xavier Kriengsak Kovithavanij, ha rivolto al Papa il suo saluto e gli ha offerto un dono. Prima di rientrare alla Nunziatura Apostolica di Bangkok, il Santo Padre ha salutato il Direttore e il Vice Direttore dello Stadio Nazionale.
Pubblichiamo di seguito l’omelia che il Papa ha pronunciato nel corso della Santa Messa:
Omelia del Santo Padre
«¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,48).
Con esta pregunta, Jesús desafió a toda aquella multitud que lo escuchaba a preguntarse por algo que puede parecer tan obvio como seguro: ¿quiénes son los miembros de nuestra familia, aquellos que nos pertenecen y a quienes pertenecemos? Dejando que la pregunta hiciera eco en ellos de forma clara y novedosa responde: «Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12,50). De esta manera rompe no sólo los determinismos religiosos y legales de la época, sino también todas las pretensiones excesivas de quienes podrían creerse con derechos o preferencias sobre él. El Evangelio es una invitación y un derecho gratuito para todos aquellos que quieren escuchar.
Es sorprendente notar cómo el Evangelio está tejido de preguntas que buscan inquietar, despertar e invitar a los discípulos a ponerse en camino, para que descubran esa verdad capaz de dar y generar vida; preguntas que buscan abrir el corazón y el horizonte al encuentro de una novedad mucho más hermosa de lo que pueden imaginar. Las preguntas del Maestro siempre quieren renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad con una alegría sin igual (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Así les pasó a los primeros misioneros que se pusieron en camino y llegaron a estas tierras; escuchando la palabra del Señor, buscando responder a sus preguntas, pudieron ver que pertenecían a una familia mucho más grande que aquella que se genera por los lazos de sangre, de cultura, de región o de pertenencia a un determinado grupo. Impulsados por la fuerza del Espíritu, y cargados sus bolsos con la esperanza que nace de la buena noticia del Evangelio, se pusieron en camino para encontrar a los miembros de esa familia suya que todavía no conocían. Salieron a buscar sus rostros. Era necesario abrir el corazón a una nueva medida, capaz de superar todos los adjetivos que siempre dividen, para descubrir a tantas madres y hermanos thai que faltaban en su mesa dominical. No sólo por todo lo que podían ofrecerles sino también por todo lo que necesitaban de ellos para crecer en la fe y en la comprensión de las Escrituras (cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8).
Sin ese encuentro, al cristianismo le hubiese faltado vuestro rostro; le hubiesen faltado los cantos, los bailes, que configuran la sonrisa thai tan particular en estas tierras. Así vislumbraron mejor el designio amoroso del Padre, que es mucho más grande que todos nuestros cálculos y previsiones, y que no puede reducirse a un puñado de personas o a un determinado contexto cultural. El discípulo misionero no es un mercenario de la fe ni un generador de prosélitos, sino un mendicante que reconoce que le faltan sus hermanos, hermanas y madres, con quienes celebrar y festejar el don irrevocable de la reconciliación que Jesús nos regala a todos: el banquete está preparado, salgan a buscar a todos los que encuentren por el camino (cf. Mt 22,4.9). Este envío es fuente de alegría, gratitud y felicidad plena, porque «le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 8).
Han pasado 350 años de la creación del Vicariato Apostólico de Siam (1669-2019), signo del abrazo familiar producido en estas tierras. Tan sólo dos misioneros fueron capaces de animarse a sembrar las semillas que, desde hace tanto tiempo, vienen creciendo y floreciendo en una variedad de iniciativas apostólicas, que han contribuido a la vida de la nación. Este aniversario no significa nostalgia del pasado sino fuego esperanzador para que, en el presente, también nosotros podamos responder con la misma determinación, fortaleza y confianza. Es memoria festiva y agradecida que nos ayuda a salir alegremente a compartir la vida nueva, que viene del Evangelio, con todos los miembros de nuestra familia que aún no conocemos.
Todos somos discípulos misioneros cuando nos animamos a ser parte viva de la familia del Señor y lo hacemos compartiendo como él lo hizo: no tuvo miedo de sentarse a la mesa de los pecadores, para asegurarles que en la mesa del Padre y de la creación había también un lugar reservado para ellos; tocó a los que se consideraban impuros y, dejándose tocar por ellos, les ayudó a comprender la cercanía de Dios, es más, a comprender que ellos eran los bienaventurados (cf. S. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 11).
Pienso especialmente en esos niños, niñas y mujeres, expuestos a la prostitución y a la trata, desfigurados en su dignidad más auténtica; pienso en esos jóvenes esclavos de la droga y el sin sentido que termina por nublar su mirada y cauterizar sus sueños; pienso en los migrantes despojados de su hogar y familias, así como tantos otros que, como ellos, pueden sentirse olvidados, huérfanos, abandonados, «sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de la vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). Pienso en pescadores explotados, en mendigos ignorados.
Ellos son parte de nuestra familia, son nuestras madres y nuestros hermanos, no le privemos a nuestras comunidades de sus rostros, de sus llagas, de sus sonrisas y de sus vidas; y no les privemos a sus llagas y a sus heridas de la unción misericordiosa del amor de Dios. El discípulo misionero sabe que la evangelización no es sumar membresías ni aparecer poderosos, sino abrir puertas para vivir y compartir el abrazo misericordioso y sanador de Dios Padre que nos hace familia.
Querida comunidad tailandesa: Sigamos en camino, tras las huellas de los primeros misioneros, para encontrar, descubrir y reconocer alegremente todos esos rostros de madres, padres y hermanos, que el Señor nos quiere regalar y le faltan a nuestro banquete dominical.
[01849-ES.02] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua italiana
«¿Chi è mia madre e chi sono i miei fratelli?» (Mt 12,48). Con questa domanda Gesù provocò tutta quella folla che lo ascoltava a interrogarsi su qualcosa che potrebbe sembrare tanto ovvio quanto certo: chi sono i membri della nostra famiglia, quelli che ci appartengono e ai quali noi apparteniamo? Lasciando che la domanda risuonasse in loro in modo chiaro e nuovo, risponde: «Chiunque fa la volontà del Padre mio che è nei cieli, egli è per me fratello, sorella e madre» (Mt 12,50). In questo modo rompe non solo i determinismi religiosi e legali dell’epoca, ma anche ogni pretesa eccessiva di chi ritenesse di poter vantare diritti preferenziali su di Lui. Il Vangelo è un invito e un diritto gratuito per tutti quelli che vogliono ascoltare.
È sorprendente notare come il Vangelo sia intessuto di domande che cercano di mettere in crisi, di scuotere e di invitare i discepoli a mettersi in cammino, per scoprire quella verità capace di dare e di generare vita; domande che cercano di aprire il cuore e l’orizzonte all’incontro con una novità molto più bella di quanto si possa immaginare. Le domande del Maestro vogliono sempre rinnovare la nostra vita e quella della nostra comunità con una gioia senza pari (cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Così è successo ai primi missionari che si misero in cammino e arrivarono in queste terre; ascoltando la Parola del Signore, cercando di rispondere alle sue richieste, poterono vedere che appartenevano a una famiglia molto più grande di quella generata dai legami di sangue, di cultura, di regione o di appartenenza a un determinato gruppo. Spinti dalla forza dello Spirito e riempite le loro sacche con la speranza che nasce dalla buona novella del Vangelo, si misero in cammino per cercare i membri di questa loro famiglia che ancora non conoscevano. Uscirono a cercare i loro volti. Era necessario aprire il cuore a una nuova misura, capace di superare tutti gli aggettivi che sempre dividono, per scoprire tante madri e fratelli thai che mancavano alla loro mensa domenicale. Non solo per quanto avrebbero potuto offrire ad essi, ma anche per tutto ciò che da loro avevano bisogno di ricevere per crescere nella fede e nella comprensione delle Scritture (cfr Conc. Vat. II, Cost. Dei Verbum, 8).
Senza quell’incontro, al Cristianesimo sarebbe mancato il vostro volto; sarebbero mancati i canti, le danze che rappresentano il sorriso thai, così tipico in queste terre. Così hanno intravisto meglio il disegno amorevole del Padre, che è molto più grande di tutti i nostri calcoli e previsioni e non si riduce ad un pugno di persone o a un determinato contesto culturale. Il discepolo missionario non è un mercenario della fede né un procacciatore di proseliti, ma un mendicante che riconosce che gli mancano i fratelli, le sorelle e le madri, con cui celebrare e festeggiare il dono irrevocabile della riconciliazione che Gesù dona a tutti noi: il banchetto è pronto, uscite a cercare tutti quelli che incontrate per la strada (cfr Mt 22,4.9). Questo invio è fonte di gioia, gratitudine e felicità piena, perché «permettiamo a Dio di condurci al di là di noi stessi perché raggiungiamo il nostro essere più vero. Lì sta la sorgente dell’azione evangelizzatrice» (Esort. ap. Evangelii gaudium, 8).
Sono passati 350 anni dalla creazione del Vicariato Apostolico del Siam (1669-2019), segno dell’abbraccio familiare prodotto in queste terre. Due soli missionari seppero trovare il coraggio di gettare i semi che, fin da quel tempo lontano, stanno crescendo e germogliando in una varietà di iniziative apostoliche, che hanno contribuito alla vita della nazione. Questo anniversario non significa nostalgia del passato, ma fuoco di speranza perché, nel presente, anche noi possiamo rispondere con la stessa determinazione, forza e fiducia. È memoria festosa e grata, che ci aiuta ad uscire con gioia per condividere la vita nuova che viene dal Vangelo con tutti i membri della nostra famiglia che ancora non conosciamo.
Tutti siamo discepoli missionari quando ci decidiamo ad essere parte viva della famiglia del Signore e lo facciamo condividendo come Lui lo ha fatto: non ha avuto paura di sedersi alla tavola dei peccatori, per assicurare loro che alla tavola del Padre e del creato c’era un posto riservato anche per loro; ha toccato coloro che si consideravano impuri e, lasciandosi toccare da loro, li ha aiutati a comprendere la vicinanza di Dio, anzi, a comprendere che loro erano i beati (cfr S. Giovanni Paolo II, Esort. ap. postsin. Ecclesia in Asia, 11).
Penso in particolar modo a quei bambini, bambine e donne esposti alla prostituzione e alla tratta, sfigurati nella loro dignità più autentica; penso a quei giovani schiavi della droga e del non-senso che finisce per oscurare il loro sguardo e bruciare i loro sogni; penso ai migranti spogliati delle loro case e delle loro famiglie, come pure tanti altri che, come loro, possono sentirsi dimenticati, orfani, abbandonati, «senza la forza, la luce e la consolazione dell’amicizia con Gesù Cristo, senza una comunità di fede che li accolga, senza un orizzonte di senso e di vita» (Esort. ap. Evangelii Gaudium, 49). Penso ai pescatori sfruttati, ai mendicanti ignorati.
Essi fanno parte della nostra famiglia, sono nostre madri e nostri fratelli; non priviamo le nostre comunità dei loro volti, delle loro piaghe, dei loro sorrisi, delle loro vite; e non priviamo le loro piaghe e le loro ferite dell’unzione misericordiosa dell’amore di Dio. Il discepolo missionario sa che l’evangelizzazione non è accumulare adesioni né apparire potenti, ma aprire porte per vivere e condividere l’abbraccio misericordioso e risanante di Dio Padre che ci rende famiglia.
Cara comunità tailandese: andiamo avanti nel cammino, sulle orme dei primi missionari, per incontrare, scoprire e riconoscere con gioia tutti i volti di madri, padri e fratelli che il Signore ci vuole regalare e mancano al nostro banchetto domenicale.
[01849-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]
Traduzione in lingua francese
«Qui est ma mère, et qui sont mes frères? » (Mt 12, 48). Par cette question, Jésus a poussé la multitude qui l’écoutait à se demander une chose qui peut sembler aussi évidente que certaine: qui sont les membres de notre famille, ceux qui nous appartiennent et à qui nous appartenons? Laissant la question avoir un écho en eux, il répond de manière claire et innovante: «Celui qui fait la volonté de mon Père qui est aux cieux, celui-là est pour moi un frère, une sœur, une mère» (Mt 12, 50). Il brise ainsi, non seulement les déterminismes religieux et légaux de l’époque, mais aussi toutes les prétentions excessives de ceux qui pourraient croire avoir des droits ou des privilèges face à lui. L’Evangile est une invitation et un droit gratuit pour tous ceux qui veulent écouter.
Il est surprenant de constater combien l’Evangile est tissé de questions qui cherchent à inquiéter, éveiller et inviter les disciples à se mettre en chemin pour découvrir cette vérité capable de donner et de générer la vie; des questions qui visent à ouvrir le cœur et l’horizon à la rencontre d’une nouveauté beaucoup plus belle que ce qu’ils peuvent imaginer. Les questions du Maître visent toujours à renouveler notre vie et celle de notre communauté à travers une joie sans pareille (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 11).
Il en a été ainsi des premiers missionnaires qui se sont mis en chemin et qui sont arrivés sur ces terres; en entendant la parole du Seigneur et en cherchant à répondre à ses questions, ils ont pu voir qu’ils appartenaient à une famille beaucoup plus grande que celle créée par les liens du sang, de la culture, de la région ou de l’appartenance à un groupe déterminé. Poussés par la force de l’Esprit, avec leurs sacs remplis de l’espérance qui naît de la bonne nouvelle de l’Evangile, ils se sont mis en chemin pour rencontrer les membres de cette famille, qu’ils ne connaissaient pas encore. Ils sont allés à la recherche de leurs visages. Il leur fallait ouvrir le cœur à une nouvelle dimension que les adjectifs, qui divisent toujours, ne peuvent pas qualifier, pour découvrir tant de mères et de frères thaï absents de la table dominicale. Non seulement pour tout ce qu’ils pouvaient leur offrir mais aussi pour tout ce qu’ils avaient besoin de recevoir d’eux afin de grandir dans la foi et dans la compréhension des Ecritures (cf. Vatican II, Constitution dogmatique sur la révélation divine Dei Verbum, n. 8).
Sans cette rencontre, votre visage aurait manqué au christianisme, les chants, les danses qui façonnent le sourire thaï si particulier en ce pays auraient manqué. Ils ont ainsi mieux perçu le dessein d’amour du Père qui est beaucoup plus grand que tous nos calculs et prévisions, et ne peut se réduire à une poignée de personnes ou à un contexte culturel déterminé. Le disciple missionnaire n’est pas un mercenaire de la foi ni un fabricant de prosélytes, mais un mendiant qui reconnaît que ses frères, ses sœurs, ses mères lui manquent, pour célébrer et fêter le don irrévocable de la réconciliation que Jésus offre à nous tous: le festin est préparé, allez inviter tous ceux que vous rencontrerez en chemin (cf. Mt 22, 4.9). Cet envoi est une source de joie, de gratitude et de bonheur complet parce que «nous permettons à Dieu de nous conduire au-delà de nous-mêmes pour que nous parvenions à notre être le plus vrai. Là se trouve la source de l’action évangélisatrice» (Exhort. ap. Evangelii Gaudium, n. 8).
350 ans se sont écoulés depuis la création du Vicariat Apostolique du Siam (1669 – 2019), signe de l’étreinte familiale réalisée sur ces terres. Ils étaient juste deux, les missionnaires qui ont eu le courage de semer les graines, lesquelles depuis lors ont grandi et fleuri en une variété d’initiatives apostoliques qui ont marqué la vie du pays. Cet anniversaire n’est pas synonyme de nostalgie du passé mais d’un feu d’espérance afin que, aujourd’hui, nous puissions nous aussi répondre avec la même détermination, la même force et la même confiance. C’est un souvenir joyeux et reconnaissant qui nous aide à sortir avec enthousiasme pour partager la vie nouvelle de l’Evangile avec tous les membres de notre famille que nous ne connaissons pas encore.
Nous sommes tous disciples missionnaires quand nous nous efforçons d’être une partie intégrante de la famille du Seigneur et que nous le faisons en partageant comme il l’a fait: il n’a pas eu peur de s’asseoir à la table des pécheurs pour les assurer qu’une place leur est également réservéeà la table du Père et de la création; il a touché ceux qu’on considérait comme impurs et, se laissant toucher par eux, il les a aidés à comprendre la proximité de Dieu, qui plus est, à comprendre aussi qu’ils sont bienheureux (cf. Jean-Paul II, Exhort. ap. post-syn. Ecclesia in Asia, n. 11).
Je pense spécialement à ces enfants et à ces femmes exposés à la prostitution et à la traite, défigurés dans leur dignité la plus authentique; je pense à ces jeunes esclaves de la drogue et du manque de sens qui finit par obscurcir leur regard et briser leurs rêves ; je pense aux migrants éloignés de leur foyer et de leur famille, ainsi qu’à tant d’autres qui, comme eux, peuvent se sentir oubliés, orphelins, abandonnés, «sans la force, la lumière et la consolation de l’amitié de Jésus-Christ, sans une communauté de foi qui les accueille, sans un horizon de sens et de [la] vie» (Exhort. ap. Evangelii Gaudium, n. 49). Je pense aux pêcheurs exploités, aux mendiants ignorés…
Ils font partie de notre famille, ils sont nos mères et nos frères, ne privons pas nos communautés de leurs visages, de leurs blessures, de leurs sourires, de leurs vies: et ne privons pas leurs blessures et leurs plaies de l’onction miséricordieuse de l’amour de Dieu. Le disciple missionnaire sait que l’évangélisation, ce n’est pas de multiplier le nombre des adhésions ni de paraître puissant, mais d’ouvrir des portes pour expérimenter et partager l’étreinte miséricordieuse et régénératrice de Dieu le Père qui fait de nous une famille.
Chères communautés thaïlandaises, continuons le chemin, en suivant les traces des premiers missionnaires, pour rencontrer, découvrir et reconnaître avec joie tous ces visages de mères, de pères et de frères que le Seigneur veut nous donner et qui manquent à notre banquet dominical.
[01849-FR.02] [Texte original: Espagnol]
Traduzione in lingua inglese
“Who is my mother, and who are my brethren?” (Mt 12:48).
With this question, Jesus challenged the crowd of his hearers to reflect on something apparently obvious and self-evident: Who are the members of our family, our relatives and loved ones? After allowing time for the question to sink in, Jesus then replies, “Whoever does the will of my Father in heaven is my brother, sister, and mother” (v. 50). In this way, he subverts not only the religious and legal certitudes of the time, but also every undue claim on the part of those who thought themselves above him. The Gospel is an invitation and a freely bestowed right for all those who want to hear it.
It is surprising to see how full the Gospel is of questions that attempt to unsettle and stir the heart of the disciples, inviting them to set out to discover the truth that is capable of giving and generating life. Questions that challenge us to open our hearts and minds to encounter a newness much more beautiful than we could possibly imagine. The questions of the Master are always meant to renew our lives and those of our communities with incomparable joy (Evangelii Gaudium, 11).
Such was the case with the missionaries who first set foot in these lands. By hearing the Lord’s word and responding to its demands, they came to realize that they were part of a family much larger than any based on blood lines, cultures, regions or ethnic groups. Impelled by the power of the Spirit, their bags filled with the hope brought by the good news of the Gospel, they set out in search of family members they did not yet know. They set out to seek their faces. Their hearts had to be opened to a new way of thinking capable of overcoming the “adjectives” that create division; this enabled them to discover the many Thai “mothers and brethren” who were still absent from their Sunday table. Not only to share with them everything that they themselves could offer, but also to receive what they needed to grow in their own faith and understanding of the Scriptures (cf. Dei Verbum, 8).
Without that encounter, Christianity would have lacked your face. It would have lacked the songs and dances that portray the Thai smile, so typical in your lands. The missionaries came to understand more fully the Father’s loving plan, which is not limited to a select few or a specific culture, but is greater than all our human calculations and predictions. A missionary disciple is not a mercenary of the faith or a producer of proselytes, but rather a humble mendicant who feels the absence of brothers, sisters and mothers with whom to share the irrevocable gift of reconciliation that Jesus grants to all. “Behold I have made ready my dinner; go therefore to the streets and invite to the marriage feast as many as you find” (cf. Mt 22:4.9). For us, this invitation is a source of joy, gratitude and immense happiness, for it enables us to “let God bring us beyond ourselves in order to attain the fullest truth of our being. Here we find the source and inspiration of all our efforts at evangelization” (Evangelii Gaudium, 8).
This year marks the 350th anniversary of the creation of the Apostolic Vicariate of Siam (1669-2019), a sign of the fraternal embrace brought forth in these lands. Two missionaries alone were able to sow the seed that, from that distant time, has grown and flourished in a variety of apostolic initiatives that have contributed to the life of the nation. This anniversary is not a celebration of nostalgia for the past, but a fire of hope to enable us, here and now, to respond with similar determination, strength and confidence. A festive and grateful commemoration that helps us to go forth joyfully to share the new life born of the Gospel with all the members of our family whom we do not yet know.
All of us become missionary disciples when we choose to be a living part of the Lord’s family. We do this by sharing with others as he did. He ate with sinners, assuring them that they too had a place at the Father’s table and the table of this world; he touched those considered to be unclean and, by letting himself be touched by them, he helped them to realize the closeness of God and to understand that they were blessed (cf. Ecclesia in Asia, 11).
Here I think of children and women who are victims of prostitution and human trafficking, humiliated in their essential human dignity. I think of young people enslaved by drug addiction and a lack of meaning that makes them depressed and destroys their dreams. I think of migrants, deprived of their homes and families, and so many others, who like them can feel orphaned, abandoned, “without the strength, light and consolation born of friendship with Jesus Christ, without a community of faith to support them, without meaning and a goal in life” (Evangelii Gaudium, 49). I think also of exploited fishermen and bypassed beggars.
All of them are part of our family. They are our mothers, our brothers and sisters. Let us not deprive our communities of seeing their faces, their wounds, their smiles and their lives. Let us not prevent them from experiencing the merciful balm of God’s love that heals their wounds and pains. A missionary disciple knows that evangelization is not about gaining more members or about appearing powerful. Rather, it is about opening doors in order to experience and share the merciful and healing embrace of God the Father, which makes of us one family.
Dear communities of Thailand, let us continue to go forward in the footsteps of the first missionaries, in order to encounter, discover and recognize with joy the faces of all those mothers and fathers, brothers and sisters, whom the Lord wants to give us and who are absent from our Sunday table.
[01849-EN.02] [Original text: Spanish]
Traduzione in lingua tedesca
»Wer ist meine Mutter und wer sind meine Brüder?« (Mt 12,48). Mit dieser Frage forderte Jesus die Menge, die ihm zugehört hatte, heraus, über etwas scheinbar Offensichtliches und Sicheres nachzudenken: Wer sind unsere Familienmitglieder, diejenigen, die zu uns gehören und zu denen wir gehören? Er lässt diese Frage in ihnen nachklingen und gibt ihnen eine klare neue Antwort: »Wer den Willen meines himmlischen Vaters tut, der ist für mich Bruder und Schwester und Mutter« (Mt 12,50). Auf diese Weise bricht er nicht nur die religiösen und rechtlichen Bestimmungen der damaligen Zeit auf, er wendet sich damit auch gegen all die übertriebenen Ansprüche derer, die meinten, sie hätten ihm gegenüber Vorrechte. Das Evangelium ist eine Einladung und ein freies Recht für alle, die zuhören wollen.
Es überrascht, wie viele Fragen im Evangelium auftauchen, die darauf abzielen, zu verunsichern und aufzurütteln sowie die Jünger einzuladen, sich auf den Weg zu machen, um jene Wahrheit zu entdecken, die fähig ist, Leben zu geben und zu zeugen; Fragen, die darauf abzielen, das Herz und den Horizont für die Begegnung mit etwas Neuem zu öffnen, das unvorstellbar schöner ist als alles sonst. Immer wollen die Fragen des Meisters unser Leben und das unserer Gemeinschaft mit noch nie dagewesener Freude erneuern (vgl. Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 11).
So erging es auch den ersten Missionaren, die sich auf den Weg machten und hierher gelangten. Als sie auf das Wort des Herrn hörten und versuchten, seinem Willen zu folgen, erkannten sie, dass sie zu einer viel größeren Familie gehörten, als jener, die durch die Bande des Blutes oder der Kultur, einen bestimmten Ortsbezug oder die Zugehörigkeit zu einer bestimmten Gruppe definiert ist. Angetrieben von der Kraft des Geistes und mit dem Proviant der Hoffnung, die aus der Frohen Botschaft des Evangeliums kommt, machten sie sich auf den Weg, um die Mitglieder dieser ihrer Familie zu treffen, die sie noch nicht kannten. Sie zogen aus, um ihre Gesichter zu suchen. Ihre Herzen mussten sich für ein neues Denken öffnen, das in der Lage ist, alle Adjektive zu überwinden, die immer zur Spaltung führen. Und so fanden sie viele thailändische Mütter und Geschwister, die ihnen an ihrem Sonntagstisch noch fehlten – nicht nur um ihnen etwas geben zu können, sondern auch, um von ihnen das zu erhalten, was sie selbst brauchten, um im Glauben und im Verständnis der Schrift zu wachsen (vgl. Zweites Vatikanisches Konzil, Dogmatische Konstitution Dei Verbum, 8).
Ohne diese Begegnung hätte dem Christentum euer Antlitz gefehlt, es hätten die Lieder und Tänze gefehlt, die das thailändische Lächeln widerspiegeln, das so typisch ist für dieses Land. So konnten sie den liebevollen Plan des Vaters besser erkennen, der viel größer ist als alle unsere Berechnungen und Prognosen und der sich nicht auf eine Handvoll Menschen oder einen bestimmten kulturellen Kontext reduzieren lässt. Missionarische Jünger sind weder Söldner des Glaubens noch Proselytenmacher, sondern Bettler, die erkennen, dass ihnen noch Brüder, Schwester und Mütter fehlen, mit denen sie das unwiderrufliche Geschenk der Versöhnung begehen und feiern können, das Jesus uns allen zuteilwerden lässt. Das Mahl ist bereitet, geht hinaus auf die Straßen und ladet alle ein, die ihr trefft (vgl. Mt 22,4.9). Diese Sendung ist eine Quelle der Freude, der Dankbarkeit und des vollendeten Glücks, weil »wir Gott erlauben, uns über uns selbst hinaus zu führen, damit wir zu unserem eigentlicheren Sein gelangen. Dort liegt die Quelle der Evangelisierung« (Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 8).
350 Jahre sind seit der Gründung des Apostolischen Vikariats von Siam (1669-2019) vergangen und dies ist ein Zeichen für die familiäre Umarmung, die in diesen Ländern entstanden ist. Nur zwei Missionare fassten den Mut, den Samen auszusäen, der seit dieser langen Zeit in einer Vielzahl von apostolischen Initiativen wuchs und gedieh und zum Leben dieser Nation beitrug. Dieses Jubiläum steht nicht für Sehnsucht nach der Vergangenheit, sondern will ein Feuer der Hoffnung sein, damit auch wir in der Gegenwart mit der gleichen Entschlossenheit, Kraft und Zuversicht wirken. Es ist eine fröhliche und dankbare Erinnerung, die uns hilft, freudig hinauszugehen, um das neue Leben, das aus dem Evangelium kommt, mit allen unseren Familienmitgliedern zu teilen, die wir noch nicht kennen.
Wir alle sind missionarische Jünger, wenn wir den Mut fassen, ein lebendiger Teil der Familie des Herrn zu sein, und wir tun dies, indem wir alles miteinander teilen, so wie er es getan hat: Er scheute sich nicht, sich an den Tisch der Sünder zu setzen, um ihnen zu versichern, dass am Tisch des Vaters und der Schöpfung auch ein Platz für sie reserviert sei; er berührte diejenigen, die sich für unrein hielten, und indem er sich von ihnen berühren ließ, half er ihnen, die Nähe Gottes zu verstehen, ja, er half ihnen zu verstehen, dass sie in besonderer Weise selig zu preisen sind (vgl. hl. Johannes Paul II., Nachsynodales Apostolisches Schreiben Ecclesia in Asia, 11).
Ich denke vor allem an die Jungen, Mädchen und Frauen, die der Prostitution und dem Menschenhandel ausgesetzt sind und in ihrer ureigentlichen Würde gedemütigt werden; ich denke an die jungen Sklaven der Drogenabhängigkeit und Sinnlosigkeit, was am Ende ihren Blick vernebelt und ihre Träume versengt; ich denke an die Migranten, die ihre Häuser und Familien verloren haben, und an so viele andere, die sich wie sie vergessen, verwaist, verlassen fühlen, und »ohne die Kraft, das Licht und den Trost der Freundschaft mit Jesus Christus leben, ohne eine Glaubensgemeinschaft, die sie aufnimmt, ohne einen Horizont von Sinn und Leben« (Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 49). Ich denke an die ausgebeuteten Fischer, an die Bettler, die niemand beachtet.
Sie alle sind Teil unserer Familie, sie sind unsere Mütter und unsere Brüder und Schwestern; wir wollen unseren Gemeinschaften ihre Gesichter, ihre Wunden, ihr Lächeln, ihr Leben nicht vorenthalten; und wir wollen ihren Wunden und Verletzungen auch nicht die barmherzige Salbung der Liebe Gottes vorenthalten. Der missionarische Jünger weiß, dass Evangelisierung nicht bedeutet, Mitgliederzahlen zu erhöhen oder mächtig zu erscheinen, sondern Türen zu öffnen, um die barmherzige und heilende Umarmung Gottes des Vaters miteinander zu erleben, der uns zu einer Familie macht.
Liebe Gemeinden in Thailand, lasst uns auf den Spuren der ersten Missionare weiter voranschreiten, um all die Gesichter von Müttern, Vätern, Brüdern und Schwestern zu finden, zu entdecken und freudig zu erkennen, die der Herr uns schenken will und die bei unserem sonntäglichen Mahl fehlen.
[01849-DE.02] [Originalsprache: Spanisch]
Traduzione in lingua portoghese
«Quem é a minha mãe e quem são os meus irmãos?» (Mt 12, 48). Com esta pergunta, Jesus desafiou toda a multidão que o ouvia a interrogar-se sobre algo que poderia parecer tão óbvio como certo: Quem são os membros da nossa família, aqueles que nos pertencem e aos quais nós pertencemos? Deixando a pergunta ressoar neles de forma clara e nova, responde: «Todo aquele que fizer a vontade de meu Pai que está no Céu, esse é que é meu irmão, minha irmã e minha mãe» (12, 50). Deste modo bane não só os determinismos religiosos e legais de então, mas também toda a pretensão de quem poderia julgar-se com direitos preferenciais sobre Ele. O Evangelho é convite e direito gratuito para quantos o querem escutar.
É surpreendente notar como o Evangelho aparece tecido de perguntas que procuram desinquietar, despertar e convidar os discípulos a pôr-se a caminho, para descobrir a verdade capaz de dar e gerar vida; perguntas, que procuram abrir o coração para horizontes onde se encontra uma novidade muito mais bela de quanto se possa imaginar. As perguntas do Mestre querem renovar incessantemente a nossa vida e a da nossa comunidade com uma alegria sem par (cf. Evangelii gaudium, 11).
Assim aconteceu com os primeiros missionários que se puseram a caminho e chegaram a estas terras; escutando a palavra do Senhor, procurando responder às suas solicitações, puderam ver que pertenciam a uma família muito maior do que a gerada pelos laços de sangue, cultura, região ou filiação num determinado grupo. Impelidos pela força do Espírito e enchendo as suas bolsas com a esperança que nasce da boa-nova do Evangelho, puseram-se a caminho para procurar os membros desta sua família que ainda não conheciam. Saíram em busca dos seus rostos. Era necessário abrir o coração a uma medida nova, capaz de superar todos os adjetivos que sempre dividem, para descobrir inúmeras mães e irmãos tailandeses que não compareciam à sua mesa dominical. E não apenas por tudo o que lhes poderiam oferecer, mas também por tudo o que necessitavam receber deles para crescer na fé e na compreensão das Escrituras (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dei Verbum, 8).
Sem tal encontro, ao cristianismo faltaria o vosso rosto; faltariam os cânticos, as danças que representam o sorriso tailandês, típico nestas terras. Assim, vislumbraram melhor o desígnio amoroso do Pai, que é imensamente maior que todos os nossos cálculos e previsões, não se podendo circunscrever a um punhado de pessoas nem a um determinado contexto cultural. O discípulo missionário não é um mercenário da fé nem um caçador de prosélitos, mas um mendigo que reconhece que lhe faltam os irmãos, as irmãs e as mães com quem celebrar e festejar o dom irrevogável da reconciliação que Jesus nos oferece a todos: o banquete está pronto, saí à procura de todos os que encontrardes pelo caminho (cf. Mt 22, 4.9). Este envio é fonte de alegria, gratidão e felicidade plena, porque «permitimos a Deus que nos conduza para além de nós mesmos a fim de alcançarmos o nosso ser mais verdadeiro. Aqui está a fonte da ação evangelizadora» (Evangelii gaudium, 8).
Passaram-se trezentos e cinquenta anos desde a criação do Vicariato Apostólico de Sião (1669-2019), sinal do abraço familiar produzido nestas terras. Eram apenas dois os missionários que se animaram a lançar as sementes que, desde então, têm vindo a crescer e florescer numa variedade de iniciativas apostólicas que contribuíram para a vida da nação. Este aniversário não significa nostalgia do passado, mas fogo de esperança para que, no presente, possamos também nós responder com a mesma determinação, força e confiança. É comemoração festiva e agradecida, que nos ajuda a sair de coração feliz para partilharmos a vida nova, que brota do Evangelho, com todos os membros da nossa família que ainda não conhecemos.
Todos somos discípulos missionários, quando nos decidimos a ser parte viva da família do Senhor e o fazemos partilhando à maneira d’Ele: não teve medo de Se sentar à mesa dos pecadores, para lhes assegurar que, na mesa do Pai e da criação, havia um lugar reservado também para eles; Jesus tocou aqueles que eram considerados impuros e, deixando-Se tocar por eles, ajudou-os a compreender a proximidade de Deus e, mais ainda, que eram eles os bem-aventurados (cf. São João Paulo II, Ecclesia in Asia, 11).
Penso de modo particular nos meninos, meninas e mulheres expostos à prostituição e ao tráfico, desfigurados na sua dignidade mais autêntica; penso nos jovens escravos da droga e da falta de sentido, que acabam por turvar o seu olhar e queimar os seus sonhos; penso nos migrantes privados das suas casas e famílias, e em tantos outros que podem, como eles, sentir-se esquecidos, órfãos, abandonados, «sem a força, a luz e a consolação da amizade com Jesus Cristo, sem uma comunidade de fé que os acolha, sem um horizonte de sentido e de vida» (Evangelii gaudium, 49). Penso nos pescadores explorados, nos mendigos ignorados...
Fazem parte da nossa família, são nossas mães e nossos irmãos; não privemos as nossas comunidades dos seus rostos, das suas chagas, dos seus sorrisos, das suas vidas; e não privemos as suas chagas e as suas feridas da unção misericordiosa do amor de Deus. O discípulo missionário sabe que a evangelização não é acumular adesões nem aparecer poderosos, mas abrir portas para viver e partilhar o abraço misericordioso e sanador de Deus Pai que nos torna família.
Querida comunidade tailandesa, continuemos em caminho pela senda dos primeiros missionários para encontrar, descobrir e reconhecer com alegria todos os rostos de mães, pais e irmãos que o Senhor nos quer dar e que faltam ao nosso banquete dominical.
[01849-PO.02] [Texto original: Espanhol]
Traduzione in lingua polacca
Któż jest moją matką i którzy są moimi braćmi? (Mt 12, 48).
Tym pytaniem Jezus wezwał cały ten słuchający Go tłum do zastanowienia się nad czymś, co mogłoby się zdawać równie oczywiste, jak pewne: kto jest członkiem naszej rodziny, kto do nas należy i do kogo my należymy? Pozwalając, aby pytanie rozebrzmiało w nich w jasny i nowy sposób odpowiada: „Kto pełni wolę Ojca mojego, który jest w niebie, ten Mi jest bratem, siostrą i matką” (Mt 12, 50). W ten sposób przełamuje nie tylko determinizmy religijne i prawne tamtych czasów, ale także wszelkie przesadne roszczenia tych, którzy utrzymywaliby, że mogą uzyskać szczególne prawa do Niego. Ewangelia jest zaproszeniem i darmowym prawem dla wszystkich, którzy chcą ją słyszeć.
Z zaskoczeniem trzeba zauważyć, że Ewangelia jest utkana z pytań, które starają się sprawić trudność, wstrząsnąć i zachęcić uczniów do wyruszenia w drogę, aby odkryli tę prawdę zdolną do dawania i rodzenia życia. Są to pytania, które starają się otworzyć serce i perspektywę na spotkanie z nowością o wiele piękniejszą, niż można to sobie wyobrazić. Pytania Nauczyciela chcą zawsze odnowić nasze życie oraz życie naszej wspólnoty z radością, której nie sposób z niczym porównać (por. Adhort. apost. Evangelii gaudium, 11).
Tak stało się z pierwszymi misjonarzami, którzy wyruszyli w drogę i przybyli na te ziemie. Słuchając słowa Pana, starając się odpowiedzieć na Jego pytania, mogli zobaczyć, że należą do rodziny znacznie większej niż ta, która jest zrodzona z więzów krwi, kultury, regionu lub przynależności do określonej grupy. Pobudzeni mocą Ducha Świętego i napełniwszy swoje torby nadzieją zrodzoną z dobrej nowiny Ewangelii, wyruszyli w drogę, by szukać członków tej swojej rodziny, których jeszcze nie znali. Wyszli, by szukać ich twarzy. Trzeba było otworzyć serce na nową miarę, zdolną do przezwyciężenia wszystkich przymiotników, które zawsze dzielą, aby odkryć wiele tajlandzkich matek i braci, których brakowało przy ich niedzielnym stole. Nie tylko ze względu na wszystko, co mogliby im ofiarować, ale także ze względu na to wszystko, czego od nich potrzebowali, aby wzrastać w wierze i zrozumieniu Pisma Świętego (por. Sobór Wat. II, Konst. dogm. Dei Verbum, 8).
Bez tego spotkania chrześcijaństwu brakowałoby waszego oblicza; zabrakłoby śpiewów, tańców, które stanowią tajski uśmiech, tak typowy dla waszych ziem. W ten sposób lepiej dostrzegli miłujący plan Ojca, który jest znacznie wspanialszy od wszystkich naszych obliczeń i przewidywań, a którego nie można sprowadzać do garstki osób lub do określonego kontekstu kulturowego. Uczeń-misjonarz nie jest najemnikiem wiary ani werbownikiem prozelitów, lecz żebrakiem, który uznaje, że brakuje mu braci, sióstr i matek, z którymi mógłby celebrować i świętować nieodwołalny dar pojednania, jaki Jezus daje nam wszystkim: uczta jest gotowa, wyjdźcie na poszukiwanie tych wszystkich, których spotkacie po drodze (por. Mt 22, 4.9). To zaproszenie jest źródłem radości, wdzięczności i pełnego szczęścia, ponieważ „pozwalamy Bogu poprowadzić się poza nas samych, aby dotrzeć do naszej prawdziwej istoty. W tym tkwi źródło działalności ewangelizacyjnej” (Adhort. apost. Evangelii gaudium, 8).
Minęło 350 lat od utworzenia Wikariatu Apostolskiego Syjamu (1669-2019), znaku rodzinnego uścisku wytworzonego na tych ziemiach. Dwóch tylko misjonarzy miało dość odwagi, aby rzucić ziarna, które od tych dawnych czasów wzrastają i rozkwitając w różnych inicjatywach apostolskich, wniosły swój wkład w życie narodu. Ta rocznica nie oznacza nostalgii za przeszłością, ale ogień nadziei, abyśmy w czasach obecnych również my mogli odpowiedzieć z taką samą determinacją, mocą i ufnością. Jest to świąteczne i wdzięczne wspomnienie, które pomaga nam wyjść z radością, aby dzielić się nowym życiem, pochodzącym z Ewangelii, ze wszystkimi członkami naszej rodziny, których jeszcze nie znamy.
Wszyscy jesteśmy uczniami-misjonarzami, kiedy postanawiamy stać się żywą częścią rodziny Pana i czynimy to, dzieląc się z innymi, tak jak On to uczynił: nie bał się zasiąść do stołu z grzesznikami, aby ich zapewnić, że u stołu Ojca i stworzenia było miejsce zarezerwowane także dla nich. Dotknął tych, którzy uważali się za nieczystych, a pozwalając się im dotknąć, pomógł im zrozumieć bliskość Boga, a ponadto zrozumieć, że byli błogosławieni (por. Św. Jan Paweł II, Adhort. apost. Ecclesia in Asia, 11).
Myślę szczególnie o tych dzieciach i kobietach narażonych na prostytucję i handel, oszpeconych w swojej najbardziej autentycznej godności; o tych młodych niewolnikach narkotyków i nonsensu, co doprowadza do przyćmienia ich spojrzenia i zniweczenia ich marzeń; myślę o migrantach pozbawionych swoich domów i rodzin, a także o wielu innych, którzy podobnie jak oni mogą czuć się zapomniani, osieroceni, porzuceni, „pozbawieni siły, światła i pociechy z przyjaźni z Jezusem Chrystusem, bez przygarniającej ich wspólnoty wiary, bez perspektywy sensu i życia” (Adhort. apost. Evangelii gaudium, 49). Myślę o wyzyskiwanych rybakach, lekceważonych żebrakach.
Należą oni do naszej rodziny, są naszymi matkami i naszymi braćmi. Nie pozbawiajmy naszych wspólnot ich twarzy, ich ran, uśmiechów, ich życia. Nie pozbawiajmy też ich ran i urazów miłosiernego namaszczenia Bożej miłości. Uczeń-misjonarz wie, że ewangelizacja nie polega na pomnażaniu akcesów ani wydawaniu się możnymi, ale na otwieraniu drzwi, aby przeżywać i dzielić się miłosiernym i uzdrawiającym uściskiem Boga Ojca, który czyni nas rodziną.
Droga wspólnoto tajska, idźmy naprzód drogą, śladami pierwszych misjonarzy, aby spotkać, odkryć i rozpoznać z radością wszystkie twarze matek, ojców i braci, którymi Pan chce nas obdarzyć, a których brakuje na naszej niedzielnej uczcie.
[01849-PL.02] [Testo originale: Spagnolo]
Traduzione in lingua araba
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[01849-EN.02] [Original text: Spanish]
[B0904-XX.02]