La experiencia histórica nos enseña que toda institución humana, si bien haya surgido con las mejores garantías y con esperanzas de progreso vigorosas y fundadas, tocada fatalmente por el tiempo, para permanecer fiel a sí misma y a los objetivos ideales de su naturaleza, siente la necesidad, no ya de cambiar su fisonomía, sino de transponer a las diversas épocas y culturas sus valores inspiradores y de efectuar las actualizaciones que son convenientes y a veces necesarias.
También el Archivo Secreto Vaticano, al que los Romanos Pontífices han reservado siempre solicitud y cuidado debido al ingente y relevante patrimonio documental que conserva, tan precioso para la Iglesia Católica como para la cultura universal, no escapa, en su historia de más de cuatrocientos años de antigüedad, a esos condicionamientos inevitables.
El Archivo Pontificio, que surgió del núcleo documental de la Cámara Apostólica y de la misma Biblioteca Apostólica (la llamada Bibliotheca secreta) entre la primera y segunda década del siglo XVII, comenzó a llamarse Secreto (Archivum Secretum Vaticanum) sólo a mediados de ese siglo; instalado en las salas apropiadas del Palacio Apostólico, alcanzó con el tiempo una consistencia notable y se abrió desde el principio a las peticiones de documentos que llegaban al Romano Pontífice, al Cardenal Camarlengo y luego al Cardenal Archivero y Bibliotecario de toda Europa y del mundo. Si bien es cierto que la apertura oficial del Archivo a los investigadores de todos los países se produjo solamente en 1881, también lo es que, entre los siglos XVII y XIX, muchas obras eruditas pudieron ser publicadas con la ayuda de copias documentales fieles o auténticas que los historiadores obtuvieron de los custodios y prefectos del Archivo Secreto Vaticano. Tanto es así que el famoso filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz, que también se sirvió de él, escribió en 1702 que podría considerarse en cierto modo el Archivo Central de Europa (quod quodam modo totius Europae commune Archivum censeri debet).
Este largo servicio prestado a la Iglesia, a la cultura y a los estudiosos de todo el mundo siempre ha hecho acreedor de estima y gratitud al Archivo Secreto Vaticano, sobre todo desde la muerte de León XIII hasta nuestros días, tanto por la progresiva "apertura" de la documentación puesta a disposición para su consulta (que a partir del 2 de marzo de 2020, por disposición mía, se extenderá hasta el final del pontificado de Pío XII), como por el aumento del número de investigadores que son admitidos diariamente en dicho Archivo y ayudados en todo lo posible en sus investigaciones.
Este meritorio servicio eclesial y cultural, tan apreciado, bien responde a las intenciones de todos mis predecesores, que según los tiempos y las posibilidades han favorecido la investigación histórica en un Archivo tan vasto, dotándolo, según las sugerencias de los cardenales Archiveros o de los prefectos pro tempore, de personas, medios y también de nuevas tecnologías. De ese modo, la estructura de los Archivos ha ido creciendo poco a poco en vista de su servicio cada vez más intenso a la Iglesia y al mundo de la cultura, dando siempre fe de las enseñanzas y directrices de los Papas.
Hay, sin embargo, un aspecto que creo que podría ser útil actualizar, reafirmando los objetivos eclesiales y culturales de la misión del Archivo. Este aspecto se refiere a la denominación misma de la institución: Archivo Secreto Vaticano.
Nacido, como ya se ha dicho, de la Bibliotheca secreta del Romano Pontefice, es decir, de la parte de los códigos y escrituras más particularmente de propiedad y bajo la jurisdicción directa del Papa, el Archivo se llamaba primero simplemente Archivum novum, luego Archivum Apostolicum y luego Archivum Secretum (las primeras atestaciones del término se remontan aproximadamente a 1646).
El término Secretum, que se ha convertido en el nombre propio de la institución y que ha prevalecido en los últimos siglos, estaba justificado porque indicaba que el nuevo Archivo, querido por mi predecesor Pablo V hacia 1610-1612, no era otro que el archivo privado, separado y reservado del Papa. Así es como todos los pontífices quisieron definirlo siempre, y así es como todavía lo definen hoy en día, sin ninguna dificultad, los estudiosos. Esta definición, por otra parte, estaba muy extendida, con un significado análogo en las cortes de soberanos y príncipes, cuyos archivos se definían propiamente como secretos.
Mientras perduró la conciencia de la estrecha relación entre la lengua latina y las lenguas que de ella se derivan, no hubo necesidad de explicar o incluso justificar este título de Archivum Secretum. Con los progresivos cambios semánticos que se han producido en las lenguas modernas y en las culturas y sensibilidad social de las diferentes naciones, en mayor o menor medida, el término Secretum, adosado al Archivo Vaticano, comenzó a ser malinterpretado y a colorearse de matices ambiguos, incluso negativos. Al haber perdido el verdadero significado del término secretum y asociando instintivamente su valencia al concepto expresado por la palabra moderna "secreto", en algunos ámbitos y ambientes, incluso en aquellos de cierta importancia cultural, este término ha asumido el significado prejudicial de escondido, de no revelado y reservado para unos pocos. Todo lo contrario de lo que siempre ha sido y pretende ser el Archivo Secreto Vaticano, que -como decía mi santo predecesor Pablo VI- conserva "ecos y vestigios" del paso del Señor en la historia (Enseñanzas de Pablo VI, I, 1963, p. 614). Y la Iglesia "no tiene miedo de la historia, al contrario, la ama y la gustaría amarla más y mejor, ¡como Dios la ama!" (Discurso a los funcionarios del Archivo Secreto Vaticano, 4 marzo 2019: L'Osservatore Romano, 4-5 marzo 2019, p. 6).
Instado en estos últimos años por algunos estimados Prelados, así como por mis colaboradores más cercanos, y habiendo escuchado también el parecer de los Superiores del mismo Archivo Secreto Vaticano, con este Motu Proprio decido que:
A partir de ahora, el actual Archivo Secreto Vaticano, sin cambiar nada de su identidad, de su estructura y de su misión, se denomine Archivo Apostólico Vaticano.
Reafirmando la voluntad efectiva de servir a la Iglesia y a la cultura, la nueva denominación resalta el estrecho vínculo entre la Sede Romana y el Archivo, instrumento indispensable del ministerio petrino, y al mismo tiempo subraya su dependencia inmediata del Romano Pontífice, como ya sucede en paralelo con el nombre de la Biblioteca Apostólica Vaticana.
Dispongo que la presente Carta Apostólica en forma de Motu Proprio sea promulgada mediante su publicación en el diario L'Osservatore Romano, entrando en vigor inmediatamente después de dicha publicación, para incorporarse inmediatamente a los documentos oficiales de la Santa Sede, y que, posteriormente, se inserta en las Acta Apostolicae Sedis.
Dado en Roma, en San Pedro, el 22 de octubre de 2019, séptimo de nuestro Pontificado.
Francisco