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Viaje apostólico del Santo Padre Francisco a Chile y Perú (15 a 22 de enero de 2018) - Santa misa en el aeródromo de Maquehue en Temuco, 17.01.2018

Santa misa en el Aeródromo de Maquehue en Temuco
Almuerzo con los habitantes de la Araucanía en la Casa Madre de la Santa Cruz de Temuco

Santa misa en el Aeródromo de Maquehue en Temuco

Esta mañana, después de dejar la Nunciatura Apostólica de Santiago, el Santo Padre Francisco se trasladó en automóvil al aeropuerto de la Base Aérea "Grupo 8 de la FACH", desde donde, a las 8 en punto (12 horas en Roma) salió hacia  Temuco a bordo de un A321 de LATAM, tras haber saludado a 20 personas del Comité Organizador.

A su llegada al aeropuerto "La Araucanía" de Temuco, el Papa fue recibido por S.E. Mons. Héctor Eduardo Vargas Bastidas, S.D.B., obispo de Temuco, S.E. Mons. Francisco Javier Stegmeier Schmidlin, obispo de Villarrica,  por el Presidente de la Región y por los alcaldes de Temuco, Padre de las Casas y Freire. También había un coro y un grupo de niños. A continuación se desplazó  en automóvil al aeródromo de Maquehue. A su llegada, después de saludar al Comandante de la Base Aérea y tras una vuelta  en papamóvil entre los fieles, a las 10,20 a.m. hora local (14,20 horas en Roma), el Papa ha  presidido  la celebración eucarística "para el progreso de los pueblos".

Estaban presentes entre los fieles  representantes de las poblaciones originarias de la Araucanía que animan la santa misa.

Al finalizar la celebración, el obispo de Temuco, S.E. Mons. Héctor Eduardo Vargas Bastidas, S.D.B., saludó al Papa. Después de la bendición final, el Santo Padre fue en automóvil a la casa "Madre de la Santa Cruz".
Publicamos a continuación la homilía pronunciada por el Papa después de la proclamación del Evangelio:

Homilía del Santo Padre

Mari, Mari» (Buenos días)

«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).

 

                Doy gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente, la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—,[1] sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida. Este paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua y atacameños, y tantos otros.

            Esta tierra, si la miramos con ojos de turistas, nos dejará extasiados y  luego seguiremos nuestro rumbo sin más; pero si nos acercamos a su suelo, lo escucharemos cantar y cantar con tristeza: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar».[2]

            En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de Maqueue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron,  por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias.  Y recordando esta cosas nos quedamos un instante en silencio ante tanto dolor y tanta injusticia. La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido.

            En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean uno» (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas! Hoy nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que también nosotros seamos uno; no permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.

            Esta unidad clamada por Jesús es un don que hay que pedir con insistencia por el bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la historia. ¿Cuáles son esas tentaciones?: Una,  los falsos sinónimos.

            Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizadora. La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás. La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o culturas inferiores. Un bello «chamal» requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los «talleres» de los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes. No es un arte de escritorio la unidad, ni tampoco  de documentos, es un arte de la escucha y del reconocimiento. Un arte de la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.

            La unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan sólo «recibir información sobre los demás… sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros».[3] Esto nos introduce en el camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad. Otra tentación puede venir de la consideración de cuáles son las  armas de la unidad

La unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de «bellos» acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes acabados, sí —y necesarios—, pero que al no volverse concretos terminan «borrando con el codo, lo escrito con la mano». Esto también es violencia. Y  ¿ por qué?: Porque frustra la esperanza.

            En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos «no a la violencia que destruye», en ninguna de sus dos formas.

            Estas actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su paso sólo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, el camino de la no violencia activa, «como un estilo de política para la paz».[4] Busquemos, en cambio,  y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.

            Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2,7) estamos llamados al (Küme Mongen), al Bien vivir, al Buen vivir como nos los recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto camino para aprender el Küme Mongen,! un anhelo hondo que brota no sólo de nuestros corazones, sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso, hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos digamos con Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno: “Señor, haznos artesanos de unidad”.

 

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[1] Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.

[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.

[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.

[4] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017.

 

Almuerzo con los habitantes de la Araucanía en la Casa Madre de la Santa Cruz de Temuco

A las 12.45 hora local (16.45 horas en Roma), el Santo Padre Francisco ha almorzado  con el obispo de Temuco y con una representación de los habitantes de la Araucanía en la Casa Madre de la Santa Cruz. Antes de dejar  la Casa, el Papa fue a la capilla del Instituto donde estaban reunidas cerca de  40 Hermanas de la Casa, algunos sacerdotes ancianos y algunos Superiores de Congregaciones Religiosas presentes en la diócesis.
Después del intercambio de regalos, el Papa Francisco se desplazó  al Aeropuerto "La Araucanía" de Temuco desde donde a las 15.30 hora local (19.30 horas de Roma) despegó - a bordo de una A321 de LATAM – con destino a  Maipú. A su llegada a la Base Aérea "Grupo 8 de la FACH" de Santiago, fue  en automóvil al Santuario de Maipú para encontrarse con los jóvenes.