Lettera del Santo Padre
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Pubblichiamo di seguito la Lettera che il Santo Padre Francesco ha inviato ai Sacerdoti in occasione del 160° anniversario della morte del santo Curato d’Ars, di cui oggi ricorre la memoria liturgica:
Lettera del Santo Padre
A mis hermanos presbíteros.
Queridos hermanos:
Recordamos los 160 años de la muerte del santo Cura de Ars a quien Pío XI presentó como patrono para todos los párrocos del mundo[1]. En su fiesta quiero escribirles esta carta, no sólo a los párrocos sino también a todos Ustedes hermanos presbíteros que sin hacer ruido “lo dejan todo” para estar empeñados en el día a día de vuestras comunidades. A Ustedes que, como el Cura de Ars, trabajan en la “trinchera”, llevan sobre sus espaldas el peso del día y del calor (cf. Mt 20,12) y, expuestos a un sinfín de situaciones, “dan la cara” cotidianamente y sin darse tanta importancia, a fin de que el Pueblo de Dios esté cuidado y acompañado. Me dirijo a cada uno de Ustedes que, tantas veces, de manera desapercibida y sacrificada, en el cansancio o la fatiga, la enfermedad o la desolación, asumen la misión como servicio a Dios y a su gente e, incluso con todas las dificultades del camino, escriben las páginas más hermosas de la vida sacerdotal.
Hace un tiempo manifestaba a los obispos italianos la preocupación de que, en no pocas regiones, nuestros sacerdotes se sienten ridiculizados y “culpabilizados” por crímenes que no cometieron y les decía que ellos necesitan encontrar en su obispo la figura del hermano mayor y el padre que los aliente en estos tiempos difíciles, los estimule y sostenga en el camino[2].
Como hermano mayor y padre también quiero estar cerca, en primer lugar para agradecerles en nombre del santo Pueblo fiel de Dios todo lo que recibe de Ustedes y, a su vez, animarlos a renovar esas palabras que el Señor pronunció con tanta ternura el día de nuestra ordenación y constituyen la fuente de nuestra alegría: «Ya no los llamo siervos…, yo los llamo amigos» (Jn 15,15)[3].
DOLOR
«He visto la aflicción de mi pueblo» (Ex 3,7).
En estos últimos tiempos hemos podido oír con mayor claridad el grito, tantas veces silencioso y silenciado, de hermanos nuestros, víctimas de abuso de poder, conciencia y sexual por parte de ministros ordenados. Sin lugar a dudas es un tiempo de sufrimiento en la vida de las víctimas que padecieron las diferentes formas de abusos; también para sus familias y para todo el Pueblo de Dios.
Como Ustedes saben estamos firmemente comprometidos con la puesta en marcha de las reformas necesarias para impulsar, desde la raíz, una cultura basada en el cuidado pastoral de manera tal que la cultura del abuso no encuentre espacio para desarrollarse y, menos aún, perpetuarse. No es tarea fácil y de corto plazo, reclama el compromiso de todos. Si en el pasado la omisión pudo transformarse en una forma de respuesta, hoy queremos que la conversión, la transparencia, la sinceridad y solidaridad con las víctimas se convierta en nuestro modo de hacer la historia y nos ayude a estar más atentos ante todo sufrimiento humano[4].
Este dolor no es indiferente tampoco a los presbíteros. Así lo pude constatar en las diferentes visitas pastorales tanto en mi diócesis como en otras donde tuve la oportunidad de mantener encuentros y charlas personales con sacerdotes. Muchos de ellos me manifestaron su indignación por lo sucedido, y también cierta impotencia, ya que además del «desgaste por la entrega han vivido el daño que provoca la sospecha y el cuestionamiento, que en algunos o muchos pudo haber introducido la duda, el miedo y la desconfianza»[5]. Numerosas son las cartas de sacerdotes que comparten este sentir. Por otra parte, consuela encontrar pastores que, al constatar y conocer el dolor sufriente de las víctimas y del Pueblo de Dios, se movilizan, buscan palabras y caminos de esperanza.
Sin negar y repudiar el daño causado por algunos hermanos nuestros sería injusto no reconocer a tantos sacerdotes que, de manera constante y honesta, entregan todo lo que son y tienen por el bien de los demás (cf. 2 Co 12,15) y llevan adelante una paternidad espiritual capaz de llorar con los que lloran; son innumerables los sacerdotes que hacen de su vida una obra de misericordia en regiones o situaciones tantas veces inhóspitas, alejadas o abandonadas incluso a riesgo de la propia vida. Reconozco y agradezco vuestro valiente y constante ejemplo que, en momentos de turbulencia, vergüenza y dolor, nos manifiesta que Ustedes siguen jugándose con alegría por el Evangelio[6].
Estoy convencido de que, en la medida en que seamos fieles a la voluntad de Dios, los tiempos de purificación eclesial que vivimos nos harán más alegres y sencillos y serán, en un futuro no lejano, muy fecundos. «¡No nos desanimemos! El señor está purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a todos a Sí. Nos permite experimentar la prueba para que entendamos que sin Él somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía y de la espiritualidad de las apariencias. Está soplando su Espíritu para devolver la belleza a su Esposa sorprendida en flagrante adulterio. Nos hará bien leer hoy el capítulo 16 de Ezequiel. Esa es la historia de la Iglesia. Esa es mi historia, puede decir alguno de nosotros. Y, al final, a través de tu vergüenza, seguirás siendo un pastor. Nuestro humilde arrepentimiento, que permanece en silencio, en lágrimas ante la monstruosidad del pecado y la insondable grandeza del perdón de Dios, es el comienzo renovado de nuestra santidad»[7].
GRATITUD
«Doy gracias sin cesar por Ustedes» (Ef 1,16).
La vocación, más que una elección nuestra, es respuesta a un llamado gratuito del Señor. Es bueno volver una y otra vez sobre esos pasajes evangélicos donde vemos a Jesús rezar, elegir y llamar «para que estén con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14).
Quisiera recordar aquí a un gran maestro de vida sacerdotal de mi país natal, el padre Lucio Gera quien, hablando a un grupo de sacerdotes en tiempos de muchas pruebas en América Latina, les decía: “Siempre, pero sobre todo en las pruebas, debemos volver a esos momentos luminosos en que experimentamos el llamado del Señor a consagrar toda nuestra vida a su servicio”. Es lo que me gusta llamar “la memoria deuteronómica de la vocación” que nos permite volver «a ese punto incandescente en el que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino y con esa chispa volver a encender el fuego para el hoy, para cada día y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y serena»[8].
Un día pronunciamos un “sí” que nació y creció en el seno de una comunidad cristiana de la mano de esos santos «de la puerta de al lado»[9] que nos mostraron con fe sencilla que valía la pena entregar todo por el Señor y su Reino. Un “sí” cuyo alcance ha tenido y tendrá una trascendencia impensada, que muchas veces no llegaremos a imaginar todo el bien que fue y es capaz de generar. ¡Qué lindo cuando un cura anciano se ve rodeado y visitado por esos pequeños —ya adultos— que bautizó en sus inicios y, con gratitud, le vienen a presentar la familia! Allí descubrimos que fuimos ungidos para ungir y la unción de Dios nunca defrauda y me hace decir con el Apóstol: «Doy gracias sin cesar por Ustedes» (Ef 1,16) y por todo el bien que han hecho.
En momentos de tribulación, fragilidad, así como en los de debilidad y manifestación de nuestros límites, cuando la peor de todas las tentaciones es quedarse rumiando la desolación[10] fragmentando la mirada, el juicio y el corazón, en esos momentos es importante —hasta me animaría a decir crucial— no sólo no perder la memoria agradecida del paso del Señor por nuestra vida, la memoria de su mirada misericordiosa que nos invitó a jugárnosla por Él y por su Pueblo, sino también animarse a ponerla en práctica y con el salmista poder armar nuestro propio canto de alabanza porque «eterna es su misericordia» (Sal 135).
El agradecimiento siempre es un “arma poderosa”. Sólo si somos capaces de contemplar y agradecer concretamente todos los gestos de amor, generosidad, solidaridad y confianza, así como de perdón, paciencia, aguante y compasión con los que fuimos tratados, dejaremos al Espíritu regalarnos ese aire fresco capaz de renovar (y no emparchar) nuestra vida y misión. Dejemos que, al igual que Pedro en la mañana de la “pesca milagrosa”, el constatar tanto bien recibido nos haga despertar la capacidad de asombro y gratitud que nos lleve a decir: «Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador» (Lc 5,8) y, escuchemos una vez más de boca del Señor su llamado: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres» (Lc 5,10); porque «eterna es su misericordia».
Hermanos, gracias por vuestra fidelidad a los compromisos contraídos. Es todo un signo que, en una sociedad y una cultura que convirtió “lo gaseoso” en valor, existan personas que apuesten y busquen asumir compromisos que exigen toda la vida. Sustancialmente estamos diciendo que seguimos creyendo en Dios que jamás ha quebrantado su alianza, inclusive cuando nosotros la hemos quebrantado incontablemente. Esto nos invita a celebrar la fidelidad de Dios que no deja de confiar, creer y apostar a pesar de nuestros límites y pecados, y nos invita a hacer lo mismo. Conscientes de llevar un tesoro en vasijas de barro (cf. 2 Co 4,7), sabemos que el Señor triunfa en la debilidad (cf. 2 Co 12,9), no deja de sostenernos y llamarnos, dándonos el ciento por uno (cf. Mc 10,29-30) porque «eterna es su misericordia».
Gracias por la alegría con la que han sabido entregar sus vidas, mostrando un corazón que con los años luchó y lucha para no volverse estrecho y amargo y ser, por el contrario, cotidianamente ensanchado por el amor a Dios y a su pueblo; un corazón que, como al buen vino, el tiempo no lo ha agriado, sino que le dio una calidad cada vez más exquisita; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por buscar fortalecer los vínculos de fraternidad y amistad en el presbiterio y con vuestro obispo, sosteniéndose mutuamente, cuidando al que está enfermo, buscando al que se aísla, animando y aprendiendo la sabiduría del anciano, compartiendo los bienes, sabiendo reír y llorar juntos, ¡cuán necesarios son estos espacios! E inclusive siendo constantes y perseverantes cuando tuvieron que asumir alguna misión áspera o impulsar a algún hermano a asumir sus responsabilidades; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por el testimonio de perseverancia y “aguante” (hypomoné) en la entrega pastoral que tantas veces, movidos por la parresía del pastor[11], nos lleva a luchar con el Señor en la oración, como Moisés en aquella valiente y hasta riesgosa intercesión por el pueblo (cf. Nm 14,13-19; Ex 32,30-32; Dt 9,18-21); porque «eterna es su misericordia».
Gracias por celebrar diariamente la Eucaristía y apacentar con misericordia en el sacramento de la reconciliación, sin rigorismos ni laxismos, haciéndose cargo de las personas y acompañándolas en el camino de conversión hacia la vida nueva que el Señor nos regala a todos. Sabemos que por los escalones de la misericordia podemos llegar hasta lo más bajo de nuestra condición humana —fragilidad y pecados incluidos— y, en el mismo instante, experimentar lo más alto de la perfección divina: «Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso»[12]. Y así ser «capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin perderse»[13]; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por ungir y anunciar a todos, con ardor, “a tiempo y a destiempo” el Evangelio de Jesucristo (cf. 2 Tm 4,2), sondeando el corazón de la propia comunidad «para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto»[14]; porque «eterna es su misericordia».
Gracias por las veces en que, dejándose conmover en las entrañas, han acogido a los caídos, curado sus heridas, dando calor a sus corazones, mostrando ternura y compasión como el samaritano de la parábola (cf. Lc 10,25-37). Nada urge tanto como esto: proximidad, cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano sufriente. ¡Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote que se acerca y no le huye a las heridas de sus hermanos![15]. Reflejo del corazón del pastor que aprendió el gusto espiritual de sentirse uno con su pueblo[16]; que no se olvida que salió de él y que sólo en su servicio encontrará y podrá desplegar su más pura y plena identidad, que le hace desarrollar un estilo de vida austera y sencilla, sin aceptar privilegios que no tienen sabor a Evangelio; porque «eterna es su misericordia».
Gracias demos, también por la santidad del Pueblo fiel de Dios que somos invitados a apacentar y, a través del cual, el Señor también nos apacienta y cuida con el regalo de poder contemplar a ese pueblo en esos «padres que cuidan con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante»[17]. Agradezcamos por cada uno de ellos y dejémonos socorrer y estimular por su testimonio; porque «eterna es su misericordia».
ÁNIMO
«Mi deseo es que se sientan animados» (Col 2,2).
Mi segundo gran deseo, haciéndome eco de las palabras de san Pablo, es acompañarlos a renovar nuestro ánimo sacerdotal, fruto ante todo de la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas. Frente a experiencias dolorosas todos tenemos necesidad de consuelo y de ánimo. La misión a la que fuimos llamados no entraña ser inmunes al sufrimiento, al dolor e inclusive a la incomprensión[18]; al contrario, nos pide mirarlos de frente y asumirlos para dejar que el Señor los transforme y nos configure más a Él. «En el fondo, la falta de un reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites es lo que impide a la gracia actuar mejor en nosotros, ya que no le deja espacio para provocar ese bien posible que se integra en un camino sincero y real de crecimiento»[19].
Un buen “test” para conocer como está nuestro corazón de pastor es preguntarnos cómo enfrentamos el dolor. Muchas veces se puede actuar como el levita o el sacerdote de la parábola que dan un rodeo e ignoran al hombre caído (cf. Lc 10,31-32). Otros se acercan mal, lo intelectualizan refugiándose en lugares comunes: “la vida es así”, “no se puede hacer nada”, dando lugar al fatalismo y la desazón; o se acercan con una mirada de preferencias selectivas que lo único que genera es aislamiento y exclusión. «Como el profeta Jonás siempre llevamos latente la tentación de huir a un lugar seguro que puede tener muchos nombres: individualismo, espiritualismo, encerramiento en pequeños mundos…»[20], los cuales lejos de hacer que nuestras entrañas se conmuevan terminan apartándonos de las heridas propias, de las de los demás y, por tanto, de las llagas de Jesús[21].
En esta misma línea quisiera señalar otra actitud sutil y peligrosa que, como le gustaba decir a Bernanos, es «el más preciado de los elixires del demonio»[22] y la más nociva para quienes queremos servir al Señor porque siembra desaliento, orfandad y conduce a la desesperación[23]. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o con nosotros mismos, podemos vivir la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, que los padres de Oriente llamaban acedia. El card. Tomáš Špidlík decía: «Si nos asalta la tristeza por cómo es la vida, por la compañía de los otros, porque estamos solos… entonces es porque tenemos una falta de fe en la Providencia de Dios y en su obra. La tristeza […] paraliza el ánimo de continuar con el trabajo, con la oración, nos hace antipáticos para los que viven junto a nosotros. Los monjes, que dedican una larga descripción a este vicio, lo llaman el peor enemigo de la vida espiritual»[24].
Conocemos esa tristeza que lleva al acostumbramiento y conduce paulatinamente a la naturalización del mal y a la injusticia con el tenue susurrar del “siempre se hizo así”. Tristeza que vuelve estéril todo intento de transformación y conversión propagando resentimiento y animosidad. «Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo Resucitado» y para la que fuimos llamados[25]. Hermanos, cuando esa tristeza dulzona amenace con adueñarse de nuestra vida o de nuestra comunidad, sin asustarnos ni preocuparnos, pero con determinación, pidamos y hagamos pedir al Espíritu que «venga a despertarnos, a pegarnos un sacudón en nuestra modorra, a liberarnos de la inercia. Desafiemos las costumbres, abramos bien los ojos, los oídos y sobre todo el corazón, para dejarnos descolocar por lo que sucede a nuestro alrededor y por el grito de la Palabra viva y eficaz del Resucitado»[26].
Permítanme repetirlo, todos necesitamos del consuelo y la fortaleza de Dios y de los hermanos en los tiempos difíciles. A todos nos sirven aquellas sentidas palabras de san Pablo a sus comunidades: «Les pido, por tanto, que no se desanimen a causa de las tribulaciones» (Ef 3,13); «Mi deseo es que se sientan animados» (Col 2,2), y así poder llevar adelante la misión que cada mañana el Señor nos regala: transmitir «una buena noticia, una alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). Pero, eso sí, no ya como teoría o conocimiento intelectual o moral de lo que debería ser, sino como hombres que en medio del dolor fueron transformados y transfigurados por el Señor, y como Job llegan a exclamar: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (42,5). Sin esta experiencia fundante, todos nuestros esfuerzos nos llevarán por el camino de la frustración y el desencanto.
A lo largo de nuestra vida, hemos podido contemplar como «con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»[27]. Si bien existen distintas etapas en esta vivencia, sabemos que más allá de nuestras fragilidades y pecados Dios siempre «nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría»[28]. Esa alegría no nace de nuestros esfuerzos voluntaristas o intelectualistas sino de la confianza de saber que siguen actuantes las palabras de Jesús a Pedro: en el momento que seas zarandeado, no te olvides que «yo mismo he rogado por ti, para que no te falte la fe» (Lc 22,32). El Señor es el primero en rezar y en luchar por vos y por mí. Y nos invita a entrar de lleno en su oración. Inclusive pueden llegar momentos en los que tengamos que sumergirnos en «la oración de Getsemaní, la más humana y la más dramática de las plegarias de Jesús […]. Hay súplica, tristeza, angustia, casi una desorientación (Mc 14,33s.)»[29].
Sabemos que no es fácil permanecer delante del Señor dejando que su mirada recorra nuestra vida, sane nuestro corazón herido y lave nuestros pies impregnados de la mundanidad que se adhirió en el camino e impide caminar. En la oración experimentamos nuestra bendita precariedad que nos recuerda que somos discípulos necesitados del auxilio del Señor y nos libera de esa tendencia «prometeica de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas»[30].
Hermanos, Jesús más que nadie, conoce nuestros esfuerzos y logros, así como también los fracasos y desaciertos. Él es el primero en decirnos: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre Ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrar alivio» (Mt 11,28-29).
En una oración así sabemos que nunca estamos solos. La oración del pastor es una oración habitada tanto por el Espíritu «que clama a Dios llamándolo ¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6) como por el pueblo que le fue confiado. Nuestra misión e identidad se entienden desde esta doble vinculación.
La oración del pastor se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Lleva las marcas de las heridas y alegrías de su gente a la que presenta desde el silencio al Señor para que las unja con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor cure nuestra fragilidad, la personal y la de nuestros pueblos. Pero no perdamos de vista que precisamente en la oración del Pueblo de Dios es donde se encarna y encuentra lugar el corazón del pastor. Esto nos libra a todos de buscar o querer respuestas fáciles, rápidas y prefabricadas, permitiéndole al Señor que sea Él (y no nuestras recetas y prioridades) quien muestre un camino de esperanza. No perdamos de vista que, en los momentos más difíciles de la comunidad primitiva, tal como leemos en el libro de los Hechos de los Apóstoles, la oración se constituyó en la verdadera protagonista.
Hermanos, reconozcamos nuestra fragilidad, sí; pero dejemos que Jesús la transforme y nos lance una y otra vez a la misión. No nos perdamos la alegría de sentirnos “ovejas”, de saber que él es nuestro Señor y Pastor.
Para mantener animado el corazón es necesario no descuidar estas dos vinculaciones constitutivas de nuestra identidad: la primera, con Jesús. Cada vez que nos desvinculamos de Jesús o descuidamos la relación con Él, poco a poco nuestra entrega se va secando y nuestras lámparas se quedan sin el aceite capaz de iluminar la vida (cf. Mt 25,1-13): «Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco Ustedes, si no permanecen en mí. Permanezcan en mi amor (…) porque separados de mí, nada pueden hacer» (Jn 15,4-5). En este sentido, quisiera animarlos a no descuidar el acompañamiento espiritual, teniendo a algún hermano con quien charlar, confrontar, discutir y discernir en plena confianza y transparencia el propio camino; un hermano sapiente con quien hacer la experiencia de saberse discípulos. Búsquenlo, encuéntrenlo y disfruten de la alegría de dejarse cuidar, acompañar y aconsejar. Es una ayuda insustituible para poder vivir el ministerio haciendo la voluntad del Padre (cf. Hb 10,9) y dejar al corazón latir con «los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2,5). Qué bien nos hacen las palabras del Eclesiastés: «Valen más dos juntos que uno solo… si caen, uno levanta a su compañero, pero ¡pobre del que está solo y se cae, sin tener nadie que lo levante!» (4,9-10).
La otra vinculación constitutiva: acrecienten y alimenten el vínculo con vuestro pueblo. No se aíslen de su gente y de los presbiterios o comunidades. Menos aún se enclaustren en grupos cerrados y elitistas. Esto, en el fondo, asfixia y envenena el alma. Un ministro animado es un ministro siempre en salida; y “estar en salida” nos lleva a caminar «a veces delante, a veces en medio y a veces detrás: delante, para guiar a la comunidad; en medio, para mejor comprenderla, alentarla y sostenerla; detrás, para mantenerla unida y que nadie se quede demasiado atrás… y también por otra razón: porque el pueblo tiene “olfato”. Tiene olfato en encontrar nuevas sendas para el camino, tiene el “sensus fidei” [cf. LG 12]. ¿Hay algo más bello?» [31]. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo evangelizador que marcó toda su existencia.
Hermanos, el dolor de tantas víctimas, el dolor del Pueblo de Dios, así como el nuestro propio no puede ser en vano. Es Jesús mismo quien carga todo este peso en su cruz y nos invita a renovar nuestra misión para estar cerca de los que sufren, para estar, sin vergüenzas, cerca de las miserias humanas y, por qué no, vivirlas como propias para hacerlas eucaristía[32]. Nuestro tiempo, marcado por viejas y nuevas heridas necesita que seamos artesanos de relación y de comunión, abiertos, confiados y expectantes de la novedad que el Reino de Dios quiere suscitar hoy. Un Reino de pecadores perdonados invitados a testimoniar la siempre viva y actuante compasión del Señor; «porque eterna es su misericordia».
ALABANZA
«Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46).
Es imposible hablar de gratitud y ánimo sin contemplar a María. Ella, mujer de corazón traspasado (cf. Lc 2,35), nos enseña la alabanza capaz de abrir la mirada al futuro y devolver la esperanza al presente. Toda su vida quedó condensada en su canto de alabanza (cf. Lc 1,46-55) que también somos invitados a entonar como promesa de plenitud.
Cada vez que voy a un Santuario Mariano, me gusta “ganar tiempo” mirando y dejándome mirar por la Madre, pidiendo la confianza del niño, del pobre y del sencillo que sabe que ahí esta su Madre y es capaz de mendigar un lugar en su regazo. Y en ese estar mirándola, escuchar una vez más como el indio Juan Diego: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón? ¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?»[33].
Mirar a María es volver «a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes»[34].
Si alguna vez, la mirada comienza a endurecerse, o sentimos que la fuerza seductora de la apatía o la desolación quiere arraigar y apoderarse del corazón; si el gusto por sentirnos parte viva e integrante del Pueblo de Dios comienza a incomodar y nos percibimos empujados hacia una actitud elitista… no tengamos miedo de contemplar a María y entonar su canto de alabanza.
Si alguna vez nos sentimos tentados de aislarnos y encerrarnos en nosotros mismos y en nuestros proyectos protegiéndonos de los caminos siempre polvorientos de la historia, o si el lamento, la queja, la crítica o la ironía se adueñan de nuestro accionar sin ganas de luchar, de esperar y de amar… miremos a María para que limpie nuestra mirada de toda “pelusa” que puede estar impidiéndonos ser atentos y despiertos para contemplar y celebrar a Cristo que Vive en medio de su Pueblo. Y si vemos que no logramos caminar derecho, que nos cuesta mantener los propósitos de conversión, digámosle como le suplicaba, casi con complicidad, ese gran párroco, poeta también, de mi anterior diócesis: «Esta tarde, Señora / la promesa es sincera; / por las dudas no olvides / dejar la llave afuera»[35]. «Ella es la amiga siempre atenta para que no falte vino en nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolor de parto hasta que brote la justicia… como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del Amor de Dios»[36].
Hermanos, una vez más, «doy gracias sin cesar por Ustedes» (Ef 1,16) por vuestra entrega y misión con la confianza que «Dios quita las piedras más duras, contra las que se estrellan las esperanzas y las expectativas: la muerte, el pecado, el miedo, la mundanidad. La historia humana no termina ante una piedra sepulcral, porque hoy descubre la “piedra viva” (cf. 1 P 2,4): Jesús resucitado. Nosotros, como Iglesia, estamos fundados en Él, e incluso cuando nos desanimamos, cuando sentimos la tentación de juzgarlo todo en base a nuestros fracasos, Él viene para hacerlo todo nuevo»[37].
Dejemos que sea la gratitud lo que despierte la alabanza y nos anime una vez más en la misión de ungir a nuestros hermanos en la esperanza. A ser hombres que testimonien con su vida la compasión y misericordia que sólo Jesús nos puede regalar.
Que el Señor Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Y, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí.
Fraternalmente,
Francisco
Roma, junto a San Juan de Letrán, 4 de agosto de 2019.
Memoria litúrgica del santo Cura de Ars.
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[1] Carta ap. Anno Iubilari: AAS 21 (1929), 313.
[2] Conferencia Episcopal Italiana (20 mayo 2019). La paternidad espiritual que impulsa al Obispo a no dejar huérfanos a sus presbíteros, y se puede “palpar” no sólo en la capacidad que estos tengan de tener abiertas sus puertas para todos sus curas sino en ir a buscarlos para cuidar y acompañar.
[3] Cf. S. Juan XXIII, Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, en el I centenario del tránsito del santo Cura de Ars (1 agosto 1959).
[4] Cf. Carta al Pueblo de Dios (20 agosto 2018).
[5] Encuentro con los sacerdotes, religiosos/as, consagrados/as y seminaristas, Santiago de Chile (16 enero 2018).
[6] Cf. Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo 2018).
[7] Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma (7 marzo 2019).
[8] Homilía en la Vigilia Pascual (19 abril 2014).
[9] Gaudete et Exsultate, 7.
[10] Cf. J. M. Bergoglio, Las cartas de la tribulación, Herder 2019, p. 21.
[11] Cf. Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma (6 marzo 2014).
[12] Retiro con ocasión del Jubileo de los Sacerdotes, Primera Meditación (2 junio 2016).
[13] A. Spadaro, Intervista a Papa Francesco, “La Civiltà Cattolica” 3918 (19 settembre 2013), 462.
[14] Evangelii Gaudium, 137.
[15] Cf. Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma (6 marzo 2014).
[16] Cf. Evangelii Gaudium, 268.
[17] Gaudete et Exsultate, 7.
[18] Cf. Misericordia et Misera, 13.
[19] Gaudete et Exsultate, 50.
[20] Gaudete et Exsultate, 134.
[21] Cf. J. M. Bergoglio, Reflexiones en esperanza, LEV 2013, p. 14.
[22] Journal d’un curé de campagne, 135. Cf. Evangelii Gaudium, 83.
[23] Cf. Barsanufio, Cartas; en V. Cutro – M. T. Szwemin, Bisogno di paternità, Varsavia 2018, p. 124.
[24] Cf. El arte de purificar el corazón, Monte Carmelo 2003, p. 60
[25] Evangelii Gaudium, 2.
[26] Gaudete et Exsultate, 137.
[27] Evangelii Gaudium, 1.
[28] Ibíd., 3.
[29] J. M. Bergoglio, Reflexiones en esperanza, LEV 2013, p. 26.
[30] Evangelii Gaudium, 94.
[31] Encuentro con el clero, personas de vida consagrada y miembros de consejos pastorales, Asís (4 octubre 2013).
[32] Cf. Evangelii Gaudium, 268-270.
[33] Cf. Nican Mopohua, 107, 118, 119.
[34] Evangelii Gaudium, 288.
[35] Cf. A. L. Calori, Aula Fúlgida, Buenos Aires 1946.
[36] Evangelii Gaudium, 286.
[37] Homilía en la Vigilia Pascual (20 abril 2019).
[01269-ES.01] [Texto original: Español]
Traduzione in lingua italiana
Ai miei fratelli presbiteri.
Cari fratelli,
ricordiamo il 160° anniversario della morte del santo Curato d'Ars, proposto da Pio XI come patrono di tutti i parroci del mondo[1]. Nella sua festa voglio scrivervi questa lettera, non solo ai parroci ma anche a tutti voi, fratelli presbiteri, che senza fare rumore “lasciate tutto” per impegnarvi nella vita quotidiana delle vostre comunità. A voi che, come il Curato d’Ars, lavorate in “trincea”, portate sulle vostre spalle il peso del giorno e del caldo (cfr Mt 20,12) e, esposti a innumerevoli situazioni, “ci mettete la faccia” quotidianamente e senza darvi troppa importanza, affinché il Popolo di Dio sia curato e accompagnato. Mi rivolgo a ciascuno di voi che, in tante occasioni, in maniera inosservata e sacrificata, nella stanchezza o nella fatica, nella malattia o nella desolazione, assumete la missione come un servizio a Dio e al suo popolo e, pur con tutte le difficoltà del cammino, scrivete le pagine più belle della vita sacerdotale.
Qualche tempo fa ho manifestato ai Vescovi italiani la preoccupazione che, in non poche regioni, i nostri sacerdoti si sentono ridicolizzati e “colpevolizzati” a causa di crimini che non hanno commesso e dicevo loro che essi hanno bisogno di trovare nel loro vescovo la figura del fratello maggiore e il padre che li incoraggi in questi tempi difficili, li stimoli e li sostenga nel cammino[2].
Come fratello maggiore e padre anch’io voglio essere vicino, prima di tutto per ringraziarvi a nome del santo Popolo fedele di Dio per tutto ciò che riceve da voi e, a mia volta, incoraggiarvi a rinnovare quelle parole che il Signore ha pronunciato così teneramente nel giorno della nostra ordinazione e costituiscono la sorgente della nostra gioia: «Non vi chiamo più servi ... vi ho chiamato amici» (Gv 15,15)[3].
DOLORE
«Ho osservato la miseria del mio popolo» (Es 3,7).
Negli ultimi tempi abbiamo potuto sentire più chiaramente il grido, spesso silenzioso e costretto al silenzio, dei nostri fratelli, vittime di abusi di potere, di coscienza e sessuali da parte di ministri ordinati. Indubbiamente, è un tempo di sofferenza nella vita delle vittime che hanno subito diverse forme di abuso; anche per le loro famiglie e per tutto il Popolo di Dio.
Come sapete siamo fortemente impegnati nell'attuazione delle riforme necessarie per dare impulso, dalla radice, ad una cultura basata sulla cura pastorale in modo che la cultura dell’abuso non riesca a trovare lo spazio per svilupparsi e, ancor meno, perpetuarsi. Non è un compito facile e, a breve termine, richiede l'impegno di tutti. Se in passato l'omissione ha potuto trasformarsi in una forma di risposta, oggi vogliamo che la conversione, la trasparenza, la sincerità e la solidarietà con le vittime diventino il nostro modo di fare la storia e ci aiutino ad essere più attenti davanti a tutte le sofferenze umane[4].
Neanche questo dolore è indifferente ai presbiteri. Questo l’ho potuto constatare nelle diverse visite pastorali sia nella mia diocesi che in altre, dove ho avuto l'opportunità di tenere incontri e colloqui personali con i sacerdoti. Molti di essi mi hanno manifestato la loro indignazione per quello che è successo, e anche una specie di impotenza, poiché oltre «alla fatica della dedizione hanno vissuto il danno provocato dal sospetto e dalla messa in discussione che in alcuni o molti può aver introdotto il dubbio, la paura e la sfiducia»[5]. Numerose sono le lettere di sacerdoti che condividono questo sentimento. D'altra parte, è consolante trovare dei pastori che, quando vedono e conoscono la sofferenza delle vittime e del Popolo di Dio, si mobilitano, cercano parole e percorsi di speranza.
Senza negare e misconoscere il danno causato da alcuni dei nostri fratelli, sarebbe ingiusto non riconoscere tanti sacerdoti che, in maniera costante e integra, offrono tutto ciò che sono e hanno per il bene degli altri (cfr 2 Cor 12,15) e portano avanti una paternità spirituale che sa piangere con coloro che piangono; sono innumerevoli i sacerdoti che fanno della loro vita un'opera di misericordia in regioni o situazioni spesso inospitali, lontane o abbandonate anche a rischio della propria vita. Riconosco e vi ringrazio per il vostro coraggioso e costante esempio che, nei momenti di turbolenza, vergogna e dolore, ci mostra come voi continuate a mettervi in gioco con gioia per il Vangelo[6].
Sono convinto che, nella misura in cui siamo fedeli alla volontà di Dio, i tempi della purificazione ecclesiale che stiamo vivendo ci renderanno più gioiosi e semplici e, in un futuro non troppo lontano, saranno molto fruttuosi. «Non scoraggiamoci! II Signore sta purificando la sua Sposa e ci sta convertendo tutti a sé. Ci sta facendo sperimentare la prova perché comprendiamo che senza di Lui siamo polvere. Ci sta salvando dall’ipocrisia, dalla spiritualità delle apparenze. Egli sta soffiando il suo Spirito per ridare bellezza alla sua Sposa, sorpresa in flagrante adulterio. Ci farà bene prendere oggi il capitolo 16 di Ezechiele. Questa è la storia della Chiesa. Questa è la mia storia, può dire ognuno di noi. E alla fine, ma attraverso la tua vergogna, tu continuerai a essere il pastore. Il nostro umile pentimento, che rimane silenzioso tra le lacrime di fronte alla mostruosità del peccato e all’insondabile grandezza del perdono di Dio, questo, questo umile pentimento è l’inizio della nostra santità»[7].
GRATITUDINE
«Continuamente rendo grazie per voi» (Ef 1,16).
La vocazione, più che una nostra scelta, è risposta a una chiamata gratuita del Signore. È bello tornare in continuazione a quei passaggi evangelici che ci mostrano Gesù che prega, sceglie e chiama «perché stessero con lui e per mandarli a predicare» (Mc 3,14).
Vorrei ricordare qui un grande maestro di vita sacerdotale del mio paese natale, padre Lucio Gera, il quale, parlando a un gruppo di sacerdoti in tempi di molte prove in America Latina, diceva loro: “sempre, ma soprattutto nelle prove, dobbiamo ritornare a quei momenti luminosi in cui abbiamo sperimentato la chiamata del Signore a consacrare tutta la nostra vita al suo servizio”. È quello che mi piace chiamare “la memoria deuteronomica della vocazione” che ci permette di ritornare «a quel punto incandescente in cui la Grazia di Dio mi ha toccato all’inizio del cammino. È da quella scintilla che posso accendere il fuoco per l’oggi, per ogni giorno, e portare calore e luce ai miei fratelli e alle mie sorelle. Da quella scintilla si accende una gioia umile, una gioia che non offende il dolore e la disperazione, una gioia buona e mite»[8].
Un giorno abbiamo pronunciato un “sì” che è nato e cresciuto nel seno di una comunità cristiana grazie a quei santi «della porta accanto»[9] che ci hanno mostrato con fede semplice quanto valeva la pena dare tutto per il Signore e il suo Regno. Un “sì” la cui portata ha avuto e avrà una trascendenza insospettata, e che molte volte non saremo in grado di immaginare tutto il bene che è stato ed è capace di generare. È bello quando un anziano sacerdote è circondato e visitato da quei piccoli –ormai adulti– che agli inizi ha battezzato e, con gratitudine, vengono a presentargli la loro famiglia! Lì abbiamo scoperto che siamo stati unti per ungere e l'unzione di Dio non delude mai e mi fa dire con l'Apostolo: «Continuamente rendo grazie per voi» (Ef 1,16) e per tutto il bene che avete fatto.
Nei momenti di difficoltà, di fragilità, così come in quelli di debolezza e in cui emergono i nostri limiti, quando la peggiore di tutte le tentazioni è quella di restare a rimuginare la desolazione[10] spezzando lo sguardo, il giudizio e il cuore, in quei momenti è importante –persino oserei dire cruciale– non solo non perdere la memoria piena di gratitudine per il passaggio del Signore nella nostra vita, la memoria del suo sguardo misericordioso che ci ha invitato a metterci in gioco per Lui e per il suo Popolo, ma avere anche il coraggio di metterla in pratica e con il salmista riuscire a costruire il nostro proprio canto di lode perché «eterna è la sua misericordia» (cfr Sal 135).
La gratitudine è sempre un’“arma potente”. Solo se siamo in grado di contemplare e ringraziare concretamente per tutti i gesti di amore, generosità, solidarietà e fiducia, così come di perdono, pazienza, sopportazione e compassione con cui siamo stati trattati, lasceremo che lo Spirito ci doni quell'aria fresca in grado di rinnovare (e non rattoppare) la nostra vita e missione. Lasciamo che, come Pietro la mattina della “pesca miracolosa”, il nostro constatare tutto il bene ricevuto ci faccia risvegliare la nostra capacità di stupirci e di ringraziare così da portarci a dire: «Signore, allontanati da me, perché sono un peccatore» (Lc 5,8) e, ancora una volta, ascoltiamo dalle labbra del Signore la sua chiamata: «Non temere; d'ora in poi sarai pescatore di uomini" (Lc 5,10); perché «eterna è la sua misericordia» (cfr Sal 135).
Fratelli, grazie per la vostra fedeltà agli impegni assunti. È veramente significativo che, in una società e in una cultura che ha trasformato “il gassoso” in valore ci siano delle persone che scommettano e cerchino di assumere impegni che esigono tutta la vita. Sostanzialmente stiamo dicendo che continuiamo a credere in Dio che non ha mai rotto la sua alleanza, anche quando noi l’abbiamo infranta innumerevoli volte. Questo ci invita a celebrare la fedeltà di Dio che non smette di fidarsi, credere e scommettere nonostante i nostri limiti e peccati, e ci invita a fare lo stesso. Consapevoli di portare un tesoro in vasi di creta (cfr 2 Cor 4,7), sappiamo che il Signore si manifesta vincitore nella debolezza (cfr 2 Cor 12,9), non smette di sostenerci e chiamarci, dandoci il centuplo (cfr Mc 10,29-30) perché «eterna è la sua misericordia».
Grazie per la gioia con cui avete saputo donare la vostra vita, mostrando un cuore che nel corso degli anni ha combattuto e lottato per non diventare angusto ed amaro ed essere, al contrario, quotidianamente allargato dall’amore di Dio e del suo popolo; un cuore che, come il buon vino, il tempo non ha inacidito, ma gli ha dato una qualità sempre più squisita; perché «eterna è la sua misericordia».
Grazie perché cercate di rafforzare i legami di fraternità e di amicizia nel presbiterio e con il vostro vescovo, sostenendovi a vicenda, curando colui che è malato, cercando chi si è isolato, incoraggiando e imparando la saggezza dall’anziano, condividendo i beni, sapendo ridere e piangere insieme…: come sono necessari questi spazi! E persino rimanendo costanti e perseveranti quando avete dovuto farvi carico di qualche ardua missione o spingere un fratello a prendersi le proprie responsabilità; perché «eterna è la sua misericordia».
Grazie per la testimonianza di perseveranza e “sopportazione” (hypomoné) nell’impegno pastorale, il quale tante volte, mossi dalla parresia del pastore[11], ci porta a lottare con il Signore nella preghiera, come Mosè in quella coraggiosa e anche rischiosa intercessione per il popolo (cfr Nm 14,13-19; Es 32,30-32; Dt 9,18-21); perché «eterna è la sua misericordia».
Grazie perché celebrate quotidianamente l'Eucaristia e pascete con misericordia nel sacramento della riconciliazione, senza rigorismi né lassismi, facendovi carico delle persone e accompagnandole nel cammino della conversione verso la nuova vita che il Signore dona a tutti noi. Sappiamo che attraverso gli scalini della misericordia possiamo scendere fino al punto più basso della condizione umana –fragilità e peccato inclusi– e ascendere fino al punto più alto della perfezione divina: «Siate misericordiosi come è misericordioso il Padre vostro»[12]. E così essere «capaci di riscaldare il cuore delle persone, di camminare nella notte con loro, di saper dialogare e anche di scendere nella loro notte, nel loro buio senza perdersi»[13]; perché «eterna è la sua misericordia».
Grazie perché ungete e annunciate a tutti, con ardore, “nel momento opportuno e non opportuno” il Vangelo di Gesù Cristo (cfr 2 Tm 4,2), sondando il cuore della propria comunità «per cercare dov’è vivo e ardente il desiderio di Dio, e anche dove tale dialogo, che era amoroso, sia stato soffocato o non abbia potuto dare frutto»[14]; perché «eterna è la sua misericordia».
Grazie per tutte le volte in cui, lasciandovi commuovere nelle viscere, avete accolto quanti erano caduti, curato le loro ferite, offrendo calore ai loro cuori, mostrando tenerezza e compassione come il Samaritano della parabola (cfr Lc 10,25-37). Niente è così urgente come queste cose: prossimità, vicinanza, essere vicini alla carne del fratello sofferente. Quanto bene fa l'esempio di un sacerdote che si avvicina e non si allontana dalle ferite dei suoi fratelli![15]. Riflesso del cuore del pastore che ha imparato il gusto spirituale di sentirsi uno con il suo popolo[16]; che non dimentica di essere uscito da esso e che solo servendolo troverà e potrà spiegare la sua più pura e piena identità, che gli consente de sviluppare uno stile di vita austero e semplice, senza accettare privilegi che non hanno il sapore del Vangelo; perché «eterna è la sua misericordia».
Ringraziamo anche per la santità del Popolo fedele di Dio che siamo invitati a pascere e attraverso il quale il Signore pasce e cura anche noi con il dono di poter contemplare questo popolo «nei genitori che crescono con tanto amore i loro figli, negli uomini e nelle donne che lavorano per portare il pane a casa, nei malati, nelle religiose anziane che continuano a sorridere. In questa costanza per andare avanti giorno dopo giorno vedo la santità della Chiesa militante»[17]. Rendiamo grazie per ognuno di loro e lasciamoci soccorrere e incoraggiare dalla loro testimonianza; perché «eterna è la sua misericordia».
CORAGGIO
«Il mio desiderio è che vi sentiate incoraggiati» (cfr Col 2,2).
Il mio secondo grande desiderio, facendomi eco delle parole di san Paolo, è di accompagnarvi a rinnovare il nostro coraggio sacerdotale, frutto soprattutto dell'azione dello Spirito Santo nelle nostre vite. Di fronte a esperienze dolorose, tutti abbiamo bisogno di conforto e incoraggiamento. La missione a cui siamo stati chiamati non implica di essere immuni dalla sofferenza, dal dolore e persino dall'incomprensione[18]; al contrario, ci chiede di affrontarli e assumerli per lasciare che il Signore li trasformi e ci configuri di più a Lui. «In ultima analisi, la mancanza di un riconoscimento sincero, sofferto e orante dei nostri limiti è ciò che impedisce alla grazia di agire meglio in noi, poiché non le lascia spazio per provocare quel bene possibile che si integra in un cammino sincero e reale di crescita»[19].
Un buon “test” per sapere come si trova il nostro cuore di pastore è chiedersi come stiamo affrontando il dolore. Molte volte può capitare di comportarsi come il levita o il sacerdote della parabola che si voltano dall’altra parte e ignorano l'uomo che giace a terra (cfr Lc 10,31-32). Altri si avvicinano male, intellettualizzano rifugiandosi in luoghi comuni: “la vita è così”, “non si può fare nulla”, dando spazio al fatalismo e allo scoraggiamento; oppure si avvicinano con uno sguardo di preferenze selettive generando così solo isolamento ed esclusione. «Come il profeta Giona, sempre portiamo latente in noi la tentazione di fuggire in un luogo sicuro che può avere molti nomi: individualismo, spiritualismo, chiusura in piccoli mondi…»[20], i quali lungi dal far commuovere le nostre viscere finiscono per allontanarci dalle ferite proprie, da quelle degli altri e, quindi, dalle ferite di Gesù[21].
In questa stessa linea, vorrei sottolineare un altro atteggiamento sottile e pericoloso che, come amava dire Bernanos, è «il più prezioso degli elisir del demonio»[22] e il più dannoso per noi che vogliamo servire il Signore perché semina scoraggiamento, orfanezza e porta alla disperazione[23]. Delusi dalla realtà, dalla Chiesa o da noi stessi, possiamo vivere la tentazione di aggrapparci ad una tristezza dolciastra, che i padri dell’Oriente chiamavano accidia. Il card. Tomáš Špidlík diceva: «Se ci assale la tristezza per la vita come tale, per la compagnia degli altri, per il fatto che siamo soli, allora c’è sempre qualche mancanza di fede nella Provvidenza di Dio e nella sua opera. La tristezza paralizza il coraggio di proseguire nel lavoro, nella preghiera, ci rende antipatici i nostri vicini. Gli autori monastici, che dedicano una lunga descrizione a questo vizio, lo chiamano il nemico peggiore della vita spirituale»[24].
Conosciamo quella tristezza che porta all'assuefazione e conduce gradualmente alla naturalizzazione del male e dell'ingiustizia con il debole sussurro di quel “si è sempre fatto così”. Tristezza che rende sterili tutti i tentativi di trasformazione e conversione, propagando risentimento e animosità. «Questa non è la scelta di una vita degna e piena, questo non è il desiderio di Dio per noi, questa non è la vita nello Spirito che sgorga dal cuore di Cristo risorto» e per la quale siamo stati chiamati[25]. Fratelli, quando quella tristezza dolciastra minaccia di impadronirsi della nostra vita o della nostra comunità, senza spaventarci né preoccuparci, ma con determinazione, chiediamo e facciamo chiedere allo Spirito che «venga a risvegliarci!, a dare uno scossone al nostro torpore, a liberarci dall’inerzia! Sfidiamo l’abitudinarietà, apriamo bene gli occhi e gli orecchi, e soprattutto il cuore, per lasciarci smuovere da ciò che succede intorno a noi e dal grido della Parola viva ed efficace del Risorto»[26].
Consentitemi di ripeterlo, tutti abbiamo bisogno del conforto e della forza di Dio e dei fratelli in tempi difficili. A tutti noi servono quelle accorate parole di san Paolo alle sue comunità: «Vi prego quindi di non perdervi d'animo a causa delle mie tribolazioni per voi» (Ef 3,13); «Il mio desiderio è che vi sentiate incoraggiati» (cfr Col 2,2), e così poter compiere la missione che ogni mattina il Signore ci dona: trasmettere «una grande gioia, che sarà di tutto il popolo» (Lc 2,10). Ma, appunto, non come teoria o conoscenza intellettuale o morale di ciò che dovrebbe essere, bensì come uomini che immersi nel dolore sono stati trasformati e trasfigurati dal Signore, e come Giobbe arrivano ad esclamare: «Io ti conoscevo solo per sentito dire, ma ora i miei occhi ti hanno veduto» (42,5). Senza questa esperienza fondante, tutti i nostri sforzi ci porteranno sulla via della frustrazione e del disincanto.
Durante la nostra vita, abbiamo potuto contemplare come «con Gesù Cristo sempre nasce e rinasce la gioia»[27]. Anche se ci sono diverse fasi in questa esperienza, sappiamo che al di là delle nostre fragilità e dei nostri peccati, Dio «ci permette di alzare la testa e ricominciare, con una tenerezza che mai ci delude e che sempre può restituirci la gioia»[28]. Quella gioia non nasce dai nostri sforzi volontaristici o intellettualistici ma dalla fiducia di sapere che le parole di Gesù a Pietro continuano ad agire: nel momento in cui sarai “passato al vaglio”, non dimenticare che Io stesso «ho pregato per te, che non venga meno la tua fede» (Lc 22,32). Il Signore è il primo a pregare e combattere per te e per me. E ci invita ad entrare pienamente nella sua preghiera. Possono addirittura esserci dei momenti in cui dovremmo immergerci «nella preghiera del Getsemani, la più umana e drammatica delle preghiere di Gesù (...). C'è supplica, tristezza, angoscia, quasi un disorientamento (Mc 14,33)»[29].
Sappiamo che non è facile restare davanti al Signore lasciando che il suo sguardo percorra la nostra vita, guarisca il nostro cuore ferito e lavi i nostri piedi impregnati dalla mondanità che ci si è attaccata lungo la strada e ci impedisce di camminare. È nella preghiera che sperimentiamo la nostra benedetta precarietà che ci ricorda il nostro essere dei discepoli bisognosi dell'aiuto del Signore, e ci libera dalla tendenza prometeica «di coloro che in definitiva fanno affidamento unicamente sulle proprie forze e si sentono superiori agli altri perché osservano determinate norme»[30].
Fratelli, Gesù più di chiunque altro conosce i nostri sforzi e risultati, così come i fallimenti e gli insuccessi. Lui è il primo a dirci: «Venite a me, voi tutti, che siete stanchi e oppressi, e io vi darò ristoro. Prendete il mio giogo sopra di voi e imparate da me, che sono mite e umile di cuore, e troverete ristoro per la vostra vita» (Mt 11,28-29).
In una tale preghiera sappiamo che non siamo mai da soli. La preghiera del pastore è una preghiera abitata sia dallo Spirito «il quale grida: Abbà, Padre!» (Gal 4,6), sia dal popolo che gli è stato affidato. La nostra missione e identità ricevono luce da questo doppio legame.
La preghiera del pastore si nutre e si incarna nel cuore del Popolo di Dio. Porta i segni delle ferite e delle gioie della sua gente che nel silenzio presenta davanti al Signore affinché siano unti con il dono dello Spirito Santo. È la speranza del pastore che confida e lotta affinché il Signore possa sanare la nostra fragilità, quella personale e quella delle nostre comunità. Ma non perdiamo di vista il fatto che è proprio nella preghiera del Popolo di Dio dove il cuore del pastore si incarna e trova il suo posto. Questo ci rende tutti liberi dal cercare o volere risposte facili, veloci e prefabbricate, permettendo al Signore di essere Lui (e non le nostre ricette e priorità) a mostrarci un cammino di speranza. Non perdiamo di vista il fatto che, nei momenti più difficili della comunità primitiva, come leggiamo nel libro degli Atti degli Apostoli, la preghiera è diventata la vera protagonista.
Fratelli, riconosciamo la nostra fragilità, sì; ma permettiamo che Gesù la trasformi e ci proietti in continuazione verso la missione. Non perdiamo la gioia di sentirci “pecore”, di sapere che Lui è nostro Signore e Pastore.
Per mantenere il cuore coraggioso è necessario non trascurare questi due legami costitutivi della nostra identità: il primo, con Gesù. Ogni volta che ci sleghiamo da Gesù o trascuriamo la nostra relazione con Lui, a poco a poco il nostro impegno si inaridisce e le nostre lampade rimangono senza l'olio in grado di illuminare la vita (cfr Mt 25,1-13): «Rimanete in me e io in voi. Come il tralcio non può portare frutto da se stesso se non rimane nella vite, così neanche voi se non rimanete in me…perché senza di me non potete far nulla» (Gv 15,4-5). In questo senso, vorrei incoraggiarvi a non trascurare l'accompagnamento spirituale, avendo un fratello con cui parlare, confrontarsi, discutere e discernere in piena fiducia e trasparenza il proprio cammino; un fratello sapiente con cui fare l'esperienza di sapersi discepoli. Cercatelo, trovatelo e godete la gioia di lasciarvi curare, accompagnare e consigliare. È un aiuto insostituibile per poter vivere il ministero facendo la volontà del Padre (cfr Eb 10,9) e lasciare il cuore battere con «gli stessi sentimenti di Cristo Gesù» (Fil 2,5). Quanto bene ci fanno le parole del Qoèlet: «Meglio essere in due che uno solo … Infatti, se cadono, l'uno rialza l'altro. Guai invece a chi è solo: se cade, non ha nessuno che lo rialzi» (4,9-10).
L'altro legame costitutivo: aumentate e nutrite il vincolo con il vostro popolo. Non isolatevi dalla vostra gente e dai presbiteri o dalle comunità. Ancora meno non rinchiudetevi in gruppi chiusi ed elitari. Questo, alla fine, soffoca e avvelena lo spirito. Un ministro coraggioso è un ministro sempre in uscita; ed “essere in uscita” ci porta a camminare «a volte davanti, a volte in mezzo e a volte dietro: davanti, per guidare la comunità; in mezzo, per incoraggiarla e sostenerla; dietro, per tenerla unita perché nessuno rimanga troppo, troppo indietro, per tenerla unita, e anche per un’altra ragione: perché il popolo ha “fiuto”! Ha fiuto nel trovare nuove vie per il cammino, ha il “sensus fidei” [cfr Lumen Gentium, 12]. Che cosa c’è di più bello?»[31]. Gesù stesso è il modello di questa scelta evangelizzatrice che ci introduce nel cuore del popolo. Quanto bene ci fa vederlo vicino a tutti! Il donarsi di Gesù sulla croce non è altro che il culmine di questo stile evangelizzatore che ha contrassegnato tutta la sua esistenza.
Fratelli, il dolore di tante vittime, il dolore del Popolo di Dio, così come il nostro, non può andare perduto. È Gesù stesso che porta tutto questo peso sulla sua croce e ci invita a rinnovare la nostra missione per essere vicini a coloro che soffrono, per stare, senza vergogna, vicini alle miserie umane e, perché no, viverle come proprie per renderle eucaristia[32]. Il nostro tempo, segnato da vecchie e nuove ferite, ci impone di essere artigiani di relazione e comunione, aperti, fiduciosi e in attesa della novità che il Regno di Dio vuole suscitare oggi. Un regno di peccatori perdonati, invitati a testimoniare la sempre viva e attiva compassione del Signore; «perché eterna è la sua misericordia».
LODE
«L’anima mia magnifica il Signore» (Lc 1,46).
È impossibile parlare di gratitudine e incoraggiamento senza contemplare Maria. Lei, donna dal cuore trafitto (cfr Lc 2,35) ci insegna la lode capace di aprire lo sguardo al futuro e restituire speranza al presente. Tutta la sua vita è stata condensata nel suo canto di lode (cfr Lc 1,46-55), che anche noi siamo invitati a cantare come promessa di pienezza.
Ogni volta che vado in un Santuario Mariano, mi piace “guadagnare tempo guardando e a lasciandomi guardare dalla Madre, chiedendo la fiducia del bambino, del povero e del semplice che sa che lì c'è sua madre e che può mendicare un posto nel suo grembo. E nel guardarla, ascoltare ancora una volta come l'indio Juan Diego: «Che c’è, figlio mio, il più piccolo di tutti? Che cosa rattrista il tuo cuore? Non ci sono forse qui io, io che ho l’onore di essere tua madre?»[33].
Guardare Maria è tornare «a credere nella forza rivoluzionaria della tenerezza e dell’affetto. In lei vediamo che l’umiltà e la tenerezza non sono virtù dei deboli ma dei forti, che non hanno bisogno di maltrattare gli altri per sentirsi importanti»[34].
Se qualche volta lo sguardo inizia a indurirsi, o sentiamo che la forza seducente dell'apatia o della desolazione vuole mettere radici e impadronirsi del cuore; se il gusto di sentirci parte viva e integra del Popolo di Dio comincia a infastidirci e ci sentiamo spinti verso un atteggiamento elitario ... non avere paura di contemplare Maria e intonare il suo canto di lode.
Se qualche volta ci sentiamo tentati di isolarci e rinchiuderci in noi stessi e nei nostri progetti proteggendoci dalle vie sempre polverose della storia, o se lamenti, proteste, critiche o ironia si impadroniscono del nostro agire senza voglia di combattere, di aspettare e di amare ... guardiamo a Maria affinché purifichi i nostri occhi da ogni “pagliuzza” che potrebbe impedirci di essere attenti e svegli per contemplare e celebrare Cristo che vive in mezzo al suo Popolo. E se vediamo che non riusciamo a camminare diritto, che facciamo fatica a mantenere i propositi di conversione, rivolgiamoci a Lui come lo faceva supplicandolo, quasi in modo complice, quel grande parroco, anche poeta, della mia diocesi precedente: «Questa sera, Signora, la promessa è sincera. Ma, per ogni evenienza, non dimenticarti di lasciare la chiave fuori»[35]. Lei «è l’amica sempre attenta perché non venga a mancare il vino nella nostra vita. È colei che ha il cuore trafitto dalla spada, che comprende tutte le pene. Quale madre di tutti, è segno di speranza per i popoli che soffrono i dolori del parto finché non germogli la giustizia… Come una vera madre, cammina con noi, combatte con noi, ed effonde incessantemente la vicinanza dell’amore di Dio»[36].
Fratelli, ancora una volta, «continuamente rendo grazie per voi» (Ef 1,16) per la vostra dedizione e missione con la certezza che «Dio rimuove le pietre più dure, contro cui vanno a schiantarsi speranze e aspettative: la morte, il peccato, la paura, la mondanità. La storia umana non finisce davanti a una pietra sepolcrale, perché scopre oggi la “pietra viva” (cfr 1 Pt 2,4): Gesù risorto. Noi come Chiesa siamo fondati su di Lui e, anche quando ci perdiamo d’animo, quando siamo tentati di giudicare tutto sulla base dei nostri insuccessi, Egli viene a fare nuove le cose»[37].
Lasciamo che sia la gratitudine a suscitare la lode e ci incoraggi ancora una volta alla missione di ungere i nostri fratelli nella speranza. Ad essere uomini che testimoniano con la loro vita la compassione e la misericordia che solo Gesù può donarci.
Il Signore Gesù vi benedica e la Santa Vergine vi custodisca. E, per favore, vi chiedo di non dimenticare di pregare per me.
Fraternamente,
Francesco
Roma, presso San Giovanni in Laterano, 4 agosto 2019.
Memoria liturgica del santo Curato d’Ars.
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[1] Cfr Lett. ap. Anno Iubilari (23 aprile 1929): AAS 21 (1929), 312-313.
[2] Discorso alla Conferenza Episcopale Italiana (20 maggio 2019). La paternità spirituale che spinge il Vescovo a non lasciare orfani i suoi presbiteri si può riscontrare non solo nella capacità di avere le porte aperte per tutti i suoi preti, ma nell’andare a cercarli per prendersi cura di loro e accompagnarli.
[3] Cfr SAN GIOVANNI XXIII, Lett. enc. Sacerdotii nostri primordia nel I centenario del piissimo transito del santo Curato d’Ars (1 agosto 1959): AAS 51 (1959), 548.
[4] Cfr Lettera al Popolo di Dio (20 agosto 2018).
[5] Incontro con i Sacerdoti, Religiosi e Religiose, Consacrati e Seminaristi, Santiago del Cile (16 gennaio 2018).
[6] Cfr Lettera al Popolo di Dio che è in cammino in Cile (31 maggio 2018).
[7] Incontro con il Clero di Roma (7 marzo 2019).
[8] Omelia Veglia Pasquale nella Notte Santa (19 aprile 2014).
[9] Esort. ap. Gaudete et exsultate, 7.
[10] Cfr JORGE MARIO BERGOGLIO, Lettere della tribolazione, Milano, 2019, p. 18.
[11] Cfr Discorso ai Parroci di Roma (6 marzo 2014).
[12] Ritiro spirituale ai Sacerdoti, Prima Meditazione (2 giugno 2016).
[13] ANTONIO SPADARO, Intervista a Papa Francesco: “La Civiltà Cattolica” 3918 (19 settembre 2013), p. 462.
[14] Esort. ap. Evangelii gaudium, 137.
[15] Cfr Discorso ai Parroci di Roma (6 marzo 2014).
[16] Cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 268.
[17] Esort. ap. Gaudete et exsultate, 7.
[18] Cfr Lett. ap. Misericordia et misera, 13.
[19] Esort. ap. Gaudete et exsultate, 50.
[20] Ibid., 134.
[21] Cfr JORGE MARIO BERGOGLIO, Reflexiones en esperanza, Città del Vaticano, 2013, p. 14.
[22] Journal d’un curé de campagne, Paris, 1974, p. 135; cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 83.
[23] Cfr BARSANUFIO, Epistolario, in: VITO CUTRO – MICHAŁ TADEUSZ SZWEMIN, Bisogno di Paternità, Varsavia, 2018, p. 124.
[24] L’arte di purificare il cuore, Roma, 1999, p. 47.
[25] Esort. ap. Evangelii gaudium, 2.
[26] Esort. ap. Gaudete et exsultate, 137.
[27] Esort. ap. Evangelii gaudium, 1.
[28] Ibid., 3.
[29] JORGE MARIO BERGOGLIO, Reflexiones en esperanza, Città del Vaticano, 2013, p. 26.
[30] Esort. ap. Evangelii gaudium, 94.
[31] Incontro con il Clero, Persone di Vita Consacrata e Membri di Consigli Pastorali, Assisi (4 ottobre 2013).
[32] Cfr Esort. ap. Evangelii gaudium, 268-270.
[33] Cfr Nican Mopohua, 107, 118, 119.
[34] Esort. ap. Evangelii gaudium, 288.
[35] Cfr AMELIO LUIS CALORI, Aula Fúlgida, Buenos Aires, 1946.
[36] Esort. ap. Evangelii gaudium, 286.
[37] Omelia Veglia Pasquale nella Notte Santa (20 aprile 2019).
[01269-IT.01] [Testo originale: Spagnolo]
Traduzione in lingua francese
A mes frères prêtres.
Chers frères,
Nous fêtons les 160 ans de la mort du Saint Curé d’Ars que PieXI a présenté comme patron de tous les curés du monde[1]. Je veux vous écrire cette lettre en sa fête, non seulement aux curés, mais aussi à vous tous, frères prêtres qui, sans faire de bruit, “quittez” tout pour vous engager dans la vie quotidienne de vos communautés. A vous qui, comme le Curé d’Ars, travaillez dans la “tranchée”, portez sur vos épaules le poids du jour et de la chaleur (cf. Mt 20, 12) et, exposés à d’innombrables situations, “y prenez des risques” quotidiennement et sans vous donner trop d’importance, afin de prendre soin du Peuple de Dieu et de l’accompagner. Je m’adresse à chacun de vous qui, si souvent, de manière inaperçue et sacrifiée, dans la lassitude ou la fatigue, la maladie ou la solitude, assumez la mission au service de Dieu et de son peuple et, même avec toutes les difficultés du chemin, écrivez les pages les plus belles de la vie sacerdotale.
Il y a quelque temps je manifestais aux évêques italiens ma préoccupation que nos prêtres, en de nombreuses régions, se sentent ridiculisés et “culpabilisés” en raison de crimes qu’ils n’ont pas commis. Et je leur disais qu’il fallait qu’ils trouvent en leur évêque la figure du frère aîné et du père qui les encourage en ces temps difficiles, les stimule et les soutient en chemin[2].
Comme frère aîné et comme père, je désire moi aussi être proche, en premier lieu pour vous remercier au nom du saint Peuple fidèle de Dieu de tout ce qu’il reçoit de vous et, en retour, vous encourager à renouveler ces paroles que le Seigneur a prononcées avec tellement de tendresse le jour de notre ordination et qui constituent la source de notre joie:«Je ne vous appelle plus serviteurs… je vous appelle mes amis » (Jn 15, 15)[3].
SOUFFRANCE
«J’ai vu la misère de mon peuple » (Ex 3, 7)
Ces derniers temps nous avons pu entendre avec davantage de clarté le cri, souvent silencieux et réduit au silence, de nos frères victimes d’abus de pouvoir, d’abus de conscience et d’abus sexuel de la part de ministres ordonnés. Sans aucun doute, c’est un temps de souffrance dans la vie des victimes qui ont subi différentes formes d’abus; c’est également le cas pour leurs familles et pour tout le peuple de Dieu.
Comme vous le savez, nous sommes fermement engagés dans la mise en application des réformes nécessaires pour stimuler, dès la racine, une culture basée sur la sollicitude pastorale, de manière à ce que la culture de l’abus ne trouve pas d’espace pour se développer et encore moins, se perpétuer. Ce n’est pas une tâche facile et à court terme, elle demande l’engagement de tous. Si, par le passé, l’omission a pu se transformer en une forme de réponse, nous voulons aujourd’hui que la conversion, la transparence, la sincérité et la solidarité avec les victimes deviennent notre manière de faire l’histoire et nous aide à être plus attentifs à toute souffrance humaine[4].
Cette souffrance n’est pas non plus indifférente aux prêtres. J’ai pu le constater lors des différentes visites pastorales tant dans mon diocèse que dans d’autres où j’ai eu l’occasion d’avoir des rencontres et des discussions personnelles avec des prêtres. Beaucoup d’entre eux m’ont manifesté leur indignation pour ce qui est arrivé, et aussi une certaine impuissance puisqu’« en plus de l’effort du dévouement, ils ont vécu la souffrance qu’engendrent la suspicion et la remise en cause, ayant pu provoquer chez quelques-uns ou beaucoup le doute, la peur et le manque de confiance»[5]. Nombreuses sont les lettres de prêtres qui partagent cette sensation. D’autre part, il est réconfortant de rencontrer des pasteurs qui, en constatant et en prenant connaissance de la souffrance des victimes et du Peuple de Dieu, se mobilisent, cherchent des mots et des chemins d’espérance.
Sans nier ni rejeter le dommage causé par quelques-uns de nos frères, il serait injuste de ne pas être reconnaissant pour tant de prêtres qui, de manière constante et honnête, donnent tout ce qu’ils sont et ce qu’ils possèdent pour le bien des autres (cf. 2 Co 12, 15) et développent une paternité spirituelle capable de pleurer avec ceux qui pleurent. Ils sont innombrables les prêtres qui font de leur vie une œuvre de miséricorde, dans des régions ou dans des situations si souvent inhospitalières, éloignées ou abandonnées, même au risque de leur propre vie. Je salue et j’apprécie votre courageux et constant exemple qui, dans des moments de trouble, de honte et de souffrance, nous montre que vous continuez à prendre des risques avec joie pour l’Evangile[6].
Je suis convaincu que, dans la mesure où nous sommes fidèles à la volonté de Dieu, les temps de purification de l’Eglise que nous vivons nous rendront plus heureux et plus simples, et seront, dans un avenir proche, très féconds. «Ne nous décourageons pas! Le Seigneur est en train de purifier son Epouse et il nous convertit tous à Lui. Il nous fait faire l’expérience de l’épreuve, afin que nous comprenions que sans Lui nous sommes poussière. Il est en train de nous sauver de l’hypocrisie et de la spiritualité des apparences. Il souffle son Esprit pour redonner la beauté à son Epouse, surprise en flagrant délit d’adultère. Cela nous fera du bien de lire aujourd’hui le chapitre 16 d’Ezéchiel. C’est l’histoire de l’Eglise. C’est mon histoire, peut dire chacun de nous. Et à la fin, mais à travers ta honte, tu continueras à être le pasteur. Notre humble repentir, qui reste silencieux, dans les larmes, face à la monstruosité du péché et à l’insondable grandeur du pardon de Dieu, cet humble repentir est le début de notre sainteté »[7].
GRATITUDE
«Je ne cesse pas de rendre grâce, quand je fais mémoire de vous» (Ep 1, 16)
Plus qu’un choix de notre part, la vocation est la réponse à un appel gratuit du Seigneur. Il est bon de revenir inlassablement sur ces passages de l’Évangile où nous voyons Jésus prier, choisir et appeler des disciples pour être «avec lui et pour les envoyer proclamer la Bonne Nouvelle» (Mc 3, 14).
Je voudrais ici faire mémoire d’un grand maître de la vie sacerdotale dans mon pays natal, le père Lucio Gera, qui, parlant à un groupe de prêtres à une époque de diverses épreuves en Amérique Latine, leur disait: ‘‘Toujours, mais surtout dans les moments d’épreuves, nous devons retourner à ces moments lumineux où nous faisons l’expérience de l’appel du Seigneur à consacrer toute notre vie à son service’’. C’est ce que j’aime appeler ‘‘la mémoire deutéronomique de la vocation’’ qui nous permet de revenir «à ce point incandescent où la grâce de Dieu m’a touché au début du chemin. C’est à cette étincelle que je peux allumer le feu pour aujourd’hui, pour chaque jour, et porter chaleur et lumière à mes frères et à mes sœurs. À cette étincelle s’allume une joie humble, une joie qui n’offense pas la douleur et le désespoir, une joie bonne et douce»[8].
Un jour, nous avons prononcé un ‘‘oui’’ qui est né et a grandi au sein d’une communauté chrétienne grâce à ces saints «de la porte d’à côté»[9] qui nous ont montré avec une foi simple qu’il valait la peine de tout donner pour le Seigneur et pour son Royaume. Un ‘‘oui’’ dont la portée a eu et aura une importance si inconcevable que bien souvent nous n’arriverons pas à imaginer tout le bien qu’il fut et qu’il est capable de générer. Que c’est beau, quand un prêtre âgé se voit entouré et visité par ces petits – déjà adultes – qu’il a baptisés enfants et qui, avec gratitude, viennent lui présenter leur famille! Nous découvrons là que nous avons été oints pour oindre et que l’onction de Dieu ne déçoit jamais, ce qui me fait dire avec l’Apôtre: « Je ne cesse pas de rendre grâce, quand je fais mémoire de vous » (Ep 1, 16) et de tout le bien que vous faites.
Dans les moments de tribulation, de fragilité, comme dans les moments de faiblesse et de manifestation de nos limites, quandla pire de toutes les tentations, est de rester à ruminer le désespoir[10] en fractionnant le regard, le jugement et le cœur, en ces moment-là, il est important – j’irais même jusqu’à dire crucial – non seulement de ne pas perdre la mémoire reconnaissante du passage du Seigneur dans notre vie, la mémoire de son regard miséricordieux qui nous a invités à miser sur lui et sur son peuple, mais aussi à avoir le courage de la faire passer dans nos actes et avec le psalmiste à pouvoir entonner notre propre chant de louange, car «éternelle est sa miséricorde» (Ps 135).
La reconnaissance est toujours une ‘‘arme puissante’’. Ce n’est qu’en étant à même de contempler et d’apprécier concrètement tous les gestes d’amour, de générosité, de solidarité et de confiance, ainsi que de pardon, de patience, d’endurance et de compassion avec lesquels nous avons été traités que nous laisserons l’Esprit nous offrir cet air frais capable de renouveler (et non de rapiécer) notre vie et notre mission. Comme chez Pierre le matin de la ‘‘pêche miraculeuse’’, que la conscience de tant de bien reçu fasse jaillir en nous la capacité d’émerveillement et de gratitude qui nous porte à déclarer :« Éloigne-toi de moi, Seigneur, car je suis un homme pécheur» (Lc 5, 8). Et écoutons une fois de plus de la bouche du Seigneur son appel: «Sois sans crainte, désormais ce sont des hommes que tu prendras» (Lc 5, 10), car « éternelle est sa miséricorde» (Ps 135).
Chers frères, merci pour votre fidélité aux engagements pris. Il est significatif que, dans une société et dans une culture qui a transformé ‘‘le superficiel’’ en valeur, il existe des personnes qui risquent et cherchent à assumer des engagements réclamant toute la vie. Nous disons en substance que nous continuons de croire en Dieu qui n’a jamais rompu son alliance, alors même que nous l’avons rompue un nombre incalculable de fois. Cela nous invite à célébrer la fidélité de Dieu qui ne cesse pas de faire confiance, de croire et de prendre des risques, malgré nos limites et nos péchés, et nous invite à faire de même. Conscients de porter un trésor dans des vases d’argile (cf. 2 Co 4, 7), nous savons que le Seigneur triomphe dans la faiblesse (cf. 2 Co 12, 9), qu’il ne cesse pas de nous soutenir et de nous appeler, en nous donnant cent pour un (cf. Mc 10, 29-30), car «éternelle est sa miséricorde».
Merci pour la joie avec laquelle vous avez su donner vos vies, révélant un cœur qui au cours des années, a lutté et lutte pour ne pas se rétrécir et s’aigrir mais pour être, au contraire, chaque jour élargi par l’amour de Dieu et de son peuple, un cœur que le temps n’a pas rendu aigre mais a bonifié toujours davantage, comme le bon vin, car «éternelle est sa miséricorde».
Merci de vous efforcer de renforcer les liens de fraternité et d’amitié dans le presbyterium et avec votre évêque, en vous soutenant mutuellement, en prenant soin de celui qui est malade, en allant à la recherche de celui qui s’est isolé, en appréciant et en apprenant la sagesse de l’ancien, en partageant les biens, en sachant rire et pleurer ensemble. Combien sont nécessaires ces espaces! Et même en étant constants et persévérants quand vous avez dû affronter une mission difficile ou encourager un frère à assumer ses responsabilités, car «éternelle est sa miséricorde».
Merci pour le témoignage de persévérance et d’‘‘endurance’’ (hypomoné) dans l’engagement pastoral qui bien des fois, nous conduit, poussés par la parresía du pasteur[11], à lutter avec le Seigneur dans la prière, comme Moïse dans cette intercession courageuse et risquée pour le peuple (cf. Nb 14, 13-19; Ex 32, 30-32; Dt 9, 18-21), car «éternelle est sa miséricorde».
Merci de célébrer chaque jour l’Eucharistie et de faire paître avec miséricorde dans le sacrement de la réconciliation, sans rigorisme, ni laxisme, en prenant en charge les personnes et en les accompagnant sur le chemin de conversion vers la vie nouvelle que le Seigneur nous offre à tous. Nous savons que, grâce aux marches de la miséricorde, nous pouvons descendre jusqu’aux profondeurs de notre condition humaine – fragilité et péchés inclus – et, en même temps, toucher le sommet de la perfection divine: «Soyez miséricordieux […] comme votre Père est miséricordieux»[12]. Et nous pouvons ainsi être «capables de réchauffer le cœur des personnes, de marcher avec elles dans la nuit, de savoir dialoguer et même de descendre dans leur nuit et dans leur obscurité sans se perdre»[13], car «éternelle est sa miséricorde».
Merci d’oindre et d’annoncer à tous, avec enthousiasme, ‘‘à temps et à contretemps’’ (cf. 2Tm 4, 2) l’Évangile de Jésus Christ, en sondant le cœur de vos communautés respectives «pour chercher où est vivant et ardent le désir de Dieu, et aussi où ce dialogue, qui était amoureux, a été étouffé ou n’a pas pu donner de fruit»[14], car « éternelle est sa miséricorde».
Merci pour toutes les fois où, en vous laissant émouvoir jusqu’aux entrailles, vous avez accueilli les personnes tombées, soigné leurs blessures en donnant de la chaleur à leurs cœurs, en manifestant tendresse et compassion comme le samaritain de la parabole (cf. Lc 10, 25-37). Rien n’est plus urgent que ceci: proximité, être-avec, nous faire proches de la chair du frère souffrant. Que cela fait du bien l’exemple d’un prêtre qui se fait proche et qui ne fuit pas les blessures de ses frères![15] C’est le reflet du cœur du pasteur qui a appris la saveur spirituelle de se sentir un avec son peuple[16], qui n’oublie pas qu’il vient de ce peuple et que ce n’est qu’à son service qu’il trouvera et pourra déployer sa plus authentique et pleine identité qui lui fait adopter un style de vie austère et simple, sans accepter des privilèges qui n’ont pas la saveur de l’Évangile, car «éternelle est sa miséricorde».
Rendons grâce également pour la sainteté du Peuple fidèle de Dieu que nous sommes invités à faire paître, et à travers lequel le Seigneur nous fait paître nous aussi et préserve le don de pouvoir contempler ce peuple dans ces «parents qui éduquent avec tant d’amour leurs enfants, chez ces hommes et ces femmes qui travaillent pour apporter le pain à la maison, chez les malades, chez les religieuses âgées qui continuent de sourire. Dans cette constance à aller de l’avant chaque jour, je vois la sainteté de l’Église militante »[17]. Rendons grâce pour chacun d’entre eux et laissons-les nous aider et nous encourager par leur témoignage, car «éternelle est sa miséricorde».
COURAGE
«Je combats pour que leurs cœurs soient remplis de courage» (Col 2,2)
Mon deuxième grand désir, en me faisant l’écho des paroles de saint Paul, est de vous conduire à renouveler notre courage sacerdotal, fruit avant tout de l’action de l’Esprit Saint dans nos vies. Face à des expériences douloureuses, nous avons tous besoin de réconfort et d’encouragement. La mission à laquelle nous avons été appelés ne nous entraine pas à être immunisés contre la souffrance, la douleur et même l’incompréhension[18]; au contraire, elle nous pousse à les regarder en face et à les assumer pour laisser le Seigneur les transformer et nous configurer toujours plus à Lui. «Au fond, l’absence de la reconnaissance sincère, douloureuse et priante de nos limites est ce qui empêche la grâce de mieux agir en nous, puisqu’on ne lui laisse pas de place pour réaliser ce bien possible qui s’insère dans un cheminement sincère et réel de croissance»[19].
Un bon ‘‘test’’ pour connaitre comment est notre cœur de pasteur est de nous demander comment nous réagissons face à la douleur. Souvent on peut agir comme le lévite ou le prêtre de la parabole qui font un détour et ignorent l’homme tombé (Lc 10,31). D’autres s’en approchent mal, ils l’intellectualisent en se réfugiant en des lieux communs: ‘‘la vie est ainsi’’, ‘‘on ne peut rien faire’’, donnant lieu au fatalisme et au désespoir; ou ils s’en approchent avec un regard sélectif qui ne génère qu’isolement et exclusion. «Comme le prophète Jonas, nous avons en nous la tentation latente de fuir vers un endroit sûr qui peut avoir beaucoup de noms : individualisme, spiritualisme, repli dans de petits cercles, …»[20] lesquels, loin de faire que nos entrailles soient touchées, finissent par nous détourner de nos propres blessures, de celles des autres, et par conséquent, des plaies de Jésus[21].
Dans cette même ligne, j’aimerais signaler une autre attitude subtile et dangereuse qui, comme aimait le dire Bernanos, est «le plus apprécié des élixirs du démon»[22] et la plus nocive pour ceux d’entre nous qui veulent servir le Seigneur, parce qu’elle sème le découragement, le sentiment d’abandon et conduit au désespoir[23]. Déçus par la réalité, par l’Eglise et par nous-mêmes, nous pouvons vivre la tentation de nous attacher à une douce tristesse, que les pères de l’Orient appelaient acédie. Le cardinal Tomáš Špidlίk disait: «Si la tristesse nous assaille à cause de la vie comme elle est, de la compagnie des autres, parce que nous sommes seuls, alors il y a toujours quelque manque de foi en la Providence de Dieu et en son œuvre. La tristesse paralyse le courage à poursuivre le travail et la prière, nous rend antipathiques pour ceux qui vivent à côté de nous. Les auteurs monastiques qui consacrent une longue description à ce vice l’appellent le pire ennemi de la vie spirituelle»[24].
Nous connaissons cette tristesse qui porte à l’accoutumance et conduit peu à peu à la naturalisation du mal et de l’injustice avec le faible murmure du ‘‘on a toujours fait ainsi’’. Tristesse qui rend stérile toute tentative de transformation et de conversion en propageant ressentiment et animosité. « Ce n’est pas le choix d’une vie digne et pleine, ce n’est pas le désir de Dieu pour nous, ce n’est pas la vie dans l’Esprit qui jaillit du cœur du Christ ressuscité» et pour laquelle nous avons été appelés[25]. Frères, quand cette douce tristesse menace de prendre prise sur nos vies ou sur nos communautés, demandons et faisons demander à l’Esprit qu’il «vienne nous réveiller, nous secouer dans notre sommeil, nous libérer de l’inertie. Affrontons l’accoutumance, ouvrons bien les yeux et les oreilles, et surtout le cœur, pour nous laisser émouvoir par ce qui se passe autour de nous et par le cri de la Parole vivante et efficace du Ressuscité »[26].
Permettez-moi de le répéter, nous avons tous besoin de la consolation et de la force de Dieu et de nos frères dans les temps difficiles. A nous tous sont utiles ces paroles de saint Paul à ses communautés: «Aussi, je vous demande de ne pas vous décourager devant les épreuves » (Ep 3,13); «Je combats pour que leurs cœurs soient remplis de courage » (Col 2,2), et ainsi être en mesure d’accomplir la mission que chaque matin le Seigneur nous offre: transmettre «une bonne nouvelle, une joie pour tout le peuple» (Lc 2,10). Mais, ceci, non comme une théorie ou une connaissance intellectuelle ou morale de ce qui devrait être, mais comme des hommes qui au milieu de la douleur ont été transformés et transfigurés par le Seigneur, et comme Job, parviennent à s’exclamer: «C’est par ouï-dire que je te connaissais, mais maintenant mes yeux t’ont vu» (Jb 42,5). Sans cette expérience fondatrice, tous nos efforts nous conduisent au chemin de la frustration et du désenchantement.
Au long de notre vie, nous avons pu contempler comment «avec Jésus Christ la joie naît et renaît toujours»[27]. Bien qu'il y ait différentes étapes dans cette expérience, nous savons qu’au-delà de nos fragilités et de nos péchés, Dieu toujours «nous permet de relever la tête et de recommencer, avec une tendresse qui ne nous déçoit jamais et qui peut toujours nous rendre la joie»[28]. Cette joie ne naît pas de nos efforts volontaristes ou intellectuels mais de la confiance de savoir que les paroles de Jésus à Pierre sontencore actuelles: dans les moments où vous êtes secoués, n’oubliez pas que «j’ai prié pour toi, afin que ta foi ne défaille pas » (Lc 22,32). Le Seigneur est le premier à prier et à combattre pour vous et pour moi. Et il nous invite à entrer pleinement dans sa prière. Il peut même y avoir des moments où nous devons nous plonger dans «la prière de Gethsémani, la plus humaine et la plus dramatique des prières de Jésus (…). Il y a supplique, tristesse, angoisse, presque une désorientation (Mc 14, 33ss)»[29].
Nous savons qu’il n’est pas facile de demeurer devant le Seigneur et de le laisser scruter nos vies, guérir notre cœur blessé et laver nos pieds imprégnés de la mondanité qui y a adhéré en chemin et qui nous empêche de marcher. Dans la prière nous faisons l’expérience de notre bienheureuse pauvreté qui nous rappelle que nous sommes des disciples nécessiteux de l’aide du Seigneur et qui nous libère de cette tendance «prométhéenne de ceux qui, en définitive, font confiance uniquement à leurs propres forces et se sentent supérieurs aux autres parce qu’ils observent des normes déterminées»[30].
Frères, Jésus plus que jamais connaît nos efforts et nos réussites, ainsi que nos échecs et nos mésaventures. Il est le premier à nous dire: «Venez à moi, vous tous qui peinez sous le poids du fardeau, et moi, je vous procurerai le repos. Prenez sur vous mon joug, devenez mes disciples, car je suis doux et humble de cœur, et vous trouverez le repos pour votre âme » (Mt 11, 28-29).
Dans une prière comme celle-ci nous savons que nous ne sommes jamais seuls. La prière du pasteur est une prière habitée tant par l’Esprit «qui crie «Abba!», c’est-à-dire: Père! » (Ga 4,6) que par le peuple qui lui a été confié. Notre mission et notre identité se comprennent à partir de ce double lien.
La prière du pasteur se nourrit et s’incarne dans le cœur du Peuple de Dieu. Elle porte les marques des blessures et des joies du peuple qu’elle présente dans le silence au Seigneur pour les oindre avec le don du Saint Esprit. C’est l’espérance du pasteur qui fait confiance et se bat afin que le Seigneur guérisse notre fragilité personnelle et celle de notre peuple. Mais ne perdons pas de vue que c’est précisément dans la prière du Peuple de Dieu que s’incarne et trouve place le cœur du pasteur. Ceci nous libère tous de chercher ou de vouloir des réponses faciles, rapides et préfabriquées, en permettant au Seigneur que ce soit Lui (et non nos recettes et nos priorités) qui montre un chemin d’espérance. Ne perdons pas de vue que dans les moments les plus difficiles de la communauté primitive, tel que nous le lisons dans le livre des Actes des Apôtres, la prière est devenue le véritable protagoniste.
Frères, reconnaissons notre fragilité, oui, mais laissons Jésus la transformer et nous pousser encore et encore à la mission. Ne perdons pas la joie de nous sentir ‘‘brebis’’, de savoir qu’il est notre Seigneur et notre Pasteur.
Pour maintenir courageux le cœur, il est nécessaire de ne pas négliger ces deux liens constitutifs de notre identité: le premier, avec Jésus. Chaque fois que nous nous séparons de Jésus ou que nous négligeons la relation avec Lui, peu à peu notre réserve s’assèche et notre lampe à court d’huile n’est plus capable d’illuminer la vie (cf Mt 25, 1-13): «De même que le sarment ne peut pas porter de fruit par lui-même s’il ne demeure pas sur la vigne, de même vous non plus, si vous ne demeurez pas en moi. (…) en dehors de moi, vous ne pouvez rien faire » (Jn 15, 4-5). En ce sens, je vous encourage à ne pas négliger l’accompagnement spirituel, à avoir un frère avec qui parler, confronter, discuter et discerner, en pleine confiance et transparence, son propre chemin; un frère sage avec qui vivre l’expérience de se savoir disciple. Le chercher, le trouver et profiter de la joie de vous laisser guider, accompagner et conseiller. C’est une aide irremplaçable pour pouvoir vivre le ministère en faisant la volonté du Père (Cf. Hb 10,9) et laisser le cœur battre avec «les dispositions qui sont dans le Christ Jésus » (Ph 2,5). Qu’elles nous font du bien les paroles de l’Ecclésiaste «Mieux vaut être deux qu’un seul... S’ils tombent, l’un relève l’autre. Malheur à l’homme seul: s’il tombe, personne ne le relève» (4,9-10).
L’autre lien constitutif: faire croître et alimenter le lien avec votre peuple. Ne pas s’isoler des gens et des prêtres ou des communautés. Encore moins se cloîtrer dans des groupes fermés et élitistes. Ceci, dans le fond, asphyxie et envenime l’âme. Un ministre aimé est un ministre toujours en sortie; et ‘‘être en sortie’’ nous conduit à marcher «parfois devant, parfois au milieu, parfois derrière: devant, pour guider la communauté, au milieu pour mieux la comprendre, l’encourager et la soutenir; derrière, pour la maintenir unie et qu’elle n’aille jamais trop en arrière…et parfois pour d’autres raisons: parce que le peuple ‘‘sent’’. Il a un sens de l'odorat dans la recherche de nouveaux chemins pour marcher, il a le ‘‘sensus fidei’’ (cf LG 12). Existe-t-il quelque chose de plus beau?»[31]. Jésus même est le modèle de cette option évangélisatrice qui nous introduit dans le cœur du peuple. Que cela nous fait du bien de le voir au milieu de tous! La passion de Jésus sur la croix n’est rien de plus que l’aboutissement de ce style évangélisateur qui caractérise toute son existence.
Frères, la douleur de tant de victimes, la douleur du Peuple de Dieu, comme la nôtre, ne peut pas être vaine. C’est Jésus même qui prend tout ce poids sur sa croix et nous invite à renouveler notre mission pour être proche de ceux qui souffrent, pour être, sans honte, proches de la misère humaine et, pourquoi pas, les vivre comme nôtres pour les faire eucharistie[32]. Notre temps, marqué par de vieilles et de nouvelles blessures nécessite que nous soyons artisans de relation et de communion, ouverts, confiants et attendant la nouveauté que le Royaume de Dieu veut susciter aujourd’hui. Un Royaume de pécheurs pardonnés invités à témoigner de la toujours plus vive et actuelle compassion du Seigneur «parce qu’éternelle est sa miséricorde».
LOUANGE
«Mon âme exalte le Seigneur» (Lc 1, 46).
Il est impossible de parler de gratitude et d’encouragement sans contempler Marie. Elle, la femme au cœur transpercé (cf. Lc 2, 35), nous enseigne la louange capable d’ouvrir le regard à l’avenir et de rendre l’espérance au présent. Toute sa vie est condensée dans son cantique de louange (cf. Lc 1, 46-55) que nous sommes aussi invités à chanter comme promesse de plénitude.
Chaque fois que je vais dans un Sanctuaire Marial, j’aime “gagner du temps” en regardant et en me laissant regarder par la Mère, en demandant la confiance de l’enfant, du pauvre et du simple qui sait que là se trouve sa mère et qui est capable de mendier une place dans ses bras. Et au moment où je la regarde, entendre une fois de plus comme l’affirme l’indien Juan Diego: «Qu’y-a-t-il mon fils le plus petit? Qu’est-ce qui rend triste ton cœur? Peut-être ne suis-je pas ici, moi qui ai l’honneur d’être ta mère?»[33].
Regarder Marie, c’est «croire à nouveau dans la force révolutionnaire de la tendresse et de l’affection. En elle nous voyons que l’humilité et la tendresse ne sont pas des vertus des faibles, mais des forts, qui ne nécessitent pas de maltraiter les autres pour se sentir importants»[34].
Et si jamais le regard commence à s’endurcir, ou si nous sentons que la force séductrice de l’apathie ou de la désolation veut s’enraciner et s’emparer du cœur; si le désir de se sentir comme partie vivante et intégrante du Peuple de Dieu commence à déranger et que nous nous sentons poussés vers une attitude élitiste… n’ayons pas peur de contempler Marie et de chanter son cantique de louange.
Et si parfois nous sommes tentés de nous isoler et de nous renfermer en nous-mêmes et dans nos projets en nous protégeant des chemins toujours poussiéreux de l’histoire, ou si la lamentation, la plainte, la critique ou l’ironie s’emparent de nos actions sans aucun désir de se battre, d’espérer et d’aimer…regardons Marie pour qu’elle nettoie notre regard de toute “poussière” qui peut nous empêcher d’être attentifs et éveillés pour contempler et célébrer le Christ qui vit au milieu de son Peuple. Et si nous voyons que nous ne parvenons pas à marcher droit, que nous avons du mal à maintenir nos objectifs de conversion, disons-le comme le demandait, presque avec complicité, ce grand curé, poète aussi, de mon diocèse précédent: «Ce soir, Mère, ma promesse est sincère. Mais au cas où, n’oublie pas de laisser la clé dehors»[35]. «Elle est l’amie toujours attentive pour que le vin ne manque pas dans notre vie. Elle est celle dont le cœur est transpercé par la lance, qui comprend toutes les peines. Comme mère de tous, elle est signe d’espérance pour les peuples qui souffrent les douleurs de l’enfantement jusqu’à ce que naisse la justice… Comme une vraie mère, elle marche avec nous, lutte avec nous, et répand sans cesse la proximité de l’amour de Dieu»[36].
Frères, une fois de plus, «je ne cesse pas de rendre grâce, quand je fais mémoire de vous» (Ep 1, 16) pour votre dévouement et votre mission avec la confiance que «Dieu enlève les pierres les plus dures contre lesquelles viennent s’écraser les espérances et les attentes: la mort, le péché, la peur, la mondanité. L’histoire humaine ne finit pas devant une pierre tombale, car elle découvre aujourd’hui la “Pierre vivante” (cf.1P2, 4): Jésus ressuscité. Nous, comme Eglise, nous sommes fondés sur lui et, même lorsque nous perdons courage, lorsque nous sommes tentés de tout juger sur la base de nos échecs, il vient faire toutes choses nouvelles»[37].
Laissons la gratitude susciter la louange et nous encourager une fois encore dans la mission de consacrer nos frères dans l’espérance. Être des hommes qui témoignent par leur vie de la compassion et de la miséricorde que Jésus seul peut nous offrir.
Que le Seigneur Jésus vous bénisse et que la Sainte Vierge vous protège. Et, s’il vous plaît, je vous demande de ne pas oublier de prier pour moi.
Fraternellement,
François
Donné à Rome, près de Saint Jean de Latran, le 4 août 2019,
Mémoire liturgique du saint Curé d’Ars.
_______________________
[1] Lett. ap. Anno iubilari(23 avril 1929) : AAS 21 (1929) 313.
[2] Discours à la Conférence Episcopale Italienne, (20 mai 2019). La paternité spirituelle, qui pousse l’évêque à ne pas laisser orphelins ses prêtres, peut se ‘toucher’ non seulement dans la capacité à laisser leurs portes ouvertes à tous leurs prêtres, mais aussi à aller les chercher pour prendre soin d’eux et les accompagner.
[3] Cf. Jean XXIII, Lett. enc. Sacerdotii nostri primordia, à l’occasion du premier centenaire de la mort du saint Curé d’Ars (1er août 1959): AAS 51 (1959) 548.
[4] Cf. Lettre au Peuple de Dieu (20 aout 2018).
[5] Rencontre avec les prêtres, religieux, consacrés et séminaristes, Santiago du Chili (16 janvier 2018).
[6] Cf. Lettre au Peuple de Dieu qui est en chemin au Chili (31 mai 2018).
[7] Rencontre avec le clergé du diocèse de Rome (7 mars 2019).
[8] Homélie de la Veillée pascale (19 avril 2014).
[9] Exhort. Apost. Gaudete et exsultate, n. 7.
[10] Cf. Jorge Mario Bergoglio, Las cartas de la tribulación (Herder, 2019), 21.
[11] Cf. Discours aux prêtres du diocèse de Rome (6 mars 2014).
[12] Retraite à l’occasion du Jubilée des prêtres, Première méditation (2 juin 2016).
[13] A. Spadaro, Interview au Pape François, ‘‘La Civiltà Cattolica’’ 3918 (19 septembre 2013), 462.
[14] Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 137.
[15] Cf. Discours aux prêtres du diocèse de Rome (6 novembre 2014).
[16] Cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 268.
[17] Exhort. apost. Gaudete et exsultate, n. 7.
[18] Cf. Lett. apost. Misericordia et Misera, n. 13.
[19] Exhort. apost. Gaudete et exultate, n. 50.
[20] Ibid., n. 134.
[21] Jorge Mario Bergoglio, Reflexiones en esperanza, (LEV 2013), 14.
[22] Journal d’un curé de campagne, 135, cf. Exhort. apost. Evangelii Gaudium, n. 83.
[23] Cf. Barsanufio, Epistolario, in V. Cutro – Michał Tadeusz Szwemin, Bisogno di paternità, Varsovie, 2018, p. 124.
[24] Cf. L’arte di purificare il cuore, Roma, 1999, p. 47.
[25] Exhort. apost. Evangelii Gaudium, n. 2.
[26] Exhort. Apost. Gaudete et Exsultate, n. 137.
[27] Exhort. apost. Evangelii Gaudium, n. 1.
[28] Ibid., n. 3.
[29] Jorge Mario Bergoglio, Reflexiones en esperanza, (LEV 2013), 26.
[30] Exhort. apost. Evangelii Gaudium, n. 94.
[31] Rencontre avec le clergé, les personnes de vie consacrée et les membres des conseils pastoraux, Assise (4 octobre 2013).
[32] Cf. Exhort. apost. Evangelii Gaudium, nn. 268-270.
[33] Cf. Nican Mopohua, 107.108, 119.
[34] Exhort. apost. Evangelii Gaudium, n. 288.
[35] Cf. Amelio Luis Calori, Aula Fúlgida, Buenos Aires, 1946.
[36] Exhort. apost. Evangelii Gaudium, n. 286.
[37] Homélie de la Veillée Pascale (20 avril 2019).
[01269-FR.01] [Texte original: Espagnol]
Traduzione in lingua inglese
To my Brother Priests.
Dear Brothers,
A hundred and sixty years have passed since the death of the holy Curé of Ars, whom Pope Pius XI proposed as the patron of parish priests throughout the world.[1] On this, his feast day, I write this letter not only to parish priests but to all of you, my brother priests, who have quietly “left all behind” in order to immerse yourselves in the daily life of your communities. Like the Curé of Ars, you serve “in the trenches”, bearing the burden of the day and the heat (cf. Mt 20:12), confronting an endless variety of situations in your effort to care for and accompany God’s people. I want to say a word to each of you who, often without fanfare and at personal cost, amid weariness, infirmity and sorrow, carry out your mission of service to God and to your people. Despite the hardships of the journey, you are writing the finest pages of the priestly life.
Some time ago, I shared with the Italian bishops my worry that, in more than a few places, our priests feel themselves attacked and blamed for crimes they did not commit. I mentioned that priests need to find in their bishop an older brother and a father who reassures them in these difficult times, encouraging and supporting them along the way.[2]
As an older brother and a father, I too would like in this letter to thank you in the name of the holy and faithful People of God for all that you do for them, and to encourage you never to forget the words that the Lord spoke with great love to us on the day of our ordination. Those words are the source of our joy: “I no longer call you servants… I call you friends” (Jn 15:15).[3]
PAIN
“I have seen the suffering of my people” (Ex 3:7)
In these years, we have become more attentive to the cry, often silent and suppressed, of our brothers and sisters who were victims of the abuse of power, the abuse of conscience and sexual abuse on the part of ordained ministers. This has been a time of great suffering in the lives of those who experienced such abuse, but also in the lives of their families and of the entire People of God.
As you know, we are firmly committed to carrying out the reforms needed to encourage from the outset a culture of pastoral care, so that the culture of abuse will have no room to develop, much less continue. This task is neither quick nor easy: it demands commitment on the part of all. If in the past, omission may itself have been a kind of response, today we desire conversion, transparency, sincerity and solidarity with victims to become our concrete way of moving forward. This in turn will help make us all the more attentive to every form of human suffering.[4]
This pain has also affected priests. I have seen it in the course of my pastoral visits in my own diocese and elsewhere, in my meetings and personal conversations with priests. Many have shared with me their outrage at what happened and their frustration that “for all their hard work, they have to face the damage that was done, the suspicion and uncertainty to which it has given rise, and the doubts, fears and disheartenment felt by more than a few”.[5] I have received many letters from priests expressing those feelings. At the same time, I am comforted by my meetings with pastors who recognize and share the pain and suffering of the victims and of the People of God, and have tried to find words and actions capable of inspiring hope.
Without denying or dismissing the harm caused by some of our brothers, it would be unfair not to express our gratitude to all those priests who faithfully and generously spend their lives in the service of others (cf. 2 Cor 12:15). They embody a spiritual fatherhood capable of weeping with those who weep. Countless priests make of their lives a work of mercy in areas or situations that are often hostile, isolated or ignored, even at the risk of their lives. I acknowledge and appreciate your courageous and steadfast example; in these times of turbulence, shame and pain, you demonstrate that you have joyfully put your lives on the line for the sake of the Gospel.[6]
I am convinced that, to the extent that we remain faithful to God’s will, these present times of ecclesial purification will make us more joyful and humble, and prove, in the not distant future, very fruitful. “Let us not grow discouraged! The Lord is purifying his Bride and converting all of us to himself. He is letting us be put to the test in order to make us realize that without him we are simply dust. He is rescuing us from hypocrisy, from the spirituality of appearances. He is breathing forth his Spirit in order to restore the beauty of his Bride, caught in adultery. We can benefit from rereading the sixteenth chapter of Ezekiel. It is the history of the Church, and each of us can say it is our history too. In the end, through your sense of shame, you will continue to act as a shepherd. Our humble repentance, expressed in silent tears before these atrocious sins and the unfathomable grandeur of God’s forgiveness, is the beginning of a renewal of our holiness”.[7]
GRATITUDE
“I do not cease to give thanks for you” (Eph 1:16).
Vocation, more than our own choice, is a response to the Lord’s unmerited call. We do well to return constantly to those passages of the Gospel where we see Jesus praying, choosing and calling others “to be with him, and to be sent out to proclaim the message” (Mk 3:14).
Here I think of a great master of the priestly life in my own country, Father Lucio Gera. Speaking to a group of priests at a turbulent time in Latin America, he told them: “Always, but especially in times of trial, we need to return to those luminous moments when we experienced the Lord’s call to devote our lives to his service”. I myself like to call this “the deuteronomic memory of our vocation”; it makes each of us go back “to that blazing light with which God’s grace touched me at the start of the journey. From that flame, I can light a fire for today and every day, and bring heat and light to my brothers and sisters. That flame ignites a humble joy, a joy which sorrow and distress cannot dismay, a good and gentle joy”.[8]
One day, each of us spoke up and said “yes”, a “yes” born and developed in the heart of the Christian community thanks to those “saints next door”[9] who showed us by their simple faith that it was worthwhile committing ourselves completely to the Lord and his kingdom. A “yes” whose implications were so momentous that often we find it hard to imagine all the goodness that it continues to produce. How beautiful it is when an elderly priest sees or is visited by those children – now adults – whom he baptized long ago and who now gratefully introduce a family of their own! At times like this, we realize that we were anointed to anoint others, and that God’s anointing never disappoints. I am led to say with the Apostle: “I do not cease to give thanks for you” (cf. Eph 1:16) and for all the good that you have done.
Amid trials, weakness and the consciousness of our limitations, “the worst temptation of all is to keep brooding over our troubles”[10] for then we lose our perspective, our good judgement and our courage. At those times, it is important – I would even say crucial – to cherish the memory of the Lord’s presence in our lives and his merciful gaze, which inspired us to put our lives on the line for him and for his People. And to find the strength to persevere and, with the Psalmist, to raise our own song of praise, “for his mercy endures forever” (Ps 136).
Gratitude is always a powerful weapon. Only if we are able to contemplate and feel genuine gratitude for all those ways we have experienced God’s love, generosity, solidarity and trust, as well as his forgiveness, patience, forbearance and compassion, will we allow the Spirit to grant us the freshness that can renew (and not simply patch up) our life and mission. Like Peter on the morning of the miraculous draught of fishes, may we let the recognition of all the blessings we have received awaken in us the amazement and gratitude that can enable us to say: “Depart from me, Lord, for I am a sinful man” (Lk 5:8). Only then to hear the Lord repeat his summons: “Do not be afraid; from now on you will be fishers of men” (Lk 5:10). “For his mercy endures forever”.
Dear brother priests, I thank you for your fidelity to the commitments you have made. It is a sign that, in a society and culture that glorifies the ephemeral, there are still people unafraid to make lifelong promises. In effect, we show that we continue to believe in God, who has never broken his covenant, despite our having broken it countless times. In this way, we celebrate the fidelity of God, who continues to trust us, to believe in us and to count on us, for all our sins and failings, and who invites us to be faithful in turn. Realizing that we hold this treasure in earthen vessels (cf. 2 Cor 4:7), we know that the Lord triumphs through weakness (cf. 2 Cor 12:9). He continues to sustain us and to renew his call, repaying us a hundredfold (cf. Mk 10:29-30). “For his mercy endures forever”.
Thank you for the joy with which you have offered your lives, revealing a heart that over the years has refused to become closed and bitter, but has grown daily in love for God and his people. A heart that, like good wine, has not turned sour but become richer with age. “For his mercy endures forever”.
Thank you for working to strengthen the bonds of fraternity and friendship with your brother priests and your bishop, providing one another with support and encouragement, caring for those who are ill, seeking out those who keep apart, visiting the elderly and drawing from their wisdom, sharing with one another and learning to laugh and cry together. How much we need this! But thank you too for your faithfulness and perseverance in undertaking difficult missions, or for those times when you have had to call a brother priest to order. “For his mercy endures forever”.
Thank you for your witness of persistence and patient endurance (hypomoné) in pastoral ministry. Often, with the parrhesía of the shepherd,[11] we find ourselves arguing with the Lord in prayer, as Moses did in courageously interceding for the people (cf. Num 14:13-19; Ex 32:30-32; Dt 9:18-21). “For his mercy endures forever”.
Thank you for celebrating the Eucharist each day and for being merciful shepherds in the Sacrament of Reconciliation, neither rigorous nor lax, but deeply concerned for your people and accompanying them on their journey of conversion to the new life that the Lord bestows on us all. We know that on the ladder of mercy we can descend to the depths of our human condition – including weakness and sin – and at the same time experience the heights of divine perfection: “Be merciful as the Father is merciful”.[12] In this way, we are “capable of warming people’s hearts, walking at their side in the dark, talking with them and even entering into their night and their darkness, without losing our way”.[13] “For his mercy endures forever”.
Thank you for anointing and fervently proclaiming to all, “in season and out of season” (cf. 2 Tim 4:2) the Gospel of Jesus Christ, probing the heart of your community “in order to discover where its desire for God is alive and ardent, as well as where that dialogue, once loving, has been thwarted and is now barren”.[14] “For his mercy endures forever”.
Thank you for the times when, with great emotion, you embraced sinners, healed wounds, warmed hearts and showed the tenderness and compassion of the Good Samaritan (cf. Lk 10:25-27). Nothing is more necessary than this: accessibility, closeness, readiness to draw near to the flesh of our suffering brothers and sisters. How powerful is the example of a priest who makes himself present and does not flee the wounds of his brothers and sisters![15] It mirrors the heart of a shepherd who has developed a spiritual taste for being one with his people,[16] a pastor who never forgets that he has come from them and that by serving them he will find and express his most pure and complete identity. This in turn will lead to adopting a simple and austere way of life, rejecting privileges that have nothing to do with the Gospel. “For his mercy endures forever”.
Finally, let us give thanks for the holiness of the faithful People of God, whom we are called to shepherd and through whom the Lord also shepherds and cares for us. He blesses us with the gift of contemplating that faithful People “in those parents who raise their children with immense love, in those men and women who work hard to support their families, in the sick, in elderly religious who never lose their smile. In their daily perseverance, I see the holiness of the Church militant”.[17] Let us be grateful for each of them, and in their witness find support and encouragement. “For his mercy endures forever”.
ENCOURAGEMENT
“I want [your] hearts to be encouraged” (Col 2:2)
My second great desire is, in the words of Saint Paul, to offer encouragement as we strive to renew our priestly spirit, which is above all the fruit of the working of the Holy Spirit in our lives. Faced with painful experiences, all of us need to be comforted and encouraged. The mission to which we are called does not exempt us from suffering, pain and even misunderstanding.[18] Rather, it requires us to face them squarely and to accept them, so that the Lord can transform them and conform us more closely to himself. “Ultimately, the lack of a heartfelt and prayerful acknowledgment of our limitations prevents grace from working more effectively within us, for no room is left for bringing about the potential good that is part of a sincere and genuine journey of growth”.[19]
One good way of testing our hearts as pastors is to ask how we confront suffering. We can often act like the levite or the priest in the parable, stepping aside and ignoring the injured man (cf. Lk 10:31-32). Or we can draw near in the wrong way, viewing situations in the abstract and taking refuge in commonplaces, such as: “That’s life…”, or “Nothing can be done”. In this way, we yield to an uneasy fatalism. Or else we can draw near with a kind of aloofness that brings only isolation and exclusion. “Like the prophet Jonah, we are constantly tempted to flee to a safe haven. It can have many names: individualism, spiritualism, living in a little world…”[20] Far from making us compassionate, this ends up holding us back from confronting our own wounds, the wounds of others and consequently the wounds of Jesus himself.[21]
Along these same lines, I would mention another subtle and dangerous attitude, which, as Bernanos liked to say, is “the most precious of the devil's potions”.[22] It is also the most harmful for those of us who would serve the Lord, for it breeds discouragement, desolation and despair.[23] Disappointment with life, with the Church or with ourselves can tempt us to latch onto a sweet sorrow or sadness that the Eastern Fathers called acedia. Cardinal Tomáš Špidlík described it in these terms: “If we are assailed by sadness at life, at the company of others or at our own isolation, it is because we lack faith in God’s providence and his works… Sadness paralyzes our desire to persevere in our work and prayer; it makes us hard to live with… The monastic authors who treated this vice at length call it the worst enemy of the spiritual life.”[24]
All of us are aware of a sadness that can turn into a habit and lead us slowly to accept evil and injustice by quietly telling us: “It has always been like this”. A sadness that stifles every effort at change and conversion by sowing resentment and hostility. “That is no way to live a dignified and fulfilled life; it is not God’s will for us, nor is it the life of the Spirit, which has its source in the heart of the risen Christ”, to which we have been called.[25] Dear brothers, when that sweet sorrow threatens to take hold of our lives or our communities, without being fearful or troubled, yet with firm resolution, let us together beg the Spirit to “rouse us from our torpor, to free us from our inertia. Let us rethink our usual way of doing things; let us open our eyes and ears, and above all our hearts, so as not to be complacent about things as they are, but unsettled by the living and effective word of the risen Lord”.[26]
Let me repeat: in times of difficulty, we all need God’s consolation and strength, as well as that of our brothers and sisters. All of us can benefit from the touching words that Saint Paul addressed to his communities: “I pray that you may not lose heart over [my] sufferings” (Eph 3:13), and “I want [your] hearts to be encouraged” (Col 2:22). In this way, we can carry out the mission that the Lord gives us anew each day: to proclaim “good news of great joy for all the people” (Lk 2:10). Not by presenting intellectual theories or moral axioms about the way things ought to be, but as men who in the midst of pain have been transformed and transfigured by the Lord and, like Job, can exclaim: “I knew you then only by hearsay, but now I have seen you with my own eyes” (Job 42:2). Without this foundational experience, all of our hard work will only lead to frustration and disappointment.
In our own lives, we have seen how “with Christ, joy is constantly born anew”.[27] Although there are different stages in this experience, we know that, despite our frailties and sins, “with a tenderness which never disappoints, but is always capable of restoring our joy, God makes it possible for us to lift up our heads and start anew”.[28] That joy is not the fruit of our own thoughts or decisions, but of the confidence born of knowing the enduring truth of Jesus’ words to Peter. At times of uncertainty, remember those words: “I have prayed for you, that your faith may not fail” (Lk 22:32). The Lord is the first to pray and fight for you and for me. And he invites us to enter fully into his own prayer. There may well be moments when we too have to enter into “the prayer of Gethsemane, that most human and dramatic of Jesus’ prayers… For there we find supplication, sorrow, anguish and even bewilderment (Mk 14:33ff.)”.[29]
We know that it is not easy to stand before the Lord and let his gaze examine our lives, heal our wounded hearts and cleanse our feet of the worldliness accumulated along the way, which now keeps us from moving forward. In prayer, we experience the blessed “insecurity” which reminds us that we are disciples in need of the Lord’s help, and which frees us from the promethean tendency of “those who ultimately trust only in their own powers and feel superior to others because they observe certain rules”.[30]
Dear brothers, Jesus, more than anyone, is aware of our efforts and our accomplishments, our failures and our mistakes. He is the first to tell us: “Come to me, all you who are weary and are carrying heavy burdens, and I will give you rest. Take my yoke upon you, and learn from me; for I am gentle and humble in heart, and you will find rest for your souls” (Mt 11:28-29).
In this prayer, we know that we are never alone. The prayer of a pastor embraces both the Spirit who cries out “Abba, Father!” (cf. Gal 4:6), and the people who have been entrusted to his care. Our mission and identity can be defined by this dialectic.
The prayer of a pastor is nourished and made incarnate in the heart of God’s People. It bears the marks of the sufferings and joys of his people, whom he silently presents to the Lord to be anointed by the gift of the Holy Spirit. This is the hope of a pastor, who with trust and insistence asks the Lord to care for our weakness as individuals and as a people. Yet we should also realize that it is in the prayer of God’s People that the heart of a pastor takes flesh and finds its proper place. This sets us free from looking for quick, easy, ready-made answers; it allows the Lord to be the one – not our own recipes and goals – to point out a path of hope. Let us not forget that at the most difficult times in the life of the earliest community, as we read in the Acts of the Apostles, prayer emerged as the true guiding force.
Brothers, let us indeed acknowledge our weaknesses, but also let Jesus transform them and send us forth anew to the mission. Let us never lose the joy of knowing that we are “the sheep of his flock” and that he is our Lord and Shepherd.
For our hearts to be encouraged, we should not neglect the dialectic that determines our identity. First, our relationship with Jesus. Whenever we turn away from Jesus or neglect our relationship with him, slowly but surely our commitment begins to fade and our lamps lose the oil needed to light up our lives (cf. Mt 25:1-13): “Abide in me as I abide in you. Just as the branch cannot bear fruit by itself unless it abides in the vine, neither can you unless you abide in me… because apart from me you can do nothing” (Jn 15:4-5). In this regard, I would encourage you not to neglect spiritual direction. Look for a brother with whom you can speak, reflect, discuss and discern, sharing with complete trust and openness your journey. A wise brother with whom to share the experience of discipleship. Find him, meet with him and enjoy his guidance, accompaniment and counsel. This is an indispensable aid to carrying out your ministry in obedience to the will of the Father (cf. Heb 10:9) and letting your heart beat with “the mind that was in Christ Jesus” (Phil 2:5). We can profit from the words of Ecclesiastes: “Two are better than one… One will lift up the other; but woe to the one who is alone and falls, and does not have another to help!” (4:9-10).
The other essential aspect of this dialectic is our relationship to our people. Foster that relationship and expand it. Do not withdraw from your people, your presbyterates and your communities, much less seek refuge in closed and elitist groups. Ultimately, this stifles and poisons the soul. A minister whose “heart is encouraged” is a minister always on the move. In our “going forth”, we walk “sometimes in front, sometimes in the middle and sometimes behind: in front, in order to guide the community; in the middle, in order to encourage and support, and at the back in order to keep it united, so that no one lags too far behind… There is another reason too: because our people have a “nose” for things. They sniff out, discover, new paths to take; they have the sensus fidei (cf. Lumen Gentium, 12)… What could be more beautiful than this?”[31] Jesus himself is the model of this evangelizing option that leads us to the heart of our people. How good it is for us to see him in his attention to every person! The sacrifice of Jesus on the cross is nothing else but the culmination of that evangelizing style that marked his entire life.
Dear brother priests, the pain of so many victims, the pain of the people of God and our own personal pain, cannot be for naught. Jesus himself has brought this heavy burden to his cross and he now asks us to be renewed in our mission of drawing near to those who suffer, of drawing near without embarrassment to human misery, and indeed to make all these experiences our own, as eucharist.[32] Our age, marked by old and new wounds, requires us to be builders of relationships and communion, open, trusting and awaiting in hope the newness that the kingdom of God wishes to bring about even today. For it is a kingdom of forgiven sinners called to bear witness to the Lord’s ever-present compassion. “For his mercy endures forever”.
PRAISE
“My soul proclaims the greatness of the Lord” (Lk 1:46)
How can we speak about gratitude and encouragement without looking to Mary? She, the woman whose heart was pierced (cf. Lk 2:35), teaches us the praise capable of lifting our gaze to the future and restoring hope to the present. Her entire life was contained in her song of praise (cf. Lk 1:46-55). We too are called to sing that song as a promise of future fulfilment.
Whenever I visit a Marian shrine, I like to spend time looking at the Blessed Mother and letting her look at me. I pray for a childlike trust, the trust of the poor and simple who know that their mother is there, and that they have a place in her heart. And in looking at her, to hear once more, like the Indian Juan Diego: “My youngest son, what is the matter? Do not let it disturb your heart. Am I not here, I who have the honour to be your mother?”[33]
To contemplate Mary is “to believe once again in the revolutionary nature of love and tenderness. In her, we see that humility and tenderness are not virtues of the weak but of the strong, who need not treat others poorly in order to feel important themselves”.[34]
Perhaps at times our gaze can begin to harden, or we can feel that the seductive power of apathy or self-pity is about to take root in our heart. Or our sense of being a living and integral part of God’s People begins to weary us, and we feel tempted to a certain elitism. At those times, let us not be afraid to turn to Mary and to take up her song of praise.
Perhaps at times we can feel tempted to withdraw into ourselves and our own affairs, safe from the dusty paths of daily life. Or regrets, complaints, criticism and sarcasm gain the upper hand and make us lose our desire to keep fighting, hoping and loving. At those times, let us look to Mary so that she can free our gaze of all the “clutter” that prevents us from being attentive and alert, and thus capable of seeing and celebrating Christ alive in the midst of his people. And if we see that we are going astray, or that we are failing in our attempts at conversion, then let us turn to her like a great parish priest from my previous diocese, who was also a poet. He asked her, with something of a smile: “This evening, dear Lady /my promise is sincere; /but just to be sure, don’t forget / to leave the key outside the door”.[35] Our Lady “is the friend who is ever concerned that wine not be lacking in our lives. She is the woman whose heart was pierced by a sword and who understands all our pain. As mother of all, she is a sign of hope for peoples suffering the birth pangs of justice… As a true mother, she walks at our side, she shares our struggles and she constantly surrounds us with God’s love”.[36]
Dear brothers, once more, “I do not cease to give thanks for you” (Eph 1:16), for your commitment and your ministry. For I am confident that “God takes away even the hardest stones against which our hopes and expectations crash: death, sin, fear, worldliness. Human history does not end before a tombstone, because today it encounters the “living stone” (cf. 1 Pet 2:4), the risen Jesus. We, as Church, are built on him, and, even when we grow disheartened and tempted to judge everything in the light of our failures, he comes to make all things new”.[37]
May we allow our gratitude to awaken praise and renewed enthusiasm for our ministry of anointing our brothers and sisters with hope. May we be men whose lives bear witness to the compassion and mercy that Jesus alone can bestow on us.
May the Lord Jesus bless you and the Holy Virgin watch over you. And please, I ask you not to forget to pray for me.
Fraternally,
Francis
Rome, at Saint John Lateran, on 4 August 2019,
Memorial of the Holy Curé of Ars.
______________
[1] Cf. Apostolic Letter Anno Iubilari (23 April 1929): AAS 21 (1929), 312-313.
[2] Address to the Italian Bishops’ Conference (20 May 2019). Spiritual fatherhood requires a bishop not to leave his priests as orphans; it can be felt not only in his readiness to open his doors to priests, but also to seek them out in order to care for them and to accompany them.
[3] Cf. SAINT JOHN XXIII, Encyclical Letter Sacerdotii Nostri Primordia on the hundredth anniversary of the death of the holy Curé of Ars (1 August 1959): AAS (51 (1959), 548.
[4] Cf. Letter to the People of God (20 August 2018).
[5] Meeting with Priests, Religious, Consecrated Persons and Seminarians, Santiago de Chile (16 January 2018).
[6] Cf. Letter to the Pilgrim People of God in Chile (31 May 2018).
[7] Meeting with the Priests of the Diocese of Rome (7 March 2019).
[8] Homily at the Easter Vigil (19 April 2014).
[9] Apostolic Exhortation Gaudete et Exsultate, 7.
[10] Cf. JORGE MARIO BERGOGLIO, Las cartas de la tribulación (Herder, 2019), 21.
[11] Cf. Address to the Parish Priests of Rome (6 March 2014).
[12] Retreat to Priests. First Meditation (2 June 2016).
[13] A. SPADARO, Interview with Pope Francis, in La Civiltà Cattolica 3918 (19 September 2013), p. 462.
[14] Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 137.
[15] Cf. Address to the Parish Priests of Rome (6 March 2014).
[16] Cf. Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 268.
[17] Apostolic Exhortation Gaudete et Exsultate, 7.
[18] Cf. Apostolic Letter Misericordia et Misera, 13.
[19] Apostolic Exhortation Gaudete et Exsultate, 50.
[20] Ibid., 134.
[21] Cf. JORGE MARIO BERGOGLIO, Reflexiones en esperanza (Vatican City, 2013), p. 14.
[22] Journal d’un curé de campagne (Paris, 1974), p. 135; cf. Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 83.
[23] Cf. BARSANUPH OF GAZA, Letters, in VITO CUTRO – MICHAŁ TADEUSZ SZWEMIN, Bisogno di paternità (Warsaw, 2018), p. 124.
[24] L’arte di purificare il cuore, Rome, 1999, p. 47.
[25] Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 2.
[26] Apostolic Exhortation Gaudete et Exsultate, 137.
[27] Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 1.
[28] Ibid., 3.
[29] JORGE MARIO BERGOGLIO, Reflexiones en esperanza (Vatican City, 2013), p. 26.
[30] Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 94.
[31] Meeting with Clergy, Consecrated Persons and Members of Pastoral Councils, Assisi (4 October 2013).
[32] Cf. Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 268-270.
[33] Cf. Nican Mopohua, 107, 118, 119.
[34] Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 288.
[35] Cf. AMELIO LUIS CALORI, Aula Fúlgida, Buenos Aires, 1946.
[36] Apostolic Exhortation Evangelii Gaudium, 286.
[37] Homily at the Easter Vigil (20 April 2019).
[01269-EN.01] [Original text: Spanish]
Traduzione in lingua tedesca
An meine Mitbrüder im Priesteramt
Liebe Mitbrüder,
wir begehen den 160. Todestag des heiligen Pfarrers von Ars, den Pius XI. zum Patron aller Pfarrer der Welt erklärt hat.[1] An seinem Fest möchte ich Euch diesen Brief schreiben, nicht nur den Pfarrern, sondern auch Euch allen, meinen Mitbrüdern im Priesteramt, die Ihr ohne jedes Aufheben „alles verlasst“, um Euch im täglichen Leben Eurer Gemeinschaften einzusetzen. Ihr arbeitet wie der Pfarrer von Ars „an der Front“, tragt auf Euren Schultern die Last des Tages und der Hitze (vgl. Mt 20,12) und „haltet“ in zahlreichen Situationen täglich „den Kopf hin“, ohne Euch wichtig zu nehmen, damit das Volk Gottes umsorgt und begleitet wird. Ich wende mich an jeden von Euch. Ihr nehmt – oft unbeachtet und unter Opfern, in Müdigkeit oder Mühen, in Krankheit oder Trostlosigkeit – Eure Sendung als einen Dienst an Gott und seinem Volk an und schreibt selbst in allen Schwierigkeiten des Weges die schönsten Seiten des priesterlichen Lebens.
Vor einiger Zeit habe ich den italienischen Bischöfen die Sorge zum Ausdruck gebracht, dass in nicht wenigen Regionen unsere Priester ins Lächerliche gezogen und „beschuldigt“ werden für Vergehen, die sie nicht begangen haben. Ich sagte ihnen, es sei notwendig, dass die Priester in ihrem Bischof die Figur des älteren Bruders und Vaters finden, der sie in diesen schwierigen Zeiten ermutigt, sie anspornt und sie auf dem Weg unterstützt[2].
Als älterer Bruder und Vater möchte auch ich Euch nahe sein, an erster Stelle um Euch im Namen des heiligen gläubigen Gottesvolkes für all das zu danken, was es von Euch empfängt, und meinerseits um Euch dann zu ermutigen, die Worte zu erneuern, die der Herr am Tag unserer Weihe so liebevoll gesprochen hat und die den Quell unserer Freude darstellen: »Ich nenne euch nicht mehr Knechte [...] Vielmehr habe ich euch Freunde genannt« (Joh 15,15)[3].
SCHMERZ
»Ich habe das Elend meines Volkes gesehen« (Ex 3,7).
In letzter Zeit konnten wir den oftmals stillen oder zum Schweigen gebrachten Schrei unserer Brüder und Schwestern deutlicher vernehmen, die Opfer von Macht-, Gewissens- oder sexuellem Missbrauch durch geweihte Amtsträger wurden. Unzweifelhaft ist es eine Zeit des Leidens im Leben der Opfer, die verschiedene Formen des Missbrauchs erlitten haben; ebenso für ihre Familien und für das ganz Volk Gottes.
Wie Ihr wisst, sind wir sehr mit der Umsetzung der notwendigen Reformen beschäftigt, um von der Wurzel her den Anstoß zu einer Kultur zu geben, die auf der pastoralen Sorge gründet, sodass die Kultur des Missbrauchs keinen Raum finden kann, sich zu entwickeln oder gar sich fortzusetzen. Es ist keine leichte Aufgabe und sie erfordert kurzfristig den Einsatz aller. Wenn in der Vergangenheit die Unterlassung zu einer Form der Antwort werden konnte, so wollen wir heute, dass die Umkehr, die Transparenz, die Aufrichtigkeit und die Solidarität mit den Opfern zu unserer Art und Weise werden, Geschichte zu schreiben, und uns helfen, aufmerksamer zu sein gegenüber aller menschlichen Leiden[4].
Auch dieser Schmerz ist den Priestern nicht gleichgültig. Dies habe ich bei den verschiedenen Pastoralbesuchen sowohl in meiner als auch in anderen Diözesen feststellen können, wo ich die Gelegenheit zu persönlichen Begegnungen und Gesprächen mit den Priestern hatte. Viele von ihnen haben mir ihre Entrüstung über das Geschehene und auch eine Art von Ohnmacht kundgetan, da sie »neben den Strapazen [ihres] aufopfernden Dienstes den Schaden durch Misstrauen und Infragestellung erlitten haben, der bei einigen oder gar vielen zu Zweifeln, Angst oder einem Mangel an Vertrauen geführt hat«[5]. Zahlreich sind die Briefe von Priestern, die diese Empfindung teilen. Andererseits ist es tröstlich, Hirten zu finden, die sich in Bewegung setzen und nach Worten und Wegen der Hoffnung suchen, wenn sie das Leiden der Opfer und des Volkes Gottes sehen und erkennen.
Ohne den von einigen unserer Brüder verursachten Schaden zu leugnen oder zu verkennen, wäre es ungerecht, viele Priester nicht anzuerkennen, die beständig und tadellos alles, was sie sind und haben, zum Wohl der anderen aufwenden (vgl. 2 Kor 12,15) und eine geistliche Vaterschaft leben, die mit den Weinenden zu weinen weiß; es gibt unzählige Priester, die aus ihrem Leben ein Werk der Barmherzigkeit in oftmals unwirtlichen, fernen oder verlassenen Regionen oder Situationen machen, auch unter Lebensgefahr. Voll Anerkennung danke ich Euch für Euer mutiges und beständiges Beispiel; es zeigt uns in den Augenblicken der Unruhe, der Scham und des Schmerzes, wie Ihr Euch weiter mit Freude für das Evangelium einsetzt[6].
Ich bin überzeugt, dass in dem Maße, in dem wir dem Willen Gottes treu sind, die Zeiten der kirchlichen Reinigung, in denen wir leben, uns freudiger und einfacher machen werden, und in einer nicht allzu fernen Zukunft werden sie überaus fruchtbar sein. »Lassen wir uns nicht entmutigen! Der Herr reinigt seine Braut, und er sorgt dafür, dass wir alle uns zu ihm bekehren. Er lässt uns durch die Prüfung gehen, damit wir verstehen, dass wir ohne ihn Staub sind. Er rettet uns aus der Heuchelei, aus der Spiritualität des schönen Scheins. Er haucht seinen Geist auf uns, um seiner Braut, die auf frischer Tat beim Ehebruch ertappt wurde, die Schönheit zurückzugeben. Es wird uns guttun, heute das 16. Kapitel des Propheten Ezechiel zur Hand zu nehmen. Das ist die Geschichte der Kirche. Das ist meine Geschichte, kann jeder von uns sagen. Und am Ende, aber durch deine Scham, wirst du weiterhin der Hirte sein. Unsere demütige Reue, eine stille Reue unter Tränen angesichts der Ungeheuerlichkeit der Sünde und der unergründlichen Größe der Vergebung Gottes, diese demütige Reue ist der Beginn unserer Heiligkeit.«[7]
DANKBARKEIT
»Darum höre ich nicht auf, für euch zu danken« (Eph 1,16).
Die Berufung ist nicht so sehr unsere Entscheidung als vielmehr eine Antwort auf einen ungeschuldeten Ruf des Herrn. Es ist schön, immer wieder zu jenen Stellen des Evangeliums zurückzukehren, die uns zeigen, wie Jesus betet, erwählt und ruft, »damit sie mit ihm seien und damit er sie aussende zu verkünden« (Mk 3,14).
Ich möchte hier an einen großen Meister des priesterlichen Lebens aus meiner Heimat, Don Lucio Gera, erinnern. Einmal sagte er zu einer Gruppe von Priestern in Zeiten vieler Prüfungen in Lateinamerika: „Immer, aber vor allem in den Prüfungen, müssen wir zu jenen lichtvollen Augenblicken zurückkehren, in denen wir den Ruf des Herrn erfahren haben, unser ganzes Leben seinem Dienst zu weihen.“ Es ist das, was ich gern „die deuteronomische Erinnerung an die Berufung“ nenne. Sie erlaubt uns, »zu jenem glühenden Augenblick zurückzukehren, in dem die Gnade Gottes mich am Anfang meines Weges berührt hat. An diesem Funken kann ich das Feuer für das Heute, für jeden Tag entzünden und Wärme und Licht zu meinen Brüdern und Schwestern tragen. An diesem Funken entzündet sich eine demütige Freude, eine Freude, die dem Schmerz und der Verzweiflung nicht weh tut, eine gute und sanfte Freude.«[8]
Eines Tages haben wir ein „Ja“ gesagt, das im Schoß einer christlichen Gemeinschaft entstanden und gewachsen ist dank der »Heiligen von nebenan«[9], die uns mit einfachem Glauben gezeigt haben, wie sehr es sich lohnt, alles für den Herrn und sein Reich zu geben. Ein „Ja“, dessen Umfang eine unvermutete Tragweite erreicht hat und erreichen wird, und oft werden wir nicht imstande sein, uns all das Gute vorzustellen, das dieses „Ja“ hervorzubringen vermochte und vermag. Es ist schön, wenn ein alter Priester von jenen Kleinen – nunmehr Erwachsenen – umgeben und besucht wird, die er am Anfang getauft hat und die mit Dankbarkeit kommen, um ihm ihre Familie vorzustellen! Da haben wir entdeckt, dass wir gesalbt worden sind, um zu salben, und die Salbung Gottes enttäuscht nie und lässt mich mit dem Apostel sagen: »Darum höre ich nicht auf, für Euch zu danken« (Eph 1,16) und für all das Gute, das Ihr getan habt.
In Momenten der Schwierigkeiten, der Hinfälligkeit wie auch der Schwäche und in Augenblicken, in denen unsere Grenzen deutlich werden, ist die schlimmste aller Versuchungen, ständig über die Trostlosigkeit nachzugrübeln[10] und dabei den Blick, das Urteilsvermögen und das Herz trüb werden zu lassen. Dann ist es wichtig – ich würde sogar sagen entscheidend – nicht nur die dankbare Erinnerung daran zu bewahren, als der Herr in unser Leben getreten ist, die Erinnerung an seinen barmherzigen Blick, der uns zum Einsatz für ihn und sein Volk einlädt, sondern auch den Mut zu haben, sie in die Tat umzusetzen und mit dem Psalmisten unseren eigenen Lobgesang zu schreiben, »denn seine Huld währt ewig« (Ps 136).
Die Dankbarkeit ist immer eine „mächtige Waffe“. Nur wenn wir imstande sind, konkret alle Gesten der Liebe, der Großherzigkeit, der Solidarität und des Vertrauens wie auch der Verzeihung, der Geduld, des Ertragens und des Erbarmens, mit denen wir behandelt wurden, zu betrachten und dafür zu danken, werden wir zulassen, dass der Geist uns jene frische Luft gibt, die fähig ist, unser Leben und unsere Sendung zu erneuern (und nicht auszubessern). Lassen wir zu, dass wir wie Petrus am Morgen des „wunderbaren Fischfangs“ all das empfangene Gute sehen und dadurch unsere Fähigkeit wiedererweckt wird, zu staunen und zu danken, sodass wir sagen können: »Geh weg von mir; denn ich bin ein sündiger Mensch, Herr« (Lk 5,8), und wir von den Lippen des Herrn noch einmal seinen Ruf vernehmen: »Fürchte dich nicht! Von jetzt an wirst du Menschen fangen« (Lk 5,10); »denn seine Huld währt ewig«.
Brüder, danke für Eure Treue zu den eingegangenen Verpflichtungen. Es ist wahrhaft bedeutsam, dass es in einer Gesellschaft und einer Kultur, die „das Gasförmige“ zu einem Wert gemacht hat, Menschen gibt, die darauf setzen und danach suchen, Verpflichtungen zu übernehmen, die das ganze Leben fordern. Im Wesentlichen sagen wir damit, dass wir weiter an Gott glauben, der seinen Bund niemals gebrochen hat, auch wenn wir ihn unzählige Male gebrochen haben. Dies ist eine Einladung an uns, die Treue Gottes zu feiern, der trotz unserer Grenzen und Sünden nicht aufhört, uns zu vertrauen, an uns zu glauben und auf uns zu setzen, und er lädt uns ein, das Gleiche zu tun. Im Bewusstsein, dass wir einen Schatz in irdenen Gefäßen (vgl. 2 Kor 4,7) tragen, wissen wir, dass der Herr sich als Sieger in der Schwachheit erweist (vgl. 2 Kor 12,9) und nicht aufhört, uns zu stützen und zu rufen, und dabei das Hundertfache gibt (vgl. Mk 10,29-30); »denn seine Huld währt ewig«.
Danke für die Freude, mit der Ihr Euer Leben hinzugeben wusstet; dabei habt Ihr ein Herz gezeigt, das im Lauf der Jahre gekämpft und gerungen hat, um nicht eng und bitter zu werden, sondern um vielmehr täglich von der Liebe zu Gott und zu seinem Volk geweitet zu werden; ein Herz, das die Zeit wie den guten Wein nicht sauer gemacht hat, sondern ihm eine immer erlesenere Qualität verliehen hat; »denn seine Huld währt ewig«.
Danke, dass Ihr Euch müht, die Bande der Brüderlichkeit und Freundschaft unter den Priestern und mit Eurem Bischof zu festigen, indem Ihr Euch gegenseitig unterstützt, Euch um den Kranken sorgt und den aufsucht, der sich abgesondert hat; indem Ihr die Weisheit des Älteren schätzt und von ihr lernt, die Güter teilt sowie gemeinsam zu lachen und zu weinen wisst. Wie notwendig sind diese Räume! Und Ihr seid selbst dann beständig und beharrlich geblieben, als Ihr einen schwierigen Auftrag annehmen musstet oder einen Bruder dazu veranlassen musstet, seine Verantwortung zu übernehmen; »denn seine Huld währt ewig«.
Danke für das Zeugnis der Beharrlichkeit und des „Ertragens“ (hypomoné) im pastoralen Einsatz, der uns oftmals, angetrieben durch die parrhesía des Hirten[11], dazu führt, mit dem Herrn im Gebet zu ringen wie Moses in jener mutigen und auch gewagten Fürbitte für das Volk (vgl. Num 14,13-19; Ex 32,30-32; Dtn 9,18-21); »denn seine Huld währt ewig«.
Danke, dass Ihr täglich die Eucharistie feiert und die Herde mit Barmherzigkeit im Sakrament der Versöhnung weidet, ohne Rigorismus und Laxismus, indem Ihr Euch der Menschen annehmt und sie auf dem Weg der Umkehr zum neuen Leben begleitet, das der Herr uns allen schenkt. Wir wissen, dass wir über die Stufen der Barmherzigkeit bis in die tiefsten Tiefen des Menschseins – Hinfälligkeit und Sünde eingeschlossen – absteigen und bis zu den höchsten Höhen der göttlichen Vollkommenheit aufsteigen können: »Seid barmherzig, wie auch euer Vater barmherzig ist!« (Lk 6,36).[12] Und so sollen wir »in der Lage sein, die Herzen der Menschen zu erwärmen, in der Nacht mit ihnen zu gehen. Sie müssen ein Gespräch führen und in die Nacht hinabsteigen können, in ihr Dunkel, ohne sich zu verlieren«[13]; »denn seine Huld währt ewig«.
Danke, dass Ihr alle mit Eifer salbt und ihnen das Evangelium Jesu Christi verkündet, »ob gelegen oder ungelegen« (2 Tim 4,2), und dabei das Herz Eurer Gemeinschaft erforscht, »um zu suchen, wo die Sehnsucht nach Gott lebendig und brennend ist und auch wo dieser ursprünglich liebevolle Dialog erstickt worden ist oder keine Frucht bringen konnte«[14]; »denn seine Huld währt ewig«.
Danke für all die Male, die Ihr Euch im Innersten habt anrühren lassen und die Gestrauchelten aufgenommen, ihre Wunden behandelt, ihren Herzen Wärme geschenkt und ihnen wie der Samariter im Gleichnis (vgl. Lk 10,25-37) Zärtlichkeit und Erbarmen erwiesen habt. Nichts ist so dringend wie diese Dinge: Unmittelbarkeit, Nähe, dem Fleisch des leidenden Bruders oder der leidenden Schwester nahe sein. Wie gut tut das Beispiel eines Priesters, der sich den Wunden seiner Brüder und Schwestern nähert und sich nicht von ihnen entfernt![15] Es ist ein Widerschein des Herzens des Hirten, der den geistlichen Wohlgeschmack erkannt hat, sich mit seinem Volk eins zu fühlen[16]; der nicht vergisst, dass er aus ihm hervorgegangen ist und dass er nur im Dienst an ihm seine reinste und volle Identität wird finden und entfalten können, die es ihm erlaubt, einen bescheidenen und einfachen Lebensstil zu entwickeln, ohne Privilegien anzunehmen, die nicht den Geschmack des Evangeliums haben; »denn seine Huld währt ewig«.
Danken wir auch für die Heiligkeit des gläubigen Volkes Gottes, das zu weiden wir eingeladen sind und durch das der Herr auch uns weidet und für uns sorgt, da er uns das Geschenk macht, dieses Volk »in den Eltern, die ihre Kinder mit so viel Liebe erziehen, in den Männern und Frauen, die arbeiten, um das tägliche Brot nach Hause zu bringen, in den Kranken, in den älteren Ordensfrauen, die weiter lächeln«, zu betrachten. »In dieser Beständigkeit eines tagtäglichen Voranschreitens sehe ich die Heiligkeit der streitenden Kirche.«[17] Sagen wir für jeden von ihnen Dank und lassen wir uns von ihrem Zeugnis unterstützen und anspornen; »denn seine Huld währt ewig«.
LEBENSFREUDE
»Möchte ich doch, dass ihre Herzen gestärkt werden« (Kol 2,2)
Mein zweiter großer Wunsch ist es – ähnlich wie es der heilige Paulus gesagt hat –, Euch dabei zu begleiten, dass wir unsere priesterliche Lebensfreude erneuern, die eine Frucht vor allem des Wirkens des Heiligen Geistes in unserem Leben ist. Angesichts schmerzlicher Erfahrungen brauchen wir alle Trost und Ermutigung. Die Sendung, zu der wir berufen sind, bedeutet nicht, dass wir von Leid, Schmerz und sogar Unverständnis frei seien;[18] sie erfordert vielmehr, dass wir ihnen entgegentreten und sie annehmen, damit der Herr sie verwandle und uns ihm ähnlicher mache. »Wenn es keine aufrichtige, erlittene und durchbetete Anerkennung unserer Grenzen gibt, wird die Gnade im Grunde daran gehindert, wirksam in uns tätig zu sein. Denn es wird ihr kein Raum gelassen, um gegebenenfalls das Gut zu entwickeln, das zu einem ehrlichen und echten Wachstumsprozess beiträgt.«[19]
Ein guter „Test“, um die Befindlichkeit unseres Seelsorgerherzens zu prüfen, ist sich zu fragen, wie wir mit dem Schmerz umgehen. Häufig kann es geschehen, dass wir uns wie der Levit oder der Priester im Gleichnis verhalten, die wegschauen und den Menschen nicht beachten, der auf der Erde liegt (vgl. Lk 10,31-32). Andere nähern sich nur ungenügend; sie theoretisieren und flüchten sich in Allgemeinplätze: „Das Leben ist halt so“, „da kann man nichts machen“, und geben damit dem Fatalismus und der Entmutigung Raum. Oder sie nähern sich mit einer vorgefassten Meinung und erzeugen so nur Isolierung und Ausschließung. »Wie der Prophet Jona sind wir immer latent in der Versuchung, an einen sicheren Ort zu fliehen, der viele Namen haben kann: Individualismus, Spiritualismus, Einschließen in kleine Welten …«[20], die keine Gemütsbewegung zulassen und uns am Ende von den eigenen Wunden, von denen der anderen und folglich von den Wunden Jesu fernhalten[21].
Auf dieser Linie möchte ich auf eine andere subtile und gefährliche Einstellung hinweisen. Sie ist »der köstlichste von des Teufels Tränken«[22], wie Bernanos zu sagen pflegte, und ist die schädlichste für uns, die wir dem Herrn dienen möchten, weil sie Mutlosigkeit und Vereinzelung sät und zur Verzweiflung führt[23]. Von der Situation, von der Kirche und von uns selbst enttäuscht können wir in der Versuchung leben, uns an eine süßliche Traurigkeit zu klammern, welche die Väter des christlichen Ostens Trägheit (acedia) nannten. Kardinal Tomáš Špidlík sagte: »Wenn in uns die Traurigkeit über das Leben als solches aufsteigt, über die Gemeinschaft der anderen, über die Tatsache, dass wir allein sind, dann ist immer ein gewisser Mangel an Glauben an die Vorsehung Gottes und seines Wirkens im Spiel. Die Traurigkeit lähmt die Lebensfreude, mit der Arbeit oder mit dem Gebet fortzufahren, und macht uns unsere Nächsten unsympathisch. Die monastischen Schriftsteller, welche diesem Laster eine lange Abhandlung widmen, nennen es den schlimmsten Feind des geistlichen Lebens.«[24]
Wir kennen jene Traurigkeit, die zur Gewohnheit wird und allmählich zur Festsetzung des Bösen und des Unrechts unter dem schwachen Seufzen des „Es war schon immer so“ führt. Diese Traurigkeit macht alle Versuche des Wandels und der Umkehr vergeblich und verbreitet nur Groll und Feindseligkeit. »Das ist nicht die Wahl eines würdigen und erfüllten Lebens, das ist nicht Gottes Wille für uns, das ist nicht das Leben im Geist, das aus dem Herzen des auferstandenen Christus hervorsprudelt« und zu dem wir berufen sind.[25] Brüder, wenn die süßliche Traurigkeit unser Leben und unsere Gemeinschaft zu beherrschen droht, dann wollen wir nicht erschrecken und uns keine Sorgen machen, sondern mit Entschlossenheit den Heiligen Geist bitten und ihn anrufen lassen, »uns aufzuwecken, um uns in unserer Schläfrigkeit einen Ruck zu versetzen, um uns von der Trägheit zu befreien. Bieten wir der Gewohnheit die Stirn, öffnen wir weit unsere Augen und Ohren, vor allem aber das Herz, um uns bewegen zu lassen durch das, was um uns herum geschieht, und durch den Ruf des lebendigen und wirkmächtigen Wortes des Auferstandenen.«[26]
Gestattet mir, es zu wiederholen: Wir alle brauchen in schwierigen Zeiten den Trost und die Kraft von Gott und von den Brüdern und Schwestern. Uns allen gelten jene eindringlichen Worte des heiligen Paulus an seine Gemeinden: »Deshalb bitte ich, nicht wegen der Leiden zu verzagen, die ich für euch ertrage« (Eph 3,13). Ich möchte, dass unsere Herzen gestärkt werden (vgl. Kol 2,2), um die Sendung zu erfüllen, die Gott uns jeden Morgen schenkt: »eine große Freude« weiterzugeben, »die dem ganzen Volk zuteilwerden soll« (Lk 2,10). Dies tun wir aber nicht in der Theorie beziehungsweise im intellektuellen oder moralischen Wissen von dem, was sein soll, sondern vielmehr als Menschen, die in den Schmerz eingetaucht und dabei vom Herrn verwandelt und verklärt wurden und die dann wie Ijob ausrufen können: »Vom Hörensagen nur hatte ich von dir gehört, jetzt aber hat mein Auge dich geschaut« (42,5). Ohne diese grundlegende Erfahrung führen all unsere Mühen nur auf den Weg der Enttäuschung und der Ernüchterung.
Im Laufe unseres Lebens haben wir feststellen können: »Mit Jesus Christus kommt immer – und immer wieder – die Freude.«[27] Auch wenn es verschiedene Phasen dieser Erfahrung gibt, wissen wir doch, dass Gott uns jenseits unserer Schwächen und unserer Sünden »mit einem Feingefühl, das uns niemals enttäuscht und uns immer die Freude zurückgeben kann, erlaubt […], das Haupt zu erheben und neu zu beginnen«[28]. Diese Freude erwächst nicht aus unseren willens- oder verstandesmäßigen Bemühungen, sondern aus dem Vertrauen zu wissen, dass die Zusage Jesu an Petrus weiterhin gilt: Im Augenblick, in dem du „gesiebt wirst“, vergiss nicht: Ich selbst »habe für dich gebetet, dass dein Glaube nicht erlischt« (Lk 22,32). Der Herr ist der erste, der für dich und für mich betet und kämpft. Und er lädt uns ein, völlig in sein Gebet einzutauchen. Es mag sogar Momente geben, in denen wir »in das Gebet von Getsemani, dem menschlichsten und dramatischsten der Gebete Jesu [eintauchen müssen]. Da gibt es Flehen, Traurigkeit, Angst, fast eine Orientierungslosigkeit (Mk 14,33)«[29].
Wir wissen, dass es nicht einfach ist, vor dem Herrn zu stehen und zuzulassen, dass sein Blick unser Leben begleitet, unser verwundetes Herz heilt und unsere von der Weltlichkeit beschmutzten Füße wäscht; einer Weltlichkeit, die auf den Straßen an uns haften bleibt und uns am Vorangehen hindert. Im Gebet erleben wir unsere gesegnete Unsicherheit, die uns unsere Situation als der Hilfe des Herrn bedürftige Jünger vor Augen führt und uns von der prometheischen Neigung derer befreit, »die sich letztlich einzig auf die eigenen Kräfte verlassen und sich den anderen überlegen fühlen, weil sie bestimmte Normen einhalten«[30].
Brüder, Jesus kennt mehr als jeder andere unsere Bemühungen und Erfolge, wie auch unser Scheitern und unser Misslingen. Er ist der erste, der uns sagt: »Kommt alle zu mir, die ihr mühselig und beladen seid! Ich will euch erquicken. Nehmt mein Joch auf euch und lernt von mir; denn ich bin gütig und von Herzen demütig; und ihr werdet Ruhe finden für eure Seele« (Mt 11,28-29).
In einem solchen Gebet stehen wir, wie wir wissen, nie allein. Das Gebet des Hirten ist ein Gebet, in dem einerseits der Geist wohnt, »der ruft: Abba, Vater!« (Gal 4,6), und das andererseits aus dem Volk kommt, das ihm anvertraut ist. Unsere Sendung und unsere Identität stehen im Licht dieser doppelten Verbindung.
Das Gebet des Hirten nährt sich am Herz des Volkes Gottes; dort nimmt es Fleisch an. Es trägt die Male der Wunden und die Zeichen der Freuden seines Volkes, die der Hirte in der Stille dem Herrn darbringt, damit sie mit der Gabe des Heiligen Geistes gesalbt werden. Dies ist die Hoffnung des Hirten, der darauf vertraut und dafür kämpft, dass der Herr unsere Hinfälligkeit heilt, die persönlichen und die der Gemeinschaft. Aber verlieren wir nicht aus dem Auge, dass gerade im Gebet des Volkes Gottes das Herz des Hirten Fleisch annimmt und seinen Platz findet. Das befreit uns alle davon, einfache, schnelle und vorgefertigte Antworten zu suchen und zu wollen. So überlassen wir es dem Herrn (und nicht unseren Rezepten und Vorhaben), uns einen Weg der Hoffnung zu weisen. Verlieren wir nicht aus dem Auge, dass in den schwierigsten Momenten der Urgemeinde, wie wir in der Apostelgeschichte lesen, das Gebet die eigentliche Hauptrolle einnahm.
Brüder, erkennen wir an, dass wir schwach sind; ja, aber lassen wir auch zu, dass Jesus uns verwandle und uns immer wieder aussendet. Verlieren wir nicht die Freude, uns als „Schafe“ zu empfinden und zu wissen, dass er unser Herr und Hirte ist.
Um die Lebensfreude im Herzen zu bewahren ist es nötig, diese beiden tragenden Verbindungen unserer Identität nicht zu vernachlässigen: Die erste Verbindung ist die mit Christus. Jedes Mal, wenn wir uns von Jesus lösen oder unsere Beziehung zu ihm vernachlässigen, erschöpft sich allmählich unser Einsatz, unsere Lampen haben kein Öl mehr und sind nicht mehr in der Lage, unseren Weg zu beleuchten (vgl. Mt 25,1-13): »Bleibt in mir und ich bleibe in euch. Wie die Rebe aus sich keine Frucht bringen kann, sondern nur, wenn sie am Weinstock bleibt, so auch ihr, wenn ihr nicht in mir bleibt […] denn getrennt von mir könnt ihr nichts vollbringen« (Joh 15,4-5). In diesem Sinne möchte ich Euch ermutigen, die geistliche Begleitung nicht zu vernachlässigen, einen Bruder zu haben, mit dem Ihr in vollem Vertrauen und mit großer Offenheit sprechen, debattieren, diskutieren und Entscheidungen für euren persönlichen Weg treffen könnt. Es sollte ein weiser Mitbruder sein, mit dem man die Erfahrung der Jüngerschaft machen kann. Sucht ihn, findet ihn und genießt die Freude, Euch von ihm betreuen, begleiten und beraten zu lassen. Dies ist eine unersetzliche Hilfe, um den Dienst erfüllen zu können und so den Willen des Vaters tun (vgl. Hebr 10,9); wir haben sie nötig, um im Herzen »so gesinnt [zu sein], wie es dem Leben in Christus Jesus entspricht« (Phil 2,5). Wie gut tun uns die Worte des Kohelet: »Zwei sind besser als einer allein […] Denn wenn sie hinfallen, richtet einer den anderen auf. Doch wehe dem, der allein ist, wenn er hinfällt, ohne dass einer bei ihm ist, der ihn aufrichtet« (4,9-10).
Die zweite tragende Verbindung ist der Aufbau und die Unterhaltung der Bande mit Euerm Volk. Isoliert Euch nicht von den Menschen und den Priestern oder den Gemeinden. Und noch weniger dürft Ihr Euch in geschlossene und elitäre Gruppen zurückziehen. Das erstickt oder vergiftet am Ende den Geist. Ein lebensfroher Geistlicher ist immer im Begriff hinauszugehen. „Hinausgehen“ heißt »auf dem Weg sein, manchmal vorn, manchmal in der Mitte, manchmal dahinter: vorn, um die Gemeinde zu führen; in der Mitte, um ihr Mut und Halt zu geben; dahinter, damit sie vereint bleibt und auch ja niemand zu weit zurückbleibt; damit sie vereint bleibt, aber noch aus einem anderen Grund: damit das Volk „Spürsinn“ hat! Spürsinn dafür, neue Wege zu finden – „sensus fidei“ [vgl. Lumen gentium 12]. Was kann es Schöneres geben?«[31] Jesus selbst ist hier Vorbild, der diese Form der Evangelisierung gewählt hat, die uns zum Herzen des Volkes führt. Wie gut tut es uns, ihn so nahe bei allen zu sehen! Die Hingabe Jesu am Kreuz ist nichts anderes als der Gipfelpunkt dieses Evangelisierungsstils, der seine ganze Existenz geprägt hat.
Brüder, der Schmerz so vieler Opfer, der Schmerz des Volkes Gottes wie auch der unsrige kann nicht umsonst sein. Jesus selbst trägt all diese Last auf das Kreuz, und er lädt uns ein, unsere Sendung zu erneuern, um den Leidenden beizustehen, um ohne peinliche Empfindungen dem menschlichen Elend nahe zu sein und – warum nicht? – es wie das Eigene zu leben, um es zur Eucharistie werden zu lassen[32]. Unsere Zeit ist durch alte und neue Wunden gekennzeichnet. Dies trägt uns auf, „Kunsthandwerker“ von Beziehungen und von Gemeinschaft zu sein, die offen, zuversichtlich und in Erwartung der Neuheit sind, die das Reich Gottes heute erwecken will. Ein Reich von Sündern, denen vergeben ist und die eingeladen sind, das immer lebendige und tätige Mitgefühl des Herrn zu bezeugen; »denn seine Huld währt ewig«.
LOBPREIS
»Meine Seele preist die Größe des Herrn« (Lk 1,46)
Es ist nicht möglich, von Dankbarkeit und Lebensfreude zu sprechen, ohne Maria zu betrachten. Sie, die Frau, deren Seele ein Schwert durchdrungen hat (vgl. Lk 2,35), lehrt uns, zu loben und dabei fähig zu sein, den Blick auf das Zukünftige zu richten und der Gegenwart wieder Hoffnung zu geben. Ihr ganzes Leben ist in ihrem Lobgesang (vgl. Lk 1,46-55) zusammengefasst, den auch wir als Verheißung von Fülle singen sollen.
Jedes Mal, wenn ich zu einem Marienwallfahrtsort gehe, verbringe ich gerne die Zeit damit, die Mutter Maria zu betrachten und von ihr betrachtet zu werden. Dabei bitte ich um das Vertrauen des Kindes, des Armen und des einfachen Menschen, der weiß, dass dort seine Mutter ist und dass er einen Platz auf ihrem Schoß erbetteln kann. Und wie ich sie anschaue, möchte ich noch einmal, wie einst der Indio Juan Diego, die Worte hören: »Was gibt es, mein Sohn, du kleinster von allen? Was betrübt dein Herz? Bin ich nicht etwa hier, ich, die ich mich dir als Mutter zeigen darf?«[33]
Schauen wir erneut auf Maria und »glauben wir wieder an das Revolutionäre der Zärtlichkeit und der Liebe. An ihr sehen wir, dass die Demut und die Zärtlichkeit nicht Tugenden der Schwachen, sondern der Starken sind, die nicht andere schlecht zu behandeln brauchen, um sich wichtig zu fühlen.«[34]
Wenn sich manchmal das Gesicht zu verhärten beginnt oder wenn wir bemerken, dass die verführerische Kraft der Apathie oder der Trostlosigkeit Wurzeln schlagen und sich unseres Herzens bemächtigen will; wenn der Geschmack, sich als lebendiger und gesunder Teil des Volkes Gottes zu fühlen, uns lästig wird und wir uns zu einem elitären Verhalten hingedrängt fühlen … dann haben wir keine Angst, Maria zu betrachten und ihren Lobgesang anzustimmen.
Wenn wir uns manchmal versucht fühlen, uns zu isolieren und in uns selbst oder in unsere Pläne zu verschließen, um uns von den immer staubigen Wegen der Geschichte zu schützen, oder wenn sich Klagen, Proteste, Kritiken und Ironie unseres Handelns bemächtigen und wir keine Lust haben, zu kämpfen, zu warten und zu lieben … dann schauen wir auf Maria, auf dass sie unsere Augen von jedem „Staubkörnchen“ reinige, das uns daran hindern könnte, aufmerksam und wach zu sein, um Christus zu betrachten und zu feiern, der inmitten seines Volkes lebt. Und wenn wir bemerken, dass wir es nicht schaffen, geradeaus zu gehen, und dass wir Mühe haben, die Vorsätze der Umkehr einzuhalten, dann wenden wir uns an sie, wie es jener große Pfarrer und Poet meiner früheren Diözese beinahe verschwörerisch tat: »Heute Abend, hohe Frau, ist mein Versprechen aufrichtig. Aber für alle Fälle, vergiss nicht, die Schlüssel draußen zu lassen.«[35] Maria »ist die Freundin, die stets aufmerksam ist, dass der Wein in unserem Leben nicht fehlt. Sie, deren Herz von einem Schwert durchdrungen wurde, versteht alle Nöte. Als Mutter von allen ist sie Zeichen der Hoffnung für die Völker, die Geburtswehen leiden, bis die Gerechtigkeit hervorbricht. […] Als wahre Mutter geht sie mit uns, streitet für uns und verbreitet unermüdlich die Nähe der Liebe Gottes.«[36]
Brüder, noch einmal möchte ich sagen: Ich »höre […] nicht auf, für Euch zu danken« (Eph 1,16), für Eure Hingabe und Eure Sendung. Ich tue es in der Gewissheit, dass »Gott die härtesten Steine entfernt, gegen die unsere Hoffnungen und Erwartungen prallen: Tod, Sünde, Angst, Weltlichkeit. Die Geschichte des Menschen endet nicht an einem Grabstein, denn heute entdeckt sie den „lebendigen Stein“ (vgl. 1Petr 2,4): den auferstandenen Jesus. Wir als Kirche gründen auf ihm. Auch wenn wir den Mut verlieren, auch wenn wir versucht sind, alles von unserer Erfolglosigkeit her zu beurteilen, kommt er, um die Dinge neu zu schaffen.«[37]
Lassen wir es zu, dass die Dankbarkeit den Lobpreis erweckt und uns einmal mehr zu der Sendung ermutigt, unsere Brüder und Schwestern in der Hoffnung zu salben; dass wir Männer sind, die mit ihrem Leben das Mitgefühl und die Barmherzigkeit bezeugen, die nur Jesus uns geben kann.
Der Herr Jesus segne Euch und die heilige Jungfrau Maria behüte Euch. Und ich möchte Euch bitten, nicht zu vergessen, für mich zu beten.
Brüderlich,
Franziskus
Rom bei St. Johannes im Lateran, am 4. August 2019,
Gedenktag des heiligen Pfarrers von Ars.
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[1] Vgl. Apostolisches Schreiben Anno Iubilari (23. April 1929): AAS 21 (1929), 312-313.
[2] Ansprache an die Italienische Bischofskonferenz (20. Mai 2019). Die geistliche Vaterschaft, die den Bischof dazu antreibt, seine Priester nicht als Waisen zurückzulassen, ist nicht nur in der Fähigkeit greifbar, dass seine Tür für alle seine Priester offen steht, sondern auch darin, dass er zu ihnen geht und sie aufsucht, um sich ihrer anzunehmen und sie zu begleiten.
[3] Vgl. Johannes XXIII., Enzyklika Sacerdotii nostri primordia zum hundertsten Todestages des heiligen Pfarrers von Ars (1. August 1959): AAS 51 (1959), 548.
[4] Vgl. Schreiben an das Volk Gottes (20. August 2018).
[5] Begegnung mit Priestern, Ordensleuten, Gottgeweihten und Seminaristen, Santiago de Chile (16. Januar 2018).
[6] Vgl. Schreiben an das pilgernde Volk Gottes in Chile (31. Mai 2018).
[7] Begegnung mit dem Klerus von Rom (7. März 2019).
[8] Homilie in der Osternacht (19. April 2014).
[9] Apostolisches Schreiben Gaudete et exsultate, 7.
[10] Vgl. Jorge Mario Bergoglio, Las cartas de la tribulación, Barcelona 2019, S. 21.
[11] Vgl. Ansprache an den Klerus der Diözese Rom (6. März 2014).
[12] Vgl. Geistliche Einkehr zum Jubiläum der Priester. Erste Meditation (2. Juni 2016).
[13] Antonio Spadaro SJ, Das Interview mit Papst Franziskus, Freiburg i. Br. 2013, S. 48.
[14] Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 137.
[15] Vgl. Ansprache an den Klerus der Diözese Rom (6. März 2014).
[16] Vgl. Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 268.
[17] Apostolisches Schreiben Gaudete et exsultate, 7.
[18] Vgl. Apostolisches Schreiben Misericordia et misera, 13.
[19] Apostolisches Schreiben Gaudete et exsultate, 50.
[20] Ebd., 134.
[21] Vgl. Jorge Mario Bergoglio, Reflexiones en esperanza, Città del Vaticano 2013, S. 14.
[22] Tagebuch eines Landpfarrers, Einsiedeln 2007, S. 131; vgl. Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 83.
[23] Vgl. Barsanuphius, Epistolarium, in: Vito Cutro – Michał Tadeusz Szwemin, Bisogno di Paternità, Warschau 2018, S. 124.
[24] L’arte di purificare il cuore, Rom 1999, S. 47.
[25] Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 2.
[26] Apostolisches Schreiben Gaudete et exsultate, 137.
[27] Vgl. Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 1.
[28] Vgl. ebd., 3.
[29] Jorge Mario Bergoglio, Reflexiones en esperanza, a.a.O., S. 26.
[30] Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 94.
[31] Begegnung mit dem Klerus, den Personen des geweihten Lebens und den Mitgliedern der Pastoralräte, Assisi (4. Oktober 2013).
[32] Vgl. Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 268-270.
[33] Vgl. Nican Mopohua, 107, 118, 119.
[34] Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 288.
[35] Vgl. Amelio Luis Calori, Aula Fúlgida, Buenos Aires 1946.
[36] Apostolisches Schreiben Evangelii gaudium, 286.
[37] Homilie in der Osternacht (20. April 2019).
[01269-DE.01] [Originalsprache: Spanisch]
Traduzione in lingua portoghese
Meus queridos irmãos!
Estamos a comemorar cento e sessenta anos da morte do Santo Cura d'Ars, que Pio XI propôs como patrono de todos os párocos do mundo.[1] Quero, na sua memória litúrgica, dirigir esta Carta não só aos párocos, mas a todos vós, irmãos presbíteros, que sem fazer alarde «deixais tudo» para vos empenhar na vida quotidiana das vossas comunidades; a vós que, como o Cura d’Ars, labutais na «trincheira», aguentais o peso do dia e do calor (cf. Mt 20, 12) e, sujeitos a uma infinidade de situações, as enfrentais diariamente e sem vos dar ares de importância para que o povo de Deus seja cuidado e acompanhado. Dirijo-me a cada um de vós que tantas vezes, de forma impercetível e sacrificada, no cansaço ou na fadiga, na doença ou na desolação, assumis a missão como um serviço a Deus e ao seu povo e, mesmo com todas as dificuldades do caminho, escreveis as páginas mais belas da vida sacerdotal.
Há algum tempo, manifestava aos bispos italianos a preocupação pelos nossos sacerdotes que, em várias regiões, se sentem achincalhados e «culpabilizados» por causa de crimes que não cometeram; dizia-lhes que eles precisam de encontrar no seu bispo a figura do irmão mais velho e o pai que os encoraje nestes tempos difíceis, os estimule e apoie no caminho.[2]
Como irmão mais velho e pai, também eu quero estar perto, em primeiro lugar para vos agradecer em nome do santo Povo fiel de Deus tudo o que ele recebe de vós e, por minha vez, encorajar-vos a relembrar as palavras que o Senhor pronunciou com tanta ternura no dia da nossa Ordenação e que constituem a fonte da nossa alegria: «Já não vos chamo servos, (...) a vós chamei-vos amigos» (Jo 15, 15).[3]
TRIBULAÇÃO
«Vi a opressão do meu povo» (Ex 3, 7)
Nos últimos tempos, pudemos ouvir mais claramente o clamor – muitas vezes silencioso e silenciado – de irmãos nossos, vítimas de abusos de poder, de consciência e sexuais por parte de ministros ordenados. Sem dúvida, é um período de sofrimento na vida das vítimas, que padeceram diferentes formas de abuso, e também para as suas famílias e para todo o Povo de Deus.
Como sabeis, estamos firmemente empenhados na atuação das reformas necessárias para promover, a partir da raiz, uma cultura baseada no cuidado pastoral, de tal forma que a cultura do abuso não consiga encontrar espaço para desenvolver-se e, menos ainda, perpetuar-se. Não é tarefa fácil nem de curto prazo; requer o empenho de todos. Se, no passado, a omissão pôde transformar-se numa forma de resposta, hoje queremos que a conversão, a transparência, a sinceridade e a solidariedade com as vítimas se tornem na nossa maneira de fazer a história e nos ajudem a estar mais atentos a todos os sofrimentos humanos.[4]
E esta tribulação não deixa indiferentes os presbíteros. Pude constatá-lo nas várias visitas pastorais, tanto na minha diocese como noutras onde tive oportunidade de encontrar e falar pessoalmente com os sacerdotes. Muitos deles manifestaram a própria indignação pelo que aconteceu e também uma espécie de impotência, já que, além do «desgaste pela entrega, experimentaram o dano que provoca a suspeita e a contestação, que pode ter insinuado – em alguns ou muitos – a dúvida, o medo e a difidência».[5] São numerosas as cartas de sacerdotes que partilham este sentimento. Por outro lado, consola encontrar pastores que, ao constatar e conhecer o sofrimento das vítimas e do Povo de Deus, se mobilizam, procuram palavras e percursos de esperança.
Sem negar nem ignorar o dano causado por alguns dos nossos irmãos, seria injusto não reconhecer que tantos sacerdotes, de maneira constante e íntegra, oferecem tudo o que são e têm pelo bem dos outros (cf. 2 Cor 12, 15) e vivem uma paternidade espiritual capaz de chorar com os que choram; há inúmeros padres que fazem da sua vida uma obra de misericórdia em regiões ou situações frequentemente inóspitas, remotas ou abandonadas, mesmo a risco da própria vida. Reconheço e agradeço o vosso exemplo corajoso e constante que, em momentos de turbulência, vergonha e sofrimento, nos mostra que vós continuais a entregar-vos com alegria pelo Evangelho.[6]
Estou convencido de que, na medida em que formos fiéis à vontade de Deus, os tempos da purificação eclesial que estamos a viver nos tornarão mais alegres e simples e, num futuro não muito distante, serão muito fecundos. «Não desanimemos! O Senhor está a purificar a sua Esposa e, a todos, nos está convertendo a Ele. Permite-nos experimentar a prova, para compreendermos que, sem Ele, somos pó. Está-nos a salvar da hipocrisia e da espiritualidade das aparências. Está a soprar o seu Espírito, para restaurar a beleza da sua Esposa surpreendida em flagrante adultério. Hoje far-nos-á bem ler o capítulo 16 de Ezequiel. Aquela é a história da Igreja. Aquela – poderá dizer cada um de nós – é a minha história. E no final, através da tua vergonha, continuarás a ser um pastor. O nosso arrependimento humilde, que permanece em silêncio, em lágrimas perante a monstruosidade do pecado e a insondável grandeza do perdão de Deus, é o início renovado da nossa santidade».[7]
GRATIDÃO
«Não cesso de dar graças a Deus por vós» (Ef 1, 16)
Mais do que uma escolha nossa, a vocação é resposta a uma chamada gratuita do Senhor. É bom voltar uma vez e outra àquelas passagens evangélicas, onde vemos Jesus orar, escolher e chamar «para estarem com Ele e para os enviar a pregar» (Mc 3,14; cf. Lc 6, 12-13).
Gostaria de lembrar aqui um grande mestre de vida sacerdotal do meu país natal, o padre Lúcio Gera, que, dirigindo-se a um grupo de sacerdotes em tempos de muitas provações na América Latina, lhes dizia: «Sempre, mas sobretudo nas provações, devemos voltar àqueles momentos luminosos em que experimentamos a chamada do Senhor para consagrar toda a nossa vida ao seu serviço». A isto, apraz-me chamar-lhe «a memória deuteronómica da vocação», que nos permite retornar «àquele ponto incandescente em que a graça de Deus me tocou no início do caminho e com aquela centelha posso acender o fogo para o dia de hoje, para cada dia, e levar calor e luz aos meus irmãos e às minhas irmãs. Daquela centelha, acende-se uma alegria humilde, uma alegria que não ofende o sofrimento e o desespero, uma alegria boa e serena».[8]
Um dia pronunciamos um «sim» que nasceu e cresceu no seio duma comunidade cristã pela mão daqueles santos «ao pé da porta»[9] que nos mostraram, com fé simples, como valia a pena dar tudo pelo Senhor e o seu Reino. Um «sim», cujo alcance teve e terá uma transcendência insuspeitada, não conseguindo muitas vezes imaginar todo o bem que foi e é capaz de gerar. Como é belo ver um padre idoso rodeado e visitado por aqueles pequeninos – hoje adultos – que ele batizou em seus inícios e que vêm, com gratidão, apresentar-lhe a família! Então descobrimos que fomos ungidos para ungir, e a unção de Deus nunca dececiona e faz-me dizer com o Apóstolo: «Não cesso de dar graças a Deus por vós» (Ef 1, 16) e por todo o bem que fizestes.
Em momentos de dificuldade, fragilidade, bem como de fraqueza e manifestação dos nossos limites, quando a pior de todas as tentações é ficar a ruminar a desolação,[10] fragmentando o olhar, o juízo e o coração, nesses momentos é importante – atrever-me-ia a dizer crucial – não só não perder a memória agradecida da passagem do Senhor pela nossa vida, a memória do seu olhar misericordioso que nos convidou a apostar n’Ele e no seu Povo, mas também animar-se a pô-la em prática e, com o salmista, poder compor o nosso próprio cântico de louvor porque «é eterna a sua misericórdia» (Sal 136/135).
A gratidão é sempre uma «arma poderosa». Só se formos capazes de contemplar e agradecer concretamente todos os gestos de amor, generosidade, solidariedade e confiança, bem como de perdão, paciência, suportação e compaixão com que fomos tratados, é que deixaremos o Espírito obsequiar-nos com aquele ar puro capaz de renovar (e não empachar) a nossa vida e missão. Deixemos que a constatação de tanto bem recebido faça, à semelhança de Pedro na manhã da «pesca milagrosa», despertar em nós a capacidade de deslumbramento e gratidão que nos leve a dizer: «Afasta-Te de mim, Senhor, porque sou um homem pecador» (Lc 5, 8) e, mais uma vez, ouçamos da boca do Senhor a sua chamada: «Não tenhas receio; de futuro, serás pescador de homens» (Lc 5, 10); porque «é eterna a sua misericórdia».
Irmãos, obrigado pela vossa fidelidade aos compromissos assumidos. Numa sociedade e numa cultura que transformou o «gasoso» em valor, é verdadeiramente significativa a existência de pessoas que apostem e procurem assumir compromissos que exigem toda a vida. Substancialmente, estamos a dizer que continuamos a acreditar em Deus que nunca quebrou a sua aliança, mesmo quando nós a quebramos vezes sem conta. Isto convida-nos a celebrar a fidelidade de Deus que, apesar dos nossos limites e pecados, não deixa de confiar, crer e apostar em nós, e convida-nos a fazer o mesmo. Cientes de trazer um tesouro em vasos de barro (cf. 2 Cor 4, 7), sabemos que o Senhor Se manifesta vencedor na fraqueza (cf. 2 Cor 12, 9), não deixa de nos sustentar e chamar, dando-nos cem por um (cf. Mc 10, 29-30), porque «é eterna a sua misericórdia».
Obrigado pela alegria com que soubestes entregar a vossa vida, mostrando um coração que, ao longo dos anos, lutou e luta para não se tornar mesquinho e amargo, mas ao invés deixar-se ampliar, diariamente, pelo amor de Deus e do seu povo; um coração que o tempo, como sucede com o bom vinho, não azedou, mas dotou-o duma qualidade sempre mais requintada; porque «é eterna a sua misericórdia».
Obrigado por procurardes reforçar os vínculos de fraternidade e amizade no presbitério e com o vosso bispo, apoiando-vos mutuamente, cuidando de quem está doente, procurando aquele que se isola, encorajando e aprendendo a sabedoria do idoso, partilhando os bens, sabendo rir e chorar juntos… Como são necessários estes espaços! E inclusivamente sendo constantes e perseverantes quando tivestes de assumir alguma missão áspera ou levar algum irmão a assumir as suas responsabilidades; porque «é eterna a sua misericórdia».
Obrigado pelo testemunho de perseverança e suportação (hypomoné) na dedicação pastoral, que frequentemente, movidos pela ousadia (parresía) do pastor,[11] nos leva a lutar com o Senhor na oração, como Moisés naquela corajosa e até arriscada intercessão pelo povo (cf. Nm 14, 13-19; Ex 32, 30-32; Dt 9, 18-21); porque «é eterna a sua misericórdia».
Obrigado por celebrar diariamente a Eucaristia e apascentar com misericórdia no sacramento da Reconciliação, sem rigorismos nem laxismos, ocupando-se das pessoas e acompanhando-as no caminho da conversão à vida nova que o Senhor nos dá a todos. Sabemos que, através dos degraus da misericórdia, podemos descer até ao ponto mais baixo da nossa condição humana – fragilidade e pecados incluídos – e subir até ao ponto mais alto da perfeição divina: «Sede misericordiosos como o Pai é misericordioso».[12] E assim ser «capazes de aquecer o coração das pessoas, caminhar com elas na noite, saber dialogar e inclusive adentrar-se na sua noite e obscuridade sem se perder»;[13] porque «é eterna a sua misericórdia».
Obrigado por ungir e anunciar a todos, com ardor, «em tempo propício e fora dele» (2 Tm 4, 2), o Evangelho de Jesus Cristo, sondando o coração da própria comunidade «para identificar onde está vivo e ardente o desejo de Deus e também onde é que este diálogo de amor foi sufocado ou não pôde dar fruto»;[14] porque «é eterna a sua misericórdia».
Obrigado pelas vezes em que, deixando-vos entranhadamente comover, acolhestes os caídos, curastes as feridas, dando calor aos seus corações, mostrando ternura e compaixão como o samaritano da parábola (cf. Lc 10, 25-37). Nada é mais urgente do que isto: proximidade, vizinhança, abeirar-se da carne do irmão que sofre. Quanto bem faz o exemplo dum sacerdote que não evita, mas se aproxima das feridas dos seus irmãos![15] É reflexo do coração do pastor que aprendeu o gosto espiritual de se sentir um só com o seu povo;[16] que não se esquece que saiu dele e que, só no seu serviço, encontrará e poderá desenvolver a sua identidade mais pura e plena, que lhe faz cultivar um estilo de vida austero e simples, sem aceitar privilégios que não têm o sabor do Evangelho; porque «é eterna a sua misericórdia».
Demos graças também pela santidade do Povo fiel de Deus, que somos convidados a apascentar e através do qual também o Senhor nos apascenta e cuida de nós com o dom de poder contemplar este povo «nos pais que criam os seus filhos com tanto amor, nos homens e mulheres que trabalham a fim de trazer o pão para casa, nos doentes, nas consagradas idosas que continuam a sorrir. Nesta constância de continuar a caminhar dia após dia, vejo a santidade da Igreja militante».[17] Agradeçamos por cada um deles e deixemo-nos ajudar e estimular pelo seu testemunho; porque «é eterna a sua misericórdia».
ARDOR
«Tenham ânimo nos seus corações» (Col 2, 2)
Um segundo grande desejo meu, inspirando-me nas palavras de São Paulo, é fazer-vos companhia na renovação do nosso ardor sacerdotal, fruto sobretudo da ação do Espírito Santo em nossas vidas. Perante experiências dolorosas, todos nós precisamos de conforto e encorajamento. A missão a que fomos chamados não comporta ser imunes ao sofrimento, à dor e até à incompreensão;[18] pelo contrário, pede-nos para os enfrentar e assumir a fim de deixar que o Senhor os transforme e nos configure mais a Ele. «No fundo, a falta dum reconhecimento sincero, pesaroso e orante dos nossos limites é que impede a graça de atuar melhor em nós, pois não lhe deixa espaço para provocar aquele bem possível que se integra num caminho sincero e real de crescimento».[19]
Um bom «teste» para saber como está o nosso coração de pastor é perguntar-se como enfrentamos a dor. Muitas vezes pode acontecer de comportar-se como o levita ou o sacerdote da parábola que passam do lado oposto e ignoram o homem que jaz por terra (cf. Lc 10, 31-32). Outros aproximam-se de forma errada, ou seja, intelectualizam o caso refugiando-se em frases comuns tais como «a vida é assim», «não se pode fazer nada», dando lugar ao fatalismo e ao desalento; ou aproximam-se com um leque de preferências seletivas cujo único resultado é isolamento e exclusão. «À semelhança do profeta Jonas, sempre permanece latente em nós a tentação de fugir para um lugar seguro, que pode ter muitos nomes: individualismo, espiritualismo, confinamento em mundos pequenos»,[20] os quais, longe de fazer com que as nossas entranhas se comovam, acabam por nos afastar das feridas próprias, das dos outros e, consequentemente, das feridas de Jesus.[21]
Nesta mesma linha, quero assinalar outra postura subtil e perigosa que, como gostava de dizer Bernanos, é «o mais precioso dos elixires do demónio»[22] e a mais nociva para quem deseja servir o Senhor, porque semeia desânimo, orfandade e leva ao desespero.[23] Desiludidos com a realidade, com a Igreja ou connosco mesmos, podemos cair na tentação de nos apegarmos a uma tristeza adocicada que os padres do Oriente chamavam de acédia. O cardeal Tomás Spidlik dizia: «Se nos assalta a tristeza pelo que a vida é, pela companhia dos outros, porque estamos sozinhos (...), então é porque temos falta de fé na Providência de Deus e na sua obra (...). A tristeza paralisa o ardor de continuar com o trabalho e com a oração, torna-nos antipáticos aqueles que vivem ao nosso lado. (...) Os monges, que dedicam uma longa descrição a este vício, chamam-no o pior inimigo da vida espiritual».[24]
Conhecemos esta tristeza que leva à habituação e pouco a pouco faz-nos ver como natural o mal e a injustiça, sussurrando tenuemente «sempre se fez assim». Tristeza, que torna estéril todas as tentativas de transformação e conversão, espalhando ressentimento e aversão. «Esta não é a escolha duma vida digna e plena, este não é o desígnio que Deus tem para nós, esta não é a vida no Espírito que jorra do coração de Cristo ressuscitado»[25] e para a qual fomos chamados. Irmãos, quando esta tristeza adocicada ameaça tomar conta da nossa vida ou da nossa comunidade, sem nos assustar nem preocupar mas com determinação, peçamos e façamos pedir ao Espírito que «venha despertar-nos, dar-nos um abanão na nossa sonolência, libertar-nos da inércia. Desafiemos a habituação, abramos bem os olhos, os ouvidos e sobretudo o coração, para nos deixarmos mover pelo que acontece ao nosso redor e pelo clamor da Palavra viva e eficaz do Ressuscitado».[26]
Deixai que vo-lo repita: todos precisamos do conforto e da força de Deus e dos irmãos em tempos difíceis. A todos nós, são de proveito estas sentidas palavras de São Paulo às suas comunidades: «Peço-vos que não desanimeis com as tribulações» (Ef 3,13); «tenham ânimo nos seus corações» (Col 2, 2). Assim, poderemos cumprir a missão que o Senhor nos dá cada manhã: transmitir uma boa nova, «uma grande alegria, que o será para todo o povo» (Lc 2,10). Mas, atenção! Não como teoria, como conhecimento intelectual ou moral do que deveria ser, mas como homens que, no meio da tribulação, foram transformados e transfigurados pelo Senhor e, como Job, chegam a exclamar: «Os meus ouvidos tinham ouvido falar de Ti, mas agora veem-Te os meus próprios olhos» (42, 5). Sem esta experiência fundadora, todos os nossos esforços nos levarão pelo caminho da frustração e do desencanto.
Ao longo da nossa vida, pudemos contemplar como, «com Jesus Cristo, renasce sem cessar a alegria».[27] Embora existam diferentes etapas nesta vivência, sabemos que Deus, independentemente das nossas fragilidades e pecados, sempre «nos permite levantar a cabeça e recomeçar, com uma ternura que nunca nos defrauda e sempre nos pode restituir a alegria».[28] Esta alegria não nasce dos nossos esforços voluntariosos ou intelectualistas, mas da confiança de saber que continuam eficazes as palavras de Jesus a Pedro: no momento em que fores joeirado, não te esqueças de que «Eu roguei por ti, para que a tua fé não desfaleça» (Lc 22, 32). O Senhor é o primeiro a rezar e lutar por ti e por mim. E convida-nos a entrar plenamente na sua oração. Pode até haver momentos em que tenhamos de mergulhar na «oração do Getsémani, a mais humana e mais dramática das orações de Jesus (...). Há súplica, tristeza, angústia, quase um desnorteamento (Mc 14, 33-42)».[29]
Sabemos que não é fácil permanecer diante do Senhor, deixando que o seu olhar percorra a nossa vida, cure o nosso coração ferido e lave os nossos pés impregnados pela mundanidade que se lhes aderiu ao longo do caminho e nos impede de caminhar. Na oração, experimentamos aquela nossa bendita precariedade que nos lembra que somos discípulos carecidos do auxílio do Senhor e nos liberta da tendência prometeuca «de quem, no fundo, só confia nas suas próprias forças e se sente superior aos outros por cumprir determinadas normas».[30]
Irmãos, Jesus – melhor do que ninguém – conhece os nossos esforços e resultados, bem como os fracassos e desvios. É o primeiro a dizer-nos: «Vinde a Mim, todos os que estais cansados e oprimidos, que Eu hei de aliviar-vos. Tomai sobre vós o meu jugo e aprendei de Mim, porque sou manso e humilde de coração, e encontrareis descanso para o vosso espírito» (Mt 11, 28-29).
Numa oração como esta, sabemos que nunca estamos sozinhos. A oração do pastor é uma oração habitada tanto pelo Espírito «que clama: “Abbá! – Pai!”» (Gal 4, 6) como pelo povo que lhe foi confiado. A nossa missão e identidade compreendem-se a partir desta dupla ligação.
A oração do pastor nutre-se e encarna-se no coração do Povo de Deus. Traz as marcas das feridas e alegrias do seu povo, apresentando-as em oração silenciosa ao Senhor para que as unja com o dom do Espírito Santo. É a esperança do pastor que confia e luta para que o Senhor cure a nossa fragilidade, tanto a pessoal como a das nossas comunidades. Mas não percamos de vista que é precisamente na oração do Povo de Deus que o coração do pastor se encarna e encontra o seu lugar. Isto preserva-nos a todos de procurar ou querer respostas fáceis, rápidas e pré-fabricadas, permitindo ao Senhor ser Ele – e não as nossas receitas e prioridades – a mostrar-nos um caminho de esperança. Não percamos de vista que, nos momentos mais difíceis da comunidade primitiva (como se lê no livro dos Atos dos Apóstolos), a oração tornou-se a verdadeira protagonista.
Irmãos, reconheçamos a nossa fragilidade, sim; mas deixemos que Jesus a transforme e nos projete sempre de novo para a missão. Não percamos a alegria de nos sentir «ovelhas», de saber que Ele é o nosso Senhor e Pastor.
Para manter o coração animado, é necessário não negligenciar estas duas ligações constitutivas da nossa identidade: com Jesus e com o nosso povo. A primeira ligação: sempre que nos desligamos de Jesus ou negligenciamos a nossa relação com Ele, pouco a pouco a nossa dedicação vai-se estiolando e as nossas lâmpadas ficam sem o azeite capaz de iluminar a vida (cf. Mt 25, 1-13): «Tal como o ramo não pode dar fruto por si mesmo, mas só permanecendo na videira, assim também acontecerá convosco, se não permanecerdes em Mim. (…) Quem permanece em Mim e Eu nele, esse dá muito fruto, pois, sem Mim, nada podeis fazer» (Jo 15, 4-5). Neste sentido, gostaria de vos encorajar a que não negligenciásseis o acompanhamento espiritual, tendo um irmão com quem falar, confrontar-se, debater e discernir, com plena confiança e transparência, a propósito do próprio caminho; um irmão sábio, com quem fazer a experiência de se saber discípulo. Procurai-o, encontrai-o e gozai a alegria de vos deixardes cuidar, acompanhar e aconselhar. É uma ajuda insubstituível para poder viver o ministério, fazendo a vontade do Pai (cf. Heb 10, 9) e deixar o coração palpitar com «os mesmos sentimentos, que estão em Cristo Jesus» (Flp 2, 5). Fazem-nos bem estas palavras de Qohélet: «É melhor dois do que um só (…). Se caírem, um ergue o seu companheiro. Mas ai do solitário que cai: não tem outro para o levantar» (4, 9-10).
Quanto à outra ligação constitutiva, robustecei e nutri o vínculo com o vosso povo. Não vos isoleis do vosso povo nem dos presbitérios ou das comunidades. E menos ainda… encerrar-vos em grupos fechados e elitistas. Isto, no fim, asfixia e envenena o espírito. Um ministro ardoroso é um ministro sempre em saída; e «estar em saída» leva-nos a caminhar «por vezes à frente, por vezes no meio e outras atrás: à frente, para guiar a comunidade; no meio, para melhor a compreender, animar e sustentar; atrás, para a manter unida, a fim de que ninguém se atrase demais, (…) e também por outro motivo, ou seja, porque o povo tem intuito! Tem intuito para encontrar novas sendas para o caminho, tem o sensus fidei (cf. LG 12). Poderá existir algo de mais bonito?»[31] O próprio Jesus é modelo desta opção evangelizadora, que nos introduz no coração do povo. Faz-nos bem vê-Lo perto de todos. A entrega de Jesus na cruz é apenas o ponto culminante deste estilo evangelizador que marcou toda a sua existência.
Irmãos, o sofrimento de tantas vítimas, o sofrimento do Povo de Deus e nosso também, não pode ser em vão. É o próprio Jesus que carrega todo este peso na sua cruz e nos convida a renovar a nossa missão de estar perto dos que sofrem, de estar sem vergonha perto das misérias humanas e – por que não? - vivê-las como se fossem próprias para as tornar eucaristia.[32] O nosso tempo, marcado por velhas e novas feridas, precisa que sejamos artesãos de relação e comunhão, abertos, confiados e esperançosos da novidade que o Reino de Deus quer suscitar hoje; um Reino de pecadores perdoados, convidados a testemunhar a compaixão sempre viva e ativa do Senhor; «porque é eterna a sua misericórdia».
LOUVOR
«A minha alma glorifica o Senhor» (Lc 1, 46)
É impossível falar de gratidão e encorajamento sem contemplar Maria. Ela, mulher do coração trespassado (cf. Lc 2, 35), ensina-nos o louvor capaz de abrir o olhar para o futuro e devolver a esperança ao presente. Toda a sua vida ficou condensada no seu cântico de louvor (cf. Lc 1, 46-55), que somos convidados, também nós, a entoar como promessa de plenitude.
Sempre que vou a um santuário mariano, gosto de «ganhar tempo» contemplando e deixando-me contemplar pela Mãe, pedindo a confiança da criança, do pobre e da pessoa simples que sabe que ali está a sua Mãe e pode mendigar um lugar no seu regaço. E enquanto A contemplo, apraz-me ouvir mais uma vez como o índio João Diego: «Que tens, meu filho, o mais pequenino? O que é que entristece o teu coração? Porventura não estou aqui Eu, que tenho a honra de ser tua mãe?»[33]
Contemplar Maria é voltar «a acreditar na força revolucionária da ternura e do afeto. N’Ela, vemos que a humildade e a ternura não são virtudes dos fracos, mas dos fortes, que não precisam de maltratar os outros para se sentir importantes».[34]
Se alguma vez o olhar começar a insensibilizar-se ou sentirmos que a força sedutora da apatia ou da desolação quer criar raízes e apoderar-se do coração; se o gosto de nos sentirmos parte viva e integrante do Povo de Deus começa a incomodar-nos dando-nos conta de ser impelidos para uma atitude elitista, não tenhamos medo de contemplar Maria e entoar o seu cântico de louvor.
Se alguma vez nos sentirmos tentados a isolar-nos e fechar-nos em nós mesmos e nos nossos projetos protegendo-nos dos caminhos sempre poeirentos da história, ou se o lamento, a queixa, a crítica ou a ironia tomam conta das nossas ações sem querer lutar, esperar e amar, olhemos para Maria a fim de que limpe os nossos olhos de toda a «palheira» que nos possa impedir de estarmos atentos e despertos para contemplar e celebrar a Cristo que vive no meio do seu Povo. E se virmos que não conseguimos caminhar direito, que nos custa manter os propósitos de conversão, digamos-Lhe como A suplicava, quase com cumplicidade, aquele grande pároco – poeta também – da minha diocese anterior: «Esta tarde, Senhora, a promessa é sincera. Mas, pelo sim e pelo não, não Te esqueças de deixar a chave por fora».[35] Ela «é a amiga sempre solícita para que não falte o vinho na nossa vida. É Aquela que tem o coração trespassado pela espada, que compreende todas as penas. Como Mãe de todos, é sinal de esperança para os povos que sofrem as dores do parto até que germine a justiça (...). Como uma verdadeira mãe, caminha connosco, luta connosco e aproxima-nos incessantemente do amor de Deus».[36]
Irmãos, mais uma vez vos digo que «não cesso de dar graças a Deus por vós» (Ef 1, 16), pela vossa dedicação e missão, com a certeza de que «Deus remove as pedras mais duras, contra as quais vão embater esperanças e expetativas: a morte, o pecado, o medo, a mundanidade. A história humana não acaba frente a uma pedra sepulcral, já que hoje mesmo descobre a “pedra viva” (cf. 1 Ped 2, 4): Jesus ressuscitado. Como Igreja, estamos fundados sobre Ele e, mesmo quando desfalecemos, mesmo quando somos tentados a julgar tudo a partir dos nossos fracassos, Ele vem fazer novas todas as coisas».[37]
Deixemos que seja a gratidão a suscitar o louvor e nos encoraje mais uma vez na missão de ungir os nossos irmãos na esperança; nos encoraje a ser homens que testemunhem com a sua vida a compaixão e misericórdia que só Jesus nos pode dar.
Que o Senhor Jesus vos abençoe e a Virgem Santíssima vos guarde. E peço-vos, por favor, que não vos esqueçais de rezar por mim.
Fraternamente,
Francisco
Roma, em São João de Latrão, 4 de agosto de 2019
na Memória litúrgica do Santo Cura d’Ars.
_________________
[1] Cf. Carta ap. Anno iubilari (23 de abril de 1929): AAS 21 (1929), 312-313.
[2] Cf. Discurso à Conferência Episcopal Italiana, 20 de maio de 2019. A paternidade espiritual que impele o Bispo a não deixar órfãos os seus presbíteros, pode-se «tocar» não apenas na capacidade de manter as portas abertas para todos os seus padres, mas também em ir procurá-los para cuidar deles e acompanhá-los.
[3] Cf. São João XXIII, Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, no I centenário do pio trânsito do Santo Cura d’Ars (1 de agosto de 1959): AAS 51 (1959), 548.
[4] Cf. Carta ao Povo de Deus (20 de agosto de 2018).
[5] Encontro com os sacerdotes, religiosos e religiosas, consagrados e seminaristas, Santiago do Chile, 16 de janeiro de 2018.
[6] Cf. Carta ao Povo de Deus que peregrina no Chile, 31 de maio de 2018.
[7] Encontro com o clero de Roma, 7 de março de 2019.
[8] Homilia na Vigília Pascal, 19 de abril de 2014.
[9] Exort. ap. Gaudete et exsultate, 7.
[10] Cf. J. M. Bergoglio, Cartas da tribulação, Milão, p. 18.
[11] Cf. Discurso aos párocos de Roma, 6 de março de 2014.
[12] Retiro por ocasião do Jubileu dos Sacerdotes: Primeira Meditação, 2 de junho de 2016.
[13] A. Spadaro, «Entrevista a Papa Francisco», La Civiltà Cattolica, n. 3918 (19 de setembro de 2013), p. 462.
[14] Exort. ap. Evangelii gaudium, 137.
[15] Cf. Discurso aos párocos de Roma, 6 de março de 2014.
[16] Cf. Exort. ap. Evangelii gaudium, 268.
[17] Exort. ap. Gaudete et exsultate, 7.
[18] Cf. Carta ap. Misericordia et misera, 13.
[19] Exort. ap. Gaudete et exsultate, 50.
[20] Ibid,, 134.
[21] Cf. J. M. Bergoglio, Reflexões em esperança, Cidade do Vaticano, p. 14.
[22] Diário dum pároco de aldeia, Paris 1974, 135; cf. Exort. ap. Evangelii gaudium, 83.
[23] Cf. Barsanufio, Epistolário, in: V. Cutro – M. T. Szwemin, Necessidade de paternidade, Varsóvia 2018, p. 124.
[24] A arte de purificar o coração, Roma 1999, p. 47.
[25] Exort. ap. Evangelii gaudium, 2.
[26] Exort. ap. Gaudete et exsultate, 137.
[27] Exort. ap. Evangelii gaudium, 1.
[28] Ibid., 3.
[29] J. M. Bergoglio, Reflexões em esperança, Cidade do Vaticano, p. 26.
[30] Exort. ap. Evangelii gaudium, 94.
[31] Encontro com o clero, pessoas de vida consagrada e membros de conselhos pastorais, Assis, 4 de outubro de 2013.
[32] Cf. Exort. ap. Evangelii gaudium, 268-270.
[33] J. G. Lamadrid, Nican Mopohua, ed. Jus, pp. 107.108; 119.
[34] Exort. ap. Evangelii gaudium, 288.
[35] Cf. A. L. Calori, Aula Fúlgida, Buenos Aires 1946.
[36] Exort. ap. Evangelii gaudium, 286.
[37] Homilia na Vigília Pascal, 20 de abril de 2019.
[01269-PO.01] [Texto original: Espanhol]
Traduzione in lingua polacca
Do moich braci kapłanów.
Drodzy Bracia,
Wspominamy 160.rocznicę śmierci świętego Proboszcza z Ars, którego Pius XI zaproponował jako patrona wszystkich proboszczów świata[1]. W dzień jego święta pragnę napisać do was ten list, kierując go nie tylko do proboszczów, ale także do was wszystkich, braci kapłanów, którzy nie czyniąc szumu „porzucacie wszystko”, by zaangażować się w codzienne życie waszych wspólnot. Do was, którzy podobnie jak Proboszcz z Ars pracujecie w „okopach”, dźwigacie na ramionach ciężar dnia i spiekoty (por. Mt 20, 12) i, narażeni na niezliczone sytuacje codziennie „tracicie twarz”, nie przypisując sobie zbyt wielkiego znaczenia, aby lud Boży był otoczony opieką i wsparciem. Zwracam się do każdego z was, którzy przy wielu okazjach, niezauważalnie i ofiarnie, w zmęczeniu i trudzie, chorobie czy przygnębieniu podejmujecie misję jako służbę Bogu i jego ludowi, i pomimo wszystkich trudności drogi zapisujecie najpiękniejsze karty życia kapłańskiego.
Jakiś czas temu wyraziłem biskupom włoskim swój niepokój, że w wielu regionach nasi księża czują się wyśmiewani i „obwiniani” z powodu przestępstw, których nie popełnili, i powiedziałem, że muszą oni znaleźć w swoim biskupie starszego brata i ojca, który by dodawał im otuchy w tych trudnych czasach, pobudzał ich i wspierał w drodze[2].
Jako starszy brat i ojciec ja też chcę być blisko, przede wszystkim, aby wam podziękować w imieniu świętego, wiernego ludu Bożego za wszystko, co od was otrzymuje i z mej strony zachęcić was do odnowienia tych słów, które Pan wypowiedział tak czule w dniu naszych święceń i które stanowią źródło naszej radości: „Już was nie nazywam sługami [...], ale nazwałem was przyjaciółmi” (J 15, 15)[3].
SMUTEK
„Napatrzyłem się na udrękę ludu mego” (Wj 3, 7).
W ostatnim czasie mogliśmy wyraźniej usłyszeć krzyk, często milczący i zmuszony do milczenia, naszych braci, ofiar nadużyć władzy, sumienia i wykorzystywania seksualnego popełnionych przez wyświęconych szafarzy. Niewątpliwie jest to czas cierpienia w życiu ofiar, które doznały różnych form przemocy; także dla ich rodzin i dla całego Ludu Bożego.
Jak wiecie, jesteśmy bardzo głęboko zaangażowani we wdrażanie reform niezbędnych, by pobudzić od samych źródeł kulturę opartą na trosce duszpasterskiej, tak aby styl wykorzystywania nie mógł znaleźć miejsca do rozwoju, a tym bardziej do utrwalenia się. Nie jest to zadanie łatwe, i pilnie wymaga zaangażowania wszystkich. Jeśli w przeszłości zaniedbanie mogło przekształcić się w jakąś formę reakcji, to dzisiaj chcemy, aby nawrócenie, przejrzystość, szczerość i solidarność z ofiarami stały się naszym sposobem tworzenia historii i pomagały nam być bardziej wrażliwymi na wszystkie ludzkie cierpienia[4].
Smutek ten nie jest też obojętny kapłanom. Mogłem to stwierdzić podczas różnych wizyt duszpasterskich zarówno w mojej diecezji, jak i w innych, gdzie miałem okazję odbywać spotkania i osobiste rozmowy z księżmi. Wielu z nich wyraziło oburzenie tym, co się stało, a także swego rodzaju niemoc, ponieważ oprócz „wyczerpania z powodu swego oddania, przeżyli szkody spowodowane podejrzeniami i zwątpieniami, które w niektórych lub wielu z nich mogły zasiać wątpliwości, lęk i nieufność”[5]. Dotarło wiele listów od księży, którzy podzielają to uczucie. Z drugiej strony cieszy, gdy spotyka się pasterzy, którzy, widząc i poznając cierpienia ofiar i Ludu Bożego, mobilizują się, szukają słów i dróg nadziei.
Nie zaprzeczając i nie lekceważąc szkód wyrządzonych przez niektórych z naszych braci, niesprawiedliwością byłoby nie wyrażenie uznania dla wielu kapłanów, którzy nieustannie i uczciwie dają wszystko, czym są i co mają, dla dobra innych (por. 2 Kor 12, 15) i rozwijają ojcostwo duchowe, które potrafi płakać z tymi, którzy płaczą. Nie da się zliczyć księży, którzy czynią ze swojego życia dzieło miłosierdzia w regionach lub sytuacjach, które są często niegościnne, oddalone lub opuszczone, ryzykując nawet własnym życiem. Doceniam i dziękuję za wasz odważny i stały przykład, który w chwilach zawirowań, wstydu i smutku ukazuje nam, że z radością stale narażacie się dla Ewangelii[6].
Jestem przekonany, że o ile jesteśmy wierni woli Bożej, to czasy kościelnego oczyszczenia, których doświadczamy, uczynią nas bardziej radosnymi i prostymi, a w niedalekiej przyszłości będą bardzo owocne. „Nie zniechęcajmy się! Pan oczyszcza swoją Oblubienicę i nawraca nas wszystkich do siebie. Sprawia, że doświadczamy tych prób, abyśmy zrozumieli, że bez Niego jesteśmy prochem. Ocala nas od obłudy, od duchowości pozorów. Tchnie swego Ducha, aby przywrócić piękno swojej Oblubienicy, pochwyconej na rażącym cudzołóstwie. Warto, abyśmy dziś wzięli 16 rozdział Ezechiela. Mówi on o historii Kościoła. Każdy z nas może powiedzieć: to moja historia. A w końcu, ale poprzez twój wstyd, nadal będziesz pasterzem. Nasza pokorna skrucha, która trwa milcząco pośród łez w obliczu potworności grzechu i niezgłębionej wielkości Bożego przebaczenia, to ona, ta pokorna skrucha jest początkiem naszej świętości”[7].
WDZIĘCZNOŚĆ
Nieustannie dziękuję za was (por. Ef 1, 16).
Powołanie jest nie tyle naszym wyborem, ile odpowiedzią na bezinteresowne wezwanie Pana. Warto nieustannie powracać do tych ewangelicznych fragmentów, które ukazują nam Jezusa, który się modli, wybiera i powołuje, „aby Mu towarzyszyli, by mógł wysyłać ich na głoszenie nauki” (Mk 3, 14).
Chciałbym przywołać tutaj wspaniałego nauczyciela życia kapłańskiego w mojej ojczyźnie, ks. Lucio Gerę, który przemawiając do grupy kapłanów w czasach wielu prób w Ameryce Łacińskiej, powiedział do nich: „zawsze, ale przede wszystkim w próbach, musimy powracać do tych jasnych chwil, w których doświadczyliśmy powołania Pana, aby poświęcić całe nasze życie na Jego służbę”. To właśnie, co lubię nazywać „deuteronomiczną pamięcią powołania”, pozwala nam powracać „do tego palącego punktu, w którym Boża łaska dotknęła mnie na początku drogi. To od tej iskry mogę rozpalić ogień na dzisiaj, na każdy dzień, i nieść ciepło i światło moim braciom i siostrom. Od tej iskry rozpala się pokorna radość, taka radość, która nie uwłacza cierpieniu i rozpaczy, radość dobra i łagodna”[8].
Pewnego dnia wypowiedzieliśmy „tak”, które zrodziło się i dorastało w łonie wspólnoty chrześcijańskiej dzięki tym „świętym z sąsiedztwa”[9], którzy ukazali nam z prostą wiarą, jak wiele jest warte oddanie wszystkiego dla Pana i Jego Królestwa. „Tak”, którego zasięg miał i będzie miał nieoczekiwaną transcendencję, a wiele razy nie będziemy w stanie wyobrazić sobie wszystkiego, co ono było i jest w stanie zrodzić. Dobrze, gdy starszy kapłan jest otoczony i odwiedzany przez tych maluchów – którzy teraz stali się dorosłymi – a których na początku swej posługi ochrzcił i którzy przychodzą z wdzięcznością, by mu przedstawić swoją rodzinę! Tam odkryliśmy, że zostaliśmy namaszczeni, aby namaszczać, a namaszczenie Boga nigdy nie zawodzi i sprawia, że mówię wraz z Apostołem: „nie zaprzestaję dziękczynienia, wspominając was” (Ef 1, 16) i całe dobro, które uczyniliście.
W chwilach trudności, kruchości, podobnie jak w słabościach, w których ujawniają się nasze ograniczenia, kiedy najgorszą z wszystkich pokus jest trwanie w przeżuwaniu przygnębienia[10], załamując spojrzenie, osąd i serce, to w tych chwilach ważne jest - nawet ośmieliłbym się powiedzieć: kluczowe - nie tylko nie zatracenie pełnej wdzięczności pamięci o przejściu Pana w naszym życiu, pamięci Jego miłosiernego spojrzenia, które zaprosiło nas, byśmy dla Niego i dla Jego ludu poświęcili swe życie, ale byśmy mieli także odwagę, by zastosować ją w praktyce i byśmy wraz z Psalmistą potrafili skonstruować nasz własny śpiew uwielbienia, „bo Jego łaska na wieki” (por. Ps 136[135]).
Wdzięczność jest zawsze „potężną bronią”. Tylko jeśli potrafimy rozważać i konkretnie dziękować za wszystkie gesty miłości, wielkoduszności, solidarności i zaufania, a także przebaczenia, cierpliwości, wytrwałości i współczucia, z jakimi zostaliśmy potraktowani, pozwolimy by Duch dał nam to świeże powietrze, zdolne do odnowienia (a nie załatania) naszego życia i misji. Pozwólmy, by podobnie jak u Piotra w poranek „cudownego połowu”, nasze dostrzeżenie całego otrzymanego dobra rozbudziło w nas zdolność zadziwienia i dziękczynienia, żeby nas doprowadzić do powiedzenia: „Wyjdź ode mnie, Panie, bo jestem człowiek grzeszny” (Łk 5, 8), a po raz kolejny usłyszymy z ust Pana Jego wezwanie: „Nie bój się, odtąd ludzi będziesz łowił” (Łk 5, 10), „bo Jego łaska na wieki” (por. Ps 135).
Bracia, dziękuję za waszą wierność wobec podjętych zobowiązań. To naprawdę znamienne, że w społeczeństwie i kulturze, która przekształciła w wartość „to, co płynne”, są osoby, które nie boją się zaryzykować i starają się podejmować zobowiązania na całe życie. Zasadniczo mówimy, że nadal wierzymy w Boga, który nigdy nie zerwał swego przymierza, nawet gdy my je zerwaliśmy niezliczoną ilość razy. Zachęca to nas do świętowania wierności Boga, który nigdy nie przestaje ufać, wierzyć i stawiać na nas pomimo naszych ograniczeń i grzechów, i zaprasza nas do uczynienia tego samego. Zdając sobie sprawę, że niesiemy skarb w naczyniach glinianych (por. 2 Kor 4, 7) wiemy, że Pan okazuje się zwycięzcą w słabości (por. 2 Kor 12, 9), nigdy nie przestaje nas wspierać i wzywać, dając nam w zamian stokrotnie więcej (por. Mk 10, 29-30), „bo Jego łaska na wieki”.
Dziękuję wam za radość, z jaką umieliście oddać swoje życie, okazując serce, które przez lata walczyło i zmagało się, aby nie stać się ciasnym i gorzkim, a wręcz przeciwnie, codziennie było poszerzane przez miłość do Boga i Jego ludu. Serce, którego, podobnie jak dobre wino, czas nie zakwasił, ale dał mu coraz lepszą jakość; „bo Jego łaska na wieki”.
Dziękuję, ponieważ staracie się umacniać więzy braterstwa i przyjaźni we wspólnocie kapłańskiej i ze swoim biskupem, wspierając się nawzajem, troszcząc się o tego, kto jest chory, szukając tych, którzy się wyizolowali, wspierając i ucząc się mądrości od osób starszych, dzieląc się dobrami, potrafiąc razem śmiać się i płakać... Jakże potrzebne są te przestrzenie! I nawet trwając konsekwentnie i wytrwale, gdy musieliście podjąć jakąś trudną misję lub pobudzić brata do podjęcia swej odpowiedzialności; „bo Jego łaska na wieki”.
Dziękuję za świadectwo wytrwałości i „znoszenia” (hypomoné) w trudach duszpasterskich, które wielokrotnie, pobudzone parrezją pasterza[11], prowadzi nas do zmagania z Panem na modlitwie, jak Mojżesz w tym odważnym i ryzykownym wstawiennictwie za lud (por. Lb 14, 13-19; Wj 32, 30-32; Pwt 9, 18-21); „bo Jego łaska na wieki”.
Dziękuję, ponieważ codziennie sprawujecie Eucharystię i miłosiernie działacie duszpastersko w sakramencie pojednania, bez rygoryzmu i pobłażliwości, biorąc na siebie ciężar osób i towarzysząc im na drodze nawrócenia ku nowemu życiu, jakie Pan daje nam wszystkim. Wiemy, że po stopniach miłosierdzia możemy zejść do najniższego punktu ludzkiej kondycji - w tym słabości i grzechu - i wznieść się do najwyższego punktu boskiej doskonałości: „Bądźcie miłosierni, jak Ojciec wasz jest miłosierny”[12]. Aby być w ten sposób „zdolnymi do ogrzewania serc osób, do wchodzenia w ich noc, by móc z nimi rozmawiać, ale także, by wejść w ich noc, ciemność, nie zatracając siebie samych”[13]; „bo Jego łaska na wieki”.
Dziękuję, ponieważ żarliwie namaszczacie i głosicie wszystkim „w porę i nie w porę” Ewangelię Jezusa Chrystusa (por. 2 Tm 4, 2), badając serce swojej wspólnoty, „by szukać, gdzie jest żywe i żarliwe pragnienie Boga, a także gdzie ten dialog, pełen miłości, został przytłumiony lub nie mógł okazać się owocnym”[14]; „bo Jego łaska na wieki”.
Dziękuję wam za każdą z tych sytuacji, kiedy dogłębnie wzruszeni przyjęliście tych, którzy upadli, opatrzyliście ich rany, dając ciepło ich sercom, okazując czułość i współczucie jak Samarytanin z przypowieści (por. Łk 10, 25-37). Nic nie jest tak pilne jak te rzeczy: bliskość, solidarność, bycie blisko ciała cierpiącego brata. Ileż dobra czyni przykład kapłana, który zbliża się, a nie dystansuje od ran swoich braci![15] Jest to odzwierciedlenie serca pasterza, który nauczył się duchowego smaku odczuwania jedności ze swoim ludem[16]; który nie zapomina, że z niego wyszedł i że jedynie jemu służąc, odnajdzie i będzie mógł wyjaśnić swoją najczystszą i najpełniejszą tożsamość, która pozwala mu rozwijać surowy i prosty styl życia, bez godzenia się na przywileje, które nie mają smaku Ewangelii; „bo Jego łaska na wieki”.
Dziękujemy również za świętość wiernego Ludu Bożego, do którego prowadzenia zostaliśmy zaproszeni i poprzez który Pan karmi nas i troszczy się także o nas, przez dar możliwości podziwiania tego ludu „w rodzicach, którzy z wielką miłością pomagają dorastać swoim dzieciom, w mężczyznach i kobietach pracujących, by zarobić na chleb, w osobach chorych, w starszych zakonnicach, które nadal się uśmiechają. W tej wytrwałości, aby iść naprzód, dzień po dniu, widzę świętość Kościoła walczącego”[17]. Dziękujemy za każdego z nich i pozwólmy, aby ich świadectwo nam pomogło i dodawało otuchy; „bo Jego łaska na wieki”.
ODWAGI
Chcę, byście się czuli pokrzepieni (por. Kol 2, 2).
Moim drugim wielkim pragnieniem, cytując słowa św. Pawła, jest towarzyszenie wam w odnowieniu naszej odwagi kapłańskiej, która jest przede wszystkim owocem działania Ducha Świętego w naszym życiu. W obliczu bolesnych doświadczeń wszyscy potrzebujemy pocieszenia i dodania otuchy. Misja, do której zostaliśmy powołani, nie oznacza, że jesteśmy odporni na cierpienie, ból, a nawet niezrozumienie[18]; przeciwnie, żąda od nas, abyśmy stawili im czoło i podjęli je, pozwalając Panu, aby je przemienił, a nas bardziej upodobnił do Niego. „W ostatecznym rozrachunku brak szczerego, bolesnego i modlitewnego uznania naszych ograniczeń, jest tym, co uniemożliwia łasce lepsze działanie w nas, ponieważ nie pozostawia jej miejsca na wzbudzenie tego możliwego dobra, włączającego się w proces szczerego i rzeczywistego rozwoju”[19].
Dobrym „testem”, pozwalającym poznać w jakim stanie znajduje się nasze pasterskie serce, jest zadanie sobie pytania, jak radzimy sobie z cierpieniem. Wiele razy się zdarza, że zachowujemy się jak lewita lub kapłan z przypowieści, którzy odwracają się w drugą stronę i odtrącają człowieka leżącego na ziemi (por. Łk 10, 31-32). Inni podchodzą źle, intelektualizują, chroniąc się we frazesach: „takie jest życie”, „nic nie można zrobić”, powodując fatalizm i zniechęcenie, albo podchodzą patrząc z nastawieniem wybiórczym, tworząc w ten sposób jedynie izolację i wykluczenie. „Podobnie, jak w przypadku proroka Jonasza, tak i w nas, zawsze jest ukryta pokusa ucieczki w miejsce bezpieczne, które może mieć wiele imion: indywidualizm, spirytualizm, zamknięcie w małych światach...”[20], które wcale nie poruszając naszego serca, w ostateczności oddalają nas od naszych ran, od ran innych osób, a zatem od ran Jezusa[21].
Idąc tym tropem, chciałbym podkreślić inną subtelną i niebezpieczną postawę, która, jak lubił mawiać Bernanos, jest „najtęższym z eliksirów złego ducha”[22] i najbardziej szkodliwym dla nas, pragnących służyć Panu, ponieważ sieje zniechęcenie, osierocenie i prowadzi do rozpaczy[23]. Rozczarowani rzeczywistością, Kościołem lub samymi sobą, możemy doświadczać pokusy kurczowego uchwycenia się pewnego słodkawego smutku, który ojcowie Wschodu nazywali acedią. Kardynał Tomáš Špidlík powiedział: „Jeśli ogarnia nas smutek z powodu życia jako takiego, z powodu towarzystwa innych, z powodu faktu, że jesteśmy sami itp., brakuje wówczas wiary w Opatrzność Bożą i w jej dzieło. Smutek jest niebezpieczny. Paraliżuje odwagę postępowania w pracy, modlitwie, czyni nas antypatycznymi dla naszych bliskich. Autorzy zakonni, którzy poświęcają tej wadzie długi opis, nazywają ją najgorszym wrogiem życia duchowego”[24].
Znamy ten smutek, który prowadzi do uzależnienia i stopniowo, subtelnym szeptem, że „zawsze tak było”, doprowadza do traktowania zła i niesprawiedliwości jako czegoś naturalnego. Jest to smutek, który sprawia, że wszystkie próby transformacji i nawrócenia stają się bezowocne, siejąc niechęć i wrogość. „Nie jest to wybór godnego i pełnego życia; nie jest to pragnienie, jakie Bóg żywi względem nas; nie jest to życie w Duchu, rodzące się z serca zmartwychwstałego Chrystusa”[25], do którego zostaliśmy powołani. Bracia, kiedy ten słodkawy smutek grozi opanowaniem naszego życia lub naszej wspólnoty, nie lękając się ani nie martwiąc, z determinacją prośmy i sprawmy, by proszono Ducha Świętego, „aby nas obudził, aby wstrząsnął naszym odrętwieniem, wyzwolił nas z bezczynności. Rzućmy wyzwanie uleganiu nawykom, otwórzmy oczy i uszy, a zwłaszcza serca, abyśmy dali się wstrząsnąć tym, co dzieje się wokół nas oraz wołaniem żywego i skutecznego słowa Zmartwychwstałego”[26].
Pozwólcie mi to powtórzyć, wszyscy potrzebujemy pociechy i Bożej mocy, a także braci w trudnych czasach. Wszyscy potrzebujemy tych szczerych słów św. Pawła do jego wspólnot: „Dlatego proszę, abyście się nie zniechęcali prześladowaniami, jakie znoszę dla was” (Ef 3, 13); Moim pragnieniem jest, abyście czuli się pokrzepieni (por. Kol 2, 2) i w ten sposób mogli wypełniać misję, którą Pan daje nam każdego ranka: przekazywać „radość wielką, która będzie udziałem całego narodu” (Łk 2, 10). Ale właśnie nie jako teoria, czy wiedza intelektualna lub moralna na temat tego, co powinno być, ale jako ludzie zanurzeni w cierpieniu, którzy zostali przekształceni i przemienieni przez Pana, i podobnie jak Hiob przychodzą, by wołać: „Dotąd Cię znałem ze słyszenia, obecnie ujrzałem Cię wzrokiem” (42, 5). Bez tego podstawowego doświadczenia wszystkie nasze wysiłki wprowadzą nas na drogę frustracji i rozczarowania.
Na drogach naszego życia mogliśmy podziwiać, jak „z Jezusem Chrystusem rodzi się zawsze i odradza radość”[27]. Chociaż w tym doświadczeniu istnieją różne fazy, wiemy, że pomimo naszych słabości i grzechów Bóg „pozwala nam podnieść głowę i zacząć od nowa, z taką czułością, która nas nigdy nie zawiedzie i zawsze może przywrócić nam radość”[28]. Ta radość nie rodzi się z naszych wysiłków woli czy intelektu, ale z pewności, że słowa Jezusa skierowane do Piotra nieustannie działają: kiedy będziesz „przesiewany”, nie zapominaj, że „ja [sam] prosiłem za tobą, żeby nie ustała twoja wiara” (Łk 22, 32). Pan jako pierwszy modli się i walczy za ciebie i za mnie. I zaprasza nas, abyśmy w pełni włączyli się w Jego modlitwę. Mogą być wręcz chwile, kiedy powinniśmy zanurzyć się w „modlitwie w Getsemani, najbardziej ludzkiej i dramatycznej modlitwie Jezusa (...). Jest w niej błaganie, smutek, udręka, niemal dezorientacja (por. Mk 14, 33)”[29].
Wiemy, że niełatwo jest trwać przed Panem, pozwalając, aby Jego wzrok przemierzył nasze życie, uzdrowił nasze zranione serce i obmył nasze stopy przesycone światowością, która przylgnęła do nas po drodze i uniemożliwia nam chodzenie. To właśnie w modlitwie doświadczamy naszej błogosławionej niepewności, która przypomina nam, że jesteśmy uczniami potrzebującymi pomocy Pana i uwalnia nas od prometejskiej skłonności „tych, którzy w ostateczności liczą tylko na własne siły i stawiają siebie wyżej od innych, ponieważ zachowują określone normy”[30].
Bracia, Jezus bardziej niż ktokolwiek inny zna nasze wysiłki i osiągnięcia, a także klęski i porażki. On jako pierwszy nam mówi: „Przyjdźcie do Mnie wszyscy, którzy utrudzeni i obciążeni jesteście, a Ja was pokrzepię. Weźcie na siebie moje jarzmo i uczcie się ode Mnie, bo jestem cichy i pokornego serca, a znajdziecie ukojenie dla dusz waszych” (Mt 11, 28-29).
W takiej modlitwie wiemy, że nigdy nie jesteśmy sami. Modlitwa pasterza jest modlitwą pełną zarówno Ducha Świętego, „który woła: «Abba, Ojcze!»” (Ga 4, 6), jak i ludu, który został mu powierzony. Nasza misja i tożsamość otrzymują światło z tej podwójnej więzi.
Modlitwa pasterza karmi się i ucieleśnia w sercu Ludu Bożego. Nosi znaki ran i radości powierzonych mu ludzi, które w milczeniu przedstawia Panu, aby zostali namaszczeni darem Ducha Świętego. Jest to nadzieja pasterza, który ufa i walczy, aby Pan zechciał uleczyć naszą kruchość, tę osobistą i naszych wspólnot. Ale nie traćmy z pola widzenia tego, że to właśnie w modlitwie Ludu Bożego ucieleśnia się serce pasterza i znajduje swoje miejsce. To nas czyni wolnymi od poszukiwania lub pragnienia łatwych, szybkich i z góry przygotowanych odpowiedzi, pozwalając Panu, aby to On (a nie nasze recepty i priorytety) ukazywał nam drogę nadziei. Nie traćmy z oczu faktu, że w najtrudniejszych chwilach pierwszej wspólnoty Kościoła, jak czytamy w Księdze Dziejów Apostolskich, główną rolę odgrywała modlitwa.
Bracia, uznajemy naszą kruchość. Pozwólmy jednak, aby Jezus ją przekształcił i nieustannie kierował nas ku misji. Nie traćmy radości z tego, że czujemy się „owcami”, wiedząc, że On jest naszym Panem i Pasterzem.
Aby zachować odważne serce, konieczne jest dbanie o te dwa zasadnicze powiązania naszej tożsamości: pierwsze, z Jezusem. Za każdym razem, gdy oddzielamy się od Jezusa lub zaniedbujemy naszą relację z Nim, stopniowo nasze zaangażowanie zanika i obumiera, a naszym lampom brak oliwy, która mogłaby rzucić światło na życie (por. Mt 25, 1-13): „Trwajcie we Mnie, a Ja w was [będę trwać]. Podobnie jak latorośl nie może przynosić owocu sama z siebie - jeśli nie trwa w winnym krzewie - tak samo i wy, jeżeli we Mnie trwać nie będziecie [...] ponieważ beze Mnie nic nie możecie uczynić” (J 15, 4-5). Dlatego chciałbym was zachęcić, abyście nie zaniedbywali towarzyszenia duchowego, mając brata, z którym moglibyście rozmawiać, skonfrontować się, dyskutować oraz rozeznawać z pełnym zaufaniem i przejrzystością swą drogę. Niech to będzie mądry brat, z którym można doświadczyć bycia uczniem. Szukajcie go, spotykajcie się z nim i cieszcie się radością, że pozwalacie się leczyć, wspomagać i otrzymywać rady. Jest to pomoc, której niczym nie można zastąpić, by móc przeżywać posługę, wypełniając wolę Ojca (por. Hbr 10, 9), i pozwolić, aby serce ożywiało to samo dążenie, jakie było w Chrystusie Jezusie (por. Flp 2,5). Jak wiele dobra przynoszą nam słowa Koheleta: „Lepiej jest dwom niż jednemu [...]. Bo gdy upadną, jeden podniesie drugiego. Lecz samotnemu biada, gdy upadnie, a nie ma drugiego, który by go podniósł” (4, 9-10).
Drugie zasadnicze powiązanie: rozwijajcie i posilajcie więź z waszym ludem. Nie izolujcie się od waszych ludzi, kapłanów i wspólnot. Tym bardziej nie zamykajcie się w grupach hermetycznych i elitarnych. To w ostateczności dusi i zatruwa ducha. Posługa odważna jest posługą zawsze wychodzącą. A „wychodzenie” prowadzi nas do pielgrzymowania „niekiedy na czele, czasami pośrodku a innym razem z tyłu: na czele, aby prowadzić wspólnotę; pośrodku, aby dodawać jej otuchy i ją podtrzymywać; z tyłu, aby zachować ją w jedności, a także z innego powodu: ponieważ lud «ma nosa»! Ma nosa do znajdowania w wędrówce nowych dróg, posiada «sensus fidei» [por. LG 12]. Czy może być coś piękniejszego?”[31]. Sam Jezus jest wzorem tego wyboru ewangelizacyjnego, który wprowadza nas w serce ludu. Jakże dobrze, gdy widzimy Go blisko wszystkich! Ofiarowanie się Jezusa na krzyżu jest niczym innym, jak kulminacją tego stylu ewangelizacyjnego, który naznaczył całe Jego życie.
Bracia, cierpienie tak wielu ofiar, cierpienie Ludu Bożego, a także nasze, nie może pójść na marne. To sam Jezus dźwiga cały ten ciężar na swoim krzyżu i zaprasza nas do odnowienia naszej misji bycia blisko tych, którzy cierpią, stawania bez wstydu przy ludzkiej nędzy, a dlaczego by nie przeżywać ich jako własnych, aby uczynić ich Eucharystią[32]. Nasze czasy, naznaczone starymi i nowymi ranami, wymagają od nas, byśmy byli budowniczymi relacji i komunii, otwartymi, ufnymi i czekającymi na nowość, którą chce dzisiaj wzbudzić królestwo Boże. Królestwo grzeszników, którzy otrzymali przebaczenie, zaproszonych do dawania świadectwa o wiecznie żywym i czynnym współczuciu Pana; „bo Jego łaska na wieki”.
UWIELBIENIE
„Wielbi dusza moja Pana” (Łk 1,46).
Nie można mówić o wdzięczności i o odwadze nie kontemplując Maryi. Ona, niewiasta, której serce przeniknął miecz (por. Łk 2, 35), uczy nas uwielbienia, które jest zdolne do otwarcia nam oczu na przyszłość i do przywrócenia chwili obecnej nadziei. Całe Jej życie skupiło się w Jej pieśni uwielbienia (por. Łk 1, 46-55), do której wyśpiewywania, jako obietnicy pełni, jesteśmy zaproszeni także i my.
Za każdym razem, gdy udaję się do sanktuarium maryjnego, lubię „zdobyć czas, wpatrując się i pozwalając, by patrzyła na mnie Matka, prosząc o dziecięcą ufność, ubogiego i prostaczka, który wie, że jest tam jego Matka i który może błagać o miejsce w Jej łonie. A patrząc na Nią, posłuchać raz jeszcze jak Indianin Juan Diego: «Cóż to jest, mój synu, najmniejszy ze wszystkich? Co zasmuca twoje serce? Czyż to nie Ja mam zaszczyt być twoją matką?»”[33].
Spojrzeć na Maryję to na nowo „wierzyć w rewolucyjną moc delikatności i czułości. W Niej dostrzegamy, że pokora i delikatność nie są cnotami słabych, lecz mocnych, że nie potrzebują źle traktować innych, aby czuć się ważni”[34].
Jeśli niekiedy wzrok zaczyna stawać się z kamienia, lub czujemy, że uwodzicielska siła apatii czy też przygnębienia chce zapuścić w sercu korzenie i je opanować; jeśli zamiłowanie, by czuć się żywą i integralną częścią Ludu Bożego zaczyna nas irytować i czujemy się pobudzeni do postawy elitarnej... nie bójmy się kontemplować Maryi i wznosić Jej pieśń uwielbienia.
Jeśli czasami odczuwamy pokusę odizolowania się i zamknięcia w sobie oraz naszych planach, chroniąc się przed nieustannie zakurzonymi drogami historii, lub jeśli narzekania, protesty, krytyka czy ironia opanowuje nasze działania bez woli walki, czekania i miłości... popatrzmy na Maryję, aby oczyścić nasze oczy z wszelkiej „drzazgi”, która mogłaby przeszkodzić nam w byciu uważnymi i czujnymi, by kontemplować i świętować Chrystusa, który żyje pośród swego ludu. A jeśli zobaczymy, że nie jesteśmy w stanie iść prosto, że trudno nam dotrzymać postanowienia nawrócenia, zwróćmy się do Niego, jak to uczynił, błagając Go, niemal w zmowie, ów wspaniały proboszcz, a zarazem poeta z mojej poprzedniej diecezji: „Tego wieczoru, Pani, obietnica jest szczera. Ale na wszelki wypadek nie zapomnij zostawić klucza na zewnątrz”[35]. Jest Ona „zawsze uważną przyjaciółką, która czuwa i troszczy się, aby nie zabrakło wina w naszym życiu. Jest Tą, z sercem przeszytym mieczem, która rozumie wszystkie cierpienia. Jako matka wszystkich, jest znakiem nadziei dla ludów cierpiących bóle porodowe, dopóki nie pojawi się sprawiedliwość. [....] Jako prawdziwa mama, idzie z nami, walczy razem z nami i szerzy nieustannie bliskość Bożej miłości”[36].
Bracia, jeszcze raz: nie przestaję za was dziękować (por. Ef 1, 16), za wasze poświęcenie i misję, będąc pewnym, że „Bóg usuwa najtwardsze kamienie, o które rozbijają się nadzieje i oczekiwania: śmierć, grzech, lęk, światowość. Ludzkie dzieje nie kończą się na kamieniu nagrobnym, ponieważ dzisiaj odkrywają „żywy kamień” (por. 1P 2, 4): Jezusa zmartwychwstałego. My, jako Kościół, jesteśmy na Nim zbudowani i, nawet gdy tracimy ducha, kiedy jesteśmy kuszeni, aby osądzać wszystko na podstawie naszych niepowodzeń, On przychodzi, aby uczynić wszystko nowe”[37].
Niech wdzięczność rozbudzi uwielbienie i zachęci nas ponownie do misji namaszczenia naszych braci w nadziei, abyśmy byli ludźmi, którzy swoim życiem świadczą o współczuciu i miłosierdziu, które może nam dać tylko Jezus.
Niech Pan Jezus was błogosławi a Najświętsza Dziewica was strzeże. I proszę was bardzo, abyście pamiętali o mnie w modlitwie.
Z braterskim pozdrowieniem,
Franciszek
Rzym, u św. Jana na Lateranie, 4 sierpnia 2019 r.
We wspomnienie liturgiczne Świętego Proboszcza z Ars.
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[1] Por. List. apost. Anno Iubilari (23 kwietnia 1929): AAS 21 (1929), 312-313.
[2] Przemówienie do Włoskiej Konferencji Biskupów (20 maja 2019). Ojcostwo duchowe, które pobudza biskupa, by nie pozostawiać swoich kapłanów sierotami, może być doświadczane namacalnie nie tylko w zdolności, by mieć drzwi otwarte dla wszystkich swoich księży, ale także w wyjściu, by ich szukać, żeby się o nich zatroszczyć i im towarzyszyć.
[3] Por. JAN XXIII, Enc. Sacerdotii nostri primordia nel I centenario del piissimo transito del santo Curato d’Ars (1 sierpnia 1959): AAS 51 (1959), 548.
[4] Por. List do Ludu Bożego (20 sierpnia 2018).
[5] Spotkanie z kapłanami, osobami konsekrowanymi, seminarzystami, Santiago de Chile,
(16 stycznia 2018).
[6] Por. List do Ludu Bożego, który jest w drodze w Cile (31 maja 2018).
[7] Spotkanie z kapłanami diecezji rzymskiej (7 marca 2019).
[8] Homilia podczas Mszy św. w Wigilię Paschalną (19 kwietnia 2014); w: L’Osservatore Romano, wyd. polskie n. 5(362)/2014, s. 20.
[9] Adhort. apost. Gaudete et exsultate, 7.
[10] Por. J. M. BERGOGLIO, Lettere della tribolazione, Milano, p. 18.
[11] Por. Przemówienie do kapłanów diecezji rzymskiej, (6 marca 2014): w: L’Osservatore Romano, wyd. polskie n. 3-4(361)/2014, s. 29 nn.
[12] Ritiro spirituale ai Sacerdoti, Prima Meditazione (2 czerwca 2016).
[13] A. SPADARO, Wywiad z Papieżem Franciszkiem dla „La Civiltà Cattolica”, (19 września 2013).
[14] Adhort. apost. Evangelii gaudium, 137.
[15] Por. Przemówienie do kapłanów diecezji rzymskiej, (6 marca 2014): w: L’Osservatore Romano, wyd. polskie n. 3-4(361)/2014, s. 29 nn.
[16] Por. Adhort. apost. Evangelii gaudium, 268.
[17] Adhort. apost. Gaudete et exsultate, 7.
[18] Por. List apost. Misericordia et misera, 13.
[19] Adhort. apost. Gaudete et exsultate, 50.
[20] Tamże, 134.
[21] Por. J. M. BERGOGLIO, Reflexiones en esperanza, Città del Vaticano, p. 14.
[22] Pamiętnik wiejskiego proboszcza, Warszawa 1961, 112.; por. Adhort. apost. Evangelii gaudium, 83.
[23] Por. BARSANUFIO, Epistolario, w: V. CUTRO – MICHAŁ TADEUSZ SZWEMIN, Bisogno di Paternità, Warszawa, 2018, s. 124.
[24] Sztuka oczyszczania serca, Poznań 2002, s. 41-42.
[25] Adhort. apost. Evangelii gaudium, 2.
[26] Adhort. apost. Gaudete et exsultate, 137.
[27] Adhort. apost. Evangelii gaudium, 1.
[28] Tamże, 3.
[29] J. M. BERGOGLIO, Reflexiones en esperanza (LEV 2013), p. 26.
[30] Adhort. apost. Evangelii gaudium, 94.
[31] Spotkanie z księżmi, zakonnikami i zakonnicami w Asyżu (4 października 2013); w: L’Osservatore Romano, wyd. polskie n. 11(357)/2013, s. 14.
[32] Por. Adhort. apost. Evangelii gaudium, 268-270.
[33] Por. Nican Mopohua, 107, 118, 119.
[34] Adhort. apost. Evangelii gaudium, 288.
[35] Por. Amelio Luis CALORI, Aula Fúlgida, Buenos Aires, 1946.
[36] Adhort. apost. Evangelii gaudium, 286.
[37] Homilia podczas liturgii Wigilii Paschalnej (20 kwietnia 2019).
[01269-PL.01] [Testo originale: Spagnolo]
Traduzione in lingua araba
إلى إخوتي الكهنة.
أيّها الإخوة الأعزّاء،
يصادف اليوم الذكرى المئة والستّون لوفاة كاهن رعية آرس القدّيس الذي قدّمه بيوس الحادي عشر كشفيع لجميع كهنة العالم[1]. أودّ أن أكتب، يوم عيده، هذه الرسالة، ليس فقط لكهنة الرعايا ولكن أيضًا لكم جميعًا أيها الإخوة الكهنة الذين، "تتركون كلّ شيء"، بدون ضجيج، كي تلتزموا بالحياة اليوميّة في جماعاتكم. لكم جميعًا أنتم الذين، مثل كاهن آرس، تعملون في "الخندق"، تحملون على عاتقكم ثقل الحياة اليوميّة والحرارة (را. متى 20، 12)، وإذ تتعرّضون لعدد لا يحصى من المواقف، "تُضحّون" يوميًّا ودون الاهتمام بأنفسكم، كيما تعتنوا بشعب الله وترافقوه. إنني أتوجّه لكلّ واحد منكم، أنتم الذين غالبًا ما، دون أن يلاحظ أحد وبكلّ تضحية، في التعب أو الكدّ أو المرض أو الضيق، تتحمّلون مسؤوليّة الرسالة كخدمة لله وشعبه، حتى مع كلّ صعوبات الطريق، وتكتبون أجمل صفحات الحياة الكهنوتية.
لقد أعربت منذ بعض الوقت للأساقفة الإيطاليّين، عن قلقي حيال شعور كهنتنا في الكثير من المناطق، بأنهم موضع سخرية و"ملامون" على جرائم لم يرتكبوها، وقلت لهم أنهم بحاجة إلى أن يجدوا في أساقفتهم صورة الأخ الأكبر والأب الذي يشجّعهم في هذه الأوقات الصعبة، ويحفّزهم ويساندهم في الطريق[2].
وكأخ أكبر وكأب أودّ أنا أيضًا أن أكون قريبًا، كي أشكركم أوّلًا باسم شعب الله المؤمن على كلّ ما تلقّاه منكم وأشجعكم بدوري على تجديد الكلمات التي قالها الربّ لنا بكلّ حنان يوم سيامتنا الكهنوتية والتي هي مصدر فرحنا: "لا أدعوكم خَدَمًا... دَعَوتُكم أحبّائي" (يو 15، 15)[3].
ألم
"إِنّي قد رَأَيتُ مذَلَّةَ شَعْبي" (خر 3، 7).
لقد سمعنا مؤخّرًا وبمزيد من الوضوح صراخ إخوتنا -الذي غالبًا ما يكون صامتًا أو مُسكَتًا-، ضحايا سوء استخدام السلطة، وانتهاك الضمير، والاعتداء الجنسيّ، من قِبَلِ كهنة أو أساقفة. إنه بلا شكّ وقتُ معاناة في حياة الضحايا الذين عانوا من مختلف أنواع التعديات؛ ومعاناة لعائلاتهم أيضًا ولشعب الله بأسره.
كما تعلمون، نحن ملتزمون بحزم في إنجاز الإصلاحات اللازمة كيما نُطلِق، من الجذور، ثقافة قائمة على الاهتمام الرعوي، حتى لا تجد ثقافة التعدّي مجالًا لها للتطوّر، أو حتى للاستمرار. إنها ليست مهمّة سهلة وتتطلّب، في المدى القصير، التزامَ الجميع. إذا كان الإغفال في الماضي قد تحوّل إلى شكل من أشكال التعاطي مع المشكلة، فنحن نريد اليوم أن تصبح التوبة والشفافية والإخلاص والتضامن مع الضحايا طريقتنا في صنع التاريخ، وأن تساعدنا على أن نكون أكثر تنبّهًا إزاء كافّة المعاناة البشريّة[4].
هذا الألم ليس غريبًا أيضًا عن الكهنة. وقد استنتجت ذلك أثناء الزيارات الرعوية المختلفة التي قمت بها في أبرشيتي وفي غيرها، حيث أتيحت لي الفرصة لعقد اجتماعات شخصيّة وأحاديث مع الكهنة. وقد أعرب الكثير منهم عن غضبهم إزاء ما حدث، وكذلك عن بعض العجز، لأنه بالإضافة إلى "تعب تفانيهم، فقد عانوا من الضرر الناجم عن الشكّ والتساؤل، اللذان يُسبّبان عند البعض أو الكثيرين الريب والخوف وانعدام الثقة"[5]. وكثيرة هي رسائل الكهنة الذين يشاطرون الشعور نفسه. من ناحية أخرى، من المعزّي أن نجد كهنة، عندما يرون ويدركون معاناة الضحايا ومعاناة شعب الله، يتحرّكون ويبحثون عن كلمات ومسارات رجاء.
دون أن ننكر الأضرار التي سبّبها بعض إخواننا أو أن ننفيها، يكون من الظلم عدم الاعتراف بالكثير من الكهنة الذين، يقدّمون باستمرار، وبكلّ أمانة، كلّ ما هم عليه من أجل خير الآخرين (را. 2 قور 12، 15) ويمضون قدما بأبوّة روحيّة قادرة على البكاء مع الذين يبكون؛ هناك عدد لا يحصى من الكهنة الذين يجعلون من حياتهم عمل رحمة في مناطق أو في أوضاع غالبًا ما تكون غير مضيافة أو بعيدة أو مهجورة، حتى على حساب حياتهم الخاصّة. إنني أدرك وأقدّر مثالكم الشجاع والمستمرّ الذي يُظهِر لنا في المحن والخزي والألم، كيف تستمرّون في المجازفة بفرح من أجل الإنجيل[6].
أنا مقتنع بأنه طالما أننا مخلصون لإرادة الله، فإن أوقات التنقية الكنسيّة التي نعيشها سوف تجعلنا أكثر سعادة وبساطة، وستكون مثمرة للغاية في المستقبل غير البعيد. «لا نفقدنّ شجاعتنا! إن الربّ ينقّي الآن عروسه ويجعلنا نعود جميعًا إليه. يسمح بأن نختبر المحن كي نفهم أننا غبار بدونه. إنه ينقذنا من النفاق وروحانيّة المظاهر. هو ينفخ روحه كي يعيد الجمال إلى عروسه التي وقعت في الزنا الفاضح. من المفيد لنا أن نقرأ اليوم الفصل السادس عشر من سفر حزقيال. إنه قصّة الكنيسة. يمكن لبعضنا أن يقول، إنها قصّتي. ولكنك في النهاية، عبر خزيك، ستبقى راعيًا. إن توبتنا المتواضعة، التي تبقى صامتة، بدموعها إزاء وحشيّة الخطيئة وأمام عظمة مغفرة الله اللامحدودة، هذه التوبة المتواضعة، هي بداية قداستنا"[7].
امتنان
"لا أَكُفُّ عن شُكرِ اللهِ في أَمْرِكم" (أف 1، 16).
إن الدعوة هي استجابة لنداء مجّاني من قِبَلِ الربّ أكثر منه خيارًا قمنا به. وجميل أن نعود مرارًا وتكرارًا إلى تلك النصوص الإنجيلية حيث نرى يسوع يصلّي، ويختار ويدعو "كَي يَصحَبوه، فيُرسِلُهم يُبَشِّرون" (مر 3، 14).
أودّ أن أذكر هنا معلّمًا عظيمًا للحياة الكهنوتيّة في بلدي الأمّ، الأب لوسيو جيرا، الذي تحدّث إلى مجموعة من الكهنة في زمن كثرت فيه المحن في أمريكا اللاتينية، وقال لهم: "علينا أن نرجع دائمًا، ولكن خصوصًا أثناء المحن، إلى تلك اللحظات المنيرة التي اختبرنا فيها دعوة الربّ لتكريس كلّ حياتنا لخدمته". هذا ما أحبّ أن أسمّيه "تثنية ذكرى الدعوة" التي تسمح لنا بالعودة "إلى تلك اللحظة المتوهّجة التي لمستني فيها نعمة الله في بداية الطريق، فمن هذه الشرارة أستطيع أن أُشعِل "النار" اليوم، وكلّ يوم، وآتي بالدفء والنور لإخوتي وأخواتي. ومن هذه الشرارة نشعل الفرح المتواضع، الفرح الذي لا يسيء إلى الألم واليأس، الفرح الصالح والهادئ"[8].
لقد قلنا يومًا ما كلمة "نعم" التي وُلِدَت ونشأت في جماعة مسيحيّة، على يد هؤلاء "القدّيسين الذين يعيشون بجوارنا"[9] والذين أظهروا لنا عبر إيمان بسيط أن الأمر يستحقّ منح كلّ شيء للربّ ولملكوته. "نعم" كان وسيظل مفعوله ذات تفوّق لا يمكن تصوره، غالبًا ما لا نقدر أن نتصوّر كلّ الخير الذي كان وما زال قادرًا على فعله. كم هو جميل عندما يحيط ويزور الكاهنَ المسنّ الصغارُ –وقد صاروا بالغين- الذين عمّدهم في بداياته، وهم ممتنّون، يأتون ليعرّفوه بالعائلة! حينها نكتشف أننا قد مسحنا بالدهن كي نمسح، ومسحة الله لن تخيب أبدًا وتجعلني أقول مع الرسول: "لا أَكُفُّ عن شُكرِ اللهِ في أَمْرِكم" (أف 1، 16) وفي أمر كلّ الخير الذي صنعتموه.
في أوقات المحنة، والهشاشة، كما في أوقات الضعف وحين تظهر قيودنا، عندما تكون "أسوأ التجارب هي أن نجترّ فشلنا"[10] وقد أضعنا منظورنا وتمييزنا وشجاعتنا، من المهمّ في تلك اللحظات –لا بل أقول إنه من الحاسم- ليس فقط عدم فقدان ذكرى الامتنان على مرور الربّ في حياتنا، وذكرى نظراته الرحيمة التي دعتنا إلى المخاطرة بأنفسنا من أجله ومن أجل شعبه، ولكن أيضًا أن نتحلّى بالشجاعة على المثابرة ونصوغ، مع كاتب المزامير، نشيدَ تسبيح خاصّ لأن "للأبد رحمته" (مز 135).
إن الامتنان يشكّل دائمًا "سلاحًا قويًّا". فنحن نسمح للروح بأن يمنحنا هذا الهواء النقي القادر على تجديد حياتنا ورسالتنا (وليس ترقيعها)، فقط إذا استطعنا أن نتأمّل ونشكر بشكل ملموس كلّ أعمال المحبّة والكرم والتضامن والثقة، وكذلك التسامح والصبر والقدرة على التحمل والرحمة إزاء الذين يعاملوننا بالسوء. لنسمح، على غرار بطرس يوم حدث "الصيد المعجزة"، بأن يوقظ فينا اكتشافُنا لعظمة الخير الذي نلناه، القدرةَ على التساؤل والامتنان التي تقودنا إلى القول: "ابتعد عني يا رب، لأنني خاطئ" (لو 5، 8)، ونسمع مرّة أخرى من فم الربّ دعوته: "لا تَخَفْ! سَتَكونُ بَعدَ اليَومِ لِلبَشَرِ صَيَّادًا" (لو 5، 10)؛ لأن "للأبد رحمته" (مز 135).
أيّها الإخوة، شكرًا لكم على إخلاصكم للالتزامات التي تعهّدتم بها. من المهمّ حقًّا وجود أشخاص، في مجتمع وثقافة حوّلتا "ما يتبخّر" إلى قيمة، يراهنون ويسعون إلى حمل مسؤوليّة التزامات تتطلّب بذل الحياة بالكامل. أي نحن نقول بشكل جوهريّ إننا ما زلنا نؤمن بالله الذي لم يخن عهده أبدًا، حتى عندما خناه مرّات لا تحصى. وهذا يدعونا لإكرام أمانة الله الذي لا يتوقّف عن منح ثقته وعن الإيمان والرهان على الرغم من حدودنا وآثامنا، ويدعونا إلى أن نفعل الشيء نفسه. مدركين أننا نحمل كنزًا في آنية من خزف (را. 2 قور 4، 7)، نحن نعلم أن الربّ ينتصر في الضعف (را. 2 قور 12، 9)، ولا يتوقّف عن مساندتنا ودعوتنا، مانحًا إيّانا مائةَ ضعف (را. مر 10، 29- 30) لأن "للأبد رحمته".
شكرًا على الفرح الذي عرفتم كيف تبذلون حياتكم فيه، مظهرين قلبًا ناضل على مرّ السنين ويناضل كيلا يصبح ضيقًا ومريرًا، بل يتّسع يوميًا بمحبّة الله وشعبه؛ قلب، مثل النبيذ الجيّد، لم يفسده الوقت، ولكن أعطاه جودة تزداد روعة مع الوقت؛ لأن "للأبد رحمته".
أشكركم على سعيكم إلى تقوية أواصر الأخوّة والصداقة في الكنيسة، ومع الأسقف، داعمين بعضكم البعض، ومعتنين بالمريض، وباحثين عمّن انعزل، ومشجّعين حكمة المسنّ ومستقيين منها، ومتقاسمين الخيرات، ومدركين كيف تضحكون وتبكون معًا. كم هي ضروريّة هذه المساحات! وحتى أنكم بقيتم ثابتين ومثابرين عندما تحمّلتم مسؤولية رسالة صعبة أو دفعتم أحد الإخوة إلى تحمّل مسؤوليّاته؛ لأن "للأبد رحمته".
أشكركم على شهادة المثابرة و"الجَلَد" في عملكم الرعوي الذي غالبًا ما يقودنا، مدفوعين بصدق الكاهن[11]، إلى النضال مع الربّ في الصلاة، مثل موسى في تلك الشفاعة الشجاعة والمحفوفة بالمخاطر من أجل الشعب (را. عدد 14، 13- 19؛ خر 32، 30- 32؛ تث 9، 18- 21)؛ لأن "للأبد رحمته".
أشكركم على الاحتفال بالقدّاس الإلهيّ يوميًّا وعلى كونكم رعاة رحيمين في سرّ المصالحة، دون أي تشدّد أو تساهل، إذ تأخذون على عاتقكم الأشخاص وترافقونهم في درب التوبة إلى حياة جديدة يمنحها الربّ لنا جميعًا. نحن نعلم أنه من خلال خطوات الرحمة، يمكننا الوصول إلى أدنى حالتنا البشرية -الهشاشة والخطايا- ونختبر في نفس الوقت، أعلى درجات الكمال الإلهي: "كونوا رحماء كما أن أباكم السماوي هو رحيم"[12]. وبالتالي "القدرة على تدفئة قلوب الناس، ومرافقتهم في الليل، وإقامة حوار وحتى النزول في ليلهم وظلامهم دون أن تضيعوا"[13]؛ لأن "للأبد رحمته".
أشكركم لأنكم تمسحون الجميع وتبشرونهم بإنجيل يسوع المسيح بكلّ حماس، "بِوَقْته وبِغَيرِ وَقتِه" (را. طيم 2 4، 2)، مميّزين قلب جماعتكم، "كي تبحثوا أين هي حيّةٌ وشغوفة الرغبةُ في الله وأين هو ذاك الحوار، الذي كان شغوفًا، فخُنق أو لم يستطع أن يأتي بثمر"[14]؛ لأن "للأبد رحمته".
شكرًا على كلّ مرّة، تحرّكت فيكم أحشاؤكم، وعانقتم الذين سقطوا، واعتنيتم بجراحهم ودفأتم قلوبهم، مظهرين الحنان والرحمة مثل السامريّ في المثل (را. لو 10، 25- 37). فما من شيء مُلِحّ مثل هذا: التقارب، القرب، أن نكون قريبين من جسد أخينا المتألم. وكم أن مثل الكاهن الذي يقترب من جراح إخوته ولا يهرب منها، هو فعّال! [15] فهو انعكاس لقلب الراعي الذي تعلّم الحسّ الروحي لأن يكون واحدًا مع شعبه[16]؛ والذي لا ينسى أنه منه خرج وأنه لن يتمكّن من إيجاد وشرح هويّته الأنقى والأكمل إلّا عبر خدمته له. الهوية التي تسمح له بتبنّي أسلوب حياة متقشّف وبسيط، رافضًا الامتيازات التي لا علاقة لها بالإنجيل؛ لأن " للأبد ِرَحمَتَه".
أشكركم أيضًا على قداسة شعب الله المؤمن الذي نحن مدعوّون لنرعاه، والذي من خلاله، يرعانا الربّ أيضًا ويعتني بنا عبر هبة التأمّل بهذا الشعب "في الآباء الذين يربّون أبناءهم بمحبّة كبيرة، وفي أولئك الرجال والنساء الذين يعملون ليحملوا الخبز إلى البيت، وفي المرضى والراهبات المُسنَّات اللواتي لا تفارق الابتسامة ثغورهن. في هذه المثابرة للمضي قُدمًا يومًا بعد يوم أرى قداسة الكنيسة المُجاهدة"[17]. لنرفع الشكران على كلّ واحد منهم ولنتمثّل ونتشجّع بالمثل الذي يعطونه. لأن "للأبد رحمته".
شجاعة
"أريد أن تشعروا بالتشجيع" (را. قول 2، 2).
رغبتي الثانية الكبيرة، المستوحاة من كلمات القدّيس بولس، هي أن أرافقكم في تجديد شجاعتنا الكهنوتية، التي هي قبل كلّ شيء ثمرة عمل الروح القدس في حياتنا. إننا نحتاج جميعًا، إزاء التجارب المؤلمة، إلى الراحة والتشجيع. فالرسالة التي دعينا لعيشها لا تعني أننا في مأمن من المعاناة والألم وحتى سوء الفهم[18]؛ لا بل علينا أن نواجهها وأن نتحمّلها كي نسمح للربّ بأن يحوّلها ويجعلنا نتشبّه به أكثر فأكثر. "وأخيرًا، إن غياب اعترافنا الصادق، والبائس والمُصلّي، بمحدوديّتنا، هو الذي يمنع النعمة من العمل فينا بشكل أفضل، إذ إنّه لا يترك لها فسحة لكي تولِّد ذاك الخير الممكن الذي يندمج في مسيرة نموّ صادقة وحقيقيّة"[19].
"التحليل" الجيّد لمعرفة كيف هو قلبنا ككهنة إنما هو أن نسأل أنفسنا كيف نتعامل مع الألم. قد نتصرّف في كثير من الأحيان مثل اللاوي أو الكاهن في المثل، اللذان مالا عن الرجل الملقى على الأرض وتجاهلاه (را. لو 10، 31- 32). وآخرون يواجهونه بشكل سيّء أو يجدون ذريعة فكريّة مختبئين وراء مفاهيم شائعة: "هكذا هي الحياة"، "لا يمكن فعل أيّ شيء"، فاتحين المجال للقدريّة والإحباط؛ أو أنهم يواجهونه بنظرة تفضيليّة انتقائيّة لا تولّد إلّا العزلة والاستبعاد. "يكمن في داخلنا، على غرار النبي يونان، الميلَ إلى الهروب لمكان آمن يمكنه أن يحمل عدّة أسماء: الفرديّة، والروحانيّة، والانغلاق في عوالم صغيرة..." [20]، والتي في النهاية، بدل من أن تجعلنا نتأثّر، تنأى بنا عن جراحنا الشخصيّة، وعن جراح الآخرين، وبالتالي، عن جراح يسوع[21].
أودّ أن أشير في هذا السياق نفسه، إلى تصرّف آخر خفيّ وخطير، كما كان يحبّ بيرنانوس أن يقول، والذي هو "أثمن إكسير للشيطان"[22] والأكثر ضررًا لنا نحن الذين نريد أن نخدم الربّ، لأنه يزرع الإحباط واليتم ويؤدّي إلى اليأس[23]. إذا خاب أملنا من الواقع، ومن الكنيسة أو من أنفسنا، قد ندخل في تجربة التمسّك بحزن لذيذ، سمّاه آباء الشرق الخمول. قال الكاردينال توماس سبيدليك: "إذا استولى علينا الحزن بسبب صعوبة الحياة، أو بسبب رفقة الآخرين، أو بسبب وحدتنا [...]، فلأن إيماننا بالعناية الإلهية وبعملها، هو ناقص [...]. الحزن يشلّ شجاعة مواصلة العمل والصلاة، ويجعلنا نفقد الوداد مع مَن يعيش من حولنا. إن الرهبان، الذين يكرّسون وصفًا طويلاً لهذه الرذيلة، يسمّونها أسوأ عدو للحياة الروحيّة"[24].
إننا نعرف هذا الحزن الذي يؤدّي إلى الاعتياد، ويقود تدريجيًا إلى اعتبار الشرّ وظلم الضعيف أمرًا طبيعيًّا مع الهمس الخفيف "لطالما صنعنا هذا". حزنٌ يجعل كلّ محاولات التغيير والتوبة عقيمة، فتنشر الاستياء والعداء. "ليس في ذلك اختيار حياة كريمة ومكتملة، ولا هذا ما يرغبه الله لنا، وليست هذه الحياة في الروح النابع من قلب المسيح القائم من بين الأموات" والتي دعينا إليها[25]. أيّها الإخوة، عندما يهدّد هذا الحزن اللذيذ بالاستيلاء على حياتنا أو مجتمعنا، لنسأل الروح دون خوف أو قلق، ولكن بعزم، أن "ينهضنا مِن تخدّرنا، ويحرّرنا مِن جمودنا! لنتحدَّ إدماننا على اتّباع العادات، ولنفتح أعيننا وآذاننا جيّدًا، وبالأخصّ القلب، كي نسمح لما يحدث من حولنا ولصرخة كلمة القائم من بين الأموات الحيّة والفعّالة بأن تحرّكنا"[26].
اسمحوا لي أن أكرّر ذلك، فنحن جميعًا نحتاج في الأوقات الصعبة إلى عزاء وقوّة الله والإخوة. نحتاج جميعًا إلى كلمات القدّيس بولس القلبيّة هذه إلى جماعاته: "أَسأَلُكم أَلاَّ تَفتُرَ هِمَّتُكم مِنَ المِحَنِ الَّتي أُعانيها مِن أَجلِكُم، فإِنَّها مَجْدٌ لَكم" (أف 3، 13)؛ "أريد أن تشعروا بالتشجيع" (را. قول ٢، ٢)، وأن نتمكّن هكذا من إتمام الرسالة التي يعطينا الربّ كلّ صباح: أن ننقل فرحًا عظيمًا "يَكونُ فَرحَ الشَّعبِ كُلِّه" (لو ٢، ١٠). ولكن، ليس كنظريّة أو معرفة فكريّة أو أخلاقيّة لما ينبغي أن يكون، ولكن كرجال غيّرهم الربّ وتجلّى فيهم من خلال الألم، وعلى غرار أيّوب، يمكنهم أن يهتفوا: "كُنتُ قد سَمِعتُكَ سَمعَ الأُذُن أَمَّا الآنَ فعَيني قد رَأَتكَ" (42، 5). بدون هذه التجربة التأسيسيّة، كلُّ جهودنا ستقودنا إلى طريق الإحباط وخيبة الأمل.
لقد تمكّنا خلال حياتنا، من التأمّل في كيف أن "مع يسوع المسيح يولد الفرح ويولد دائمًا من جديد"[27]. على الرغم من وجود مراحل مختلفة في هذه التجربة، فإننا نعلم أن الله، أبعد من هشاشتنا وخطايانا، "يسمح لنا بأن نرفع رأسنا ونعاود الكرّة، بحنان لا يخيبنا أبدًا ويستطيع دائمًا أن يعيد إلينا الفرح"[28]. هذا الفرح لا يأتي من جهودنا التطوّعية أو الفكريّة ولكن من الثقة بأن كلمات يسوع لبطرس ما زالت فعّالة: عندما تعود من "الغربلة"، لا تنسى أني "دَعَوتُ لَكَ أَلاَّ تَفقِدَ إِيمانَكَ" (لو 22، 32). الربّ هو أوّل من يصلّي ويناضل من أجلك ومن أجلي. ويدعونا للدخول في صلاته بالملء. قد تكون هناك لحظات ينبغي لنا فيها أن نغوص "في صلاة الجتسماني، التي هي أكثر صلوات يسوع مأساوية وإنسانية (...). هناك توسّل، وحزن، وضيق، ويكاد أن يكون ارتباكًا (مر 14، 33)" [29].
نحن نعلم أنه ليس من السهل أن نقف أمام الربّ، ونترك نظرته تخترق حياتنا، وتشفي قلوبنا الجريحة وتغسل أقدامنا المطبوعة بالدنيويّة التي التصقت بها على الطريق وتمنعنا من السير. في الصلاة، نختبر هشاشتنا المباركة التي تذكّرنا بأننا تلاميذ بحاجة إلى مساعدة الربّ، وتنقذنا من الميل إلى روح التحدّي، روح "الذين لا يثقون إلّا بقوتهم ويشعرون بتفوّقهم على الآخرين لأنهم يتبعون مبادئ معيّنة"[30].
أيها الإخوة، يسوع يعرف أكثر من أيّ شخص آخر جهودنا ونتائجنا، ويعرف كذلك فشلنا وإخفاقاتنا. إنه أوّل مَن يقول لنا: "تَعالَوا إِليَّ جَميعاً أَيُّها المُرهَقونَ المُثقَلون، وأَنا أُريحُكم. اِحمِلوا نيري وتَتَلمَذوا لي فإِنِّي وَديعٌ مُتواضِعُ القَلْب، تَجِدوا الرَّاحَةَ لِنُفوسِكم" (متى 11، 28- 29).
في صلاة مثل هذه الصلاة نعرف أننا لسنا وحدنا. صلاة الراعي هي صلاة يسكنها كلّ مِن الروح "الذي يصرخ: أبّا، أيّها الآب" (غل 4، 6)، ومِن الشعب الموكل إليه. إن مهمّتنا وهويّتنا تستنيران من هذا الرابط المزدوج.
إن صلاة الكاهن تتغذّى وتتجسّد في قلب شعب الله؛ وتحمل علامات جروحه وأفراحه التي تقوم بصمت أمام الربّ حتى تُمسح بهبة الروح القدس. إنها رجاء الكاهن الذي يثق ويناضل كيما يشفي الربّ هشاشتنا، الشخصيّة منها والجماعية. لكن لا نغفلنّ عن أن المكان الذي يتجسّد فيه قلب الراعي ويجد مكانه فيه إنما هو صلاة شعب الله بالتحديد. وهذا يحرّرنا جميعًا من البحث أو الحصول على أجوبة سهلة وسريعة ومجهزة مسبقًا، فنسمح للربّ بأن يكون هو (وليس وصفاتنا وأولوياتنا) الذي يدلّنا على طريق الرجاء. لا نغفلنّ أن الصلاة، في أصعب أوقات الجماعة الأولى، كما قرأنا في كتاب أعمال الرسل، قد لعبت الدور الأساسي حقًّا.
أيّها الإخوة، نحن ندرك هشاشتنا، نعم؛ ولكن فلنسمح ليسوع بأن يحوّلها وأن يدفعنا باستمرار نحو الرسالة. لا نفقدنّ فرح شعورنا بأننا "خراف" وإدراكنا أنه هو ربّنا وراعينا.
بهدف الحفاظ على شجاعة القلب، من الضروريّ عدم إهمال هذين الرابطين الأساسيّين لهويّتنا: الأوّل، مع يسوع. في كلّ مرّة ننفصل فيها عن يسوع أو نهمل علاقتنا به، يفقد التزامنا رونقه شيئًا فشيئًا وتُجَرّد مصابيحنا من الزيت القادر على إنارة حياتنا (را. متى 25، 1- 13): "اُثبُتوا فيَّ وأَنا أَثبُتُ فيكم. وكما أَنَّ الغُصنَ، إِن لم يَثْبُتْ في الكَرمَة لا يَستَطيعُ أَن يُثمِرَ مِن نَفْسِه، فكذلكَ لا تَستَطيعونَ أَنتُم أَن تُثمِروا إِن لم تَثبُتوا فيَّ. [...] لأَنَّكُم، بِمَعزِلٍ عَنِّي لا تَستَطيعونَ أَن تَعمَلوا شيئاً" (يو 15، 4- 5). وبهذا النحو، أودّ أن أشجّعكم على عدم إهمال المرافقة الروحيّة، بوجود أخ تتحدّثون معه وتتناقشون وتتحادثون وتميّزون مسيرتكم بتمام الثقة والشفافيّة؛ أخٌ حكيم تعيشون معه اختبار التلمذة. ابحثوا عنه، جدوه واستمتعوا بفرح نوال العناية والمرافقة والإرشاد. إنه عضد لا يمكن الاستغناء عنه من أجل عيش الخدمة بإتمام مشيئة الآب (را. عب 10، 9) والسماح للقلب أن ينبض وفيه "الشُّعورُ الَّذي هو أَيضاً في المَسيحِ يَسوع" (فل 2، 5). كم تفيدنا كلمات سفر الجامعة: "إِثْنانِ خَيرٌ مِن واحِد... إِذا سَقَطَ أحَدُهما أَنهَضَه صاحِبُه والوَيلُ لِمَن هو وَحدَه فسَقَط إذ لَيسَ هُناكَ آخر يُنهِضُه" (4: 9-10).
الرابط الأساسيّ الآخر: تنمية الرباط بشعبكم وتوطيده. لا تنعزلوا عن شعبكم أو عن كهنة الجماعة. ولا تنغلقوا في مجموعات مغلقة ونخبويّة. فهذا في النهاية يخنق الروح ويسمّمه. الخادم الشجاع هو خادم "في انطلاق". و"الانطلاق" يقودنا إلى السير "في طليعة الشعب أحيانًا، وأحيانًا في الوسط وأحيانًا في الخلف: في الطليعة، كي نقود الجماعة؛ وفي الوسط كي نشجّعها وندعمها؛ وفي الخلف كي نحافظ على وحدتها بحيث لا يبقى أيّ شخص في الخلف، بعيدًا جدًا، كي نحافظ على وحدتها، وأيضًا لسبب آخر: لأن الشعب له "حدس"! لديه حدس لإيجاد سبل جديدة للمسيرة، لديه "الحس الإيماني" [را. نور الأمم 12]. هل مِن أمرٍ أجمل مِن هذا؟"[31]. يسوع نفسه هو نموذج هذا الخيار التبشيري الذي يدخلنا في قلب الشعب. كم يريحنا أن نراه قريب من الجميع! إن هبة يسوع لنفسه على الصليب، ليس سوى ذروة هذا الأسلوب التبشيريّ الذي ميّز وجوده بالكامل.
أيّها الإخوة، لا يمكن أن يُهدَر ألم الكثير من الضحايا، وألم شعب الله، كما وألمنا. فيسوع هو الذي يحمل بذاته كلّ هذا الثقل على صليبه ويدعونا لتجديد رسالتنا كي نكون قريبين من الذين يعانون؛ كي نكون قريبين، دون خجل، من البؤس الإنساني، ولِما لا، كي نعيشه وكأنه بؤسنا ونجعله إفخارستيا[32]. إن زمننا، الذي يتّسم بجروح قديمة وجديدة، يتطلّب منّا أن نكون صانعي علاقات بشرية وشركة روحيّة، منفتحين، واثقين، ومترقّبين الحداثةَ التي يريد ملكوت الله أن ينشئها اليوم. ملكوت خطأة غُفِرَ لهم، مُرسلين ليشهدوا لعطف الربّ الحيّ والفعّال على الدوام؛ "لأن للأبد رحمته".
تسبيح
"تعظّم نفسي الربّ" (لو 1، 46)
من المستحيل التحدّث عن الامتنان والتشجيع دون أن نتأمّل بمريم. فهي، الامرأة ذات القلب المثقوب (را. لو 2، 35) تعلّمنا التسبيح القادر على فتح أعيننا للمستقبل وعلى استعادة الرجاء للحاضر. فحياتها كلّها قد لُخِّصَت في نشيد تسبيحها (را. لو 1، 46- 55)، والذي نحن أيضًا مدعوّون لإنشاده كوعد بالملء.
في كلّ مرّة أذهب فيها إلى مزار مريميّ، أحبّ أن "أقضي الوقت ناظرًا إلى الأمّ، وتاركًا الأمّ تنظر إليّ، سائلًا منها ثقة الابن والفقير والبسيط الذي يعرف أن أمّه هناك وأنّه يستطيع أن يستعطي مكانًا في حشاها. وأن أسمع، إذ أنظر إليها، مثلما سمع الهندي خوان دييغو: "ما بالك يا بنيّ، أصغر أبنائي جميعهم؟ ما يحزن قلبك؟ ألست هنا يا ترى، أنا التي يشرّفني أن أكون أمّك؟"[33].
إن النظر إلى مريم هو العودة لأن "نؤمن بقوّة الحنان والعطف الثوريّة. فيها نرى أن التواضع والحنان ليسا فضيلتيّ الضعفاء بل الأقوياء الذين لا يحتاجون إلى سوء معاملة الآخرين كي يشعروا بأهمّيتهم"[34].
إذا بدأت نظرتنا أحيانا بالتصلّب، أو شعرنا أن قوّة اللامبالاة أو الحزن تريد أن تتجذّر وتسيطر على القلب؛ إذا أخذنا نشعر بأن كوننا جزءٌ لا يتجزّأ من شعب الله يزعجنا وبأننا مدفوعون للتصرّف بطريقة نخبويّة... لا نخافنّ من التأمّل بمريم وبترنيم نشيد تسبيحها.
إذا شعرنا في بعض الأحيان بالميل إلى عزل أنفسنا والانغلاق في مشاريعنا، حامين أنفسنا من دروب التاريخ المترّبة على الدوام، أو إذا كانت الشكاوى أو الاحتجاجات أو الانتقادات أو السخرية تسيطر على تصرّفاتنا، مع عدم وجود رغبة في النضال والانتظار والمحبّة... لننظر إلى مريم حتّى تنقّي أعيننا من كلّ "قذى" يمكنه أن يمنعنا من الانتباه واليقظة، كي نتأمّل بالمسيح الذي يعيش وسط شعبه نحتفل به. وإذا رأينا أننا لا نستطيع السير بشكل مستقيم، وأنه يصعب علينا الحفاظ على عزيمة التوبة، فلنلتفت إليه كما التفت إليه كاهن الرعيّة العظيم ذاك –وأيضاً شاعر- من أبرشيتي السابقة، ملتمسًا منه، بشكل شبه متواطئ: "إن وعدي هذا المساء، سيّدتي، صادق. ولكن، لأيّ احتمال، لا تنسي أن تتركي المفتاح من الخارج"[35]. إنها "الصديقة الساهرة دائمًا كي لا ينقص الخمرُ في حياتنا. إنها تلك التي طعن قلبها بحربة، والذي تفهم كلّ الهموم. وبصفتها أمًا للجميع، إنها علامة رجاء للشعوب التي تعاني آلام المخاض إلى أن تولد العدالة ... وبصفتها الأم الحقيقية، إنها تسير معنا وتكافح معنا، وتفيض باستمرار قرب حبّ الله"[36].
أيّها الإخوة، مرّة أخرى، "لا أَكُفُّ عن شُكرِ اللهِ في أَمْرِكم" (أف 16، 1) على تفانيكم ورسالتكم مع اليقين بأن الله يزيل "أصعب الحجارة، التي تتحطّم عليها الآمال والتطلّعات: الموت، والخطيئة، والخوف، والدنيوية. لا ينتهي تاريخ البشرية أمام حجر القبر، لأنه يكتشف اليوم "الحجر الحيّ" (را. 1 بط 2- 4): يسوع القائم من بين الأموات. نحن ككنيسة قد تأسّسنا عليه، وبالتالي حتى عندما نفقد شجاعتنا، عندما نميل إلى الحكم على كلّ شيء وفق إخفاقاتنا، يأتي هو ليجعل كل الأمور جديدة"[37].
ليكن الامتنان هو الذي يُطلِق فينا التسبيح ويشجّعنا مرّة أخرى في رسالة مسح إخوتنا بالرجاء. وفي أن نكون رجالاً يشهدون عبر حياتهم للشفقة والرحمة التي لا يمكن أن ننالها إلّا من يسوع.
ليبارككم الربّ يسوع والعذراء القدّيسة. ومن فضلكم، أطلب منكم ألّا تنسوا أن تصلّوا من أجلي.
مع أُخُوَّتي،
فرنسيس
روما، قرب القدّيس يوحنّا اللاتيراني، 4 أغسطس/آب 2019
في الذكرى الليتورجيّة لكاهن رعيّة أرس القدّيس
[01269-AR.01] [Testo originale: Spagnolo]
[B0616-XX.02]
[1] را. الرسالة الرسولية سنة اليوبيل (23 أبريل/نيسان 1929): أعمال الكرسي الرسولي 21 (1929)، 312- 313.
[2] كلمة البابا إلى مجلس الأساقفة الإيطاليين (20 مايو/أيار 2019). يمكن أن نجد الأبوّة الروحيّة التي تدفع الأسقف إلى عدم ترك كهنته يتامى، ليس فقط في القدرة على فتح الأبواب أمام جميع كهنته، ولكن في البحث عنهم من أجل الاعتناء بهم ومرافقتهم.
[3] را. القدّيس يوكنا الثالث والعشرون، الرسالة العامة أول ثمار كهنوتنا في الذكرى المئوية الأولى على وفاة كاهن آرس القدّيس (1 أغسطس/آب 1959): أعمال الكرسي الرسولي 51 (1959)، 548.
[4] را. رسالة إلى شعب الله (20 أغسطس/آب 2018).
[5] لقاء مع الكهنة، والرهبان والراهبات، والمكرّسين والإكليريكيين، في سانتياغو-شيلي (16 يناير/كانون الثاني 2018).
[6] را. رسالة إلى شعب الله الذي يسير في تشيلي (31 مايو/أيار 2018).
[7] لقاء مع الكهنة في روما (7 مارس/آذار 2019).
[8] عظة البابا عشية عيد الفصح (19 أبريل/نيسان 2014).
[9] الإرشاد الرسولي افرحوا وابتهجوا، 7.
[10] را. خورخي ماريو برغوليو، رسائل المحنة، ميلانو، 2019، ص. 18 (باللغة الإيطالية).
[11] را. كلمة البابا لكهنة رعايا روما (6 مارس/آذار 2014).
[12] رياضة روحية للكهنة، التأمل الأول (2 يونيو/حزيران 2016).
[13] أنطونيو سبادارو، مقابلة مع البابا فرنسيس: مجلة La Civiltà Cattolica عدد 3918 (19 سبتمبر/أيلول 2013)، ص. 462.
[14] الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 137.
[15] را. كلمة البابا لكهنة رعايا روما (6 مارس/آذار 2014.
[16] را. الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 268.
[17] الإرشاد الرسولي افرحوا وابتهجوا، 7.
[18] را. الرسالة الرسولية رحمة وبائسة، 13.
[19] الإرشاد الرسولي افرحوا وابتهجوا، 50.
[20] نفس المرجع، 134.
[21] را. خورخي ماريو برغوليو، تأملات حول الرجاء، حاضرة الفاتيكان، 2013، ص. 14.
[22] يوميات كاهن الريف، باريس، 1974، ص. 135؛ را. الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 83.
[23] را. برزنوف، الرسائل، في: فيتو كوترو-ميكال تاديوش شفيمين، الحاجة إلى أبوة، وارسو، 2018، ص. 124.
[24] فنّ تنقية القلب، روما، 1999، ص. 47.
[25] الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 2.
[26] الإرشاد الرسولي افرحوا وابتهجوا، 137.
[27] الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 1.
[28] نفس المرجع، 3.
[29] خورخي ماريو برغوليو، تأملات حول الرجاء، حاضرة الفاتيكان، 2013، ص. 26.
[30] الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 94.
[31] لقاء مع الكهنة، والأشخاص المكرسين، وأعضاء المجالس الرعائية، في أسيزي (4 أكتوبر/تشرين الأول 2013).
[32] را. الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 268- 270.
[33] را. نيكان موبوهوا، 107، 118، 119.
[34] الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 288.
[35] را. أميليو لويس كالوري، Aula Fúlgida.
[36] الإرشاد الرسولي فرح الإنجيل، 286.
[37] عظة البابا عشية عيد الفصح (20 أبريل/نيسان 2019).