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Viaggio Apostolico di Sua Santità Francesco a Cuba, negli Stati Uniti d’America e Visita alla sede dell’ONU, in occasione della partecipazione all’Incontro Mondiale delle Famiglie in Philadelphia (19-28 settembre 2015) – Visita di cortesia al Presidente Raúl Castro e Recita dei Vespri a La Habana, 20.09.2015


Visita di cortesia al Presidente del Consiglio di Stato e del Consiglio dei Ministri della Repubblica di Cuba

Recita dei Vespri con sacerdoti, religiosi, religiose e seminaristi nella Cattedrale de La Habana

 

Visita di cortesia al Presidente del Consiglio di Stato e del Consiglio dei Ministri della Repubblica di Cuba

Alle ore 16 di questo pomeriggio, lasciata la Nunziatura Apostolica di La Habana, il Santo Padre Francesco si è recato in auto al Palacio de la Revolución per la visita di cortesia al Presidente del Consiglio di Stato e del Consiglio dei Ministri, S.E. il Signor Raúl Modesto Castro Ruz.

All’incontro privato del Papa e del Presidente hanno fatto seguito la presentazione dei familiari del Presidente e lo scambio dei doni.

Nel contempo, il Cardinale Segretario di Stato - accompagnato dal Sostituto, dal Segretario per i Rapporti con gli Stati e dal Nunzio Apostolico a Cuba – ha incontrato il Vice Presidente del Consiglio di Stato e dei Ministri cubano, a sua volta accompagnato da due collaboratori.

Conclusa la visita di cortesia, prima di raggiungere la Cattedrale per la per la celebrazione dei Vespri, il Papa si è recato per un breve saluto nella Chiesa del Sacro Cuore di Gesù, retta dai Gesuiti.

[01532-IT.02]

Recita dei Vespri con sacerdoti, religiosi, religiose e seminaristi nella Cattedrale di La Habana

Omelia pronunciata dal Papa

Omelia preparata dal Santo Padre

Nel pomeriggio, dopo la sosta alla Chiesa del Sacro Cuore di Gesù, il Santo Padre Francesco è giunto alla Cattedrale dell’Immacolata Concezione e San Cristóbal a La Habana per la recita dei Vespri con i sacerdoti, i religiosi e le religiose, e i seminaristi.

Dopo aver salutato e benedetto dal sagrato i fedeli radunati sulla piazza, il Papa è stato accolto dal Rettore che lo ha accompagnato alla Cappella del Santissimo.

La celebrazione in Cattedrale è iniziata con le parole di saluto dell’Arcivescovo, Card. Jaime Lucas Ortega y Alamino e la testimonianza di una religiosa, quindi il Papa ha guidato la recita dei Vespri.

L’omelia è stata pronunciata dal Santo Padre a braccio. Ne riportiamo di seguito la trascrizione, assieme al testo dell’omelia da lui preparata in precedenza:

Omelia pronunciata dal Papa

Testo in lingua spagnola

Traduzione in lingua inglese

Traduzione in lingua italiana

Testo in lingua spagnola

El Cardenal Jaime nos habló de pobreza y la hermana Yaileny [Sor Yaileny Ponce Torres, Hija de la Caridad] nos habló del más pequeño, de los más pequeños: “son todos niños”. Yo tenía preparada una Homilía para decir ahora, en base a los textos bíblicos, pero cuando hablan los profetas –y todo sacerdote es profeta, todo bautizado es profeta, todo consagrado es profeta–, vamos a hacerles caso a ellos. Y entonces, yo le voy a dar la Homilía al Cardenal Jaime para que se las haga llegar a ustedes y la publiquen. Después la meditan. Y ahora, charlemos un poquito sobre lo que dijeron estos dos profetas.

Al Cardenal Jaime se le ocurrió pronunciar una palabra muy incómoda, sumamente incómoda, que incluso va de contramano con toda la estructura cultural, entre comillas, del mundo. Dijo: “pobreza”. Y la repitió varias veces. Y pienso que el Señor quiso que la escucháramos varias veces y la recibiéramos en el corazón. El espíritu mundano no la conoce, no la quiere, la esconde, no por pudor, sino por desprecio. Y, si tiene que pecar y ofender a Dios, para que no le llegue la pobreza, lo hace. El espíritu del mundo no ama el camino del Hijo de Dios, que se vació a sí mismo, se hizo pobre, se hizo nada, se humilló, para ser uno de nosotros.

La pobreza que le dio miedo a aquel muchacho tan generoso –había cumplido todos los mandamientos– y cuando Jesús le dijo: “Mirá, vendé todo lo que tenés y dáselo a los pobres”, se puso triste, le tuvo miedo a la pobreza. La pobreza, siempre tratamos de escamotearla, sea por cosas razonables, pero estoy hablando de escamotearla en el corazón. Que hay que saber administrar los bienes, es una obligación, pues los bienes son un don de Dios, pero cuando esos bienes entran en el corazón y te empiezan a conducir la vida, ahí perdiste. Ya no sos como Jesús. Tenés tu seguridad donde la tenía el joven triste, el que se fue entristecido. A ustedes, sacerdotes, consagrados, consagradas, creo que les puede servir lo que decía San Ignacio –y esto no es propaganda publicitaria de familia, no–, pero él decía que la pobreza era el muro y la madre de la vida consagrada. Era la madre porque engendraba más confianza en Dios. Y era el muro porque la protegía de toda mundanidad. ¡Cuántas almas destruidas! Almas generosas, como la del joven entristecido, que empezaron bien y después se les fue apegando el amor a esa mundanidad rica, y terminaron mal. Es decir, mediocres. Terminaron sin amor porque la riqueza pauperiza, pero pauperiza mal. Nos quita lo mejor que tenemos, nos hace pobres en la única riqueza que vale la pena, para poner la seguridad en lo otro.

El espíritu de pobreza, el espíritu de despojo, el espíritu de dejarlo todo, para seguir a Jesús. Este dejarlo todo no lo invento yo. Varias veces aparece en el Evangelio. En un llamado de los primeros que dejaron las barcas, las redes, y lo siguieron. Los que dejaron todo para seguir a Jesús. Una vez me contaba un viejo cura sabio, hablando de cuando se mete el espíritu de riqueza, de mundanidad rica, en el corazón de un consagrado o de una consagrada, de un sacerdote, de un Obispo, de un Papa, lo que sea. Dice que, cuando uno empieza a juntar plata, y para asegurarse el futuro, ¿no es cierto?, entonces el futuro no está en Jesús, está en una compañía de seguros de tipo espiritual, que yo manejo, ¿no? Entonces, cuando, por ejemplo, una Congregación religiosa, por poner un ejemplo, me decía él, empieza a juntar plata y a ahorrar y a ahorrar, Dios es tan bueno que le manda un ecónomo desastroso que la lleva a la quiebra. Son de las mejores bendiciones de Dios a su Iglesia, los ecónomos desastrosos, porque la hacen libre, la hacen pobre. Nuestra Santa Madre Iglesia es pobre, Dios la quiere pobre, como quiso pobre a nuestra Santa Madre María. Amen la pobreza como a madre. Y simplemente les sugiero, si alguno de ustedes tiene ganas, de preguntarse: ¿Cómo está mi espíritu de pobreza?, ¿cómo está mi despojo interior? Creo que pueda hacer bien a nuestra vida consagrada, a nuestra vida presbiteral. Después de todo, no nos olvidemos que es la primera de las Bienaventuranzas: Felices los pobres de espíritu, los que no están apegados a la riqueza, a los poderes de este mundo.

Y la hermana nos hablaba de los últimos, de los más pequeños que, aunque sean grandes, uno termina tratándolos como niños, porque se presentan como niños. El más pequeño. Es una frase de Jesús esa. Y que está en el protocolo sobre el cual vamos a ser juzgados: “Lo que hiciste al más pequeño de estos hermanos, me lo hiciste a mí”. Hay servicios pastorales que pueden ser más gratificantes desde el punto de vista humano, sin ser malos ni mundanos, pero cuando uno busca en la preferencia interior al más pequeño, al más abandonado, al más enfermo, al que nadie tiene en cuenta, al que nadie quiere, el más pequeño, y sirve al más pequeño, está sirviendo a Jesús de manera superlativa. A vos te mandaron donde no querías ir. Y lloraste. Lloraste porque no te gustaba, lo cual no quiere decir que seas una monja llorona, no. Dios nos libre de las monjas lloronas, ¿eh?, que siempre se están lamentando. Eso no es mío, eso lo decía Santa Teresa, ¿eh?, a sus monjas. Es de ella. Guay de aquella monja que anda todo el día lamentándose porque me hicieron una injusticia. En el lenguaje castellano de la época decía: “guay de la monja que anda diciendo: hiciéronme sin razón”. Vos lloraste porque eras joven, tenías otras ilusiones, pensabas quizás que en un colegio podías hacer más cosas, y que podías organizar futuros para la juventud. Y te mandaron ahí –“Casa de Misericordia” –, donde la ternura y la misericordia del Padre se hace más patente, donde la ternura y la misericordia de Dios se hace caricia. Cuántas religiosas, y religiosos, queman –y repito el verbo, queman–, su vida, acariciando material de descarte, acariciando a quienes el mundo descarta, a quienes el mundo desprecia, a quienes el mundo prefiere que no estén, a quienes el mundo hoy día, con métodos de análisis nuevos que hay, cuando se prevé que puede venir con una enfermedad degenerativa, se propone mandarlo de vuelta, antes de que nazca. Es el más pequeño. Y una chica joven, llena de ilusiones, empieza su vida consagrada haciendo viva la ternura de Dios en su misericordia. A veces no entienden, no saben, pero qué linda es para Dios y que bien que hace a uno, por ejemplo, la sonrisa de un espástico, que no sabe cómo hacerla, o cuando te quieren besar y te babosean la cara. Esa es la ternura de Dios, esa es la misericordia de Dios. O cuando están enojados y te dan un golpe. Y quemar mi vida así, con material de descarte a los ojos del mundo, eso nos habla solamente de una persona. Nos habla de Jesús, que, por pura misericordia del Padre, se hizo nada, se anonadó, dice el texto de Filipenses, capítulo dos. Se hizo nada. Y esta gente a la que vos dedicás tu vida imitan a Jesús, no porque lo quisieron, sino porque el mundo los trajo así. Son nada y se los esconde, no se los muestra, o no se los visita. Y si se puede, y todavía se está a tiempo, se los manda de vuelta. Gracias por lo que hacés y en vos, gracias a todas estas mujeres y a tantas mujeres consagradas, al servicio de lo inútil, porque no se puede hacer ninguna empresa, no se puede ganar plata, no se puede llevar adelante absolutamente nada “constructivo” entre comillas, con esos hermanos nuestros, con los menores, con los más pequeños. Ahí resplandece Jesús. Y ahí resplandece mi opción por Jesús. Gracias a vos y a todos los consagrados y consagradas que hacen esto.

“Padre, yo no soy monja, yo no cuido enfermos, yo soy cura, y tengo una parroquia, o ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño? ¿Cuál es aquél que me muestra más la misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo que encontrar?”. Obviamente, sigo recorriendo el protocolo de Mateo 25. Ahí los tenés a todos: en el hambriento, en el preso, en el enfermo. Ahí los vas a encontrar, pero hay un lugar privilegiado para el sacerdote, donde aparece ese último, ese mínimo, el más pequeño, y es el confesionario. Y ahí, cuando ese hombre o esa mujer te muestra su miseria, ¡ojo!, que es la misma que tenés vos y que Dios te salvó, ¿eh?, de no llegar hasta ahí. Cuando te muestra su miseria, por favor, no lo retes, no lo arrestes, no lo castigues. Si no tenés pecado, tirale la primera piedra, pero solamente con esa condición. Si no, pensá en tus pecados. Y pensá que vos podés ser esa persona. Y pensá que vos, potencialmente, podés llegar más bajo todavía. Y pensá que vos, en ese momento, tenés un tesoro en las manos, que es la misericordia del Padre. Por favor –a los sacerdotes–, no se cansen de perdonar. Sean perdonadores. No se cansen de perdonar, como lo hacía Jesús. No se escondan en miedos o en rigideces. Así como esta monja y todas las que están en su mismo trabajo no se ponen furiosas cuando encuentran al enfermo sucio o mal, sino que lo sirven, lo limpian, lo cuidan, así vos, cuando te llega el penitente, no te pongas mal, no te pongas neurótico, no lo eches del confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba. Jesús los quería. Mañana festejamos San Mateo. Cómo robaba ese. Además, cómo traicionaba a su pueblo. Y dice el Evangelio que, a la noche, Jesús fue a cenar con él y otros como él. San Ambrosio tiene una frase que a mí me conmueve mucho: “Donde hay misericordia, está el espíritu de Jesús. Donde hay rigidez, están solamente sus ministros”.

Hermano sacerdote, hermano Obispo, no le tengas miedo a la misericordia. Dejá que fluya por tus manos y por tu abrazo de perdón, porque ese o esa que están ahí son el más pequeño. Y por lo tanto, es Jesús. Esto es lo que se me ocurre decir después de haber escuchado a estos dos profetas. Que el Señor nos conceda estas gracias que ellos dos han sembrado en nuestro corazón: pobreza y misericordia. Porque ahí está Jesús.

[01547-ES.01] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua inglese

Cardinal Jaime spoke to us about poverty and Sister Yaileny (Sister Yaileny Ponce Torres, D.C.) spoke to us about the little ones: “They are all children”. I had prepared a homily to give now, based on the biblical texts, but when prophets speak — every priest is a prophet, all the baptized are prophets, every consecrated person is a prophet — then we should listen to them. So I’m going to give the homily to Cardinal Jaime so that he can get it to you and you can make it known. Later you can meditate on it. And now let’s talk a little about what these two prophets said.

Cardinal Jaime happened to say a very uncomfortable word, an extremely uncomfortable word, one which goes against the whole “cultural” structure of our world. He said “poverty”, and he repeated it several times. I think the Lord wanted us to keep hearing it, and to receive it in our hearts. The spirit of the world doesn’t know this word, doesn’t like it, hides it — not for shame, but for scorn. And if it has to sin and offend God in order to avoid poverty, then that’s what it does. The spirit of the world does not love the way of the Son of God, who emptied himself, became poor, became nothing, abased himself in order to be one of us.

Poverty frightened that generous young man who had kept all the commandments; and so when Jesus told him, “Go, sell all that you have and give it to the poor”, he was saddened. He was afraid of poverty. We are always trying to hide poverty, perhaps with good reason; but I’m talking about hiding it in our hearts. It is our duty to know how to administer our goods, for they are a gift from God. But when these goods enter your heart and begin to take over your life, that’s where you can get lost. Then you are no longer like Jesus. Then you have your security where the sad young man had his, the one who went away sad.

For you, priests, consecrated men and women, I think what Saint Ignatius said could be useful to you (and this is not just family propaganda here!). He said that poverty was the wall and the mother of consecrated life; the “mother” because it gives birth to greater confidence in God, and the “wall” because it protects us from all worldliness. How many ruined souls there are! Generous souls, like that of the sad young man: they started out well, then gradually became attached to the love of this wealthy worldliness and ended up badly. They ended up mediocre. They ended up without love because wealth impoverishes us, in a bad way. It takes away the best that we have, and strips us of the only wealth which is truly worthwhile, so that we put our security in something else.

The spirit of poverty, the spirit of detachment, the spirit of leaving everything behind in order to follow Jesus. This leaving everything is not something I am inventing. It appears frequently in the Gospel. In the calling of the first ones who left their boat, their nets, and followed him. Those who left everything to follow Jesus.

A wise old priest once told me about what happens when the spirit of wealth, of wealthy worldliness enters the heart of a consecrated man or woman, a priest or bishop, or even a Pope – anyone. He said that when we start to save up money to ensure our future — isn’t this true? — then our future is not in Jesus, but in a kind of spiritual insurance company which we manage. When, for example, a religious congregation begins to gather money and save, God is so good that he sends them a terrible bursar who brings them to bankruptcy. Such terrible bursars are some of the greatest blessings God grants his Church, because they make her free, they make her poor. Our Holy Mother the Church is poor; God wants her poor as he wanted our Holy Mother Mary to be poor.

So love poverty, like a mother. I would just suggest, should any of you want, that you ask yourself: “How is my spirit of poverty doing? How is my interior detachment?” I think this may be good for our consecrated life, our priestly life. After all, let us not forget that this is the first of the Beatitudes: “Blessed are the poor in spirit”, those who are not attached to riches, to the powers of this world.

Sister also spoke to us of the least, of the little ones, who, whatever their age, we end up treating like children because they act like children. The least, the little ones. These are words that Jesus used, words that appear in the list of things on which we will be judged: “What you did to the least of these brothers and sisters, you did to me”. There are pastoral services which may be more gratifying, from a human point of view, without being bad or worldly. But when we seek above all to prefer serving the little one, the outcast, the sick, those who are overlooked and unloved… when we serve these little ones, we serve Jesus in the best way possible.

So you were sent where you didn’t want to go, and you cried. You cried because you didn’t like it — which doesn’t mean that you are a “whimpering nun”, right? May God free us from whimpering nuns who are always complaining. This phrase isn’t mine; Saint Teresa of Avila said this to her nuns; it’s her phrase. Woe to the nun who goes about all day moaning and groaning because she suffered an injustice. In the Castilian Spanish of that age, she said: “Woe to the nun who goes about saying, ‘they treated me badly for no reason’”.

You cried because you were young, you had other dreams, perhaps you thought that in a school you could do more, that you could organize young people’s futures. And they sent you there, to the “House of Mercy”, where the tenderness and the mercy of God are most clearly shown, where the tenderness and the mercy of God become a caress. How many women and men religious “burn” – let me say it again, “burn” – their lives, caressing what is discarded, caressing those whom the world throws away, whom the world despises, whom the world wishes did not exist, those whom today’s world, with new technologies, when it looks like they may come with a degenerative illness, thinks of “sending them back” before they are born. The little ones. A young woman full of dreams begins her consecrated life by making God’s tenderness, in his mercy, alive. At times they do not understand, they have no idea, but how wonderful it is for God, and how much good it does us, for example, when a person with palsy tries to smile, or when they want to kiss you and they dribble on your face. That is the tenderness of God. That is the mercy of God. Or when they are upset and they hit you. “Burning” my life like this, with what the world would discard: that speaks to us of one person alone. It speaks to us of Jesus, who out of the sheer mercy of the Father became nothing. He “emptied himself”, says the text of Philippians, Chapter Two. He became nothing. And these people to whom you dedicate your life imitate Jesus, not because they wanted to, but because this is the way they came into the world. They are nothing, they are kept out of sight, hidden; no one comes to see them. And if it is possible, and there’s still time, they get “sent back”.

So thank you for what you do and, through you, I thank all those many women consecrated to the service of those considered “useless”, since they cannot start a business, make money or do anything “constructive” at all – these brothers and sisters of ours, these little ones, the least among us. There Jesus shines forth! And that is where my decision for Jesus shines forth. I thank you and all the consecrated men and women who do this.

“Father, I’m not a nun. I don’t take care of sick people. I’m a priest, and I have a parish, or I assist the pastor of a parish. Who is my beloved Jesus? Who is the little one? Who shows me most the mercy of the Father? Where must I find him or her?” Obviously I continue following the sequence of Matthew 25; there you have all of them: the hungry, the imprisoned, the sick – there you will meet them. But there is a special place for the priest, where the last, the least and the littlest is found — and that is in the confessional. And there, when this man or this woman shows you their misery, take care, because it is the same misery as yours, the misery from which God saved you. Is that the case? When they reveal their misery to you, please don’t give them a hard time. Don’t scold them or punish them. If you are without sin, you can throw the first stone. But only then. Otherwise, think about your own sins; think that you could be that person. Think that you could potentially fall even lower, and think that in this moment you hold in your hands a treasure, which is the Father’s mercy. Please –I’m speaking to the priests – never tire of forgiving. Be forgivers. Like Jesus, never tire of forgiving. Don’t hide behind fear or inflexibility. Just as this Sister – and all those in the same ministry as she is – do not become irate when they find a sick person who is dirty, but instead they serve him, clean him, take care of him. In the same way, when a penitent confesses, don’t get upset or worked up, don’t cast him out of the confessional, don’t give them a hard time. Jesus embraced them. Jesus loved them. Tomorrow, we celebrate the feast of Saint Matthew. He was a thief; he even, in a way, betrayed his own people. And the Gospel says that that evening Jesus went to have supper with him and others like him. Saint Ambrose has a phrase which I find very moving: “Where there is mercy, the Spirit of Jesus is there; where there is rigor, his ministers alone are there”.

Brother priest, brother bishop, do not be afraid of mercy. Let it flow through your hands and through your forgiving embrace, for the man or woman before you is one of the little ones. They are Jesus. This is what I thought I should say after hearing these two prophets. May the Lord give us these graces that these two have sown in our hearts: poverty and mercy. Because that is where Jesus is.

[01547-EN.01] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua italiana

Il Cardinale Jaime [Ortega y Alamino] ci ha parlato di povertà, e la sorella Yaileny [Suor Yaileny Ponce Torres, Figlia della Carità] ci ha parlato dei più piccoli: “Sono tutti bambini”. Io avevo pronta un’omelia da dire ora, in base ai testi biblici, ma quando parlano i profeti – e ogni sacerdote è profeta, ogni battezzato è profeta, ogni consacrato è profeta – è bene ascoltare loro. E dunque consegno l’omelia al Cardinale Jaime perché la faccia arrivare a voi e sia pubblicata. Poi la mediterete. E adesso parliamo un po’ su quello che hanno detto questi due profeti.

Il Cardinale Jaime ha dovuto pronunciare una parola molto scomoda, estremamente scomoda, che va anche controcorrente rispetto a tutta la struttura culturale, tra virgolette, del mondo. Ha detto: “povertà”. E l’ha ripetuta più volte. E penso che il Signore ha voluto che la ascoltassimo più volte e la accogliessimo nel cuore. Lo spirito mondano non la conosce, non la vuole, la nasconde, non per pudore, ma per disprezzo. E se deve peccare e offendere Dio perché non venga la povertà, lo fa. Lo spirito del mondo non ama la via del Figlio di Dio, che spogliò sé stesso, si fece povero, si fece nulla, si umiliò, per essere uno di noi.

La povertà che fece paura a quel ragazzo così generoso: aveva osservato tutti i comandamenti, e quando Gesù gli disse: “Ecco, vendi tutto quello che hai e dallo ai poveri”, si fece triste, ebbe paura della povertà. La povertà, cerchiamo sempre di sfuggirla, sia per cose ragionevoli, ma sto parlando di sfuggirla nel cuore. Saper amministrare i beni, è un dovere, perché i beni sono un dono di Dio, ma quando quei beni entrano nel cuore e incominciano a dirigere la tua vita, allora hai perso. Non sei più come Gesù. Hai la tua sicurezza dove l’aveva il giovane triste, quello che se ne andò rattristato. Per voi, sacerdoti, consacrati, consacrate, credo che può essere utile ciò che diceva sant’Ignazio – e questa non è propaganda pubblicitaria di famiglia! –, lui diceva che la povertà è il muro e la madre della vita consacrata. La madre perché genera più fiducia in Dio. E il muro perché la protegge da ogni mondanità. Quante anime distrutte! Anime generose, come quella del giovane intristito, che sono partiti bene e poi si sono attaccati a quella mondanità ricca, e sono finiti male. Vale a dire, mediocri. Sono finiti senza amore perché la ricchezza impoverisce, ma impoverisce male. Ci toglie il meglio che abbiamo, ci rende poveri dell’unica ricchezza che conta, per farci mettere la sicurezza in altre cose.

Lo spirito di povertà, lo spirito di spogliazione, lo spirito di lasciare tutto, per seguire Gesù. Questo lasciare tutto, non lo invento io. Ricorre più volte nel Vangelo. Nella chiamata dei primi che lasciarono le barche, le reti, e lo seguirono. Quelli che lasciarono tutto per seguire Gesù. Una volta mi raccontava un vecchio prete saggio, parlando di quando lo spirito di ricchezza, di mondanità ricca, entra nel cuore di un consacrato, di un sacerdote, di un vescovo, di un papa, di chiunque, diceva che quando uno incomincia ad accumulare denaro, e per assicurarsi il futuro, certo, allora il futuro non sta in Gesù, sta in una compagni di assicurazione di tipo spirituale, che io controllo. Dunque, quando, per esempio, una congregazione religiosa – mi diceva lui – incomincia ad accumulare denaro e a risparmiare, risparmiare, Dio è così buono che le manda un economo disastroso, che la manda in fallimento. Sono tra migliori benedizioni di Dio per la sua Chiesa, gli economi disastrosi, perché la rendono libera, la rendono povera. La nostra Santa Madre Chiesa è povera, Dio la vuole povera, come ha voluto povera la nostra Santa Madre Maria. Amate la povertà come una madre. E semplicemente vi suggerisco, se qualcuno di voi vuole farlo, di domandarvi: come va il mio spirito di povertà? Come va la mia spogliazione interiore? Credo che possa far bene alla nostra vita consacrata, alla nostra vita presbiterale. Dopo tutto, non dimentichiamoci che è la prima delle Beatitudini: “Beati i poveri in spirito”, quelli che non sono attaccati alla ricchezza, ai poteri di questo mondo.

E la sorella ci parlava degli ultimi, dei più piccoli che, anche se sono grandi, alla fine li trattiamo come bambini perché si presentano come bambini. “Il più piccolo”. Questa è un’espressione di Gesù. E sta nel protocollo sul quale saremo giudicati: “Quello che avete fatto al più piccolo di questi fratelli, l’avete fatto a me” (cfr Mt 25). Ci sono servizi pastorali che possono essere più gratificanti dal punto di vista umano, senza essere cattivi o mondani, ma quando uno cerca di dare preferenza interiore al più piccolo, al più abbandonato, al più malato, a quello che nessuno considera, che nessuno vuole, al più piccolo, e si mette al servizio del più piccolo, costui sta servendo Gesù nel modo più alto. Tu [si rivolge alla suora] sei stata mandata dove non volevi andare. E hai pianto. Hai pianto perché non ti piaceva, e questo non vuol dire che sei una suora piagnona, no. Dio ci liberi dalle suore piagnone! Che stanno sempre a lamentarsi… Questo non lo dico io, lo diceva santa Teresa, alle sue monache. Viene da lei. Guai a quella suora che va in giro tutto il giorno a lamentarsi che “mi hanno fatto un’ingiustizia”. Nel linguaggio castigliano dell’epoca diceva: “Guai alla suora che va dicendo: mi hanno trattato senza ragione”. Tu hai pianto perché eri giovane, avevi altre aspettative, pensavi forse che in una scuola potevi fare più cose, e che potevi organizzare un futuro per la gioventù… E ti hanno mandato lì: “Casa di Misericordia”, dove la tenerezza e la misericordia del Padre si fa più evidente, dove la tenerezza e la misericordia del Padre si fa carezza. Quante religiose, e quanti religiosi, bruciano – e ripeto il verbo: bruciano – la loro vita accarezzando “materiale” di scarto, accarezzando quelli che il mondo scarta, quelli che il mondo disprezza, che il mondo preferisce non ci siano; quello che il mondo oggi, con metodi di analisi nuovi che esistono, quando si prevede che può venire con una malattia degenerativa, si propone di mandarlo indietro, prima che nasca. E’ il più piccolo. E una ragazza giovane, piena di aspettative, incomincia la sua vita consacrata rendendo presente la tenerezza di Dio nella sua misericordia. A volte non lo capiscono, non lo sanno, ma com’è bello per Dio, e quanto bene può fare, per esempio, il sorriso di uno spastico, che non sa come farlo, o quando ti vogliono baciare e ti sbavano la faccia. E’ la tenerezza di Dio, è la misericordia di Dio. O quando sono arrabbiati e ti danno un colpo… E bruciare la mia vita così, con “materiale” di scarto agli occhi del mondo, questo non parla solamente di una persona; ci parla di Gesù, che, per pura misericordia del Padre, si fece nulla, si annientò, dice il testo della Lettera ai Filippesi, capitolo 2. Si fece nulla. E questa gente a cui tu dedichi la tua vita, imitano Gesù, non perché lo hanno voluto, ma perché il mondo li ha portati a questo. Sono nulla e li si nasconde, non li si mostra, o non li si visita. E se possibile, e se si arriva in tempo, li si manda indietro. Grazie per quello che fai, e a voi, grazie a tutte queste donne e a tante donne consacrate, al servizio di ciò che è inutile, perché non si può fare nessuna impresa, non si possono guadagnare soldi, non si può portare avanti assolutamente nulla di “costruttivo”, tra virgolette, con questi nostri fratelli, con i minori, con i più piccoli. Lì risplende Gesù. E lì risplende la mia scelta per Gesù. Grazie a te a tutti i consacrati e le consacrate che fanno questo.

“Padre, io non sono suora, io non mi curo di malati, io sono prete, e ho una parrocchia, o aiuto un parroco. Chi è il mio Gesù prediletto? Chi è il più piccolo? Chi è che mi mostra di più la misericordia del Padre? Dove lo posso trovare?”. Naturalmente, ritorno sempre al protocollo di Matteo 25. Lì trovate tutti: l’affamato, il carcerato, il malato… Lì potete trovarli. Ma c’è un posto privilegiato per il sacerdote dove si manifesta l’ultimo, il minimo, il più piccolo, ed è il confessionale. E lì, quando quell’uomo, o quella donna, ti mostra la sua miseria – attenzione!, che è la stessa che hai tu e da cui Dio ti ha salvato, per non farti arrivare fino a lì – quando ti mostra la sua miseria, per favore, non sgridarlo, non punirlo, non castigarlo. Se non hai peccato, tira la prima pietra, ma solo a questa condizione. Se no, pensa ai tuoi peccati. E pensa che tu puoi essere quella persona. E pensa che tu, potenzialmente, puoi arrivare ancora più in basso. E pensa che tu, in quel momento, hai un tesoro tra le mani, che è la misericordia del Padre. Per favore – ai sacerdoti - : non stancatevi di perdonare. Siate perdonatori. Non stancatevi di perdonare, come faceva Gesù. Non nascondetevi dietro paure o rigidità. Come questa suora, e tutte quelle che fanno il suo stesso lavoro, non perdono la calma quando trovano il malato sporco e messo male, ma lo servono, lo puliscono, lo curano, così voi, quando arriva il penitente, non essere maldisposto, non essere nevrotico, non cacciarlo dal confessionale, non sgridarlo. Gesù lo abbracciava. Gesù lo amava. Domani festeggiamo san Matteo. Come rubava quello! E poi, come tradiva il suo popolo! E dice il Vangelo che, la sera, Gesù andò a cena con lui e altri come lui. Sant’Ambrogio ha una frase che mi commuove molto: “Dove c’è misericordia, c’è lo spirito di Gesù. Dove c’è rigidità, ci sono solo i suoi ministri”.

Fratello sacerdote, fratello vescovo, non abbiate paura della misericordia. Lascia che scorra attraverso le tue mani e il tuo abbraccio di perdono, perché colui o colei che sta lì è il più piccolo. E perciò è Gesù.

Questo è quello che mi viene da dire dopo aver ascoltato questi due profeti. Il Signore ci conceda queste grazie che loro hanno seminato nei nostri cuori: povertà e misericordia. Perché lì c’è Gesù.

[01547-IT.01] [Testo originale: Spagnolo]

Omelia preparata dal Santo Padre

Testo in lingua spagnola

Testo in lingua inglese

Testo in lingua italiana

Testo in lingua spagnola

 

Nos hemos reunido en esta histórica Catedral de La Habana para cantar con los salmos la fidelidad de Dios con su Pueblo, para dar gracias por su presencia, por su infinita misericordia. Fidelidad y misericordia no solo hecha memoria por las paredes de esta casa, sino por algunas cabezas que «pintan canas», recuerdo vivo, actualizado de que «infinita es su misericordia y su fidelidad dura las edades». Hermanos, demos gracias juntos.

Demos gracias por la presencia del Espíritu con la riqueza de los diversos carismas en los rostros de tantos misioneros que han venido a estas tierras, llegando a ser cubanos entre los cubanos, signo de que es eterna su misericordia.

El Evangelio nos presenta a Jesús en diálogo con su Padre, nos pone en el centro de la intimidad hecha oración entre el Padre y el Hijo. Cuando se acercaba su hora, Jesús rezó al Padre por sus discípulos, por los que estaban con Él y por los que vendrían (cf. Jn 17,20). Nos hace bien pensar que en su hora crucial, Jesús pone en su oración la vida de los suyos, nuestra vida. Y le pide a su Padre que los mantenga en la unidad y en la alegría. Conocía bien Jesús el corazón de los suyos, conoce bien nuestro corazón. Por eso reza, pide al Padre para que no les gane una conciencia que tiende a aislarse, refugiarse en las propias certezas, seguridades, espacios; a desentenderse de la vida de los demás, instalándose en pequeñas «chacras» que rompen el rostro multiforme de la Iglesia. Situaciones que desembocan en tristeza individualista, en una tristeza que poco a poco va dejándole lugar al resentimiento, a la queja continua, a la monotonía; «ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu» (Evangelii gaudium, 2) a la que los invitó, a la que nos invitó. Por eso Jesús reza, pide para que la tristeza y el aislamiento no nos gane el corazón. Nosotros queremos hacer lo mismo, queremos unirnos a la oración de Jesús, a sus palabras para decir juntos: «Padre santo, cuídalos con el poder de tu nombre… para que estén completamente unidos, como tú y yo» (Jn 17,11), «y su gozo sea completo» (v. 13).

Jesús reza y nos invita a rezar porque sabe que hay cosas que solo las podemos recibir como don, hay cosas que solo podemos vivir como regalo. La unidad es una gracia que solamente puede darnos el Espíritu Santo, a nosotros nos toca pedirla y poner lo mejor de nosotros para ser transformados por este don.

Es frecuente confundir unidad con uniformidad; con un hacer, sentir y decir todos lo mismo. Eso no es unidad, eso es homogeneidad. Eso es matar la vida del Espíritu, es matar los carismas que Él ha distribuido para el bien de su Pueblo. La unidad se ve amenazada cada vez que queremos hacer a los demás a nuestra imagen y semejanza. Por eso la unidad es un don, no es algo que se pueda imponer a la fuerza o por decreto. Me alegra verlos a ustedes aquí, hombres y mujeres de distintas épocas, contextos, biografías, unidos por la oración en común. Pidámosle a Dios que haga crecer en nosotros el deseo de projimidad. Que podamos ser prójimos, estar cerca, con nuestras diferencias, manías, estilos, pero cerca. Con nuestras discusiones, peleas, hablando de frente y no por detrás. Que seamos pastores prójimos a nuestro pueblo, que nos dejemos cuestionar, interrogar por nuestra gente. Los conflictos, las discusiones en la Iglesia son esperables y, hasta me animo a decir, necesarias. Signo de que la Iglesia está viva y el Espíritu sigue actuando, la sigue dinamizando. ¡Ay de esas comunidades donde no hay un sí o un no! Son como esos matrimonios donde ya no discuten porque se ha perdido el interés, se ha perdido el amor.

En segundo lugar, el Señor reza para que nos llenemos «de la misma perfecta alegría» que Él tiene (cf. Jn 17,13). La alegría de los cristianos, y especialmente la de los consagrados, es un signo muy claro de la presencia de Cristo en sus vidas. Cuando hay rostros entristecidos es una señal de alerta, algo no anda bien. Y Jesús pide esto al Padre nada menos que antes de ir al huerto, cuando tiene que renovar su «fiat». No dudo que todos ustedes tienen que cargar con el peso de no pocos sacrificios y que para algunos, desde hace décadas, los sacrificios habrán sido duros. Jesús reza también desde su sacrificio para que nosotros no perdamos la alegría de saber que Él vence al mundo. Esta certeza es la que nos impulsa mañana a mañana a reafirmar nuestra fe. «Él (con su oración, en el rostro de nuestro Pueblo) nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría» (Evangelii gaudium, 3).

¡Qué importante, qué testimonio tan valioso para la vida del pueblo cubano, el de irradiar siempre y por todas partes esa alegría, no obstante los cansancios, los escepticismos, incluso la desesperanza, que es una tentación muy peligrosa que apolilla el alma!

Hermanos, Jesús reza para que seamos uno y su alegría permanezca en nosotros, hagamos lo mismo, unámonos los unos a los otros en oración.

[01497-ES.01] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua inglese

We are gathered in this historic Cathedral of Havana to sing with psalms the faithfulness of God towards his people, with thanksgiving for his presence and his infinite mercy. A faithfulness and mercy not only commemorated by this building, but also by the living memory of some of the elderly among us, who know from experience that “his mercy endures forever and his faithfulness throughout the ages”. For this, brothers and sisters, let us together give thanks.

Let us give thanks for the Spirit’s presence in the rich and diverse charisms of all those missionaries who came to this land and became Cubans among Cubans, a sign that God’s mercy is eternal.

The Gospel presents Jesus in dialogue with his Father. It brings us to the heart of the prayerful intimacy between the Father and the Son. As his hour drew near, Jesus prayed for his disciples, for those with him and for those who were yet to come (cf. Jn 17:20). We do well to remember that, in that crucial moment, Jesus made the lives of his disciples, our lives, a part of his prayer. He asked his Father to keep them united and joyful. Jesus knew full well the hearts of his disciples, and he knows full well our own. And so he prays to the Father to save them from a spirit of isolation, of finding refuge in their own certainties and comfort zones, of indifference to others and division into “cliques” which disfigure the richly diverse face of the Church. These are situations which lead to a kind of isolation and ennui, a sadness that slowly gives rise to resentment, to constant complaint, to boredom; this “is not God’s will for us, nor is it the life in the Spirit” (Evangelii Gaudium, 2) to which he invited them, to which he has invited us. That is why Jesus prays that sadness and isolation will not prevail in our hearts. We want to do the same, we want to join in Jesus’ prayer, in his words, so that we can say together: “Father, keep them in your name… that they may be one, even as we are one” (Jn 17:11), “that your joy may be complete” (Jn 15:11).

Jesus prays and he invites us to pray, because he knows that some things can only be received as gifts; some things can only be experienced as gifts. Unity is a grace which can be bestowed upon us only by the Holy Spirit; we have to ask for this grace and do our best to be transformed by that gift.

Unity is often confused with uniformity; with actions, feelings and words which are all identical. This is not unity, it is conformity. It kills the life of the Spirit; it kills the charisms which God has bestowed for the good of his people. Unity is threatened whenever we try to turn others into our own image and likeness. Unity is a gift, not something to be imposed by force or by decree. I am delighted to see you here, men and women of different generations, backgrounds and experiences, all united by our common prayer. Let us ask God to increase our desire to be close to one another. To be neighbors, always there for one another, with all our many differences, interests and ways of seeing things. To speak straightforwardly, despite our disagreements and disputes, and not behind each other’s backs. May we be shepherds who are close to our people, open to their questions and problems. Conflicts and disagreements in the Church are to be expected and, I would even say, needed. They are a sign that the Church is alive and that the Spirit is still acting, still enlivening her. Woe to those communities without a “yes” and a “no”! They are like married couples who no longer argue, because they have lost interest, they have lost their love.

The Lord prays also that we may be filled with his own “complete joy” (cf. Jn 17:13). The joy of Christians, and especially of consecrated men and women, is a very clear sign of Christ’s presence in their lives. When we see sad faces, it is a warning that something is wrong. Significantly, this is the request which Jesus makes of the Father just before he goes out to the Garden to renew his own “fiat”. I am certain that all of you have had to bear many sacrifices and, for some of you, for several decades now, these sacrifices have proved difficult. Jesus prays, at the moment of his own sacrifice, that we will never lose the joy of knowing that he overcomes the world. This certainty is what inspires us, morning after morning, to renew our faith. “With a tenderness which never disappoints, but is always capable of restoring our joy” – by his prayer, and in the faces of our people – Christ “makes it possible for us to lift up our heads and to start anew” (Evangelii Gaudium, 3).

How important, how valuable for the life of the Cuban people, is this witness which always and everywhere radiates such joy, despite our weariness, our misgivings and even our despair, that dangerous temptation which eats away at our soul!

Dear brothers and sisters, Jesus prays that all of us may be one, and that his joy may abide within us. May we do likewise, as we unite ourselves to one another in prayer.

[01497-EN.01] [Original text: Spanish]

Traduzione in lingua italiana

Ci siamo riuniti in questa storica Cattedrale di La Habana per cantare con i salmi la fedeltà di Dio verso il suo Popolo, e ringraziarlo per la sua presenza e la sua infinita misericordia. Fedeltà e misericordia fatte memoria non solo nelle mura di questa casa, ma anche in alcuni che hanno i “capelli bianchi”, un ricordo vivente, attualizzato, del fatto che “infinita è la sua misericordia e la sua fedeltà dura in eterno”. Fratelli, ringraziamo insieme il Signore!

Ringraziamo per la presenza dello Spirito con la ricchezza dei diversi carismi nei volti di tanti missionari che sono venuti in queste terre, diventando cubani tra i cubani, segno dell’eterna misericordia del Signore.

Il Vangelo ci presenta Gesù in dialogo con il Padre, ci pone nel centro dell’intimità tra il Padre e il Figlio divenuta preghiera. Quando si avvicinava la sua ora, Gesù pregò il Padre per i suoi discepoli, per quelli che stavano con Lui e per quelli che sarebbero venuti (cfr Gv 17,20). Ci fa pensare il fatto che, nella sua ora cruciale, Gesù ponga nella sua preghiera la vita dei suoi, la nostra vita. E chiede al Padre che li mantenga nell’unità e nella gioia. Gesù conosceva bene il cuore dei suoi, conosce bene il nostro cuore. Perciò prega, chiede al Padre che non li prenda una coscienza che tende ad isolarsi, a rifugiarsi nelle proprie certezze, sicurezze, nei propri spazi, a disinteressarsi della vita degli altri, chiudendosi in piccole “aziende domestiche”, che rompono il volto multiforme della Chiesa. Situazioni che sfociano nella tristezza individualista, in una tristezza che a poco a poco lascia spazio al risentimento, alla continua lamentela, alla monotonia; «questo non è il desiderio di Dio per noi, questa non è la vita nello Spirito» (Esort. ap. Evangelii gaudium, 2) alla quale Lui vi ha chiamato, alla quale ci ha chiamato. Per questo Gesù prega, chiede che la tristezza e l’isolamento non prevalgano nel nostro cuore. E noi vogliamo fare lo stesso, vogliamo unirci alla preghiera di Gesù, alle sue parole per dire insieme: «Padre, custodiscili nel tuo nome … perché siano una sola cosa, come noi» (Gv 17,11) «e la vostra gioia sia piena» (Gv 15,11).

Gesù prega e ci invita a pregare perché sa che ci sono cose che possiamo ricevere solamente come dono, cose che possiamo vivere solo come un regalo. L’unità è una grazia che può darci solo lo Spirito Santo, a noi spetta chiederla e mettere a disposizione il meglio di noi stessi per essere trasformati da questo dono.

E’ frequente confondere unità con uniformità, con un fare, sentire e dire tutti le stesse cose. Questo non è unità, ma omogeneità. Questo significa uccidere la vita dello Spirito, uccidere i carismi che Egli ha distribuito per il bene del suo Popolo. L’unità si vede minacciata ogni volta che vogliamo rendere gli altri a nostra immagine e somiglianza. Per questo l’unità è un dono, non è qualcosa che si possa imporre a forza o per decreto. Sono lieto di vedervi qui, uomini e donne di diverse generazioni, contesti, esperienze di vita differenti, uniti per la preghiera in comune. Chiediamo a Dio che faccia crescere in noi il desiderio di prossimità. Che possiamo essere prossimi, stare vicini, con le nostre differenze, propensioni, stili, però vicini. Con le nostre discussioni, le nostre “litigate”, parlando di fronte e non alle spalle. Che siamo pastori vicini al nostro popolo, che ci lasciamo mettere in discussione, interrogare dalla nostra gente. I conflitti, le discussioni nella Chiesa sono auspicabili e, oserei dire, addirittura necessarie. Segno che la Chiesa è viva e lo Spirito continua ad agire e continua a renderla dinamica. Guai a quelle comunità dove non c’è un sì o un no! Sono come quegli sposi che non discutono più perché hanno perso l’interesse, hanno perso l’amore.

In secondo luogo, il Signore prega perché noi siamo riempiti della stessa “gioia perfetta” che Egli possiede (cfr Gv 17,13). La gioia dei cristiani, e specialmente dei consacrati è un segno molto chiaro della presenza di Cristo nella loro vita. Quando ci sono volti tristi è un segnale di allarme, di qualcosa che non va bene. E Gesù fa questa richiesta al Padre nientemeno che prima di recarsi all’orto degli ulivi, quando deve rinnovare il suo “fiat”. Non dubito che tutti voi dobbiate portare il peso di non pochi sacrifici e che per alcuni, da decenni, i sacrifici siano stati duri. Gesù prega, anch’Egli a partire dal suo sacrificio, perché noi non perdiamo la gioia di sapere che Egli vince il mondo. Questa è la certezza che ci spinge giorno dopo giorno a riaffermare la nostra fede. «Egli - con la sua preghiera, sul volto del nostro Popolo - ci permette di alzare la testa e ricominciare, con una tenerezza che mai ci delude e che sempre può restituirci la gioia» (Esort. ap. Evangelii gaudium, 3).

Quanto è importante, che preziosa testimonianza per la vita del popolo cubano è quella di irradiare sempre e dappertutto questa gioia, nonostante le stanchezze, gli scetticismi, a volte anche la disperazione, che è una tentazione molto pericolosa che atrofizza l’anima!

Fratelli, Gesù prega perché siamo una cosa sola e la sua gioia rimanga in noi. Facciamo la stessa cosa: uniamoci gli uni agli alti in preghiera.

[01497-IT.01] [Testo originale: Spagnolo]

[B0697-XX.02]