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Peregrinación del Santo Padre Francisco al Santuario de Nuestra Señora de Fátima (12-13 mayo 2017) -Santa Misa en la Vigilia Mariana presidida por el cardenal Secretario de Estado, 12.05.2017

Una vez terminada la bendición de las velas en la Capilla de las Apariciones del Santuario de Nuestra Señora de Fátima  y después del rezo del Rosario , encabezado por el Santo Padre, el cardenal Secretario de Estado Pietro Parolin presidió la Santa Misa en la Vigilia Mariana de la solemnidad del 13 de mayo.

Sigue la homilía que el cardenal Secretario de Estado pronunció durante la celebración:

 

Homilía del cardenal Secretario de Estado  Pietro Parolin

Queridos peregrinos de Fátima:

Llenos de alegría y gratitud, nos hemos reunido en este Santuario que conserva la memoria de las apariciones de la Virgen a los tres pastorcillos, uniéndonos a la multitud de peregrinos que durante estos cien años ha llegado hasta aquí para manifestar su confianza en la Madre del Cielo. Esta Eucaristía la celebramos en honor a su Corazón Inmaculado. En la primera lectura, hemos oído cómo el pueblo exclamaba: «Has evitado nuestra ruina y te has portado rectamente ante nuestro Dios» (Jdt 13,20). Son palabras de elogio y agradecimiento que la ciudad de Betulia dirige a Judit, su heroína, porque «el Señor, el Dios que creó el cielo y la tierra [...] te ha guiado hasta cortar la cabeza al jefe de nuestros enemigos» (Jdt 13,18). Sin embargo, estas palabras encuentran su plena realización en la Inmaculada Virgen María, que, gracias a su descendencia ―Cristo el Señor― ha sido capaz de «aplastarle la cabeza» (cf. Gn 3,15) a «la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el que engaña al mundo entero; […] se llenó de ira […] contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,9.17).

Como una madre que se preocupa por las tribulaciones de sus hijos, ella se apareció aquí con un mensaje de consuelo y de esperanza para la humanidad en guerra y para la Iglesia que sufre: «Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará» (Aparición, julio de 1917). En otras palabras: «Tened confianza. Al final, el amor y la paz vencerán, porque la misericordia de Dios es más fuerte que el poder del mal. Lo que parece imposible para los hombres es posible para Dios». Y la Virgen nos invita a alistarnos en esta lucha de su divino Hijo, especialmente rezando cada día el Rosario por la paz en el mundo. Pues, aunque todo depende de Dios y de su gracia, tenemos que actuar como si todo dependiera de nosotros, pidiendo a la Virgen María que el corazón de las personas, el hogar de las familias, el camino de los pueblos y el alma fraterna de toda la humanidad estén consagrados a ella y puestos bajo su protección y guía. Ella quiere que la gente se le entregue. «Si hacéis lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz» (Aparición, julio de 1917). Al final, quien vencerá a la guerra es un corazón: el Corazón de la Madre obtendrá la victoria al frente de millones de hijos e hijas suyas.

Esta noche damos gracias y alabanzas a la Santísima Trinidad porque muchos hombres y mujeres se han adherido a esta misión de paz que se le ha confiado a la Virgen Madre. De Oriente a Occidente, el amor del Corazón Inmaculado de María se ha ganado un lugar en el corazón de los pueblos como fuente de esperanza y de consuelo. Se convocó el Concilio Vaticano II para renovar la faz de la Iglesia, mostrándose sustancialmente como el Concilio del amor. Los pueblos, los obispos, el Papa escucharon los ruegos de la Madre de Dios y de los hombres: el mundo entero fue consagrado a ella. Por todas partes se crean grupos y comunidades de creyentes que, despertando de la apatía del pasado, se esfuerzan ahora en mostrar al mundo el verdadero rostro del cristianismo.

«Si hacéis lo que yo os digo tendréis paz». Es cierto que, cien años después de las apariciones, «si hoy a muchos ―como dice el Papa Francisco― la paz les parece de alguna manera un bien que se da por descontado, casi un derecho adquirido al que no se le presta demasiada atención, para demasiadas personas esa paz es todavía una simple ilusión lejana. Millones de personas viven hoy en medio de conflictos sin sentido. Incluso en aquellos lugares que en otro tiempo se consideraban seguros se advierte un sentimiento general de miedo. Con frecuencia nos sentimos abrumados por las imágenes de muerte, por el dolor de los inocentes que imploran ayuda y consuelo, por el luto del que llora a un ser querido a causa del odio y de la violencia, por el drama de los refugiados que escapan de la guerra o de los emigrantes que perecen trágicamente» (Discurso al Cuerpo diplomático, 9 enero 2017). En medio de toda esta preocupación e incertidumbre sobre el futuro, ¿qué es lo que nos pide Fátima? Perseverar en la consagración al Corazón Inmaculado de María, rezando cada día el Rosario. ¿Y si, a pesar de la oración, las guerras persisten? Aunque no se vean inmediatamente los resultados, perseveremos en la oración; nunca es inútil. Tarde o temprano dará fruto. La oración es un tesoro que está en las manos de Dios y que él hace que se multiplique según sus tiempos y sus planes, muy distintos a los nuestros.

En el salmo responsorial hemos recitado el cántico del Magnificat, en el que destaca el contraste entre la «gran» historia de las naciones y sus conflictos: la historia de los grandes y poderosos con su propia cronología y geografía del poder, y la «pequeña» historia de los pobres, los humildes y los débiles. Estos están llamados a luchar en favor de la paz con otra fuerza, con otros medios, aparentemente inútiles o ineficaces, como son la conversión, la oración reparadora, la consagración. Es una llamada para que detengamos el avance del mal entrando en el océano del Amor divino como resistencia ―y no rendición― frente a la banalidad y fatalidad del mal.

¿Qué tenemos que hacer? Permitidme que os lo explique con un ejemplo (cf. Eloy Bueno de la Fuente, A Mensagem de Fátima. A misericórdia de Deus: o triunfo do amor nos dramas da história, 2 2014, 235-237): cuando recibimos un billete falso, una reacción espontánea, e incluso se podría considerar lógica, sería la de dárselo a otra persona. Esto nos enseña cómo todos estamos propensos a caer en una lógica perversa que nos domina y empuja a propagar el mal. Si actúo de acuerdo con esta lógica, mi situación cambia: cuando me dieron el billete falso, yo era una víctima inocente; el mal de los demás cayó sobre mí. En cambio, desde el momento en que yo paso conscientemente el billete falso a otro, ya no soy inocente: me he dejado vencer por la fuerza y la seducción del mal, provocando una nueva víctima; me he convertido en transmisor del mal, me he hecho responsable y culpable. La alternativa consiste en detener el avance del mal; pero eso sólo se puede hacer si se paga un precio, es decir, quedándome yo con el billete falso y librando así a la otra persona de la propagación del mal.

Esta reacción es la única que puede frenar y vencer el mal. Los seres humanos consiguen esta victoria cuando son capaces de realizar un sacrificio que se convierte en una reparación; Cristo la lleva a cabo, mostrando que su forma de amar es la misericordia. Ese exceso de amor lo vemos en la cruz de Jesús: carga con el odio y la violencia que caen sobre él, sin insultar ni amenazar con la venganza, sino perdonando, mostrando que existe un amor más grande. Sólo él puede hacer esto, cargando sobre él ―por así decirlo― el «billete falso». Su muerte es la victoria sobre el mal desatado por sus verdugos, que somos todos nosotros: Jesús crucificado y resucitado es nuestra paz y nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14; 2 Co 5,18).

«Has evitado nuestra ruina y te has portado rectamente ante nuestro Dios»: rezamos así, en esta noche de vigilia, como un inmenso pueblo en marcha siguiendo los pasos de Jesucristo resucitado, iluminándonos mutuamente, tirando unos de otros, apoyándonos en la fe en Cristo Jesús. De María han escrito los santos Padres que concibió a Jesús primero en la fe y después en la carne, cuando dijo «sí» a la llamada que Dios le dirigió a través del Ángel. Pero, lo que ocurrió de una manera única en la Virgen Madre se realiza espiritualmente en nosotros cada vez que escuchamos la Palabra de Dios y la ponemos en práctica, según nos pide el Evangelio (cf. Lc 11,28). Con la generosidad y la fortaleza de María, ofrezcamos nuestro cuerpo a Jesús para que siga viviendo entre los hombres; ofrezcámosle nuestras manos para acariciar a los pequeños y pobres; nuestros pies para ir al encuentro de los hermanos; nuestros brazos para sostener a los que son débiles y trabajar en la viña del Señor; nuestra mente para pensar y realizar proyectos iluminados por el Evangelio; y sobre todo nuestro corazón para amar y tomar decisiones de acuerdo con la voluntad de Dios.

Que así nos modele la Virgen Madre, estrechándonos en su Corazón Inmaculado, como hizo con Lucía y los beatos Francisco y Jacinta Marto. En este centenario de las apariciones, agradecidos por el regalo que el acontecimiento, el mensaje y el santuario de Fátima han representado para este siglo, unimos nuestras voces a la de la Virgen Santa: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, [...] porque ha mirado la humildad de su esclava [...]; y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,46-50).