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Viaje apostólico del Papa Francisco a Bulgaria y a Macedonia del Norte.- Encuentro con los sacerdotes, sus familias y los religiosos, en la Catedral del Sagrado Corazón de Jesús en Skopje, 07.05.2019

A las 16:45 de la tarde, el Santo Padre Francisco se encontró con los sacerdotes acompañados por sus familias y con los religiosos en la catedral del Sagrado Corazón de Jesús en Skopje.
A su llegada, dos hermanas eucaristinas ofrecieron flores al Papa que las colocó ante el Santísimo Sacramento. Luego, después de una breve oración en silencio, llegó al altar para comenzar el encuentro.
Después del canto de entrada y el saludo del obispo de Skopje, S.E. Mons. Kiro Stojanov,  pronunció unas palabras un sacerdote bizantino, acompañado por su familia, a las que siguieron las de un sacerdote latino y las de una religiosa, intercaladas con la interpretación de cantos.

El Santo Padre pronunció su discurso y al final del encuentro, tras  la bendición final,  un canto mariano y, la bendición de  la primera piedra del Santuario de San Pablo, el Papa dejó la catedral y se trasladó en automóvil al aeropuerto de Skopje para la ceremonia de despedida de Macedonia del Norte.

Publicamos el discurso del Santo Padre durante su encuentro con los sacerdotes y religiosos.

Discurso del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por la oportunidad que me brindáis de poder encontraros. Vivo con especial gratitud este momento en que puedo ver a la Iglesia respirando plenamente con sus dos pulmones —rito latino y rito bizantino— para llenarse del aire siempre nuevo y renovador del Espíritu Santo. Dos pulmones necesarios, complementarios, que nos ayudan a gustar mejor la belleza del Señor (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 116). Demos gracias por la posibilidad de respirar juntos, a pleno pulmón, lo bueno que el Señor ha sido con nosotros.

Os agradezco vuestros testimonios, que quisiera retomar. Vosotros mencionabais el hecho de ser pocos y el riesgo de ceder a cierto complejo de inferioridad. Mientras os escuchaba, me venía a la mente la imagen de María que, tomando una libra de nardo puro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. El evangelista termina describiéndonos la escena diciendo: «La casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12,3). Tan sólo una libra de nardo fue capaz de impregnarlo todo y dejar una huella inconfundible.

En muchas situaciones sentimos la necesidad de hacer números: comenzamos a mirar cuantos somos… y somos pocos, después vemos la cantidad de casas y obras que hay que sostener… y son muchas… Podríamos seguir enumerando las múltiples realidades en las que experimentamos la precariedad de recursos que poseemos para llevar adelante el mandato misionero que nos fue confiado. Cuando esto sucede pareciera que el balance está siempre en “números rojos”.

Es cierto, el Señor nos dijo: si quieres construir una torre, calcula los gastos «no sea que, una vez puestos los cimientos, no puedas acabar» (Lc 14,29). Pero el “hacer números” nos puede llevar a la tentación de mirarnos demasiado a nosotros mismos, y encorvados sobre nuestra realidad, sobre nuestras miserias, podemos terminar casi como los discípulos de Emaús, proclamando el kerigma con nuestros labios mientras nuestro corazón se encierra en un silencio marcado por una sutil frustración que le impide sentir a Aquel que camina a nuestro lado que es fuente de gozo y alegría.

Hermanos y hermanas: “Hacer números” es necesario siempre que nos ayude a descubrir y a ponernos en contacto con tantas vidas y situaciones que a diario tienen dificultad para hacer cuadrar los números: familias que no pueden salir adelante, personas ancianas y solas, enfermos postrados en cama, jóvenes entristecidos y sin futuro, pobres que nos recuerdan lo que somos; una Iglesia de mendicantes necesitados de la misericordia del Señor. Sólo es lícito “hacer números” si esto nos permite ponernos en movimiento para volvernos solidarios, atentos, comprensivos y solícitos para tocar los cansancios y la precariedad en la que están sumergidos tantos hermanos nuestros y necesitados de una Unción que los levante y los cure en su esperanza.

Sólo es lícito hacer números para decir con fuerza e implorar con nuestro pueblo: “Ven, Señor Jesús”. Me gustaría decirlo con vosotros, todos juntos: “Ven, Señor Jesús”. Otra vez… [dicen: “Ven, Señor Jesús”].

No quisiera abusar de su imagen, pero precisamente esta tierra ha sabido regalarle al mundo y a la Iglesia, en la Madre Teresa, un signo concreto de cómo la precariedad de una persona, ungida por el Señor, fue capaz de impregnarlo todo cuando el perfume de las bienaventuranzas se derramó sobre los pies cansados de nuestra humanidad. Cuántos encontraron calma gracias a la ternura de su mirada, se sintieron confortados con sus caricias, aliviados con su esperanza y alimentados con la valentía de su fe capaz de hacer sentir a los más olvidados que Dios no los olvidaba. La historia la escriben esas personas que no tienen miedo a gastar su vida por amor: cada vez que lo habéis hecho con el más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho (cf. Mt 25,40). Cuánta sabiduría revisten las palabras de santa Teresa Benedicta de la Cruz cuando afirmaba: «Seguramente, los acontecimientos decisivos de la historia del mundo fueron esencialmente influenciados por almas sobre las cuales nada dicen los libros de historia. Y cuáles sean las almas a las que hemos de agradecer los acontecimientos decisivos de nuestra vida personal, es algo que sólo sabremos el día en que todo lo oculto será revelado»[1].

Es cierto, cultivamos muchas veces una imaginación sin límites pensando en que las cosas serían diferentes si fuéramos fuertes, si fuéramos potentes o influyentes. Pero, ¿no será que el secreto de nuestra fuerza, potencia, influencia e inclusive juventud está en otro lado y no en que “cuadren los números”? Os pregunto esto, porque me impactó el testimonio de Davor cuando nos contaba lo que marcó su corazón. Fuiste muy claro: lo que te salvó del carrerismo fue volver a la vocación primera, a la llamada primera, y salir a buscar al Señor resucitado allí donde se le podía encontrar. Dejando seguridades, saliste para caminar las calles, las plazas de esta ciudad, ahí sentiste cómo se renovaba tu vocación y tu vida; bajando a la vida cotidiana de tus hermanos para compartir y ungir con el perfume del Espíritu, tu corazón sacerdotal comenzó a latir de nuevo con mayor intensidad.

Te acercaste a ungir los pies cansados del Maestro, los pies cansados de personas concretas, allí donde se encontraban, y el Señor te estaba esperando para ungirte nuevamente en tu vocación. Esto es muy importante. Para renovarnos, muchas veces debemos regresar y encontrarnos con el Señor, retomar el recuerdo de la primera llamada. El autor de la Carta a los Hebreos les dice a los cristianos: “Recordad aquellos días primeros”. Recordar la belleza de aquel encuentro con Jesús que nos llamó, y de aquel encuentro con la mirada de Jesús, se toma la fuerza para seguir adelante. ¡Jamás se ha de perder la memoria de la primera llamada! El recuerdo de la primera llamada es un “sacramental”. De hecho, las dificultades del trabajo apostólico —podría decir—  nos “arruinan” la vida, y podemos perder el entusiasmo. También se puede perder el deseo de rezar, de encontrarse con el Señor. Si te encuentras así, detente. Regresa y encuéntrate con el Señor de la primera llamada. Esta memoria te salvará.

Muchas veces gastamos nuestras energías y recursos, nuestras reuniones, discusiones y programaciones en conservar enfoques, ritmos, encuadres, que no sólo no entusiasman a nadie, sino que son incapaces de aportar un poco de ese aroma evangélico que conforte y abra caminos de esperanza, privándonos de ese encuentro personal con los otros. Qué justas las palabras de Madre Teresa: «Lo que no me sirve, me pesa»[2]. Dejemos todos los pesos que nos separan de la misión e impiden que el perfume de la misericordia llegue al rostro de nuestros hermanos. Tan sólo una libra de nardo fue capaz de impregnarlo todo y dejar una huella inconfundible.

No nos privemos de lo mejor de nuestra misión, no apaguemos los latidos del espíritu.

Os agradezco, padre Goce y Gabriela: habéis sido valientes en la vida. Y a vuestros hijos Filip, Blagoj, Luca e Ivan, que hayáis compartido con nosotros las alegrías y preocupaciones del ministerio y de la vida familiar. Así como el secreto para poder llevar adelante los momentos difíciles que habéis tenido que pasar. La unión matrimonial, la gracia matrimonial en la vida ministerial os ha ayudado a caminar así, como familia.

Vuestro testimonio tiene ese “aroma evangélico” de las primeras comunidades. Recordemos «el Nuevo Testamento cuando se habla de “la iglesia que se reúne en la casa” (cf. 1 Co 16,19; Rm 16,5; Col 4,15; Flm 2). El espacio vital de una familia se podía transformar en iglesia doméstica, en sede de la Eucaristía —cuántas veces has celebrado la Eucaristía en tu casa—, de la presencia de Cristo sentado a la misma mesa. Es inolvidable la escena pintada en el Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y me abre la puerta, yo entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo” (3,20). Así se delinea una casa que lleva en su interior la presencia de Dios, la oración común y por lo tanto la bendición del Señor» (Exhort. apost. postsin. Amoris laetitia, 15). Así testimonian vivamente cómo «la fe no nos aleja del mundo, sino que nos introduce más profundamente en él» (ibíd., 181). No desde lo que nos gustaría que fuese, no como “perfectos”, no como inmaculados, sino en la precariedad de nuestras vidas, de nuestras familias ungidas todos los días en la confianza del amor incondicional que Dios nos tiene. Confianza que nos lleva, como bien nos lo recordaste, padre Goce, a desarrollar unas dimensiones tan importantes como olvidadas en una sociedad consumida por las relaciones frenéticas y superficiales: las dimensiones de la ternura, la paciencia y la compasión hacia los otros. Y me gustaría subrayar aquí la importancia de la ternura en el ministerio presbiteral y también en el testimonio de la vida religiosa. Existe el peligro de que cuando uno no vive en familia, cuando no hay necesidad de acariciar a los propios hijos, como el padre Goce, el corazón se convierte en un pequeño “solterón”. Y después, está el peligro de que el voto de castidad de las hermanas e incluso el de los sacerdotes célibes se convierta en un voto de “solterones”. ¡Qué mal hacen una monja “solterona” o un sacerdote “solterón”! Para esto, hay que volver a la ternura. Hoy tuve la gracia de ver a religiosas con mucha ternura: cuando fui al memorial de la Madre Teresa y vi a las hermanas, cuidaban con mucha ternura a los pobres. Por favor: ternura. Nunca regañar. ¡Agua bendita, jamás vinagre! Siempre con esa dulzura del Evangelio que sabe acariciar las almas. Retomando una palabra que nuestro hermano dijo: habló de carrerismo. Cuando en la vida sacerdotal, en la vida religiosa entra el carrerismo, el corazón se vuelve duro, ácido y se pierde la ternura. El carrerista o la carrerista ha perdido la capacidad de acariciar.

Me gusta siempre pensar en cada familia como «icono de la familia de Nazaret, con su cotidianeidad hecha de cansancios y hasta de pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes, experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias de prófugos miserables y hambrientos»; son capaces, por medio de la fe amasada en esas luchas cotidianas, de «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 286). Necesitamos medios materiales, son necesarios, pero no son lo más importante. Por esto, no debemos perder la capacidad de acariciar, no perder la ternura ministerial y la ternura de la consagración religiosa.

Gracias por transparentar el rostro hogareño del Dios con nosotros que no deja de sorprendernos entre las ollas.

Queridos hermanos, queridas hermanas: Nuevamente gracias por esta oportunidad eclesial de respirar a pleno pulmón, pidámosle al Espíritu que no deje de renovarnos en la misión con la confianza de saber que él quiere impregnarlo todo con su presencia.


 

[1] Vida escondida y epifanía, en Obras Completas V, Burgos 2007, 637.

[2] A. Comastri, Madre Teresa. Una goccia di acqua pulita, 39.