Sala Stampa

www.vatican.va

Sala Stampa Back Top Print Pdf
Sala Stampa


Videomessaggio del Santo Padre in occasione della celebrazione del Giubileo straordinario della Misericordia nel Continente americano (Bogotá, 27-30 agosto 2016), 27.08.2016


Videomessaggio di Papa Francesco

Traduzione in lingua inglese

È iniziata oggi a Bogotá, in Colombia, una celebrazione giubilare per il Continente Americano, promossa dal Consiglio Episcopale Latino-americano (CELAM) e dalla Pontificia Commissione per l’America Latina (CAL), con la collaborazione degli Episcopati di Stati Uniti e Canada.
Prendono parte all’evento Vescovi, sacerdoti, religiosi e laici dei 22 Paesi dell’America Latina e dei Caraibi, assieme a delegati dal Canada e dagli Stati Uniti e rappresentanti della Santa Sede.
Il Santo Padre ha registrato per l’occasione un videomessaggio, trasmesso in apertura del congresso alle 9 di oggi (ora di Bogotá).
Ne riportiamo di seguito il testo:

Videomessaggio di Papa Francesco

Celebro la iniciativa del CELAM y la CAL, en contacto con los episcopados de Estados Unidos y Canadá ‒ me recuerda el Sínodo de América esto ‒ de tener esta oportunidad de celebrar como Continente el Jubileo de la Misericordia. Me alegra saber que han podido participar todos los países de América. Frente a tantos intentos de fragmentación, de división y de enfrentar a nuestros pueblos, estas instancias nos ayudan a abrir horizontes y estrecharnos una y otra vez las manos; un gran signo que nos anima en la esperanza.

Para comenzar, me viene la palabra del apóstol Pablo a su discípulo predilecto: «Doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, porque me ha fortalecido y me ha considerado digno de confianza, llamándome a su servicio a pesar de mis blasfemias, persecuciones e insolencias anteriores. Pero fui tratado con misericordia, porque cuando no tenía fe, actuaba así por ignorancia. Y sobreabundó en mí la gracia de nuestro Señor, junto con la fe y el amor de Cristo Jesús. Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos. Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrará en mi toda su paciencia» (1 Tm, 1,12-16a).

Esto se lo dice a Timoteo en su Primera Carta, capítulo primero, versículos 12 al 16. Y al decírselo a él, lo quiere hacer con cada uno de nosotros. Palabras que son una invitación, yo diría una provocación. Palabras que quieren poner en movimiento a Timoteo y a todos los que a lo largo de la historia las irán escuchando. Son palabras ante las cuales no permanecemos indiferentes, por el contrario, ponen en marcha toda nuestra dinámica personal.

Y Pablo no anda con vueltas: Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y él se cree el peor de ellos. Tiene una conciencia clara de quién es, no oculta su pasado e inclusive su presente. Pero esta descripción de sí mismo no la hace ni para victimizarse ni para justificarse, ni tampoco para gloriarse de su condición. Es el comienzo de la carta, ya en los versículos anteriores le ha avisado a Timoteo sobre «fabulas y genealogías interminables», sobre «vanas palabrerías», y advirtiendo que todas ellas terminan en «disputas», en peleas. El acento ‒ podríamos pensar a primera vista ‒ es su ser pecador, pero para que Timoteo, y con él cada uno de nosotros pueda ponerse en esa misma sintonía. Si usáramos términos futbolísticos podríamos decir: levanta un centro para que otro cabecee. Nos «pasa la pelota» para que podamos compartir su misma experiencia: a pesar de todos mis pecados «fui tratado con misericordia».

Tenemos la oportunidad de estar aquí, porque con Pablo podemos decir: fuimos tratados con misericordia. En medio de nuestros pecados, nuestros límites, nuestras miserias; en medio de nuestras múltiples caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericordia. ¿A quién? A mí, a vos, a vos, a vos, a todos. Cada uno de nosotros podrá hacer memoria, repasando todas las veces que el Señor lo vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia. Todas las veces que el Señor volvió a confiar, volvió a apostar (cf. Ez 16). Y a mí me vuelve a la memoria el capítulo 16 de Ezequiel, ese no cansarse de apostar por cada uno de nosotros que tiene el Señor. Y eso es lo que Pablo llama doctrina segura ‒ ¡curioso! ‒, esto es doctrina segura: fuimos tratados con misericordia. Y es ese el centro de su carta a Timoteo. En este contexto jubilar, cuánto bien nos hace volver sobre esta verdad, repasar cómo el Señor a lo largo de nuestra vida se acercó y nos trató con misericordia, poner en el centro la memoria de nuestro pecado y no de nuestros supuestos aciertos, crecer en una conciencia humilde y no culposa de nuestra historia de distancias ‒ la nuestra, no la ajena, no la de aquel que está al lado, menos la de nuestro pueblo ‒ y volver a maravillarnos de la misericordia de Dios. Esa es palabra cierta, es doctrina segura y nunca palabrerío.

Hay una particularidad en el texto que quisiera compartir con ustedes. Pablo no dice «el Señor me habló o me dijo», «el Señor me hizo ver o aprender». Él dice: «Me trató con». Para Pablo, su relación con Jesús está sellada por la forma en que lo trató. Lejos de ser una idea, un deseo, una teoría ‒ e inclusive una ideología ‒, la misericordia es una forma concreta de «tocar» la fragilidad, de vincularnos con los otros, de acercarnos entre nosotros. Es una forma concreta de encarar a las personas cuando están en la «mala». Es una acción que nos lleva a poner lo mejor de cada uno para que los demás se sientan tratados de tal forma que puedan sentir que en su vida todavía no se dijo la última palabra. Tratados de tal manera que el que se sentía aplastado por el peso de sus pecados, sienta el alivio de una nueva posibilidad. Lejos de ser una bella frase, es la acción concreta con la que Dios quiere relacionarse con sus hijos. Pablo utiliza aquí la voz pasiva ‒ perdonen la pedantería de esta referencia un poco exquisita ‒ y el tiempo aoristo ‒ discúlpenme la traducción un poco referencial ‒, pero bien podría decirse «fui misericordiado». La pasiva lo deja a Pablo en situación de receptor de la acción de otro, él no hace nada más que dejarse misericordiar. El aoristo del original nos recuerda que en él esa experiencia aconteció en un momento puntual que recuerda, agradece, festeja.

El Dios de Pablo genera el movimiento que va del corazón a las manos, el movimiento de quien no tiene miedo a acercarse, que no tiene miedo a tocar, a acariciar; y esto sin escandalizarse ni condenar, sin descartar a nadie. Una acción que se hace carne en la vida de las personas.

Comprender y aceptar lo que Dios hace por nosotros ‒ un Dios que no piensa, ama ni actúa movido por el miedo sino porque confía y espera nuestra transformación ‒ quizás deba ser nuestro criterio hermenéutico, nuestro modo de operar: «Ve tú y actúa de la misma manera» (Lc 10,39). Nuestro modo de actuar con los demás nunca será, entonces, una acción basada en el miedo sino en la esperanza que él tiene en nuestra transformación. Y pregunto: ¿Esperanza de transformación o miedo? Una acción basada en el miedo lo único que consigue es separar, dividir, querer distinguir con precisión quirúrgica un lado del otro, construir falsas seguridades, por lo tanto, construir encierros. Una acción basada en la esperanza de transformación, en la conversión, impulsa, estimula, apunta al mañana, genera espacios de oportunidad, empuja. Una acción basada en el miedo, es una acción que pone el acento en la culpa, en el castigo, en el «te equivocaste». Una acción basada en la esperanza de transformación pone el acento en la confianza, en el aprender, en levantarse; en buscar siempre generar nuevas oportunidades. ¿Cuántas veces? 70 veces 7. Por eso, el trato de misericordia despierta siempre la creatividad. Pone el acento en el rostro de la persona, en su vida, en su historia, en su cotidianidad. No se casa con un modelo o con una receta, sino que posee la sana libertad de espíritu de buscar lo mejor para el otro, en la manera que esta persona pueda comprenderlo. Y esto pone en marcha todas nuestras capacidades, todos nuestros ingenios, esto nos hace salir de nuestros encierros. Nunca es vana palabrería ‒ al decir de Pablo ‒ que nos enreda en disputas interminables, la acción basada en la esperanza de transformación es una inteligencia inquieta que hace palpitar el corazón y le pone urgencia a nuestras manos. Palpitar el corazón y urgencia a nuestras manos. El camino que va del corazón a las manos.

Al ver actuar a Dios así, nos puede pasar lo mismo que al hijo mayor de la parábola del Padre Misericordioso: escandalizarnos por el trato que tiene el padre al ver a su hijo menor que vuelve. Escandalizarnos porque le abrió los brazos, porque lo trató con ternura, porque lo hizo vestirse con los mejores vestidos estando tan sucio. Escandalizarnos porque al verlo volver, lo besó e hizo fiesta. Escandalizarnos porque no lo castigó sino que lo trató como lo que era: hijo.

Nos empezamos a escandalizar ‒ esto nos pasa a todos, es como el proceso, ¿no? ‒ nos empezamos a escandalizar cuando aparece el alzheimer espiritual; cuando nos olvidamos cómo el Señor nos ha tratado, cuando comenzamos a juzgar y a dividir la sociedad. Nos invade una lógica separatista que sin darnos cuenta nos lleva a fracturar más nuestra realidad social y comunitaria. Fracturamos el presente construyendo «bandos». Está el bando de los buenos y el de los malos, el de los santos y el de los pecadores. Esta pérdida de memoria, nos va haciendo olvidar la realidad más rica que tenemos y la doctrina más clara a ser defendida. La realidad más rica y la doctrina más clara. Siendo nosotros pecadores, el Señor no dejó de tratarnos con misericordia. Pablo nunca dejó de recordar que él estuvo del otro lado, que fue elegido al último, como el fruto de un aborto. La misericordia no es una «teoría que esgrimir»: «¡ah!, ahora está de moda hablar de misericordia por este jubileo, y qué se yo, pues sigamos la moda». No, no es una teoría que esgrimir para que aplaudan nuestra condescendencia, sino que es una historia de pecado que recordar. ¿Cuál? La nuestra, la mía y la tuya. Y un amor que alabar. ¿Cuál? El de Dios, que me trató con misericordia.

Estamos insertos en una cultura fracturada, en una cultura que respira descarte. Una cultura viciada por la exclusión de todo lo que puede atentar contra los intereses de unos pocos. Una cultura que va dejando por el camino rostros de ancianos, de niños, de minorías étnicas que son vistas como amenaza. Una cultura que poco a poco promueve la comodidad de unos pocos en aumento del sufrimiento de muchos. Una cultura que no sabe acompañar a los jóvenes en sus sueños narcotizándolos con promesas de felicidades etéreas y esconde la memoria viva de sus mayores. Una cultura que ha desperdiciado la sabiduría de los pueblos indígenas y que no ha sabido cuidar la riqueza de sus tierras.

Todos nos damos cuenta, lo sabemos que vivimos en una sociedad herida, eso nadie lo duda. Vivimos en una sociedad que sangra y el costo de sus heridas normalmente lo terminan pagando los más indefensos. Pero es precisamente a esta sociedad, a esta cultura adonde el Señor nos envía. Nos envía e impulsa a llevar el bálsamo de «su» presencia. Nos envía con un solo programa: tratarnos con misericordia. Hacernos prójimos de esos miles de indefensos que caminan en nuestra amada tierra americana proponiendo un trato diferente. Un trato renovado, buscando que nuestra forma de vincularnos se inspire en la que Dios soñó, en la que él hizo. Un trato basado en el recuerdo de que todos provenimos de lugares errantes, como Abraham, y todos fuimos sacado de lugares de esclavitud, como el pueblo de Israel.

Sigue resonando en nosotros toda la experiencia vivida en Aparecida y en la invitación a renovar nuestro ser discípulos misioneros. Mucho hemos hablado sobre el discipulado, mucho nos hemos preguntado sobre cómo impulsar una catequesis del discipulado y misionera. Pablo nos da una clave interesante: el trato de misericordia. Nos recuerda que lo que lo convirtió a él en apóstol fue ese trato, esa forma cómo Dios se acercó a su vida: «Fui tratado con misericordia». Lo que lo hizo discípulo fue la confianza que Dios le dio a pesar de sus muchos pecados. Y eso nos recuerda que podemos tener los mejores planes, los mejores proyectos y teorías pensando nuestra realidad, pero si nos falta ese «trato de misericordia», nuestra pastoral quedará truncada a medio camino.

En esto se juega nuestra catequesis, nuestros seminarios ‒ ¿enseñamos a nuestros seminaristas este camino de tratar con misericordia? ‒, nuestra organización parroquial y nuestra pastoral. En esto se juega nuestra acción misionera, nuestros planes pastorales. En esto se juegan nuestras reuniones de presbiterios e inclusive nuestra forma de hacer teología: en aprender a tener un trato de misericordia, una forma de vincularnos que día a día tenemos que pedir ‒ porque es una gracia ‒, que día a día somos invitados a aprender. Un trato de misericordia entre nosotros obispos, presbíteros, laicos. Somos en teoría «misioneros de la misericordia» y muchas veces sabemos más de «maltratos» que de un buen trato. Cuantas veces nos hemos olvidado en nuestros seminarios de impulsar, acompañar, estimular, una pedagogía de la misericordia, y que el corazón de la pastoral es el trato de misericordia. Pastores que sepan tratar y no maltratar. Por favor, se lo pido: Pastores que sepan tratar y no maltratar.

Hoy somos invitados especialmente a un trato de misericordia con el santo Pueblo fiel de Dios ‒ que mucho sabe de ser misericordioso porque es memorioso ‒, con las personas que se acercan a nuestras comunidades, con sus heridas, dolores, llagas. A su vez, con la gente que no se acerca a nuestras comunidades y que anda herida por los caminos de la historia esperando recibir ese trato de misericordia. La misericordia se aprende en base a la experiencia ‒ en nosotros primero ‒, como en Pablo: él ha mostrado toda su misericordia, él ha mostrado toda su misericordiosa paciencia. En base a sentir que Dios sigue confiando y nos sigue invitando a ser sus misioneros, que nos sigue enviando para que tratemos a nuestros hermanos de la misma forma con la que él nos trata, con la que él nos trató, y cada uno de nosotros conoce su historia, puede ir allí y hacer memoria. La misericordia se aprende, porque nuestro Padre nos sigue perdonando. Existe ya mucho sufrimiento en la vida de nuestros pueblos para que todavía le sumemos uno más o algunos más. Aprender a tratar con misericordia es aprender del Maestro a hacernos prójimos, sin miedo de aquellos que han sido descartados y que están «manchados» y marcados por el pecado. Aprender a dar la mano a aquel que está caído sin miedo a los comentarios. Todo trato que no sea misericordioso, por más justo que parezca, termina por convertirse en maltrato. El ingenio estará en potenciar los caminos de la esperanza, los que privilegian el buen trato y hacen brillar la misericordia.

Queridos hermanos, este encuentro no es un congreso, un meeting, un seminario o una conferencia. Este encuentro de todos es una celebración: fuimos invitados a celebrar el trato de Dios con cada uno de nosotros y con su Pueblo. Por eso, creo que es un buen momento para que digamos juntos: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy, estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos, esos brazos redentores» (Evangelii gaudium, 3).

Y agradezcamos, como Pablo a Timoteo, que Dios nos confíe repetir con su pueblo, los enormes gestos de misericordia que ha tenido y tiene con nosotros, y que este encuentro nos ayude a salir fortalecidos en la convicción de transmitir la dulce y confortadora alegría del Evangelio de la misericordia.

[01344-ES.01] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua inglese

I welcome the initiative of CELAM and CAL, in association with the bishops of the United States and Canada – this makes me think of the Synod of America – to make possible this continent-wide opportunity to celebrate the Jubilee of Mercy. I am pleased to know that all the countries of America have been able to take part. Given the many attempts to fragment, divide and set our peoples at odds, such events help us to broaden our horizons and to continue our handshake; a great sign that encourages us in hope.

I would like to begin with the words of the apostle Paul to his beloved disciple: “I am grateful to Christ Jesus our Lord, who has strengthened me, because he judged me faithful and appointed me to his service, even though I was formerly a blasphemer, a persecutor, and a man of violence. But I received mercy because I had acted ignorantly in unbelief, and the grace of our Lord overflowed for me with the faith and love that are in Christ Jesus. The saying is sure and worthy of full acceptance, that Christ Jesus came into the world to save sinners – of whom I am the foremost. But for that very reason I received mercy, so that in me, as the foremost, Jesus Christ might display the utmost patience” (1 Tim 1:12-16a).

So Paul tells Timothy in his First Letter, chapter 1, verses 12 to 16. In speaking to him, he wants to speak to each of us. His words are an invitation, I would even say, a provocation. Words meant to motivate Timothy and all those who would hear them throughout history. They are words that cannot leave us indifferent; rather, they profoundly affect our lives.

Paul minces no words: Jesus Christ came into the world to save sinners, of whom Paul considers himself the worst. He is clearly aware of who he is, he does not conceal his past or even his present. But he describes himself in this way neither to excuse or justify himself, much less to boast of his condition. We are at the very beginning of the letter, and he has already warned Timothy about “myths and endless genealogies” and “meaningless talk”, and warned him that all these end up in “disputes”, arguments. At first, we might think that he is dwelling on his own sinfulness, but he does this so that Timothy, and each of us with him, can identify with him. To use football terms we could say: he kicks the ball to the center so that another can head the ball. He “passes us the ball” to enable us to share his own experience: despite all my sins, “I received mercy”.

We have the opportunity to be here because, with Paul, we can say: “We received mercy”. For all our sins, our limitations, our failings, for all the many times we have fallen, Jesus has looked upon us and drawn near to us. He has given us his hand and showed us mercy. To whom? To me, to you, to everyone. All of us can think back and remember the many times the Lord looked upon us, drew near and showed us mercy. All those times that the Lord kept trusting, kept betting on us (cf. Ez 16). For my part, I think of the sixteenth chapter of Ezekiel, and the Lord’s constant betting on each one of us. That is what Paul calls “sound teaching” – think about it! – sound teaching is this: that we received mercy. That is the heart of Paul’s letter to Timothy. During this time of the Jubilee, how good it is for us to reflect on this truth, to think back on how throughout our lives the Lord has always been near us and showed us mercy. To concentrate on remembering our sin and not our alleged merits, to grow in a humble and guilt-free awareness of all those times we turned away from God – we, not someone else, not the person next to us, much less that of our people – and to be once more amazed by God’s mercy. That is a sure message, sound teaching, and never empty talk.

There is one particular thing about Paul’s letter that I would like to share with you. Paul does not say: “The Lord spoke and told me” or “The Lord showed me or taught me”. He says: “He treated me with mercy”. For Paul, his relationship with Jesus was sealed by the way he treated him. Far from being an idea, a desire, a theory – much less an ideology –, mercy is a concrete way of “touching” weakness, of bonding with others, of drawing closer to others. It is a concrete way of meeting people where they are at. It is a way of acting that makes us give the best of ourselves so that others can feel “treated” in such a way that they feel that in their lives the last word has not yet been spoken. Treated in such a way that those who feel crushed by the burden of their sins can feel relieved at being given another chance. Far from a mere beautiful word, mercy is the concrete act by which God seeks to relate to his children. Paul uses the passive voice – pardon me for being a bit pedantic here – and the past tense. To put it loosely, he could well have said: “I was ‘shown mercy’”. The passive makes Paul the receiver of the action of another; he does nothing more than allow himself to be shown mercy. The past tense of the original reminds us that in him the experience took place at a precise moment in time, one that he remembers, gives thanks for, and celebrates.

Paul’s God starts a movement from heart to hands, the movement of one who is unafraid to draw near, to touch, to caress, without being scandalized, without condemning, without dismissing anyone. A way of acting that becomes incarnate in people’s lives.

To understand and accept what God does for us – a God who does not think, love or act out of fear, but because he trusts us and expects us to change – must perhaps be our hermeneutical criterion, our mode of operation: “Go and do likewise” (Lk 10:37). Our way of treating others, in consequence, must never be based on fear but on the hope God has in our ability to change. Which will it be: hope for change, or fear? The only thing acting out of fear accomplishes is to separate, to divide, to attempt to distinguish with surgical precision one side from the other, to create false security and thus to build walls. Acting on the basis of hope for change, for conversion, encourages and incites, it looks to the future, it makes room for opportunity, and it keeps us moving forward. Acting on the basis of fear bespeaks guilt, punishment, “you were wrong”. Acting on the basis of hope of transformation bespeaks trusting, learning, getting up, constantly trying to generate new opportunities. How many times? Seventy times seven. For that reason, treating people with mercy always awakens creativity. It is concerned with the face of the person, with his or her life, history and daily existence. It is not married to one model or recipe, but enjoys a healthy freedom of spirit, and can thus seek what is the best for the other person, in a way they can understand. This engages all our abilities and gifts; it makes us step out from behind our walls. It is never empty talk – as Paul tells us – that entangles us in endless disputes. Acting on the basis of hope for change is a restless way of thinking that sets our heart pounding and readies our hands for action. The journey from heart to hands.

Seeing how God acts in this way, we might be scandalized, like the older son in the parable of the Merciful Father, by how the father treats his younger son upon seeing him return. We might be scandalized that he embraced him, treated him with love, called for him to be dressed in the best robes even though he was so filthy. We might be scandalized that upon seeing him return, he kissed him and threw a party. We might be scandalized that he did not upbraid him but instead treated him for what he was: a son.

We start being scandalized – and this happens to us all, it’s almost automatic, no? – we start being scandalized when spiritual Alzheimer’s sets in: when we forget how the Lord has treated us, when we begin to judge and divide people up. We take on a separatist mindset that, without our realizing it, leads us to fragment our social and communal reality all the more. We fragment the present by creating “groups”. Groups of good and bad, saints and sinners. This memory loss gradually makes us forget the richest reality we possess and the clearest teaching we have to defend. The richest reality and the clearest teaching. Though we are all sinners, the Lord has unfailingly treated us with mercy. Paul never forgot that he was on the other side, that he was chosen last, as one born out of time. Mercy is not a “theory to brandish”: “Ah! Now it is fashionable to talk about mercy for this Jubilee, so let’s follow the fashion”. No, it is not a theory to brandish so that our condescension can be applauded, but rather a history of sin to be remembered. Which sin? Ours, mine and yours. And a love to be praised. Which love? The love of God, who has shown me mercy.

We are part of a fragmented culture, a throwaway culture. A culture tainted by the exclusion of everything that might threaten the interests of a few. A culture that is leaving by the roadside the faces of the elderly, children, ethnic minorities seen as a threat. A culture that little by little promotes the comfort of a few and increases the suffering of many others. A culture that is incapable of accompanying the young in their dreams but sedates them with promises of ethereal happiness and hides the living memory of their elders. A culture that has squandered the wisdom of the indigenous peoples and has shown itself incapable of caring for the richness of their lands.

All of us are aware, all of us know that we live in a society that is hurting; no one doubts this. We live in a society that is bleeding, and the price of its wounds normally ends up being paid by the most vulnerable. But it is precisely to this society, to this culture , that the Lord sends us. He sends us and urges us to bring the balm of “his” presence. He sends us with one program alone: to treat one another with mercy. To become neighbors to those thousands of defenseless people who walk in our beloved American land by proposing a different way of treating them. A renewed way, trying to let our form of bonding be inspired by God’s dream, by what he has done. A way of treating others based on remembering that all of us came from afar, like Abraham, and all of us were brought out of places of slavery, like the people of Israel.

All of us still vividly recall our experience in Aparecida and its invitation once more to become missionary disciples. We spoke at length about discipleship, and wondered how best to promote the catechesis of discipleship and mission. Paul gives us an interesting key to this: showing mercy. He reminds us that what made him an apostle was how he was treated, how God drew near to his life: “I received mercy”. What made him a disciple was the trust God showed in him despite his many sins. And that reminds us that we may have the best plans, projects and theories about what to do, but if we lack that “show of mercy”, our pastoral work will be cut off midway.

All this has to do with our catechesis, our seminaries – do we teach our seminarians this path of showing mercy? – our parish structures and pastoral plans. All this has to do with our missionary activity, our pastoral plans, our clergy meetings and even our way of doing theology. It is about learning to show mercy, a form of bonding that we daily have to ask for – because it is a grace – and need to learn. Showing mercy among ourselves as bishops, priests and laity. In theory we are “missionaries of mercy”, yet often we are better at “mistreating” than at treating well. How many times have we failed in our seminaries to inspire, accompany and encourage a pedagogy of mercy, and to teach that the heart of pastoral work is showing mercy. Being pastors who treat and not mistreat. Please, I ask you: be pastors who know how to treat and not mistreat.

Today we are asked especially to show mercy to God’s holy and faithful people – they know a lot about being merciful because they have a good memory –, to the people who come to our communities with their sufferings, sorrows and hurts. But also to the people who do not come to our communities, yet are wounded by the paths of history and hope to receive mercy. Mercy is learned from experience – in our own lives first – as in the case of Paul, to whom God revealed all his mercy, all his merciful patience. It is learned from sensing that God continues to trust in us and to call us to be his missionaries, that he constantly sends us forth to treat our brothers and sisters in the same way that he has treated us. Each of us knows his or her own story and can draw from it. Mercy is learned, because our Father continues to forgive us. Our peoples already have enough suffering in their lives; they do not need us to add to it. To learn to show mercy is to learn from the Master how to become neighbors, unafraid of the outcast and those “tainted” and marked by sin. To learn to hold out our hand to those who have fallen, without being afraid of what people will say. Any treatment lacking mercy, however just it may seem, ends up turning into mistreatment. The challenge will be to empower paths of hope, paths that encourage good treatment and make mercy shine forth.

Dear brothers and sisters, this gathering is not a congress or a meeting, a seminary or a conference. This gathering is above all a celebration: we have been asked to celebrate the way God has treated each of us and all his people. For this reason, I believe that it is good time for us to say together: “Lord, I have let myself be deceived; in a thousand ways I have shunned your love, yet here I am once more, to renew my covenant with you. I need you. Save me once again, Lord; take me once more into your redeeming embrace” (Evangelii Gaudium, 3).

Let us be grateful, as Paul told Timothy, that God trusts us to repeat with his people the immense acts of mercy he has shown us, and that this encounter will help us to go forth with renewed conviction as we seek to pass on the sweet and comforting joy of the Gospel of mercy.

[01344-EN.01] [Original text: Spanish]

[B0601-XX.02]