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Viaggio Apostolico di Sua Santità Francesco in Ecuador, Bolivia e Paraguay (5-13 luglio 2015) – Partecipazione al II Incontro Mondiale dei Movimenti Popolari a Santa Cruz de la Sierra, 09.07.2015


Partecipazione al II Incontro Mondiale dei Movimenti Popolari all’Expo Feria di Santa Cruz de la Sierra

 

Discorso del Santo Padre

Traduzione in lingua italiana

Traduzione in lingua inglese

Alle ore 17.30 di questo pomeriggio, presso il centro fieristico Expo Feria di Santa Cruz de la Sierra, il Santo Padre Francesco ha partecipato al II Incontro Mondiale dei Movimenti Popolari, organizzato in collaborazione con il Pontificio Consiglio della Giustizia e della Pace e con la Pontificia Academia delle Scienze Sociali, e che fa seguito al primo appuntamento tenuto in Vaticano dal 27 al 29 ottobre del 2014.

Al Papa è stato consegnato il Documento conclusivo, presentato poi ai Delegati dei movimenti popolari di tutto il mondo partecipanti all’Incontro.

Dopo il discorso del Presidente della Bolivia Evo Morales, Papa Francesco ha pronunciato il discorso che riportiamo di seguito:

 

Discorso del Santo Padre

Hermanas y hermanos, buenas tardes

Hace algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y en mis oraciones. Y me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos para superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos en todo el mundo. Gracias, Señor Presidente Evo Morales, por acompañar tan decididamente este Encuentro.

Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz, que preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos a los movimientos populares. Me alegra tanto ver la Iglesia con las puertas abiertas a todos ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares. Los invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.

Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la de ustedes: las famosas “tres T”: tierra, techo y trabajo, para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra.

1. Primero de todo, empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos los latinoamericanos y, en general, también de toda la humanidad. Problemas que tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:

- ¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad?

- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?

Entonces, si reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.

Ustedes – en sus cartas y en nuestros encuentros – me han relatado las múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que une cada una de las exclusiones. No están aisladas, están unidas por un hilo invisible. ¿Podemos reconocerlo? Porque no se trata de esas cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que esas realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global. ¿Reconocemos que ese sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza?

Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana madre tierra, como decía san Francisco.

Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir a esta globalización de la exclusión y de la indiferencia.

Quisiera hoy reflexionar con ustedes sobre el cambio que queremos y necesitamos. Ustedes saben que escribí recientemente sobre los problemas del cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en otro sentido. Un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio – podríamos decir – redentor. Porque lo necesitamos. Sé que ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos viajes he comprobado que existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree beneficiarse con este sistema, reina la insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa tristeza individualista que esclaviza.

El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que desde hace ya mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez irreversibles en el ecosistema. Se está castigando a la Tierra, a los pueblos y a las personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea – uno de los primeros teólogos de la Iglesia – llamaba “el estiércol del diablo”, la ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es “el estiércol del diablo”. El servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa común, la hermana y madre tierra.

No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que no hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de la familia y los afectos.

¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano, vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido, si ni siquiera tengo derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador, que apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío, cuando soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para sus problemas? Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de las “tres T”. ¿De acuerdo? Trabajo, techo y tierra. Y también, en su participación protagónica en los grandes procesos de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen!

2. Segundo. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una frase que me gusta mucho: “proceso de cambio”. El cambio concebido no como algo que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se instauró tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio de estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y sucumbir. Hay que cambiar el corazón. Por eso me gusta tanto la imagen del proceso, los procesos, donde la pasión por sembrar, por regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la ansiedad por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados inmediatos. La opción es por generar procesos y no por ocupar espacios. Cada uno de nosotros no es más que parte de un todo complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por “vivir bien”, dignamente, en ese sentido.

Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social. Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico, del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando recordamos esos “rostros y esos nombres”, se nos estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos, todos nos conmovemos… Porque “hemos visto y oído” no la fría estadística sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta o la indignación elegante. Eso nos conmueve, nos mueve y buscamos al otro para movernos juntos. Esa emoción hecha acción comunitaria no se comprende únicamente con la razón: tiene un plus de sentido que sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los verdaderos movimientos populares.

Ustedes viven cada día empapados en el nudo de la tormenta humana. Me han hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas, ya desde Buenos Aires, y yo se lo agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata. Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la agricultura campesina, por sus territorios y comunidades, por la dignificación de la economía popular, por la integración urbana de sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan elemental e innegablemente necesario como el derecho a las “tres T”: tierra, techo y trabajo.

Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas. Necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los conceptos ni las ideas se aman. Nadie ama un concepto, nadie ama una idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el corazón. De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.

Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes; pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino que también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad y exclusión.

Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos derechos, los pueblos y organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, les dé alegría, les dé perseverancia y pasión para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos a ver los frutos. A los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles, promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero, si ustedes construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente no se van a equivocar.

La Iglesia no puede ni debe estar ajena a este proceso en el anuncio del Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea acompañando y promoviendo a los excluidos de todo el mundo, junto a cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando abnegadamente en los campos de salud, el deporte y la educación. Estoy convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.

Y tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Yo rezo a la Virgen María, tan venerada por el pueblo boliviano para que permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio.

3. Tercero. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de todos nuestros hermanos y hermanas. Eso lo sabemos. Queremos un cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos populares y otras fuerzas sociales. Eso también lo sabemos. Pero no es tan fácil definir el contenido del cambio – podría decirse –, el programa social que refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos; no es fácil de definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la propuesta de soluciones a problemas contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los valores que Dios puso en el corazón.

Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares.

3.1. La primera tarea es poner la economía al servicio de los pueblos: Los seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos “NO” a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la madre tierra.

La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un “decoroso sustento”. Ni siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el acceso a las “tres T” por las que ustedes luchan. Una economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad, «prosperidad sin exceptuar bien alguno» (Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra [15 mayo 1961], 3: AAS 53 [1961], 402). Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII hace cincuenta años. Jesús dice en el Evangelio que, aquel que le dé espontáneamente un vaso de agua al que tiene sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los cielos. Esto implica las “tres T”, pero también acceso a la educación, la salud, la innovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el deporte y la recreación. Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el ser humano, en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen este anhelo de una manera simple y bella: “vivir bien”, que no es lo mismo que “pasarla bien”.

Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también es posible. No es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista. Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que suficientes para el desarrollo integral de «todos los hombres y de todo el hombre» (Pablo VI, Enc. Popolorum progressio [26 marzo 1967], 14: AAS 59 [1967], 264). El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de la producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura que dañan a la madre tierra en aras de la “productividad”, sigue negándoles a miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús, contra la Buena Noticia que trajo Jesús.

La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando los pobres agitan esa copa que nunca derrama por sí sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca podrían sustituir la verdadera inclusión: esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.

Y, en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial.

He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos en cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron crear trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica. Y vi que algunos están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. Y, ¡qué distinto es eso a que los descartados por el mercado formal sean explotados como esclavos!

Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento, coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos la misión de las “tres T”, se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y participativa.

3.2. La segunda tarea es unir nuestros pueblos en el camino de la paz y la justicia.

Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia, porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en los derechos de los pueblos particularmente el derecho a la independencia» (Pontificio Consejo «Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157).

Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y, desde entonces, llevan casi dos siglos de una historia dramática y llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena.

En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la de cada país, la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros padres de antaño, llaman la “Patria Grande”. Les pido a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esta unidad. Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la región crezca en paz y justicia.

A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la “Patria Grande” y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta diversas fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados «de libre comercio» y la imposición de medidas de «austeridad» que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores y los pobres. Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en el documento de Aparecida cuando se afirma que «las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus poblaciones» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano [2007], Documento Conclusivo, Aparecida, 66). En otras ocasiones, bajo el noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo – graves males de nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada –, vemos que se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de esas problemáticas y muchas veces empeoran las cosas.

Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación social, que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad cultural, es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico. Como dijeron los Obispos de África en el primer Sínodo continental africano, muchas veces se pretende convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa [14 septiembre 1995], 52: AAS 88 [1996], 32-33; Id., Enc. Sollicitudo rei socialis [30 diciembre 1987], 22: AAS 80 [1988], 539).

Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello, ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia. Pero interacción no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en función de los intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen de la mano… precisamente porque, al poner la periferia en función del centro, les niega el derecho a un desarrollo integral. Y eso, hermanos, es inequidad y la inequidad genera violencia, que no habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener.

Digamos “NO”, entonces, a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos “SÍ” al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.

Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que, cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano, y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II, pido que la Iglesia – y cito lo que dijo él – «se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos» (Juan Pablo II, Bula Incarnationis mysterium, 11). Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América. Y junto a este pedido de perdón y para ser justos, también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la cruz. Hubo pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que defendieron la justicia de los pueblos originarios.

Les pido también a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de tantos obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la Buena Noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz – dije obispos, sacerdotes, y laicos, no me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente patean nuestros barrios pobres llevando un mensaje de paz y de bien –, que en su paso por esta vida dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad de los pueblos en latinoamericana. Identidad que, tanto aquí como en otros países, algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del ídolo dinero. Hoy vemos con espanto cómo en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas que vivimos, hay una especie – fuerzo la palabra – de genocidio en marcha que debe cesar.

A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme trasmitirles mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus pueblos y culturas, eso –conjunción de pueblos y culturas –, eso que a mí me gusta llamar poliedro, una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos.

3.3. Y la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy, es defender la madre tierra.

La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un pecado grave. Vemos con decepción creciente cómo se suceden una tras otras las cumbres internacionales sin ningún resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos intereses – que son globales pero no universales – se impongan, sometan a los Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los pueblos y sus movimientos están llamados a clamar a movilizarse, a exigir – pacífica pero tenazmente – la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre de Dios, que defiendan a la madre tierra. Sobre éste tema me he expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les será dada al finalizar.

4. Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y las elites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos, en su capacidad de organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este proceso de cambio. Los acompaño. Y cada uno, repitámonos desde el corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez. Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la madre tierra. Créanme – y soy sincero –, de corazón les digo: rezo por ustedes, rezo con ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie, esa fuerza es la esperanza. Y una cosa importante: la esperanza no defrauda. Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de ustedes no puede rezar, con todo respeto le pido que me piense bien y me mande buena onda. Gracias.

[01175-ES.03] [Texto original: Español]

Traduzione in lingua italiana

Sorelle e fratelli, buon pomeriggio!

Qualche mese fa ci siamo incontrati a Roma ed ho presente quel primo nostro incontro. Durante questo periodo l’ho portata nel mio cuore e nelle mie preghiere. Sono contento di rivedervi qui, a discutere sui modi migliori per superare le gravi situazioni di ingiustizia che soffrono gli esclusi in tutto il mondo. Grazie, Signor Presidente Evo Morales, perché accompagna così risolutamente questo Incontro.

Quella volta a Roma ho sentito qualcosa di molto bello: fraternità, decisione, impegno, sete di giustizia. Oggi, a Santa Cruz de la Sierra, ancora una volta sento lo stesso. Grazie per tutto ciò. Ho saputo anche dal cardinale Turkson presidente del Pontificio Consiglio della Giustizia e della Pace, che molti nella Chiesa si sentono più vicini ai movimenti popolari. Me ne rallegro molto! Vedere la Chiesa con le porte aperte a tutti voi, mettersi in gioco, accompagnare, e programmare in ogni diocesi, ogni Commissione di Giustizia e Pace, una reale collaborazione, permanente e impegnata con i movimenti popolari. Vi invito tutti, Vescovi, sacerdoti e laici, comprese le organizzazioni sociali nelle periferie urbane e rurali, ad approfondire tale incontro.

Dio ci consente di rivederci nuovamente oggi. La Bibbia ci ricorda che Dio ascolta il grido del suo popolo e anch’io desidero unire la mia voce alla vostra: le famose “tre t”: terra, casa e lavoro per tutti i nostri fratelli e sorelle. L’ho detto e lo ripeto: sono diritti sacri. Vale la pena, vale la pena di lottare per essi. Che il grido degli esclusi si oda in America Latina e in tutta la terra.

1. Prima di tutto, iniziamo riconoscendo che abbiamo bisogno di un cambiamento. Ci tengo a precisare, affinché non ci sia fraintendimento, che parlo dei problemi comuni a tutti i latino-americani e, in generale, a tutta l'umanità. Problemi che hanno una matrice globale e che oggi nessuno Stato è in grado di risolvere da solo. Fatto questo chiarimento, propongo di porci queste domande:

- Sappiamo riconoscere, sul serio, che le cose non stanno andando bene in un mondo dove ci sono tanti contadini senza terra, molte famiglie senza casa, molti lavoratori senza diritti, molte persone ferite nella loro dignità?

- Riconosciamo che le cose non stanno andando bene quando esplodono molte guerre insensate e la violenza fratricida aumenta nei nostri quartieri? Sappiamo riconoscere che le cose non stanno andando bene quando il suolo, l'acqua, l'aria e tutti gli esseri della creazione sono sotto costante minaccia?

E allora, se riconosciamo questo, diciamolo senza timore: abbiamo bisogno e vogliamo un cambiamento.

Voi nelle le vostre lettere e nei nostri incontri - mi avete informato sulle molte esclusioni e sulle ingiustizie subite in ogni attività di lavoro, in ogni quartiere, in ogni territorio. Sono molti e diversi come molti e diversi sono i modi di affrontarli. Vi è, tuttavia, un filo invisibile che lega ciascuna delle esclusioni. Non sono isolate, sono unite da un filo invisibile. Possiamo riconoscerlo? Perché non si tratta di problemi isolati. Mi chiedo se siamo in grado di riconoscere che tali realtà distruttive rispondono ad un sistema che è diventato globale. Sappiamo riconoscere che tale sistema ha imposto la logica del profitto ad ogni costo, senza pensare all’esclusione sociale o alla distruzione della natura?

Se è così, insisto, diciamolo senza timore: noi vogliamo un cambiamento, un vero cambiamento, un cambiamento delle strutture. Questo sistema non regge più, non lo sopportano i contadini, i lavoratori, le comunità, i villaggi .... E non lo sopporta più la Terra, la sorella Madre Terra, come diceva san Francesco.

Vogliamo un cambiamento nella nostra vita, nei nostri quartieri, nel salario minimo, nella nostra realtà più vicina; e pure un cambiamento che tocchi tutto il mondo perché oggi l'interdipendenza planetaria richiede risposte globali ai problemi locali. La globalizzazione della speranza, che nasce dai Popoli e cresce tra i poveri, deve sostituire questa globalizzazione dell’esclusione e dell’indifferenza!

Oggi vorrei riflettere con voi sul cambiamento che vogliamo e di cui vi è necessità. Sapete che recentemente ho scritto circa i problemi del cambiamento climatico. Ma questa volta, voglio parlare di un cambiamento nell’altro senso. Un cambiamento positivo, un cambiamento che ci faccia bene, un cambiamento che potremmo dire redentivo. Perché ne abbiamo bisogno. So che voi cercate un cambiamento e non solo voi: nei vari incontri, nei diversi viaggi, ho trovato che esiste un’attesa, una ricerca forte, un desiderio di cambiamento in tutti i popoli del mondo. Anche all'interno di quella minoranza in diminuzione che crede di beneficiare di questo sistema regna insoddisfazione e soprattutto tristezza. Molti si aspettano un cambiamento che li liberi da questa tristezza individualista che rende schiavi.

Il tempo, fratelli, sorelle, il tempo sembra che stia per giungere al termine; non è bastato combattere tra di noi, ma siamo arrivati ad accanirci contro la nostra casa. Oggi la comunità scientifica accetta quello che già da molto tempo denunciano gli umili: si stanno producendo danni forse irreversibili all’ecosistema. Si stanno punendo la terra, le comunità e le persone in modo quasi selvaggio. E dopo tanto dolore, tanta morte e distruzione, si sente il tanfo di ciò che Basilio di Cesarea – uno dei primi teologi della Chiesa – chiamava lo “sterco del diavolo”. L’ambizione sfrenata di denaro che domina. Questo è lo “sterco del diavolo”. E il servizio al bene comune passa in secondo piano. Quando il capitale diventa idolo e dirige le scelte degli esseri umani, quando l’avidità di denaro controlla l’intero sistema socioeconomico, rovina la società, condanna l’uomo, lo fa diventare uno schiavo, distrugge la fraternità interumana, spinge popolo contro popolo e, come si vede, minaccia anche questa nostra casa comune, la sorella madre terra.

Non voglio dilungarmi a descrivere gli effetti negativi di questa sottile dittatura: voi li conoscete. E non basta nemmeno segnalare le cause strutturali del dramma sociale e ambientale contemporaneo. Noi soffriamo un certo eccesso diagnostico che a volte ci porta a un pessimismo parolaio o a crogiolarci nel negativo. Vedendo la cronaca nera di ogni giorno, siamo convinti che si può fare nulla, ma solo prendersi cura di sé e della piccola cerchia della famiglia e degli affetti.

Cosa posso fare io, raccoglitore di cartoni, frugatrice tra le cose, raccattatore, riciclatrice, di fronte a problemi così grandi, se appena guadagno quel tanto per mangiare? Cosa posso fare io artigiano, venditore ambulante, trasportatore, lavoratore escluso se non ho nemmeno i diritti dei lavoratori? Cosa posso fare io, contadina, indigeno, pescatore che appena appena posso resistere all’asservimento delle grandi imprese? Che cosa posso fare io dalla mia borgata, dalla mia baracca, dal mio quartiere, dalla mia fattoria quando sono quotidianamente discriminato ed emarginato? Che cosa può fare questo studente, questo giovane, questo militante, questo missionario che calca quartieri e luoghi con un cuore pieno di sogni, ma quasi nessuna soluzione ai suoi problemi? Potete fare molto. Potete fare molto! Voi, i più umili, gli sfruttati, i poveri e gli esclusi, potete fare e fate molto. Oserei dire che il futuro dell'umanità è in gran parte nelle vostre mani, nella vostra capacità di organizzare e promuovere alternative creative nella ricerca quotidiana delle “tre t”, d’accordo? - lavoro, casa, terra - e anche nella vostra partecipazione attiva ai grandi processi di cambiamento, cambiamenti nazionali, cambiamenti regionali e cambiamenti globali. Non sminuitevi!

2. Voi siete seminatori di cambiamento. Qui in Bolivia ho sentito una frase che mi piace molto: “processo di cambiamento”. Il cambiamento concepito non come qualcosa che un giorno arriverà perché si è imposta questa o quella scelta politica o perché si è instaurata questa o quella struttura sociale. Sappiamo dolorosamente che un cambiamento di strutture che non sia accompagnato da una sincera conversione degli atteggiamenti e del cuore finisce alla lunga o alla corta per burocratizzarsi, corrompersi e soccombere. Bisogna cambiare il cuore. Per questo mi piace molto l’immagine del processo, i processi, dove la passione per il seminare, per l’irrigare con calma ciò che gli altri vedranno fiorire sostituisce l’ansia di occupare tutti gli spazi di potere disponibili e vedere risultati immediati. La scelta è di generare processi e non di occupare spazi. Ognuno di noi non è che parte di un tutto complesso e variegato che interagisce nel tempo: gente che lotta per un significato, per uno scopo, per vivere con dignità, per “vivere bene”, dignitosamente, in questo senso.

Voi, da parte dei movimenti popolari, assumete i compiti di sempre, motivati​dall’amore fraterno che si ribella contro l’ingiustizia sociale. Quando guardiamo il volto di quelli che soffrono, il volto del contadino minacciato, del lavoratore escluso, dell’indigeno oppresso, della famiglia senza casa, del migrante perseguitato, del giovane disoccupato, del bambino sfruttato, della madre che ha perso il figlio in una sparatoria perché il quartiere è stato preso dal traffico di droga, del padre che ha perso la figlia perché è stata sottoposta alla schiavitù; quando ricordiamo quei “volti e nomi” ci si stringono le viscere di fronte a tanto dolore e ci commuoviamo, tutti ci commuoviamo. Perché “abbiamo visto e udito” non la fredda statistica, ma le ferite dell’umanità sofferente, le nostre ferite, la nostra carne. Questo è molto diverso dalla teorizzazione astratta o dall’indignazione elegante. Questo ci tocca, ci commuove e cerchiamo l’altro per muoverci insieme. Questa emozione fatta azione comunitaria non si comprende unicamente con la ragione: ha un “più” di senso che solo la gente capisce e che dà la propria particolare mistica ai veri movimenti popolari.

Voi vivete ogni giorno, impregnati, nell’intrico della tempesta umana. Mi avete parlato delle vostre cause, mi avete reso partecipe delle vostre lotte, già da Buenos Aires, e vi ringrazio. Voi, cari fratelli, lavorate molte volte nella dimensione piccola, vicina, nella realtà ingiusta che vi è imposta, eppure non vi rassegnate, opponendo una resistenza attiva al sistema idolatrico che esclude, degrada e uccide. Vi ho visto lavorare instancabilmente per la terra e l’agricoltura contadina, per i vostri territori e comunità, per la dignità dell’economia popolare, per l’integrazione urbana delle vostre borgate e dei vostri insediamenti, per l’autocostruzione di abitazioni e lo sviluppo di infrastrutture di quartiere, e in tante attività comunitarie che tendono alla riaffermazione di qualcosa di così fondamentale e innegabilmente necessario come il diritto alle “tre t”: terra, casa e lavoro.

Questo attaccamento al quartiere, alla terra, all’occupazione, al sindacato, questo riconoscersi nel volto dell’altro, questa vicinanza del giorno per giorno, con le sue miserie – perché ci sono, le abbiamo – e i suoi eroismi quotidiani, è ciò che permette di esercitare il mandato dell’amore non partendo da idee o concetti, bensì partendo dal genuino incontro tra persone, perché abbiamo bisogno di instaurare questa cultura dell’incontro, perché non si amano né i concetti né le idee, nessuno ama un concetto, un’idea, si amano le persone. Il darsi, l’autentico darsi viene dall’amare uomini e donne, bambini e anziani e le comunità: volti, volti e nomi che riempiono il cuore. Da quei semi di speranza piantati pazientemente nelle periferie dimenticate del pianeta, da quei germogli di tenerezza che lottano per sopravvivere nel buio dell’esclusione, cresceranno alberi grandi, sorgeranno boschi fitti di speranza per ossigenare questo mondo.

Vedo con gioia che lavorate nella dimensione di prossimità, prendendovi cura dei germogli; ma, allo stesso tempo, con una prospettiva più ampia, proteggendo il bosco. Lavorate in una prospettiva che non affronta solo la realtà settoriale che ciascuno di voi rappresenta e nella quale è felicemente radicato, ma cercate anche di risolvere alla radice i problemi generali di povertà, disuguaglianza ed esclusione.

Mi congratulo con voi per questo. E’ indispensabile che, insieme alla rivendicazione dei vostri legittimi diritti, i popoli e le loro organizzazioni sociali costruiscano un’alternativa umana alla globalizzazione escludente. Voi siete seminatori del cambiamento. Che Dio vi conceda coraggio, gioia, perseveranza e passione per continuare la semina! Siate certi che prima o poi vedremo i frutti. Ai dirigenti chiedo: siate creativi e non perdete mai il vostro attaccamento alla prossimità, perché il padre della menzogna sa usurpare nobili parole, promuovere mode intellettuali e adottare pose ideologiche, ma se voi costruite su basi solide, sulle esigenze reali e sull’esperienza viva dei vostri fratelli, dei contadini e degli indigeni, dei lavoratori esclusi e delle famiglie emarginate, sicuramente non sbaglierete.

La Chiesa non può e non deve essere aliena da questo processo nell’annunciare il Vangelo. Molti sacerdoti e operatori pastorali svolgono un compito enorme accompagnando e promuovendo gli esclusi di tutto il mondo, al fianco di cooperative, sostenendo l’imprenditorialità, costruendo alloggi, lavorando con abnegazione nel campo della salute, dello sport e dell’educazione. Sono convinto che la collaborazione rispettosa con i movimenti popolari può potenziare questi sforzi e rafforzare i processi di cambiamento.

Teniamo sempre nel cuore la Vergine Maria, umile ragazza di un piccolo villaggio sperduto nella periferia di un grande impero, una madre senza tetto che seppe trasformare una grotta per animali nella casa di Gesù con un po’ di panni e una montagna di tenerezza. Maria è un segno di speranza per la gente che soffre le doglie del parto fino a quando germogli la giustizia. Prego la Vergine Maria, così venerata dal popolo boliviano, affinché faccia sì che questo nostro Incontro sia lievito di cambiamento.

3. Infine vorrei che pensassimo insieme alcuni compiti importanti per questo momento storico, perché vogliamo un cambiamento positivo per il bene di tutti i nostri fratelli e sorelle, questo lo sappiamo. Vogliamo un cambiamento che si arricchisca con lo sforzo congiunto dei governi, dei movimenti popolari e delle altre forze sociali, ed anche questo lo sappiamo. Ma non è così facile da definire il contenuto del cambiamento, si potrebbe dire il programma sociale che rifletta questo progetto di fraternità e di giustizia che ci aspettiamo. Non è facile definirlo. In tal senso, non aspettatevi da questo Papa una ricetta. Né il Papa né la Chiesa hanno il monopolio della interpretazione della realtà sociale né la proposta di soluzioni ai problemi contemporanei. Oserei dire che non esiste una ricetta. La storia la costruiscono le generazioni che si succedono nel quadro di popoli che camminano cercando la propria strada e rispettando i valori che Dio ha posto nel cuore.

Vorrei, tuttavia, proporre tre grandi compiti che richiedono l’appoggio determinante dell’insieme di tutti i movimenti popolari:

3.1. Il primo compito è quello di mettere l’economia al servizio dei popoli: gli esseri umani e la natura non devono essere al servizio del denaro. Diciamo NO a una economia di esclusione e inequità in cui il denaro domina invece di servire. Questa economia uccide. Questa economia è escludente. Questa economia distrugge la Madre Terra.

L’economia non dovrebbe essere un meccanismo di accumulazione, ma la buona amministrazione della casa comune. Ciò significa custodire gelosamente la casa e distribuire adeguatamente i beni tra tutti. Il suo scopo non è solo assicurare il cibo o un “decoroso sostentamento”. E nemmeno, anche se sarebbe comunque un grande passo avanti, garantire l’accesso alle “tre t” per le quali voi lottate. Un'economia veramente comunitaria, direi una economia di ispirazione cristiana, deve garantire ai popoli dignità, «prosperità senza escludere alcun bene» (Giovanni XXIII, Lett. enc. Mater et Magistra [15 maggio 1961], 3: AAS 53 (1961), 402). Quest’ultima frase la disse il Papa Giovanni XXIII cinquant’anni fa. Gesù dice nel Vangelo che a chi avrà dato spontaneamente un bicchiere d’acqua a un assetato, ne sarà tenuto conto nel Regno dei cieli. Ciò comporta le “tre t”, ma anche l’accesso all’istruzione, alla salute, all’innovazione, alle manifestazioni artistiche e culturali, alla comunicazione, allo sport e alla ricreazione. Un’economia giusta deve creare le condizioni affinché ogni persona possa godere di un’infanzia senza privazioni, sviluppare i propri talenti nella giovinezza, lavorare con pieni diritti durante gli anni di attività e accedere a una pensione dignitosa nell’anzianità. Si tratta di un’economia in cui l’essere umano, in armonia con la natura, struttura l’intero sistema di produzione e distribuzione affinché le capacità e le esigenze di ciascuno trovino espressione adeguata nella dimensione sociale. Voi, e anche altri popoli, riassumete questa aspirazione in un modo semplice e bello: “vivere bene” – che non è lo stesso che “passarsela bene”.

Questa economia è non solo auspicabile e necessaria, ma anche possibile. Non è un’utopia o una fantasia. È una prospettiva estremamente realistica. Possiamo farlo. Le risorse disponibili nel mondo, frutto del lavoro intergenerazionale dei popoli e dei doni della creazione, sono più che sufficienti per lo sviluppo integrale di «ogni uomo e di tutto l’uomo» (Paolo VI, Lett. enc. Populorum progressio [26 marzo 1967], 14: AAS 59 (1967), 264). Il problema, invece, è un altro. Esiste un sistema con altri obiettivi. Un sistema che oltre ad accelerare in modo irresponsabile i ritmi della produzione, oltre ad incrementare nell’industria e nell’agricoltura metodi che danneggiano la Madre Terra in nome della “produttività”, continua a negare a miliardi di fratelli i più elementari diritti economici, sociali e culturali. Questo sistema attenta al progetto di Gesù, contro la Buona Notizia che ha portato Gesù.

L’equa distribuzione dei frutti della terra e del lavoro umano non è semplice filantropia. E’ un dovere morale. Per i cristiani, l’impegno è ancora più forte: è un comandamento. Si tratta di restituire ai poveri e ai popoli ciò che appartiene a loro. La destinazione universale dei beni non è un ornamento discorsivo della dottrina sociale della Chiesa. E’ una realtà antecedente alla proprietà privata. La proprietà, in modo particolare quando tocca le risorse naturali, dev’essere sempre in funzione dei bisogni dei popoli. E questi bisogni non si limitano al consumo. Non basta lasciare cadere alcune gocce quando i poveri agitano questo bicchiere che mai si versa da solo. I piani di assistenza che servono a certe emergenze dovrebbero essere pensati solo come risposte transitorie, occasionali. Non potrebbero mai sostituire la vera inclusione: quella che dà il lavoro dignitoso, libero, creativo, partecipativo e solidale.

In questo cammino, i movimenti popolari hanno un ruolo essenziale, non solo nell’esigere o nel reclamare, ma fondamentalmente nel creare. Voi siete poeti sociali: creatori di lavoro, costruttori di case, produttori di generi alimentari, soprattutto per quanti sono scartati dal mercato mondiale.

Ho conosciuto da vicino diverse esperienze in cui i lavoratori riuniti in cooperative e in altre forme di organizzazione comunitaria sono riusciti a creare un lavoro dove c’erano solo scarti dell’economia idolatrica. E ho visto che alcuni sono qui. Le imprese recuperate, i mercatini liberi e le cooperative di raccoglitori di cartone sono esempi di questa economia popolare che emerge dall’esclusione e, a poco a poco, con fatica e pazienza, assume forme solidali che le danno dignità. Come è diverso questo rispetto al fatto che gli scartati dal mercato formale siano sfruttati come schiavi!

I governi che assumono come proprio il compito di mettere l’economia al servizio della gente devono promuovere il rafforzamento, il miglioramento, il coordinamento e l’espansione di queste forme di economia popolare e di produzione comunitaria. Ciò implica migliorare i processi di lavoro, provvedere infrastrutture adeguate e garantire pieni diritti ai lavoratori di questo settore alternativo. Quando Stato e organizzazioni sociali assumono insieme la missione delle “tre t” si attivano i principi di solidarietà e di sussidiarietà che permettono la costruzione del bene comune in una democrazia piena e partecipativa.

3.2. Il secondo compito è quello di unire i nostri popoli nel cammino della pace e della giustizia.

I popoli del mondo vogliono essere artefici del proprio destino. Vogliono percorrere in pace la propria marcia verso la giustizia. Non vogliono tutele o ingerenze in cui il più forte sottomette il più debole. Chiedono che la loro cultura, la loro lingua, i loro processi sociali e le loro tradizioni religiose siano rispettati. Nessun potere di fatto o costituito ha il diritto di privare i paesi poveri del pieno esercizio della propria sovranità e, quando lo fanno, vediamo nuove forme di colonialismo che compromettono seriamente le possibilità di pace e di giustizia, perché «la pace si fonda non solo sul rispetto dei diritti dell’uomo, ma anche su quello dei diritti dei popoli, in particolare il diritto all’indipendenza» (Pontificio Consiglio della Giustizia e della Pace, Compendio della Dottrina Sociale della Chiesa, 157).

I popoli dell’America Latina hanno partorito dolorosamente la propria indipendenza politica e, da allora, portano avanti quasi due secoli di una storia drammatica e piena di contraddizioni cercando di conquistare la piena indipendenza.

In questi ultimi anni, dopo tante incomprensioni, molti Paesi dell’America Latina hanno visto crescere la fraternità tra i loro popoli. I governi della regione hanno unito le forze per far rispettare la propria sovranità, quella di ciascun Paese e quella della regione nel suo complesso, che in modo così bello, come i nostri antichi padri, chiamano la “Patria Grande”. Chiedo a voi, fratelli e sorelle dei movimenti popolari, di avere cura e di accrescere questa unità. Mantenere l’unità contro ogni tentativo di divisione è necessario perché la regione cresca in pace e giustizia.

Nonostante questi progressi, ci sono ancora fattori che minano lo sviluppo umano equo e limitano la sovranità dei paesi della "Patria Grande" e di altre regioni del pianeta. Il nuovo colonialismo adotta facce diverse. A volte, è il potere anonimo dell’idolo denaro: corporazioni, mutuanti, alcuni trattati chiamati “di libero commercio” e l’imposizione di mezzi di “austerità” che aggiustano sempre la cinta dei lavoratori e dei poveri. Come Vescovi latino-americani lo denunciamo molto chiaramente nel Documento di Aparecida, quando affermano che «le istituzioni finanziarie e le imprese transnazionali si rafforzano fino al punto di subordinare le economie locali, soprattutto indebolendo gli Stati, che appaiono sempre più incapaci di portare avanti progetti di sviluppo per servire le loro popolazioni» (V Conferenza Generale dell’Episcopato Latinoamericano [2007], Documento conclusivo, 66). In altre occasioni, sotto il nobile pretesto della lotta contro la corruzione, il traffico di droga e il terrorismo - gravi mali dei nostri tempi che richiedono un intervento internazionale coordinato - vediamo che si impongono agli Stati misure che hanno poco a che fare con la soluzione di queste problematiche e spesso peggiorano le cose.

Allo stesso modo, la concentrazione monopolistica dei mezzi di comunicazione che cerca di imporre alienanti modelli di consumo e una certa uniformità culturale è un altro modalità adottata dal nuovo colonialismo. Questo è il colonialismo ideologico. Come dicono i Vescovi dell’Africa, molte volte si pretende di convertire i paesi poveri in «pezzi di un meccanismo, parti di un ingranaggio gigantesco» (Giovanni Paolo II, Esort. ap. Ecclesia in Africa [14 settembre 1995], 52: AAS 88 [1996], 32-33; cfr Lett. enc. Sollicitudo rei socialis [30 dicembre 1987], 22: AAS 80 [1988], 539).

Occorre riconoscere che nessuno dei gravi problemi dell’umanità può essere risolto senza l’interazione tra gli Stati e i popoli a livello internazionale. Ogni atto di ampia portata compiuto in una parte del pianeta si ripercuote nel tutto in termini economici, ecologici, sociali e culturali. Persino il crimine e la violenza si sono globalizzati. Pertanto nessun governo può agire al di fuori di una responsabilità comune. Se vogliamo davvero un cambiamento positivo, dobbiamo accettare umilmente la nostra interdipendenza, cioè la nostra sana interdipendenza. Ma interazione non è sinonimo di imposizione, non è subordinazione di alcuni in funzione degli interessi di altri. Il colonialismo, vecchio e nuovo, che riduce i paesi poveri a semplici fornitori di materie prime e manodopera a basso costo, genera violenza, povertà, migrazioni forzate e tutti i mali che abbiamo sotto gli occhi... proprio perché mettendo la periferia in funzione del centro le si nega il diritto ad uno sviluppo integrale. E questo, fratelli, è inequità, e l’inequità genera violenza che nessuna polizia, militari o servizi segreti sono in grado di fermare.

Diciamo NO, dunque, a vecchie e nuove forme di colonialismo. Diciamo SÌ all’incontro tra popoli e culture. Beati coloro che lavorano per la pace.

Qui voglio soffermarmi su una questione importante. Perché qualcuno potrà dire, a buon diritto, “quando il Papa parla di colonialismo dimentica certe azioni della Chiesa”. Vi dico, a malincuore: si sono commessi molti e gravi peccati contro i popoli originari dell’America in nome di Dio. Lo hanno riconosciuto i miei predecessori, lo ha detto il CELAM, il Consiglio Episcopale Latinoamericano, e lo voglio dire anch’io. Come san Giovanni Paolo II, chiedo che la Chiesa «si inginocchi dinanzi a Dio ed implori il perdono per i peccati passati e presenti dei suoi figli» (Bolla Incarnationis mysterium [29 novembre 1998], 11: AAS 91 [1999], 140). E desidero dirvi, vorrei essere molto chiaro, come lo era san Giovanni Paolo II: chiedo umilmente perdono, non solo per le offese della propria Chiesa, ma per i crimini contro le popolazioni indigene durante la cosiddetta conquista dell’America. E insieme a questa richiesta di perdono, per essere giusti, chiedo anche che ricordiamo migliaia di sacerdoti e vescovi, che opposero fortemente alla logica della spada con la forza della Croce. Ci fu peccato, ci fu peccato e abbondante, ma non abbiamo chiesto perdono, e per questo chiediamo perdono, e chiedo perdono, però là, dove ci fu il peccato, dove ci fu abbondante peccato, sovrabbondò la grazia mediante questi uomini che difesero la giustizia dei popoli originari.

Chiedo anche a tutti voi, credenti e non credenti, di ricordarvi di tanti vescovi, sacerdoti e laici che hanno predicato e predicano la Buona Notizia di Gesù con coraggio e mansuetudine, rispetto e in pace - ho detto vescovi, sacerdoti e laici; non mi voglio dimenticare delle suore, che anonimamente percorrono i nostri quartieri poveri portando un messaggio di pace e di bene -, che nel loro passaggio per questa vita hanno lasciato commoventi opere di promozione umana e di amore, molte volte a fianco delle popolazioni indigene o accompagnando i movimenti popolari anche fino al martirio. La Chiesa, i suoi figli e figlie, sono una parte dell’identità dei popoli dell’America Latina. Identità che, sia qui che in altri Paesi, alcuni poteri sono determinati a cancellare, talvolta perché la nostra fede è rivoluzionaria, perché la nostra fede sfida la tirannia dell’idolo denaro. Oggi vediamo con orrore come il Medio Oriente e in altre parti del mondo si perseguitano, si torturano, si assassinano molti nostri fratelli a causa della loro fede in Gesù. Dobbiamo denunciare anche questo: in questa terza guerra mondiale “a rate” che stiamo vivendo, c’è una sorta – forzo il termine – di genocidio in corso che deve fermarsi.

Ai fratelli e alle sorelle del movimento indigeno latinoamericano, lasciatemi esprimere il mio più profondo affetto e congratularmi per la ricerca dell’unione dei loro popoli e delle culture; unione che a me piace chiamare “poliedro”: una forma di convivenza in cui le parti mantengono la loro identità costruendo insieme una pluralità che, non mette in pericolo, bensì rafforza l’unità. La loro ricerca di questo multiculturalismo, che combina la riaffermazione dei diritti dei popoli originari con il rispetto dell’integrità territoriale degli Stati, ci arricchisce e ci rafforza tutti.


3.3. Il terzo compito, forse il più importante che dobbiamo assumere oggi, è quello di difendere la Madre Terra.

La casa comune di tutti noi viene saccheggiata, devastata, umiliata impunemente. La codardia nel difenderla è un peccato grave. Vediamo con delusione crescente che si succedono uno dopo l’altro vertici internazionali senza nessun risultato importante. C’è un chiaro, preciso e improrogabile imperativo etico ad agire che non viene soddisfatto. Non si può consentire che certi interessi – che sono globali, ma non universali – si impongano, sottomettano gli Stati e le organizzazioni internazionali e continuino a distruggere il creato. I popoli e i loro movimenti sono chiamati a far sentire la propria voce, a mobilitarsi, ad esigere – pacificamente ma tenacemente – l’adozione urgente di misure appropriate. Vi chiedo, in nome di Dio, di difendere la Madre Terra. Su questo argomento mi sono debitamente espresso nella Lettera enciclica Laudato si', che credo vi sarà consegnata alla fine.


4. Per terminare, vorrei dire ancora una volta: il futuro dell’umanità non è solo nelle mani dei grandi leader, delle grandi potenze e delle élite. E' soprattutto nelle mani dei popoli; nella loro capacità di organizzarsi ed anche nelle loro mani che irrigano, con umiltà e convinzione, questo processo di cambiamento. Io vi accompagno. E ciascuno, ripetiamo insieme dal cuore: nessuna famiglia senza casa, nessun contadino senza terra, nessun lavoratore senza diritti, nessun popolo senza sovranità, nessuna persona senza dignità, nessun bambino senza infanzia, nessun giovane senza opportunità, nessun anziano senza una venerabile vecchiaia. Proseguite nella vostra lotta e, per favore, abbiate molta cura della Madre Terra. Credetemi, sono sincero, lo dico dal cuore: prego per voi, prego con voi e desidero chiedere a Dio nostro Padre di accompagnarvi e di benedirvi, che vi colmi del suo amore e vi difenda nel cammino, dandovi abbondantemente quella forza che ci fa stare in piedi: quella forza è la speranza. E una cosa importante: la speranza non delude! E, per favore, vi chiedo di pregare per me. E se qualcuno di voi non può pregare, con tutto rispetto, gli chiedo che mi pensi bene e mi mandi “buona onda”. Grazie!

[01175-IT.02] [Testo originale: Spagnolo]

Traduzione in lingua inglese

Dear brothers and sisters, good afternoon!

Several months ago, we met in Rome, and I remember that first meeting. In the meantime I have kept you in my thoughts and prayers. I am happy to see you again, here, as you discuss the best ways to overcome the grave situations of injustice experienced by the excluded throughout our world. Thank you, President Evo Morales, for your efforts to make this meeting possible.

During our first meeting in Rome, I sensed something very beautiful: fraternity, determination, commitment, a thirst for justice. Today, in Santa Cruz de la Sierra, I sense it once again. I thank you for that. I also know, from the Pontifical Council for Justice and Peace headed by Cardinal Turkson, that many people in the Church feel very close to the popular movements. That makes me very happy! I am pleased to see the Church opening her doors to all of you, embracing you, accompanying you and establishing in each diocese, in every justice and peace commission, a genuine, ongoing and serious cooperation with popular movements. I ask everyone, bishops, priests and laity, as well as the social organizations of the urban and rural peripheries, to deepen this encounter.

Today God has granted that we meet again. The Bible tells us that God hears the cry of his people, and I wish to join my voice to yours in calling for the three “L’s” for all our brothers and sisters: land, lodging and labor. I said it and I repeat it: these are sacred rights. It is important, it is well worth fighting for them. May the cry of the excluded be heard in Latin America and throughout the world.

1. Before all else, let us begin by acknowledging that change is needed. Here I would clarify, lest there be any misunderstanding, that I am speaking about problems common to all Latin Americans and, more generally, to humanity as a whole. They are global problems which today no one state can resolve on its own. With this clarification, I now propose that we ask the following questions:

- Do we truly realize that something is wrong in a world where there are so many farmworkers without land, so many families without a home, so many laborers without rights, so many persons whose dignity is not respected?

- Do we realize that something is wrong where so many senseless wars are being fought and acts of fratricidal violence are taking place on our very doorstep? Do we realize something is wrong when the soil, water, air and living creatures of our world are under constant threat?

So, if we do realize all this, let’s not be afraid to say it: we need change; we want change.

In your letters and in our meetings, you have mentioned the many forms of exclusion and injustice which you experience in the workplace, in neighborhoods and throughout the land. They are many and diverse, just as many and diverse are the ways in which you confront them. Yet there is an invisible thread joining every one of the forms of exclusion. These are not isolated issues. Can we recognize that invisible thread which links them? I wonder whether we can see that those destructive realities are part of a system which has become global. Do we realize that that system has imposed the mentality of profit at any price, with no concern for social exclusion or the destruction of nature?

If such is the case, I would insist, let us not be afraid to say it: we want change, real change, structural change. This system is by now intolerable: farmworkers find it intolerable, laborers find it intolerable, communities find it intolerable, peoples find it intolerable … The earth itself – our sister, Mother Earth, as Saint Francis would say – also finds it intolerable.

We want change in our lives, in our neighborhoods, in our everyday reality. We want a change which can affect the entire world, since global interdependence calls for global answers to local problems. The globalization of hope, a hope which springs up from peoples and takes root among the poor, must replace the globalization of exclusion and indifference!

Today I wish to reflect with you on the change we want and need. You know that recently I wrote about the problems of climate change. But now I would like to speak of change in another sense. Positive change, a change which is good for us, a change – we can say – which is redemptive. Because we need it. I know that you are looking for change, and not just you alone: in my different meetings, in my different travels, I have sensed an expectation, a longing, a yearning for change, in people throughout the world. Even within that ever smaller minority which believes that the present system is beneficial, there is a widespread sense of dissatisfaction and even despondency. Many people are hoping for a change capable of releasing them from the bondage of individualism and the despondency it spawns.

Time, my brothers and sisters, seems to be running out; we are not yet tearing one another apart, but we are tearing apart our common home. Today, the scientific community realizes what the poor have long told us: harm, perhaps irreversible harm, is being done to the ecosystem. The earth, entire peoples and individual persons are being brutally punished. And behind all this pain, death and destruction there is the stench of what Basil of Caesarea – one of the first theologians of the Church – called “the dung of the devil”. An unfettered pursuit of money rules. This is the “dung of the devil”. The service of the common good is left behind. Once capital becomes an idol and guides people’s decisions, once greed for money presides over the entire socioeconomic system, it ruins society, it condemns and enslaves men and women, it destroys human fraternity, it sets people against one another and, as we clearly see, it even puts at risk our common home, sister and mother earth.

I do not need to go on describing the evil effects of this subtle dictatorship: you are well aware of them. Nor is it enough to point to the structural causes of today’s social and environmental crisis. We are suffering from an excess of diagnosis, which at times leads us to multiply words and to revel in pessimism and negativity. Looking at the daily news we think that there is nothing to be done, except to take care of ourselves and the little circle of our family and friends.

What can I do, as collector of paper, old clothes or used metal, a recycler, about all these problems if I barely make enough money to put food on the table? What can I do as a craftsman, a street vendor, a trucker, a downtrodden worker, if I don’t even enjoy workers’ rights? What can I do, a farmwife, a native woman, a fisher who can hardly fight the domination of the big corporations? What can I do from my little home, my shanty, my hamlet, my settlement, when I daily meet with discrimination and marginalization? What can be done by those students, those young people, those activists, those missionaries who come to a neighborhood with their hearts full of hopes and dreams, but without any real solution for their problems? They can do a lot. They really can. You, the lowly, the exploited, the poor and underprivileged, can do, and are doing, a lot. I would even say that the future of humanity is in great measure in your own hands, through your ability to organize and carry out creative alternatives, through your daily efforts to ensure the three “L’s” – do you agree? – (labor, lodging, land) and through your proactive participation in the great processes of change on the national, regional and global levels. Don’t lose heart!

2. Secondly, you are sowers of change. Here in Bolivia I have heard a phrase which I like: “process of change”. Change seen not as something which will one day result from any one political decision or change in social structure. We know from painful experience that changes of structure which are not accompanied by a sincere conversion of mind and heart sooner or later end up in bureaucratization, corruption and failure. There must be a change of heart. That is why I like the image of a “process”, processes, where the drive to sow, to water seeds which others will see sprout, replaces the ambition to occupy every available position of power and to see immediate results. The option is to bring about processes and not to occupy positions. Each of us is just one part of a complex and differentiated whole, interacting in time: peoples who struggle to find meaning, a destiny, and to live with dignity, to “live well”, and in that sense, worthily.

As members of popular movements, you carry out your work inspired by fraternal love, which you show in opposing social injustice. When we look into the eyes of the suffering, when we see the faces of the endangered campesino, the poor laborer, the downtrodden native, the homeless family, the persecuted migrant, the unemployed young person, the exploited child, the mother who lost her child in a shootout because the barrio was occupied by drugdealers, the father who lost his daughter to enslavement…. when we think of all those names and faces, our hearts break because of so much sorrow and pain. And we are deeply moved, all of us…. We are moved because “we have seen and heard” not a cold statistic but the pain of a suffering humanity, our own pain, our own flesh. This is something quite different than abstract theorizing or eloquent indignation. It moves us; it makes us attentive to others in an effort to move forward together. That emotion which turns into community action is not something which can be understood by reason alone: it has a surplus of meaning which only peoples understand, and it gives a special feel to genuine popular movements.

Each day you are caught up in the storms of people’s lives. You have told me about their causes, you have shared your own struggles with me, ever since I was in Buenos Aires, and I thank you for that. You, dear brothers and sisters, often work on little things, in local situations, amid forms of injustice which you do not simply accept but actively resist, standing up to an idolatrous system which excludes, debases and kills. I have seen you work tirelessly for the soil and crops of campesinos, for their lands and communities, for a more dignified local economy, for the urbanization of their homes and settlements; you have helped them build their own homes and develop neighborhood infrastructures. You have also promoted any number of community activities aimed at reaffirming so elementary and undeniably necessary a right as that of the three “L’s”: land, lodging and labor.

This rootedness in the barrio, the land, the office, the labor union, this ability to see yourselves in the faces of others, this daily proximity to their share of troubles – because they exist and we all have them – and their little acts of heroism: this is what enables you to practice the commandment of love, not on the basis of ideas or concepts, but rather on the basis of genuine interpersonal encounter. We need to build up this culture of encounter. We do not love concepts or ideas; no one loves a concept or an idea. We love people... Commitment, true commitment, is born of the love of men and women, of children and the elderly, of peoples and communities… of names and faces which fill our hearts. From those seeds of hope patiently sown in the forgotten fringes of our planet, from those seedlings of a tenderness which struggles to grow amid the shadows of exclusion, great trees will spring up, great groves of hope to give oxygen to our world.

So I am pleased to see that you are working at close hand to care for those seedlings, but at the same time, with a broader perspective, to protect the entire forest. Your work is carried out against a horizon which, while concentrating on your own specific area, also aims to resolve at their root the more general problems of poverty, inequality and exclusion.

I congratulate you on this. It is essential that, along with the defense of their legitimate rights, peoples and their social organizations be able to construct a humane alternative to a globalization which excludes. You are sowers of change. May God grant you the courage, joy, perseverance and passion to continue sowing. Be assured that sooner or later we will see its fruits. Of the leadership I ask this: be creative and never stop being rooted in local realities, since the father of lies is able to usurp noble words, to promote intellectual fads and to adopt ideological stances. But if you build on solid foundations, on real needs and on the lived experience of your brothers and sisters, of campesinos and natives, of excluded workers and marginalized families, you will surely be on the right path.

The Church cannot and must not remain aloof from this process in her proclamation of the Gospel. Many priests and pastoral workers carry out an enormous work of accompanying and promoting the excluded throughout the world, alongside cooperatives, favouring businesses, providing housing, working generously in the fields of health, sports and education. I am convinced that respectful cooperation with the popular movements can revitalize these efforts and strengthen processes of change.

Let us always have at heart the Virgin Mary, a humble girl from small people lost on the fringes of a great empire, a homeless mother who could turn a stable for beasts into a home for Jesus with just a few swaddling clothes and much tenderness. Mary is a sign of hope for peoples suffering the birth pangs of justice. I pray that Our Lady of Mount Carmel, patroness of Bolivia, will allow this meeting of ours to be a leaven of change.

3. Third and lastly, I would like us all to consider some important tasks for the present historical moment, since we desire a positive change for the benefit of all our brothers and sisters. We know this. We desire change enriched by the collaboration of governments, popular movements and other social forces. This too we know. But it is not so easy to define the content of change – in other words, a social program which can embody this project of fraternity and justice which we are seeking. It is not easy to define it. So don’t expect a recipe from this Pope. Neither the Pope nor the Church have a monopoly on the interpretation of social reality or the proposal of solutions to contemporary issues. I dare say that no recipe exists. History is made by each generation as it follows in the footsteps of those preceding it, as it seeks its own path and respects the values which God has placed in the human heart.

I would like, all the same, to propose three great tasks which demand a decisive and shared contribution from popular movements:

3.1 The first task is to put the economy at the service of peoples. Human beings and nature must not be at the service of money. Let us say NO to an economy of exclusion and inequality, where money rules, rather than service. That economy kills. That economy excludes. That economy destroys Mother Earth.

The economy should not be a mechanism for accumulating goods, but rather the proper administration of our common home. This entails a commitment to care for that home and to the fitting distribution of its goods among all. It is not only about ensuring a supply of food or “decent sustenance”. Nor, although this is already a great step forward, is it to guarantee the three “L’s” of land, lodging and labor for which you are working. A truly communitarian economy, one might say an economy of Christian inspiration, must ensure peoples’ dignity and their “general, temporal welfare and prosperity”.1 (Pope John XXIII spoke this last phrase fifty years ago, and Jesus says in the Gospel that whoever freely offers a glass of water to one who is thirsty will be remembered in the Kingdom of Heaven.) All of this includes the three “L’s”, but also access to education, health care, new technologies, artistic and cultural manifestations, communications, sports and recreation. A just economy must create the conditions for everyone to be able to enjoy a childhood without want, to develop their talents when young, to work with full rights during their active years and to enjoy a dignified retirement as they grow older. It is an economy where human beings, in harmony with nature, structure the entire system of production and distribution in such a way that the abilities and needs of each individual find suitable expression in social life. You, and other peoples as well, sum up this desire in a simple and beautiful expression: “to live well”, which is not the same as “to have a good time”.

Such an economy is not only desirable and necessary, but also possible. It is no utopia or chimera. It is an extremely realistic prospect. We can achieve it. The available resources in our world, the fruit of the intergenerational labors of peoples and the gifts of creation, more than suffice for the integral development of “each man and the whole man”.2 The problem is of another kind. There exists a system with different aims. A system which, in addition to irresponsibly accelerating the pace of production, and using industrial and agricultural methods which damage Mother Earth in the name of “productivity”, continues to deny many millions of our brothers and sisters their most elementary economic, social and cultural rights. This system runs counter to the plan of Jesus, against the Good News that Jesus brought.

Working for a just distribution of the fruits of the earth and human labor is not mere philanthropy. It is a moral obligation. For Christians, the responsibility is even greater: it is a commandment. It is about giving to the poor and to peoples what is theirs by right. The universal destination of goods is not a figure of speech found in the Church’s social teaching. It is a reality prior to private property. Property, especially when it affects natural resources, must always serve the needs of peoples. And those needs are not restricted to consumption. It is not enough to let a few drops fall whenever the poor shake a cup which never runs over by itself. Welfare programs geared to certain emergencies can only be considered temporary and incidental responses. They could never replace true inclusion, an inclusion which provides worthy, free, creative, participatory and solidary work.

Along this path, popular movements play an essential role, not only by making demands and lodging protests, but even more basically by being creative. You are social poets: creators of work, builders of housing, producers of food, above all for people left behind by the world market.

I have seen first hand a variety of experiences where workers united in cooperatives and other forms of community organization were able to create work where there were only crumbs of an idolatrous economy. I have seen some of you here. Recuperated businesses, local fairs and cooperatives of paper collectors are examples of that popular economy which is born of exclusion and which, slowly, patiently and resolutely adopts solidary forms which dignify it. How different this is than the situation which results when those left behind by the formal market are exploited like slaves!

Governments which make it their responsibility to put the economy at the service of peoples must promote the strengthening, improvement, coordination and expansion of these forms of popular economy and communitarian production. This entails bettering the processes of work, providing adequate infrastructures and guaranteeing workers their full rights in this alternative sector. When the state and social organizations join in working for the three “L’s”, the principles of solidarity and subsidiarity come into play; and these allow the common good to be achieved in a full and participatory democracy.

3.2. The second task is to unite our peoples on the path of peace and justice.

The world’s peoples want to be artisans of their own destiny. They want to advance peacefully towards justice. They do not want forms of tutelage or interference by which those with greater power subordinate those with less. They want their culture, their language, their social processes and their religious traditions to be respected. No actual or established power has the right to deprive peoples of the full exercise of their sovereignty. Whenever they do so, we see the rise of new forms of colonialism which seriously prejudice the possibility of peace and justice. For “peace is founded not only on respect for human rights but also on respect for the rights of peoples, in particular the right to independence”.3

The peoples of Latin America fought to gain their political independence and for almost two centuries their history has been dramatic and filled with contradictions, as they have striven to achieve full independence.

In recent years, after any number of misunderstandings, many Latin American countries have seen the growth of fraternity between their peoples. The governments of the region have pooled forces in order to ensure respect for the sovereignty of their own countries and the entire region, which our forebears so beautifully called the “greater country”. I ask you, my brothers and sisters of the popular movements, to foster and increase this unity. It is necessary to maintain unity in the face of every effort to divide, if the region is to grow in peace and justice.

Despite the progress made, there are factors which still threaten this equitable human development and restrict the sovereignty of the countries of the “greater country” and other areas of our planet. The new colonialism takes on different faces. At times it appears as the anonymous influence of mammon: corporations, loan agencies, certain “free trade” treaties, and the imposition of measures of “austerity” which always tighten the belt of workers and the poor. We, the bishops of Latin America, denounce this with utter clarity in the Aparecida Document, stating that “financial institutions and transnational companies are becoming stronger to the point that local economies are subordinated, especially weakening the local states, which seem ever more powerless to carry out development projects in the service of their populations”.4 At other times, under the noble guise of battling corruption, the narcotics trade and terrorism – grave evils of our time which call for coordinated international action – we see states being saddled with measures which have little to do with the resolution of these problems and which not infrequently worsen matters.

Similarly, the monopolizing of the communications media, which would impose alienating examples of consumerism and a certain cultural uniformity, is another one of the forms taken by the new colonialism. It is ideological colonialism. As the African bishops have observed, poor countries are often treated like “parts of a machine, cogs on a gigantic wheel”.5

It must be acknowledged that none of the grave problems of humanity can be resolved without interaction between states and peoples at the international level. Every significant action carried out in one part of the planet has universal, ecological, social and cultural repercussions. Even crime and violence have become globalized. Consequently, no government can act independently of a common responsibility. If we truly desire positive change, we have to humbly accept our interdependence, that is to say, our healthy interdependence. Interaction, however, is not the same as imposition; it is not the subordination of some to serve the interests of others. Colonialism, both old and new, which reduces poor countries to mere providers of raw material and cheap labor, engenders violence, poverty, forced migrations and all the evils which go hand in hand with these, precisely because, by placing the periphery at the service of the center, it denies those countries the right to an integral development. That is inequality, brothers and sisters, and inequality generates a violence which no police, military, or intelligence resources can control.

Let us say NO, then, to forms of colonialism old and new. Let us say YES to the encounter between peoples and cultures. Blessed are the peacemakers.

Here I wish to bring up an important issue. Some may rightly say, “When the Pope speaks of colonialism, he overlooks certain actions of the Church”. I say this to you with regret: many grave sins were committed against the native peoples of America in the name of God. My predecessors acknowledged this, CELAM, the Council of Latin American Bishops, has said it, and I too wish to say it. Like Saint John Paul II, I ask that the Church – I repeat what he said – “kneel before God and implore forgiveness for the past and present sins of her sons and daughters”.6 I would also say, and here I wish to be quite clear, as was Saint John Paul II: I humbly ask forgiveness, not only for the offenses of the Church herself, but also for crimes committed against the native peoples during the so-called conquest of America. Together with this request for forgiveness and in order to be just, I also would like us to remember the thousands of priests and bishops who strongly opposed the logic of the sword with the power of the Cross. There was sin, a great deal of it, for which we did not ask pardon. So for this, we ask forgiveness, I ask forgiveness. But here also, where there was sin, great sin, grace abounded through the men and women who defended the rights of indigenous peoples.

I also ask everyone, believers and nonbelievers alike, to think of those many bishops, priests and laity who preached and continue to preach the Good News of Jesus with courage and meekness, respectfully and pacifically – though I said bishops, priests and laity, I do not wish to forget the religious sisters who have been so present to our poor neighborhoods, bringing a message of peace and wellbeing – ; who left behind them impressive works of human promotion and of love, often standing alongside the native peoples or accompanying their popular movements even to the point of martyrdom. The Church, her sons and daughters, are part of the identity of the peoples of Latin America. An identity which here, as in other countries, some powers are committed to erasing, at times because our faith is revolutionary, because our faith challenges the tyranny of mammon. Today we are dismayed to see how in the Middle East and elsewhere in the world many of our brothers and sisters are persecuted, tortured and killed for their faith in Jesus. This too needs to be denounced: in this third world war, waged peacemeal, which we are now experiencing, a form of genocide – I insist on the word – is taking place, and it must end.

To our brothers and sisters in the Latin American indigenous movement, allow me to express my deep affection and appreciation of their efforts to bring peoples and cultures together – a coming together of peoples and cultures - in a form of coexistence which I like to call polyhedric, where each group preserves its own identity by building together a plurality which does not threaten but rather reinforces unity. Your quest for an interculturalism, which combines the defense of the rights of the native peoples with respect for the territorial integrity of states, is for all of us a source of enrichment and encouragement.

3.3. The third task, perhaps the most important facing us today, is to defend Mother Earth.

Our common home is being pillaged, laid waste and harmed with impunity. Cowardice in defending it is a grave sin. We see with growing disappointment how one international summit after another takes place without any significant result. There exists a clear, definite and pressing ethical imperative to implement what has not yet been done. We cannot allow certain interests – interests which are global but not universal – to take over, to dominate states and international organizations, and to continue destroying creation. People and their movements are called to cry out, to mobilize and to demand – peacefully, but firmly – that appropriate and urgently-needed measures be taken. I ask you, in the name of God, to defend Mother Earth. I have duly addressed this issue in my Encyclical Letter Laudato Si’, which I believe will be distributed at the end.

4. In conclusion, I would like to repeat: the future of humanity does not lie solely in the hands of great leaders, the great powers and the elites. It is fundamentally in the hands of peoples and in their ability to organize. It is in their hands, which can guide with humility and conviction this process of change. I am with you. Each of us, let repeat from the heart: no family without lodging, no rural worker without land, no laborer without rights, no people without sovereignty, no individual without dignity, no child without childhood, no young person without a future, no elderly person without a venerable old age. Keep up your struggle and, please, take great care of Mother Earth. Believe me; I am sincere when I say from the heart that I pray for you and with you, and I ask God our Father to accompany you and to bless you, to fill you with his love and defend you on your way by granting you in abundance that strength which keeps us on our feet: that strength is hope. It is something important: hope does not disappoint. I ask you, please, to pray for me. If some of you are unable to pray, with all respect, I ask you to send me your good thoughts and energy. Thank you.

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1 JOHN XXIII, Encyclical Mater et Magistra (15 May 1961), 3: AAS 53 (1961), 402.

2 PAUL VI, Encyclical Populorum Progressio (26 March 1967), 14: AAS 59 (1967), 264.

3 PONTIFICAL COUNCIL FOR JUSTICE AND PEACE, Compendium of the Social Doctrine of the Church, 157.

4 FIFTH GENERAL CONFERENCE OF THE LATIN AMERICAN AND CARIBBEAN BISHOPS, Aparecida Document (29 June 2007), 66.

5 JOHN PAUL II, Post-Synodal Apostolic Exhortation Ecclesia in Africa (14 September 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-22; ID., Encyclical Letter Sollicitudo Rei Socialis (30 December 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.

6 Bull of Indiction of the Great Jubilee of the Year 2000 Incarnationis Mysterium (29 November 1998),11: AAS 91 (1999), 139-141.

[01175-EN.02] [Original text: Spanish]

Concluso l’incontro con i Movimenti Popolari, prima di rientrare in auto alla Residenza papale, il Santo Padre ha fatto visita in forma privata all'Arcivescovo emerito di Santa Cruz de la Sierra, Cardinale Julio Terrazas Sandoval, ricoverato in una clinica della città.

[B0551-XX.03]