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Peregrinación ecuménica del Santo Padre Francisco a Ginebra con motivo del 70 aniversario de la fundación del Consejo Ecuménico de las Iglesias (21 de junio, 2018) .- Santa misa en el Palexpo de Ginebra, 21.06.2018

Santa misa en el Palexpo de Ginebra

A las 17:00 el Santo Padre llegó al Palaexpo de Ginebra. Después de dar una vuelta, en coche eléctrico entre los fieles, el Papa presidió la santa misa.

Durante la celebración eucarística después de la proclamación del Evangelio, el Santo Padre ha pronunciado la homilía.

Al final, después del regalo del Papa, el saludo del obispo de Lausana, Ginebra y Friburgo y presidente de la Conferencia Episcopal Suiza, S. E. Mons. Charles Morerod, O.P., y la bendición final, el Papa saludó brevemente a los obispos de la Conferencia Episcopal y  se despidió de los colaboradores de la Nunciatura Apostólica en Berna y de la Misión ante la Oficina de las Naciones Unidas y las Instituciones Especializadas en Ginebra. Luego se trasladó en automóvil al Aeropuerto internacional de Ginebra para regresar a Italia.

Publicamos a continuación la homilía pronunciada por el Papa durante la Santa Misa y las palabras de saludo al final de la celebración eucarística:

Homilía del Santo Padre

Padre, pan, perdón. Tres palabras que nos regala el Evangelio de hoy. Tres palabras que nos llevan al corazón de la fe.

            «Padre» —así comienza la oración—. Puede ir seguida de otras palabras, pero no se puede olvidar la primera, porque la palabra “Padre” es la llave de acceso al corazón de Dios; porque solo diciendo Padre rezamos en lenguaje cristiano. Rezamos “en cristiano”: no a un Dios genérico, sino a un Dios que es sobre todo Papá. De hecho, Jesús nos ha pedido que digamos «Padre nuestro que estás en el cielo», en vez de “Dios del cielo que eres Padre”. Antes de nada, antes de ser infinito y eterno, Dios es Padre.

            De él procede toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3,15). En él está el origen de todo bien y de nuestra propia vida. «Padre nuestro» es por tanto la fórmula de la vida, la que revela nuestra identidad: somos hijos amados. Es la fórmula que resuelve el teorema de la soledad y el problema de la orfandad. Es la ecuación que nos indica lo que hay que hacer: amar a Dios, nuestro Padre, y a los demás, nuestros hermanos. Es la oración del nosotros, de la Iglesia; una oración sin el yo y sin el mío, toda dirigida al de Dios («tu nombre», «tu reino», «tu voluntad») y que se conjuga solo en la primera persona del plural: «Padre nuestro», dos palabras que nos ofrecen señales para la vida espiritual.

            Así, cada vez que hacemos la señal de la cruz al comienzo de la jornada y antes de cada actividad importante, cada vez que decimos «Padre nuestro», renovamos las raíces que nos dan origen. Tenemos necesidad de ello en nuestras sociedades a menudo desarraigadas. El «Padre nuestro» fortalece nuestras raíces. Cuando está el Padre, nadie está excluido; el miedo y la incertidumbre no triunfan. Aflora la memoria del bien, porque en el corazón del Padre no somos personajes virtuales, sino hijos amados. Él no nos une en grupos que comparten los mismos intereses, sino que nos regenera juntos como familia.

            No nos cansemos de decir «Padre nuestro»: nos recordará que no existe ningún hijo sin Padre y que, por tanto, ninguno de nosotros está solo en este mundo. Pero nos recordará también que no hay Padre sin hijos: ninguno de nosotros es hijo único, cada uno debe hacerse cargo de los hermanos de la única familia humana. Diciendo «Padre nuestro» afirmamos que todo ser humano nos pertenece, y frente a tantas maldades que ofenden el rostro del Padre, nosotros sus hijos estamos llamados a actuar como hermanos, como buenos custodios de nuestra familia, y a esforzarnos para que no haya indiferencia hacia el hermano, hacia ningún hermano: ni hacia el niño que todavía no ha nacido ni hacia el anciano que ya no habla, como tampoco hacia el conocido que no logramos perdonar ni hacia el pobre descartado. Esto es lo que el Padre nos pide, nos manda que nos amemos con corazón de hijos, que son hermanos entre ellos.

            Pan. Jesús nos dice que pidamos cada día el pan al Padre. No hace falta pedir más: solo el pan, es decir, lo esencial para vivir. El pan es sobre todo la comida suficiente para hoy, para la salud, para el trabajo diario; la comida que por desgracia falta a tantos hermanos y hermanas nuestros. Por esto digo: ¡Ay de quien especula con el pan! El alimento básico para la vida cotidiana de los pueblos debe ser accesible a todos.

            Pedir el pan cotidiano es decir también: “Padre, ayúdame a llevar una vida más sencilla”. La vida se ha vuelto muy complicada. Diría que hoy para muchos está como “drogada”: se corre de la mañana a la tarde, entre miles de llamadas y mensajes, incapaces de detenernos ante los rostros, inmersos en una complejidad que nos hace frágiles y en una velocidad que fomenta la ansiedad. Se requiere una elección de vida sobria, libre de lastres superfluos. Una elección contracorriente, como hizo en su tiempo san Luis Gonzaga, que hoy recordamos. La elección de renunciar a tantas cosas que llenan la vida, pero vacían el corazón. Hermanos y hermanas: Elijamos la sencillez, la sencillez del pan para volver a encontrar la valentía del silencio y de la oración, fermentos de una vida verdaderamente humana. Elijamos a las personas antes que a las cosas, para que surjan relaciones personales, no virtuales. Volvamos a amar la fragancia genuina de lo que nos rodea. Cuando era pequeño, en casa, si el pan se caía de la mesa, nos enseñaban a recogerlo rápidamente y a besarlo. Valorar lo sencillo que tenemos cada día, protegerlo: no usar y tirar, sino valorar y conservar.

            Además, el «Pan de cada día», no lo olvidemos, es Jesús. Sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Él es el alimento primordial para vivir bien. Sin embargo, a veces lo reducimos a una guarnición. Pero si él no es el alimento de nuestra vida, el centro de nuestros días, el respiro de nuestra cotidianidad, nada vale, todo es guarnición. Pidiendo el pan suplicamos al Padre y nos decimos cada día: sencillez de vida, cuidado del que está a nuestro alrededor, Jesús sobre todo y antes de nada.

            Perdón. Es difícil perdonar, siempre llevamos dentro un poco de amargura, de resentimiento, y cuando alguien que ya habíamos perdonado nos provoca, el rencor vuelve con intereses. Pero el Señor espera nuestro perdón como un regalo. Nos debe hacer pensar que el único comentario original al Padre nuestro, el que hizo Jesús, se concentre sobre una sola frase: «Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre celestial, pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6,14-15). El único comentario que hace el Señor. El perdón es la cláusula vinculante del Padre nuestro. Dios nos libera el corazón de todo pecado, Dios perdona todo, todo, pero nos pide una cosa: que nosotros, al mismo tiempo, no nos cansemos de perdonar a los demás. Quiere que cada uno de nosotros otorgue una amnistía general a las culpas ajenas. Tendríamos que hacer una buena radiografía del corazón, para ver si dentro de nosotros hay barreras, obstáculos para el perdón, piedras que remover. Y entonces decir al Padre: “¿Ves este peñasco?, te lo confío y te ruego por esta persona, por esta situación; aun cuando me resulta difícil perdonar, te pido la fuerza para poder hacerlo”.

            El perdón renueva, el perdón hace milagros. Pedro experimentó el perdón de Jesús y llegó a ser pastor de su rebaño; Saulo se convirtió en Pablo después de haber sido perdonado por Esteban; cada uno de nosotros renace como una criatura nueva cuando, perdonado por el Padre, ama a sus hermanos. Solo entonces introducimos en el mundo una verdadera novedad, porque no hay mayor novedad que el perdón, este perdón que cambia el mal en bien. Lo vemos en la historia cristiana. Perdonarnos entre nosotros, redescubrirnos hermanos después de siglos de controversias y laceraciones, cuánto bien nos ha hecho y sigue haciéndonos. El Padre es feliz cuando nos amamos y perdonamos de corazón (cf. Mt 18,35). Y entonces nos da su Espíritu. Pidamos esta gracia: no encerrarnos con un corazón endurecido, reclamando siempre a los demás, sino dar el primer paso, en la oración, en el encuentro fraterno, en la caridad concreta. Así seremos más semejantes al Padre, que ama sin esperar nada a cambio. Y él derramará sobre nosotros el Espíritu de la unidad.

Palabras del Santo Padre al final de la celebración eucarística

Quiero dar las gracias de corazón a Mons. Morerod y a la comunidad diocesana de Lausana-Ginebra-Friburgo. Gracias por vuestra acogida, por la preparación y por la oración, que os pido, por favor, la sigáis haciendo. Yo rezaré también por vosotros, para que el Señor os acompañe en vuestro camino, en particular el ecuménico. Extiendo mi saludo con gratitud a todos los Pastores de las diócesis suizas y a los demás Obispos presentes, así como a los fieles venidos de diferentes partes de Suiza, Francia y de otros países.

Saludo a los habitantes de esta hermosa ciudad, donde hace 600 años residió el Papa Martín V, y que es sede de importantes instituciones internacionales, como la Organización Internacional del Trabajo, que el próximo año conmemorará el centenario de su fundación.

Agradezco sinceramente al Gobierno de la Confederación Suiza por la amable invitación y la exquisita colaboración. Gracias

Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Hasta la próxima vez.