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Intervención del Secretario de Estado en la Conferencia Internacional sobre los Derechos Humanos en la Pontificia Universidad Gregoriana., 10.12.2018

A continuación, publicamos la intervención del Secretario de Estado S.E  el cardenal Pietro Parolin, leída esta mañana por el nuncio apostólico en Pakistán, Mons. Christophe Zakhia El Kassis, durante la sesión de apertura de la Conferencia Internacional sobre el tema “Los  derechos humanos en el mundo contemporáneo: conquistas, omisiones, negaciones”, organizada por el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral y por la Pontificia Universidad Gregoriana, con motivo del 70 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y del 25 aniversario de la Declaración y del Programa de Acción de Viena, celebrado en Roma, en la Pontificia Universidad Gregoriana, del 10 al 11 de diciembre de 2018:

Discurso del Cardenal Pietro Parolin

Eminencia,
Reverendo Padre Rector,
Señores embajadores,
Autoridades académicas,
Estimados profesores y alumnos,

1. Me alegra particularmente la invitación que me habéis dirigido y agradezco a los organizadores este momento de reflexión y estudio, en particular al cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, Prefecto del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral y al padre Nuno da Silva Gonçalves, SJ, Rector Magnífico de la Universidad Gregoriana.

Creo que interrogarse sobre la Declaración Universal de los Derechos Humanos setenta años después de su adopción y sobre las conclusiones de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos celebrada en Viena hace veinticinco años, es una forma de subrayar una vez más la importancia que el reconocimiento y la protección de  los derechos fundamentales tienen para la Iglesia y para el mundo académico.

En este contexto celebrativo y de profundización, se me pidió que identificara tanto la referencia como la consideración que a los derechos humanos reserva la acción diplomática de la Santa Sede. Una acción encaminada sobre todo a dar a conocer en las relaciones con los Estados individuales, así como en el contexto de las Instituciones y las Conferencias multilaterales, cual es la atención de la Iglesia acerca de las modalidades y circunstancias que afectan a la persona y  a las comunidades en sus derechos fundamentales. Es decir, en sus aspiraciones más profundas. Como sabemos, es una atención que va más allá de la sola condición de cristianos, porque está orientada a salvaguardar los valores básicos de la convivencia humana, aquellos valores que son típicos de diferentes experiencias religiosas y culturales. ¿Y  qué más que  los derechos humanos necesitan valores ciertos y fundamentos compartidos para no reducirse solo a proclamaciones o para no ser aniquilados por conductas y procedimientos inciertos?

2. Observando la Declaración Universal de 1948, así como la Declaración y el Plan de Acción adoptados por la Conferencia de Viena el 25 de junio de 1993, el papel asignado a la diplomacia es muy claro: promover el respeto por los derechos humanos a través de una actividad sistemática de los Estados  y de las instituciones de la comunidad internacional para que los derechos se afirmen entre los presupuestos básicos de la convivencia interna en los Estados y para el orden internacional. Esta actividad, como confirma la práctica de las últimas décadas, presupone para su logro la cohesión necesaria entre los pueblos y los países.

Si este objetivo es perseguido también por la acción diplomática de la Santa Sede que, si bien con diferentes métodos y objetivos, se une a los otros protagonistas de la vida internacional, no faltan interrogantes y dudas.

Una primera cuestión  se puede resumir fácilmente en la pregunta: ¿Qué representa la Declaración Universal de los Derechos Humanos para la diplomacia pontificia? Diría que, en la necesaria armonía con la visión de la Iglesia, la Declaración se considera en su naturaleza de instrumento de convergencia entre las diferentes tradiciones culturales, religiosas y jurídicas. Teniendo claro, sin embargo que no todas estaban representados por igual en el momento de redactar la Declaración. El dato esencial sigue siendo, hoy como ayer, que el texto tiene el mérito innegable de identificar en la persona el fin inmediato y el objetivo final de cada acción de las instituciones, del aparato y de los procedimientos legislativos. En resumen, estamos ante  una proclamación de derechos que une la dimensión  histórica y la trascendente, ya que funda los derechos sobre la dignidad humana. Un aspecto que la Santa Sede enfatiza en cada intervención o acción de negociación cuando subraya que la protección de la persona y, por lo tanto, de sus derechos nunca puede confundirse con un deseo, sino que debe traducirse en realidad.

Estos indicadores son suficientes para comprender que a la acción diplomática de la Santa Sede se le confía  la tarea de traducir la doctrina de la Iglesia sobre la persona y sus derechos en el lenguaje de las relaciones internacionales, para evitar que ese patrimonio sea excluido de las relaciones internacionales debido a  elecciones pragmáticas o limitadas a datos técnicos, aunque sean necesarios e importantes, pero no exclusivos. Con motivo de su primera visita a la ONU, San Juan Pablo II explicó este pasaje muy claramente, definiendo la Declaración Universal como un instrumento para medir “el progreso de la humanidad no sólo por el progreso de la ciencia y de la técnica, por encima del cual resalta toda la singularidad del hombre en relación con la naturaleza, sino al mismo tiempo y más aún por la primacía de los valores espirituales y por el progreso de la vida moral.  "(Discurso a la ONU, 2 de octubre de 1979). Es una lectura que conjuga plenamente los derechos humanos proclamados internacionalmente con la concepción cristiana, una lectura todavía más explícita en el actual Magisterio del Papa Francisco, que identifica en la obra de los autores de la Declaración " una significativa relación entre el mensaje evangélico y el reconocimiento de los derechos humanos” (Discurso ante el Cuerpo Diplomático, 8 de enero de 2018).

Una segunda pregunta merece nuestra consideración: ¿qué se quería expresar en 1948 con la Declaración Universal? La respuesta se encuentra en otro concepto sólido que la diplomacia papal nunca deja de subrayar: la estructura de la Declaración no puede reducirse a un catálogo de derechos, ni a una proclamación estática. Por otra parte,  solo anclando los derechos humanos en la dimensión antropológica es posible reconocerlos como "el fundamento de la libertad, la justicia y la paz" (Declaración Universal, Preámbulo) que son aspiraciones humanas legítimas.

Es fácil comprender que estos no son argumentos o términos teóricos o incluso carentes de efectividad,  vinculados simplemente a episodios o épocas históricas. De hecho, de esas aspiraciones se deriva  la preeminencia de la libertad sobre la opresión, la igualdad de la persona no obstante  las diferencias de raza, sexo, idioma, religión u opinión, así como el derecho a la educación, a la atención médica, a la libertad del hambre, al desarrollo integral.

La Declaración se quiso para conjugar los valores de la humanidad con las formulaciones de los derechos, para poder alumbrar así esa oscuridad hecha de  políticas y leyes que cosechan víctimas o condenan a inocentes, y también para evitar la violencia en sus diversas formas o para eliminar las desigualdades. Ese acto es una manera de afirmar universalmente una idea renovada de justicia que se realiza en la relación entre las personas que "nacen libres e iguales en dignidad y derechos" (Declaración, art. 1) y utiliza el método democrático (cf. Declaración art. 28) entendido no solo como teoría política, sino como un conjunto de reglas, instituciones y estructuras capaces de expresar y transmitir valores. Es lo que la Santa Sede tiene presente cuando, al hablar de derechos humanos en los diversos contextos de la comunidad internacional, solicita que se trabaje para garantizar un futuro digno del hombre, exaltando la primacía de la vida, la libertad en sus diversas articulaciones, la liberación de la pobreza y el crecimiento integral, la  pertenencia a la misma familia humana.

3. Hablando de hoy, después de setenta años, hay un dato que no podemos ignorar: los diplomáticos y los que no lo son están  llamados a preguntarse si todo esto sigue siendo válido. Una lectura realista de nuestro mundo cotidiano, pequeño o grande, nos obliga a referirnos a la profunda crisis de valores que afecta, en primer lugar,  a la persona humana y, por lo tanto, toca el fundamento  de los contenidos de la Declaración Universal. No podemos ignorar esta crisis fundamental porque, como  indica el Papa Francisco, “una visión reduccionista de la persona humana abre el camino a la propagación de la injusticia, de la desigualdad social y de la corrupción." (Discurso al Cuerpo Diplomático, 8 de enero de 2018).

En este momento histórico, el automatismo  valores-derechos parece ignorado o incluso ya no se considera válido, como lo demuestra el llamado enfoque transversal utilizado en el lenguaje y en los actos de los organismos internacionales para anclar los derechos fundamentales a las situaciones contingentes, pensando así en otorgar autoridad y hacer eficaces formas de acción y de apoyo interno o internacional. Pero esta orientación, que provoca una clara separación de los valores que inspiran los derechos, transforma el sistema de garantía de los derechos que opera a nivel internacional solo en un artificio técnico y deja no solo de considerar la indivisibilidad entre las categorías clásicas de derechos, -civiles y políticos, económicos, sociales y culturales - sino sobre todo el carácter de universalidad e interdependencia que hace de la Declaración Universal y de todos los actos que la han seguido un sistema de reglas superiores, de referencia para normas y  leyes producidas dentro de los Estados.

Para la Santa Sede, descuidar el fundamento de los derechos significa privarlos de su contenido esencial y permitir que se dispersen en el mar de proclamaciones o programas adoptados bajo la presión de sensaciones, emociones, ideologías e incluso factores ajenos al contexto internacional. Esto se evidencia en el caso extremo registrado el 30 de octubre pasado cuando, en el marco de los organismos de las Naciones Unidas que operan en el campo de los derechos humanos,  se dejó de considerar la vida humana ante todo como un valor, para reducirla a un simple derecho que puede interpretarse según los momentos, las tendencias  y las ideologías particulares.  A René Cassin, que fue uno de los padres de la Declaración Universal, le gustaba definir los derechos en ella inscritos como un "corolario" del derecho a la vida de cada individuo. Es la demostración de que el derecho a la vida exige un compromiso que pueda proteger a la persona en todas las fases de la vida, incluso frente al debate relativo al principio y al final de la vida, sobre el que pesa el papel de la investigación científica, cada vez más distante, a veces incluso involuntariamente, de la idea de vincularse con la dimensión ético-moral.

Así, en el General Comment No. 36 (2018), el Comité de Derechos Humanos, llamado a interpretar el derecho a la vida previsto en el art. 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ha incluido el recurso al aborto (General Comment No. 36, § 8) y las prácticas de eutanasia (cf. ibíd., § 9). Una patente  de licitud que si éticamente es un precedente peligroso, de hecho debilita todo el sistema de protección y promoción de los derechos humanos, afirmando la prevalencia de la técnica jurídica sobre  la dimensión de los valores. Vuelve a la mente  el gran interrogante con el que la obra del legislador, también en la dimensión internacional, está llamada a confrontarse: ius quia iustum o ius quia iussum? En este caso, está claro que los derechos humanos pierden su origen en la dignidad humana, para derivarse más simplemente de la ley y de los procedimientos interpretativos.

4. Tal orientación corre el riesgo de multiplicarse si se siguen los debates y las negociaciones en ámbito internacional. Y los diplomáticos lo saben, ya que su tarea es captar tendencias y signos de cambio del status quo. Pero si  la diplomacia está llamada a analizar los signos de los tiempos en lugar de renquear tras la vida cotidiana, fue precisamente  en la Conferencia de Viena, en junio de 1993, cuando la Santa Sede maduró la convicción de que sobre los derechos humanos todo estaba cambiando.

De hecho, aquella cumbre convocada cuando el mundo todavía estaba dividido entre el este y el oeste  -la sede original de la conferencia era Berlín con su "muro", un símbolo que mientras tanto había caído-  sacó a la luz las divergencias entre grupos de países, comenzando por la divergencia sobre la agenda a tratar. La oposición no consistía ya en  las diferentes visiones entre los Estados sobre la necesidad y las modalidades de garantizar los derechos humanos, sino en una concepción diferente acerca de los valores a partir de los cuales éstos se originan, comenzando por el pilar de la dignidad humana.

En esencia, la diplomacia pontificia constató la voluntad de excluir del documento final cualquier referencia a los fundamentos de los derechos humanos, dejando espacio solo para una referencia apresurada al "sujeto" titular  y  beneficiario de estos derechos. Una consideración limitada, motivada por el enfoque exclusivamente individualista de los derechos seguido en la ONU ya a finales de los años 80 del siglo pasado y resumida con la expresión "«people centred approach». Esta última se presentaba como una opción aparentemente vinculada al perfil lingüístico, pero de hecho era una postura doctrinal y cultural que hunde sus raíces en la fase de elaboración de la Declaración Universal de 1947, con el debate sobre el uso de los términos "individuo", "ser humano "," persona”.

En el contexto de Viena, solo una reñida discusión, iniciada y continuada en las negociaciones inmediatamente después del comienzo de la Conferencia, permitió a la Santa Sede superar la dimensión meramente individual de los derechos e incluir un llamado al valor de la dignidad y de la persona en el Preámbulo de la Declaración Final, que reconoce y afirma " que todos los derechos humanos tienen su origen en la dignidad y el valor de la persona humana, y que ésta es el sujeto central de los derechos humanos y las libertades fundamentales, por lo que debe ser el principal beneficiario de esos derechos y libertades y debe participar activamente en su realización". Las decisiones tomadas en Viena fueron interpretadas como un cambio de curso radical por parte de la Santa Sede y llevaron a su Delegación a expresar  al final de los trabajos algunas preocupaciones en un Statement of Interpretation ( UNITED NATIONS, Doc. A / CONF 157/24, Parte II , Annex IX) que advertía contra el enfoque exclusivamente pragmático de los derechos humanos. Una orientación que reemplazaba el principio de igualdad entre los seres humanos con un derecho a la no discriminación, además de interpretar el concepto de libertad como la posibilidad de enunciar derechos sin límites, llegando a reducir el concepto de justicia al carácter justiciable de los derechos solo ante un órgano judicial Asimismo, la Santa Sede indicaba la peligrosidad del compromiso alcanzado en la llamada "cláusula cultural" contenida en el párrafo 5 de la Declaración de Viena, considerando  una potencial causa de  conflictos la contraposición entre la universalidad de los derechos humanos y las diferentes concepciones culturales y religiosas de los derechos. Un conflicto que, como todos sabemos, marcó el comienzo de este siglo XXI y sobre el cual intervino el Papa Benedicto XVI precisando en la ONU con motivo de los sesenta años de la Declaración Universal, “no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos. "(Discurso a la ONU, 18 de abril de 2008). Un conflicto siempre latente, como explica hoy el Papa Francisco, enfatizando que la universalidad es esencial para prevenir que "en nombre de los mismos derechos humanos, se vengan a instaurar formas modernas de colonización ideológica de los más fuertes y los más ricos en detrimento de los más pobres y los más débiles. Al mismo tiempo, es bueno tener presente que las tradiciones de cada pueblo no pueden ser invocadas como un pretexto para dejar de respetar los derechos fundamentales enunciados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Discurso ante el Cuerpo Diplomático, 7 de enero de 2018).

Permitidme concluir este punto recordando  la Sagrada Escritura que, como se sabe, requiere siempre la  distinción de la dimensión profética de la real. Al rey le atribuye un cetro, pero confía  la perseverancia al  profeta: esto es lo que, sin demasiadas superposiciones, la diplomacia papal se propone al hablar de los derechos humanos. Y lo hace debido a su única, pero profunda expertise “en humanidad", como dijo el Santo Papa Pablo VI ante  las Naciones Unidas (cf. Discurso a la Asamblea General de la ONU, 4 de octubre de 1965).

5. Ante estas situaciones y mirando al futuro de los derechos fundamentales, ¿qué compromisos se pueden asumir? La palabra recurrente en el lenguaje de la diplomacia es diálogo, pero ¿cuáles son hoy sus márgenes en los derechos humanos? ¿Podemos simplemente esperar nuevas formas y nuevas estructuras para frenar las violaciones e interpretaciones de los derechos? También a la luz de mi compromiso personal con la actividad diplomática, intentaré dar respuestas, quizás coordinándolas con otras tantas líneas de acción.

En primer lugar hay que señalar que la diplomacia habrá fracasado en su papel si enfrenta el tema de los derechos sólo persiguiendo los hechos, limitándose a  seguir el alternarse de visiones políticas y de abiertas lecturas ideológicas, olvidando que en su naturaleza está la capacidad de distinguir. Por ello, las modalidades de análisis con que actúa la diplomacia pontificia, vinculan cualquier tema sobre los derechos humanos no sólo a los contextos oficiales, sino también al conocimiento del dato objetivo. Ese dato a menudo desconcertante o incluso doloroso, que expresa violencia, injusticia, exclusión, negación de la identidad hasta las formas más degradantes de  la violación de los derechos. Este es el caso, por ejemplo, de la intolerancia religiosa que continúa produciendo una multitud de nuevos mártires por la fe. Pero este aspecto es  todavía  más evidente en los métodos inhumanos aplicados a la población civil durante los conflictos armados.

Frente a este tipo de situaciones la diplomacia debe unir a la autoridad de discernimiento a  la capacidad de frenar las violaciones o las interpretaciones improbables de los derechos, de manera que la garantía de los derechos no se limite a una prevención genérica o al recurso a las armas, sino que prevea a priori formas de justicia transicional para evitar que, también en el período posterior al conflicto, haya violaciones.  Así pues,  la tarea de la  diplomacia es activar  formas de  justicia preventiva ya que los conflictos, en buena parte, están casi siempre anticipados por las violaciones de los derechos humanos.

A menudo, nosotros, los diplomáticos olvidamos este discernimiento. Sin embargo, observando la Declaración Universal sabemos que la fallida protección de la dignidad humana es el resultado de conflictos prolongados, sin un principio claro ni un final cierto. La petición que se hace a la diplomacia es la de ir más allá de la normalidad, es decir, de  la simple repetición de clichés tradicionales o de recurrir a fórmulas pre-confeccionadas  que hoy se expresan por los organismos multilaterales, sabiendo que su tarea se ve a menudo bloqueada por  los vetos, o al menos por la lógica de no denunciar ni condenar los comportamientos para evitar sufrir el mismo efecto. Creo que en el tema de los derechos humanos sea esencial esa audacia creativa de la que habla el Papa Francisco, para permitir que el instrumento diplomático vuelve a ser " el arte de lo posible" (Discurso con ocasión del encuentro con las autoridades de Corea ,14 de agosto de 2014). ¿Pero cómo lograrlo en relación con los derechos humanos? Creo que estar en una Universidad pide "someter a la opinión del aula" algunas propuestas sobre las cuales comenzar esa disceptatio necesaria que es típica de la enseñanza, pero también es el método de  la diplomacia.

Una primera propuesta es la que yo llamaría cohesión preventiva entre los que tienen la responsabilidad de actuar en materia de derechos, incluso si expresan opiniones contrastantes y puntos de vista diferentes. Por otra parte, en el momento de la redacción de la Declaración Universal, el grupo de redactores veía como elemento unificador los horrores de la guerra que había violado cualquier  ley y sometido a todo tipo de barbarie al sujeto de los derechos: el ser humano. Por lo demás, las opiniones eran diversas también porque eran  fruto  de visiones culturales, ideales y no en último lugar, religiosas, diferentes. Un dato todavía más acentuado en un mundo más amplio y dividido que en 1948, pero en el que, paradójicamente, el elemento que aparece unificado, al menos en el lenguaje, son los derechos humanos, aunque se  declinen e interpreten diversamente.

Para la diplomacia pontificia, la cohesión preventiva significa trabajar para anular las  posturas contrapuestas o para detener las violaciones en curso, no solo con las posibles interpretaciones de los derechos que tienen todo el sabor de esas treguas que se alcanzan durante un conflicto, pero que para ser respetadas deben ser "treguas armadas". El objetivo, más bien,  es unir, empezando por escuchar todas las posiciones. No es un enfoque teórico: ¿cuántas veces en las actividades de los organismos competentes en el campo de los derechos humanos las posiciones que no se homologan  con  los intereses y las ideologías en boga se  descartan a priori, pasando a ser como los más débiles que no pueden expresar su punto de vista? ¿Cuántas partes interesadas, -los stakeholder como se dice hoy,- están excluidas de la mesa de negociaciones y de las discusiones o, en cualquier caso, del debate sobre los derechos humanos a causa de equilibrios más vastos? El diálogo en materia de  derechos presupone también la presencia de  los que resultan incómodos o no parecen tener, según la visión dominante,  una  legitimidad en términos de propuesta y como actores.

Una segunda propuesta se refiere a la formulación de valores y su interpretación coherente. Cuando hace setenta años se adoptó la Declaración Universal, el eslogan fue: " a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión" (Preámbulo). Un punto sólido, construido sobre valores estructurales del orden internacional y pensado como  factor garante de la estabilidad mundial y no solo de los derechos. Una intuición que se hizo posible gracias al hecho de que entre los redactores del texto y los Estados había elementos muy compartidos de cara a objetivos como la paz y la seguridad. Creo que debemos recuperar ese espíritu y no limitarnos a delinear los intereses individuales, a menudo egoístas. Pero debemos ser conscientes de que si en 1948 las violaciones de la dignidad humana eran principalmente materiales, hoy también atañen a los valores o al menos a esa tabla común de valores compartidos que ha permitido alcanzar muchas metas.

Aquí hay otro diálogo posible que la diplomacia papal considera esencial: el de los valores. Palabras como dignidad, libertad y responsabilidad ya están en el lenguaje y las aspiraciones de la familia humana; de hecho, en su ausencia no es posible hablar de derechos humanos, o considerar situaciones consecuentes como la paz, la seguridad, el desarrollo o la cooperación. Pero ¿qué significado atribuimos a estas palabras? La ocasión de la Conferencia nos ha obligado a reflexionar sobre dos aniversarios y, como hemos visto, el encuentro de Viena representó una clara cesura entre el modo precedente y el actual de entender los derechos humanos y, por lo tanto, la Declaración Universal. Es necesario, pues,  tener el valor de reescribir los actos normativos y sus contenidos para recolocar los valores en el centro, incluso sabiendo lo enormes que son las dificultades. La alternativa está representada por la inmovilidad frente a las violaciones y por  interpretaciones con un efecto de choque, pero cada vez más distantes de la defensa de la dignidad humana.

6. Hasta aquí  las propuestas. Pero para darles la consistencia necesaria y hacerlas operativa, es indispensable una aportación que haga converger perspectivas diversas  de cara a la elaboración de propuestas que la Santa Sede podría presentar a los países e instituciones multilaterales. Para ello, ¿qué necesita la diplomacia papal?

Tal vez haya llegado el momento de iniciar una amplia reflexión y consulta en la Iglesia sobre los derechos humanos, todavía más,  sobre el futuro del hombre, tomando conciencia de que el interrogante clásico: "Hombre, ¿quién eres?" ha sido reemplazado por el altamente insidioso: "Hombre, ¿qué derechos quieres tener?". Una reflexión que se realizará a la luz de la Doctrina y el Magisterio de la Iglesia, cuidadosa en el método y en el lenguaje para que pueda presentarse a las instituciones intergubernamentales, universales y regionales, para  que se preocupen por los derechos humanos y no solo se ocupen de ellos.

Podría haber diferentes realidades y organismos involucrados en esta iniciativa que, estoy seguro, no dejaría de llamar la atención de las estructuras multilaterales, así como de los Estados individuales. La cuestión debe abordarse en primer lugar en relación con los procesos de formación que atraviesan la estructura eclesial en diferentes niveles.

Por ejemplo, en 1983, la Comisión Teológica Internacional concluyó su trabajo de reflexión e investigación con el documento Dignidad y derechos de la persona humana, teniendo como referencia dos  ámbitos "el derecho natural de las gentes " y la "teología de la historia de la salvación". Los cambios producidos en estos años y los aspectos críticos señalados  y los que puedan aparecer requieren a la reflexión teológica que se active  para definir, a la luz de las nuevas situaciones, qué visión de la persona y de sus derechos se puede expresar de acuerdo con la doctrina de la Iglesia. Un resultado que la Santa Sede puede proponer en el contexto de los mecanismos técnico-jurídicos que a nivel internacional producen actos normativos y establecen interpretaciones de los derechos humanos.

Dicha reflexión también sería esencial para responder a otra necesidad: incluir en el itinerario de la formación sacerdotal y la vida religiosa un espacio para explorar sistemáticamente el tema de los derechos humanos. Una decisión que resultaría estratégica ante la pregunta  que brota diariamente del pueblo de Dios, a menudo desorientado y que busca en sus pastores esa luz esencial para una conciencia formada capaz de operar el discernimiento necesario. Las Congregaciones para el Clero y para la Vida Consagrada podrían favorecer y dirigir este esfuerzo, respectivamente, en los seminarios y las casas de formación, pero también con iniciativas para la formación permanente del clero,  de los consagrados y las consagradas.

De forma parecida, el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida podría sacar a la luz el trabajo de tantas  formas de agregación laica que en varios países o incluso a nivel mundial ya operan en el campo de los derechos humanos, proporcionándoles aquellos elementos doctrinales que se hacen necesarios para la misión de los laicos en el ámbito eclesial y en el de la comunidad política.

También las Universidades que dependen de la Santa Sede -es nuestro contexto hoy-están llamadas  a este proceso, cultivando en sus planes de estudio una reflexión interdisciplinaria y transdisciplinaria -son expresiones de la Veritatis Gaudium con la cual el Papa Francisco ha reformado recientemente los estudios de nuestras universidades - sobre los derechos humanos. Y aquí, la Congregación para la Educación Católica podría recoger cuanto de  concreto y científicamente válido se produce, también con referencia a las innumerables estructuras de la escuela católica en el mundo, para que pueda ofrecerse no solo a la comunidad internacional, sino también a aquellos contextos donde  se habla de los derechos humanos solamente en términos de reivindicación y de grandes proclamaciones.

El Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral asumiría la tarea no solo de continuar operando en los diversos sectores de los derechos -instituciones, salud, desarrollo, migración y movilidad humana-, también en estrecha conexión con los episcopados locales, sino también de recopilar los resultados de las diversas iniciativas para elaborar los datos y preparar un trabajo que la Santa Sede, a través de su diplomacia, podrá  poner en conocimiento de los países, gobiernos y organizaciones internacionales.

7. Señoras y señores,

Los frutos de tal consulta, una vez concluida, se convertirían no solo en el presupuesto para la idea de cohesión preventiva o reescritura de los actos normativos sobre los derechos para dar nuevamente el espacio adecuado a los valores, sino que serían el signo tangible de cuanta atención presta la Iglesia Católica a los derechos y a las  actividades a favor de su promoción y protección. Esto daría la debida cientificidad y el valor de lo concreto a las propuestas que llevaría la diplomacia pontificia a las  instancias internacionales, participando en los debates en curso y en los futuros.

La Santa Sede está convencida de que, con respecto a los derechos fundamentales, en ausencia de lecturas compartidas sobre los valores que inspiran su contenido, cada instancia, ya sea un individuo, un grupo, un Estado o incluso una organización multilateral, tiende solamente a legitimar su propia visión o a responder ideológicamente. Esto con el peligro de causar conflictividad, tal vez para reivindicar posiciones estabilizadas o para legitimar presiones e interpretaciones. Y es sobre los valores que la comunidad internacional se juega las aspiraciones de las generaciones presentes y futuras. No se trata solo de definir los derechos en virtud de una coexistencia abstracta pacífica o de la sostenibilidad ambiental o climática, sino de reflexionar sobre los criterios básicos para la convivencia entre las personas, entre los pueblos. Así como sobre la convivencia de las personas en los Estados y en la coexistencia entre los Estados.

Un camino sin duda no fácil, pero tampoco imposible.